viernes, 30 de noviembre de 2018

Satán en los suburbios




Acabo un libro de relatos de Bertrand Russell, que me traduce Luis Conde Vélez y que me ha entretenido durante unas horas: Satán en los suburbios (Luis de Caralt, Barcelona, 1964). La obra no es un prodigio narrativo (al gran pensador y gran ensayista que era Russell no tenía por qué dársele igual de bien la confección de cuentos), pero lo he leído con agrado.
Encuentro que en este volumen están muy bien la amenidad de “El beneficio de la clerecía”, el oscurantismo infantil de “Las ordalías corsas de la señorita X” o la brillantemente descrita conjura de silencio en “Los guardianes del Parnaso”. Pero sin duda lo que más me ha gustado ha sido “Satán en los suburbios”, que da título al tomo, por la inquietante personalidad del doctor Mallako, sugestionador e inductor de acciones que los más ejecutan libremente. Es verdad que el Diablo es el Tentador, pero nunca he tenido muy claro que eso fuera una culpabilidad: más bien se me antoja el desvío comodón de las ajenas.
Después de haber leído algunas obras que pertenecen a la “parte intelectual” de Russell quería conocer también las otras, como la puramente literaria. Y creo que la exploración no ha sido decepcionante.

jueves, 29 de noviembre de 2018

La engañada




Rosalie von Tümmler, viuda de un militar no demasiado fiel, acaba de cumplir los cincuenta años, atraviesa el período ingrato de la menopausia y vive instalada en la parte selecta de la sociedad alemana. Su hija Anna es pintora inteligente y sensible, con una leve deformidad en el pie, que la hace caminar de manera defectuosa; su hijo Eduard, más joven, sueña con ser algún día ingeniero. Un día, para perfeccionar en este último los conocimientos de la lengua inglesa, es contratado el joven norteamericano Ken Keaton, que se vuelve asiduo visitante de la casa. La vida, para todos ellos, es educada, apacible y circula sin sobresaltos.
El único elemento que viene a perturbar la tranquilidad es que Rosalie, sin poder evitarlo, comienza a sentir por Ken algo más que gratitud: su corazón palpita con estruendo en su presencia, la contemplación de sus brazos la perturba y siente, de un modo inefable, que el amor ha vuelto a florecer en su alma. Ni siquiera su hija, cuando comparta con ella estas pulsiones, lo encontrará admisible. Por sorpresa, la naturaleza parece aliarse con la bella Rosalie von Tümmler, puesto que un día descubre que su menstruación ha vuelto, como un milagro que el buen Dios le reserva para que sus esperanzas vuelen libres.
A partir de entonces, el maquillaje, la coquetería y una cierta dosis de intrepidez la irán acercando a Keaton, quien no podrá por menos que darse cuenta de las claras intenciones de la dama (una dama que, cierto resulta, podría ser su madre). ¿Será posible, entonces, que una pareja tan disímil lleve a formarse?
Con una prosa lenta, seductora y de gran finura psicológica, Thomas Mann nos coloca ante los ojos a unos personajes inolvidables y una acción que, cubriendo todos los tonos y todos los matices del alma humana (ilusión, análisis emocional, esperanza, fatalidad, desengaño, fe, crueldad, realismo, amor), deja honda huella en el lector.

miércoles, 28 de noviembre de 2018

El libro de las visiones y las apariciones




Volvemos a encontrarnos en esta novela de José Luis Castillo-Puche, como en otras suyas donde el caudal autobiográfico es igualmente potente, con Pepico, que tuvo que criarse en el ambiente violento, absurdo, fanático, montaraz y cazurro de Hécula, y que vivió una niñez acongojada con religiosidades atosigantes, a la que define como “débil, enfermiza, atormentada” (pág. 164); y nos encontramos con su hermana Rosa, quien una vez lo disfrazó de golfillo vendedor de periódicos (la referencia está en las primeras líneas de Conocerás el poso de la nada); y nos topamos sobre todo con sus egoístas y mezquinos tíos Cirilo y Cayetano, a quienes etiqueta sin ambages de “energúmenos de lo eterno” (pág. 28), de “dúo macabro con apariencia beatífica” (pág. 33) y de “administradores de la devoción y del miedo” (pág. 206). Ellos fueron quienes llenaron de acíbar sus años infantiles, quienes no dejaron que la madre de Pepico se casara en segundas nupcias con el viudo don Rosendo, quienes lo obligaban a salir con los auroros.
En ese retrato familiar lleno de tonos negros, ríspidos, que lo inundó todo con su vinagre (“Qué difícil es librarse de los fantasmas que acompañaron tu niñez”, pág. 194) presenta un único elemento simbólico que le aporta luz al protagonista: el mar. Sus aguas coloreadas y frescas representan para el muchacho “la mayor obsesión, una fiebre, una necesidad que yo creo que por aquellos días iba unida para mí al ansia de liberación de todo, a la necesidad de olvido, de lejanía, oh, zambullirme en el mar…” (págs. 129-130); y, cuando la imagen se perfecciona en su interior, llega a sentirlo como “un comienzo de vida nueva y para siempre donde los demonios de mi infancia, todos los demonios, los interiores y los externos, se iban a meter y ahogar en la corriente”.
Una novela dura, sincera, atormentada y sofocante, que el yeclano José Luis Castillo-Puche tuvo la generosidad de compartir con sus lectores con el título de El libro de las visiones y las apariciones.

martes, 27 de noviembre de 2018

Una mente prodigiosa




Durante varias semanas he ido entrando y saliendo del extenso libro Una mente prodigiosa, de Sylvia Nasar, en la traducción de Ricard Martínez i Muntada (Random House Mondadori, Barcelona, 2002). Es la historia de John Forbes Nash, el famoso premio Nobel cuya vida quedó popularizada (y desvirtuada) por la famosa película de Hollywood. Tengo que reconocer que acudí a biografía tras conocer la interpretación de Russell Crowe, pero luego he descubierto que la vida auténtica de Nash se parece al largometraje como una cebolla a un transistor. De todos modos, me ha encantado la experiencia, porque el volumen de Nasar es una maravilla: documentado hasta la paranoia, redactado con solvencia, acompañado por atinadas imágenes…
Me alegro mucho de haberlo leído y de haberme enterado de detalles tan llamativos como que la tesis doctoral de Nash (de donde arranca la Teoría de Juegos) tenía apenas 27 páginas, que el lenguaje Basic fue inventado por John Kemeny (ayudante de Einstein) o que en la existencia de John Nash hubo más desarreglos sexuales y creencias extraterrestres de las que sugiere la edulcorada versión hollywoodiense.
Una frase de la autora, que podría colocarse en los tablones de avisos de las aulas universitarias: “La época de los estudios universitarios es un período en el cual muchos patitos feos descubren que son cisnes”.

lunes, 26 de noviembre de 2018

Las mil noches y una noche (2)




En este segundo tomo de Las mil noches y una noche se reducen de forma muy considerable los episodios sexuales, que tanto proliferan en el volumen inicial de la serie; pero esa reducción temática no supone una merma del interés narrativo, porque accedemos a un buen número de relatos en los que el humor, la crueldad, las reflexiones sobre la muerte o los resortes retóricos asaltan al lector con gran eficacia.
Sorprende, por ejemplo, la habilidad mostrada en la noche 25, en la cual se nos informa sobre la hilarante historia del jorobado al que se mata por accidente y cuyo crimen se atribuyen varias personas por diferentes motivos, todos ellos erróneos. O la espantosa falta de humanidad que manifiesta aquella dama que, al ver que las manos del hombre con quien se acaba de desposar huelen a ajos, le hace cortar los pulgares, ofendida (noche 27).
Para los amantes de la literatura comparada también resulta chocante descubrir la temprana aparición literaria de una “celestina”, a quien se entrega una bolsa de dinares por actuar de eficaz intermediaria entre el narrador y la hija del cadí de Bagdad (noche 28). O advertir cómo El-Aschar protagoniza una versión oriental del cuento de doña Truhana, pero encarnándolo en un vendedor de cristalería (noche 32).
En el orden filosófico, creo que resulta muy llamativa la forma en que define a la muerte, con mayúsculas menos fervorosas que asqueadas (“Arrebatadora de todo goce, la Dislocadora de toda intimidad, la Separadora de los amigos, la Sepultadora, la Invencible, la Inevitable”, noche 32).
Apuntaré también una fenomenal hipérbole, que he subrayado con admiración en la noche 35: nos habla de la ropa mísera de un pescador y nos dice que está “llena de chinches y de pulgas en número suficiente para cubrir la superficie de la Tierra”.

domingo, 25 de noviembre de 2018

Aniversario en París




¿Qué queda del amor, cuando su brillo se desdibuja, cuando sus colores se diluyen, cuando caduca su eternidad? ¿Tal vez ceniza, tal vez frustración, tal vez tristeza, tal vez traiciones, tal vez desengaño? Pascual García nos invita en su último poemario a contemplar de cerca los instantes agónicos de una experiencia amorosa, esa zona lánguida donde el fulgor y la nada se dan la mano.
Sin quizá haber hecho nada para merecer ese privilegio (tan sólo motivado por la sinceridad generosa del poeta) acompañamos al escritor y a su esposa a un viaje de aniversario que tiene por destino la capital del Sena. Y allí, entre besos dulces, copas de champán, paseos por los bulevares y visitas a museos, vamos recibiendo luces ambiguas y sospechas erizadas. Acaso porque toda felicidad esconde su recodo de insatisfacción; acaso porque escondemos siempre amarguras a las que difícilmente concedemos salida al exterior. “París nos ha ofrecido un armisticio / y hemos hecho las paces”, nos indica en la página 45. Pero muy poco después leeremos otros dos versos donde los verbos en pasado nos descubren el filo terrible del adiós: “Debo decirte que eras muy hermosa / y que yo estaba muy enamorado”. Y la línea con la que acaba el libro no puede ser más contundente, al hablar de “un último abrazo de despedida”.
Asistimos, pues, como lectores del poeta de Moratalla, al relato inequívoco de una clausura, al balance de un viaje que termina (o que quizá empieza) al abrir la puerta del hogar, cuando ya los platillos de la balanza se encuentran demasiado distantes y resulta imposible pensar en volver al equilibrio.
Belleza, sí. Poesía, también. Lágrimas, muchas.

sábado, 24 de noviembre de 2018

El cielo de Kaunas




Cuando las convicciones se desmoronan, cuando las certezas son erosionadas sin compasión por el viento de la realidad, el ser humano ingresa en el desconcierto: mira a su alrededor y no encuentra sitio donde poner los ojos que no sea, como indicó el clásico, reflejo de la muerte: pobreza, ruinas, sordidez, paraísos artificiales, rabia, violencia, decepción… Los protagonistas de la novela “El cielo de Kaunas”, de Jesús Zomeño (Contrabando, 2018), experimentan de un modo angustioso esas sensaciones en la Lituania postsoviética, y conforman una trama pegajosa, incómoda, de hilos sucios y hedor fétido.
En un lado del triángulo argumental tenemos a un anciano viudo que, después de haber sido francotirador de elite en la campaña represiva de Checoslovaquia de 1968, languidece como vigilante en el Museo Militar de Kaunas. El mundo que lo rodea se le antoja tan insatisfactorio, tan burdo, tan infiel a los sacrosantos principios del comunismo que decide comenzar una oleada de asesinatos para llamar la atención de sus congéneres sobre la decadencia que los acongoja. En el segundo lado nos encontramos con Yuri y Vladik, dos jóvenes delincuentes que fuman marihuana, delinquen, practican sexo brutal en sitios inverosímiles y, en una acción que tiene mucho de suicidio, roban un abultado alijo de cocaína que los convertirá en objetivo de una implacable persecución. Y en el tercer lado, para cerrar la figura, nos encontramos con un policía español que acude a la ciudad en busca de la imagen fantasmal de una mujer que lo tiene atormentado y que lo conducirá hasta un quiosco de prensa regentado por Pilypas, padre de la muchacha.
Con un manejo envidiable de los ritmos narrativos y del retrato ambiental, Jesús Zomeño nos va llevando de la sorpresa a la irritación, del desasosiego a la zozobra, y nos introduce en un mundo cuyas líneas torcidas y escabrosas no llegamos a entender cabalmente, por encontrarnos inmersos en una sociedad muy distinta a la que en estas páginas se dibuja. Pero esos cuadros descriptivos y esos personajes muestran tanto vigor que resulta imposible apartarse de ellos, hasta descubrir el delta en que sus historias desembocan.
Sumergirse en ciertos lodazales y salir literariamente victorioso es privilegio de los grandes narradores, como lo es sin duda Jesús Zomeño.

jueves, 22 de noviembre de 2018

Ronda del Guinardó




Cada vez que alguien abomina de la autoficción, del realismo sucio, de la poesía de la experiencia o de cualquier otra franja de la literatura, más o menos situada en el centro de la moda, me viene a la mente la frase de Fernando Lázaro Carreter que tanto le gustaba repetir a Francisco Umbral: “La literatura está en el cómo”. Es decir, que quien no centra su atención lectora en el cómo de los libros está incurriendo en un lamentable error.
Si tratamos de resumir Ronda del Guinardó, del maestro Juan Marsé, desde el punto de argumental nos resultará tan fácil como inútil: en mayo de 1945, un policía español que está a punto de jubilarse tiene que llevar a una adolescente huérfana llamada Rosita hasta el Clínico, donde le espera el cadáver del hombre que, presuntamente, la violó dos años atrás, para ver si lo reconoce. Punto final. Nada más. Y todo el transcurso novelístico consiste en observar cómo el inspector y la muchacha van caminando por las calles de Barcelona, camino del Depósito.
Ese análisis superficial nos llevaría a una interpretación errónea: confundir los hechos con la narración (y con la simbología) de los hechos. Porque lo que Marsé nos está mostrando con este viaje walseriano por la Ciudad Condal son los cascotes de la aún humeante postguerra: la miseria unánime, los miedos terribles, el estraperlo, la sexualidad sórdida, la impune violencia policial… Y va dejando que esas imágenes poderosas, agrias, incómodas, rezumen en cada párrafo y se introduzcan en la mente de los lectores, para crearles un dibujo imborrable de aquel tiempo de pesadilla: la vieja que tuesta café a escondidas para venderlo en el mercado negro y sacarse unos céntimos, el obrero al que la simple voz de un agente de la ley le provoca escalofríos, un cojín con los colores de la bandera catalana que el comerciante tiene que retirar del escaparate so pena de ver su negocio clausurado, las quemaduras de cigarrillos en el cuerpo de un presunto suicida (que nos hacen comprender la auténtica razón de su muerte)…
Con un viaje lleno de símbolos y de guiños históricos, psicológicos y políticos, Juan Marsé construye una novela en la que no ocurre nada pero en la que se dice todo. Es el triunfo de la inteligencia literaria. Es el rubí tallado por un maestro.

miércoles, 21 de noviembre de 2018

Conocerás el poso de la nada




Pepico es un seminarista que, desde hace tiempo, ya no siente la fe correr por sus venas. Toda la presión familiar que soportó y que lo terminó encaminando hacia el seminario se ha ido diluyendo paulatinamente cuando ha comprobado “la falta de caridad, la mezquindad y la superchería” (p.77) que imperan dentro de sus muros. Pero, por encima de todo, le horroriza la idea de desilusionar a su madre, que anhela tener un hijo sacerdote. Ésas son las terribles pulsiones que laceran el alma del muchacho, a quien no hay ningún problema en identificar con el propio José Luis Castillo-Puche, a tenor de las anécdotas que sobre él conocemos por lecturas anteriores.
Este chico, que siente a su alrededor el latido de la inminente guerra civil del año 1936, tendrá que cuidar de su madre en una casita de El Algarrobo cuando en ella se agraven los síntomas de la tuberculosis; y cuando esté atravesando sus peores momentos anímicos verá que llega a sus manos la orden para que se incorpore al combate, a la vez que escucha al capitán Castañeda definirlo como “recuperado del copón” o “recuperado de la hostia” (p.13), con tan mal gusto como crudeza.
Historia de torturas interiores (aquella vez en la que el padre Crisanto lo asió por el sexo, en un bochornoso desahogo sexual; aquellas letanías repetidas sin fe y sin convicción profunda; aquella falta de libertad que constreñía su corazón), pero también de torturas exteriores (las miradas acusadoras de ciertos familiares, el rencor que burbujea en las primeras semanas de la guerra civil, la brutalidad que el muchacho encontrará de pronto abofeteándolo), que nos retrata un mundo de trazos bruscos e inmisericordes, tan cercano en el tiempo como inquietante.

lunes, 19 de noviembre de 2018

Que se mueran los feos




Leo una novela del francés Boris Vian, que me traduce T. P. Lugones: Que se mueran los feos (Tusquets, Barcelona, 1996). Una fabulación que mezcla el humor, el futurismo y enormes dosis de simplicidad narrativa, al servicio de una trama increíble: un estudiante universitario norteamericano, guapo y pagado de sí mismo, idolatrado por las chicas, que ha decidido mantenerse virgen hasta que cumpla 20 años, se ve envuelto en un experimento genético en el que le extraen semen para formar una raza de seres humanos perfectos. Luego, se meterá en tareas de detective aficionado para descubrir a sus humilladores, y acaba por asaltar aparatosamente una isla (la del doctor Schutz, fautor del experimento) en plan marine.
En fin.
Una cosa paródica y de lección fácil, que incluso pretende ponerse moralizante al final, determinando que las mujeres “de rompe y rasga” (ay, Dios mío, cuánto mal han hecho los clichés en la narrativa y en la vida) prefieren a los hombres físicamente mediocres.
Una nota curiosa: el protagonista (Rock Bailey) parece en ocasiones un poco imbécil, como cuando excreta frases de esta índole: “No conté el número de zancadas que dimos, pero debió oscilar entre tres mil cuatrocientas siete y tres mil cuatrocientas nueve” (p.160). Otra nota curiosa: la hipérbole sexual que le atribuye a su descerebrado héroe, quien en su día de “estreno” declara: “Aquello era más agradable todavía que comer piña helada” (p.142). Quizá por eso repite el proceso hasta 12 veces. Ni más ni menos. Parece que humor no le faltaba a Boris Vian. Sobre su calidad literaria prefiero mantener un prudente silencio.

sábado, 17 de noviembre de 2018

Guillermo Tell




El cine nos ha procurado, desde hace décadas, una imagen muy definida del mito de Guillermo Tell, así que intentar eludir ese condicionante a la hora de acercarnos hasta su formulación literaria por parte de Friedrich von Schiller (1804) resultaría de todo punto absurdo: el arquero suizo al que el abominable gobernador Gessler obliga a ensartar con una flecha la manzana que reposa sobre la cabeza de su hijo… y las consecuencias que esta cruel acción comporta.
Puestos a ser honestos, y juzgando esta obra dramática desde la óptica lectora de 2018, la verdad es que todo se resume en eso, porque las circunstancias históricas y ambientales de la pieza, la enumeración de los personajes reales que aparecen (y que son descritos en notas a pie de página) y las consecuencias políticas de los sucesos narrados nos resultan tan lejanas, tan desdibujadas, que las llegamos a conocer pero no a sentir, con lo cual queda invalidado en buena medida el poder revolucionario de su argumento. O, dicho de un modo más sintético: la anécdota del disparo con la ballesta es lo único que se salva de este drama, dos siglos después.
Es bonito, desde luego, que Gertrudis le hable a su marido y le diga: “Soy tu fiel esposa y exijo la mitad que me corresponde en tu tristeza” (acto I, escena II); es bonita la bendición que el barón Von Attinghausen dispensa sobre el hijo de Tell (“De esta cabeza, sobre la que estuvo la manzana, os florecerá una libertad nueva y mejor; lo viejo cae, los tiempos cambian, y una nueva vida se alza de las ruinas y crece”, acto IV, escena II); es bonita la fórmula que el arquero pronuncia para explicar que ha sido la decisión ignominiosa de Gessler la culpable de su ira (“En efervescente veneno de dragón me has transformado la leche de mis piadosos pensamientos”, acto IV, escena III)… Pero, a la postre, sólo esa secuencia intensa y famosísima reclama todavía nuestra atención y nos embriaga: el hijo mostrando su gallardía y su confianza en el pulso del padre; éste, temblando y pidiendo al inflexible gobernador que modere su saña; la saeta volando hacia su objetivo. El resto es charcutería histórica, tan aburrida para el lector actual que ni las notas bienintencionadas del traductor (Justo Molina, profesor de la universidad de Innsbruck) consiguen activar su interés.

viernes, 16 de noviembre de 2018

La palabra inflamada




Decepción. Es la palabra primera que me viene a la mente tras acabar el volumen La palabra inflamada, de José Luis Calvo Carilla (Península, Barcelona, 2000), que prometía ofrecernos una interesante “Historia y metafísica del piropo literario en el siglo XX” (es el subtítulo de la obra). Pensé que podría tratarse de un libro ágil, fresco, divertido, rebosante de chispa, anécdotas y sonrisas. Bueno, pues no. El autor, por un ejercicio de prestidigitación cuya esencia no llego a alcanzar, resulta que odia profundamente los piropos, porque le parecen unas “arcaicas muestras de fogosidad” (p.34) y unos “vergonzantes tics verbales” (p.125). Total, que esto es como si un abstemio dictaminara los valores en un catálogo enológico: una absoluta memez.
Para más irritación, este profesor de Literatura en la universidad de Zaragoza no tiene empacho en escribir equivocadamente algunas palabras de su propio idioma. Véase para demostrarlo (y no es el único ejemplo) ese “espúrea”, que no sólo inserta en la página 167, sino también en la 239, para que no podamos atribuirlo a descuido ocasional.
En resumen, que he bostezado con sus melindres, me he irritado con muchas páginas pedantes y que no venían al caso (salvo para exhibir la presunta cultura de su autor), y he descubierto un único piropo gracioso, que está en la página 28: “Chiquiya, eres tan alta que, para subir a darte un beso, hay que hacer noche en el ombligo”. Un bagaje cortísimo para una obra tan ambiciosa.

jueves, 15 de noviembre de 2018

El cantar de Roldán




Releo El cantar de Roldán, gran epopeya carolingia que versionó Benjamín Jarnés para la Revista de Occidente en 1926 y que ahora recorro en la edición de Alianza Editorial. Y, con ese placer que obtenemos de las lecturas sosegadas, me absorbe y me cautiva como quizá no lo hizo cuando lo estudié durante mi etapa universitaria.
Aquel Carlomagno que, impasible a sus doscientos años y exhibiendo una noble barba florida, se yergue sobre el caudal narrativo; aquel arzobispo Turpín que, belicoso y tremebundo, confiesa los pecados a los miembros de la tropa y “por penitencia les manda herir sin tregua” (secuencia LXXXIX); ese Roldán lleno de inconsciencia que pone en peligro a sus hombres y que ocasiona finalmente su desgracia; esa pobre Alda que, conocida la muerte de su prometido, se resigna a ingresar en el mismo territorio (“A Dios no le place, ni a sus santos, ni a sus ángeles, que, muerto Roldán, quede yo viva”, secuencia CCLXVIII); esos terribles espadazos que suelta Oliveros (“Hiere a un infiel, Justino de Valdeherrero. Le parte por mitad la cabeza y le raja el cuerpo y la loriga recamada, y la preciosa silla de oro y piedras engastadas; y al caballo le parte el espinazo”, secuencia CVII); esas reflexiones que se deslizan de vez en cuando en el texto medieval (“Mucho aprendió el que conoce el sufrimiento”, secuencia CLXXXIV)… Y hasta una curiosidad hípica, que quizá algún experto pueda dilucidar con más tino que yo: el caballo que tiene “largos los flancos, ancha la grupa y alto el espinazo. Su cola es blanca y amarilla la crin” (secuencia CXIV), ¿podría ser un ejemplar Herrenhausen, capa Isabela?
El placer de las relecturas.

miércoles, 14 de noviembre de 2018

La novela del buscador de libros




Si usted no siente adoración por los libros, absténgase de leer esta obra. Se lo digo con toda la sinceridad del mundo. No va a entender nada. Todo lo que encuentre en estas páginas va a parecerle una colección de extravagancias, un dislate tras otro, una afición enfermiza, una pose diletante, un absurdo protagonizado por personas que, pudiendo dedicarse a otros menesteres más lucidos emplean sus horas en dejarse las pestañas sobre colinas de volúmenes desordenados, variopintos y, en la mayor parte de las ocasiones, insignificantes.
Si usted no siente adoración por los libros no entenderá al jerezano Juan Bonilla metiéndose en docenas de librerías de viejo, llenándose de polvo las manos, revolviendo en montones informes de letra impresa, en poemarios atropellados por el curso de los años, en ediciones maltrechas o malheridas por la humedad o los roedores. Ni entenderá por qué se avino a acudir a mercados donde las maras provocaban tiroteos y podía peligrar gravemente su vida. Ni entenderá tampoco que penetrase en una librería-peluquería (espacio quizá único en el mundo) o que coleccione todas las ediciones posibles de la Lolita de Nabokov, en idiomas que ignora.
Si usted no siente adoración por los libros será incapaz de entender por qué los libros se alinean en dos o tres filas en las estanterías de su casa y por qué, pese a esa gravitación sofocante, continúa metiéndose en subastas de Internet para conseguir más; por qué siente una felicidad casi orgánica cuando un libro largamente buscado aparece en la voz telefónica de un librero de Lima, que está dispuesto a guardárselo; por qué mantiene desde hace años un largo listado de volúmenes pendientes de adquisición y lo considera su biblioteca secreta.
Si usted no siente adoración por los libros no será capaz de apreciar la infinita belleza de las fotografías que adornan esta obra, donde encontramos los rostros de iconos de la bibliofilia (Abelardo Linares) y degustadores fervorosos del género (Andrés Trapiello o Juan Manuel Bonet), pero también lugares legendarios que se relacionan con ese mundo gutenbergiano (como la librería Strand, el Rastro madrileño o Encantes de Barcelona), así como cubiertas míticas de volúmenes no menos míticos.
Si usted no siente adoración por los libros no se adentre en La novela del buscador de libros. Hágame caso. Se podría contagiar de una enfermedad peligrosa.

lunes, 12 de noviembre de 2018

Qué escondes en la mano




Me leo en un par de días los relatos que Benjamín Prado reunió bajo el título de Qué escondes en la mano y me han parecido bastante interesantes. A ver, seamos tan respetuosos como claros: no es Borges, no es Cortázar, no es Muñoz Molina; pero sus propuestas narrativas mezclan una formulación literaria digna (a veces, brillante) con unos argumentos bien trenzados, y esta combinación es mucho más satisfactoria de la que ofrecen por lo general otros autores.
Nos hablará de un hombre obsesionado con la albura inmaculada de su chaqueta, que desea preservarla de cualquier mancha por motivos de negocios (“El traje blanco”); una chica con un notable currículum académico, que repasa sus páginas mientras se dirige hacia una entrevista de trabajo (“El viaje”); la persecución que emprende un hombre para conseguir acostarse con una mujer (“Siga a ese coche”); las asombrosas mutaciones que experimenta la vida de Zoila, una formal administrativa, cuando sufre una herida que la obliga a aceptar una baja laboral (“¿Qué escondes en la mano?”); el asombro que aturdirá a un niño rico a partir del momento en que, por juego y por curiosidad, haga un pacto con un niño pobre al que conoce casualmente (“La sangre nunca dice la verdad”); etc.
Siguen gustándome más (mucho más) los espléndidos poemas que ha compuesto Benjamín Prado durante los últimos años, pero tampoco me importaría repetir con otro volumen narrativo suyo.

domingo, 11 de noviembre de 2018

El colmenero divino




Es cierto que fray Gabriel Téllez fue un dramaturgo magnífico, que influyó de notable manera en el desarrollo escénico español del siglo XVII y que redactó obras excelentes, como El condenado por desconfiado o Don Gil de las calzas verdes. Mi admiración, en ese ámbito, la tiene garantizada. Pero desde que me ocupo de insertar en este blog mis opiniones sobre los libros que voy leyendo siempre he respetado una consigna inquebrantable: decir la verdad. O, para ser más exactos y menos petulantes: mi verdad. También ahora lo haré.
He leído el auto sacramental El Colmenero divino y, con franqueza, creo que resulta un texto estomagante y difícil, apto para muy poquitos paladares. Al principio, Tirso de Molina apuesta por la originalidad (él mismo nos advierte de “la novedad de la metáfora”), mostrándonos a los personajes bíblicos (Adán, Eva, Caín, san Pedro, Judas) como sucesivos jugadores en una larga partida de cartas; pero pronto esa inventiva se va apagando y el mercedario se desliza hacia unas posiciones literarias y teológicas mucho más convencionales. Comienza entonces a hablarnos de un colmenero que decide instalarse en la zona pero que muestra su inquietud por la presencia de un feroz oso, que quizá destroce sus cuidados panales. Escasas docenas de versos nos bastarán para comprender que el citado colmenero es el Colmenero, que el oso representa al Diablo y que las tímidas abejas son las almas, perturbadas por las tentaciones sensuales del Mundo pero que, finalmente y como no podía ser de otro modo, acaban volviendo al redil con luz en los ojos y éxtasis en su corazón, mientras cantan alabanzas al Altísimo.
Muchos bostezos garantizados.

jueves, 8 de noviembre de 2018

Historias de una ciudad inundada




Villaclavel no es, desde luego, una población convencional. Ni mucho menos. En ella, burbujeando y relacionándose entre sí, podemos encontrar a personas tan peculiares como el profesor Bombazzi (que esconde un oscuro pasado, del que hasta mediados de la novela no tenemos cumplida información), el silencioso indio Dospasos (quien es capaz de provocar abundantes lluvias con sus bailes y cánticos ancestrales), el señor Castor (melindroso alcalde que carece de arrojo para enfrentarse a los problemas), el tenebroso Germán Testaferro (que maneja los hilos de una organización criminal cuyos tentáculos surgirán, omnipresentes, en casi todas las páginas del relato), Julia (una niña avispada y que carece de uno de sus brazos)… y algunas otras figuras que, humanas y no humanas, salpican y llenan de emoción el texto.
Me estoy refiriendo al reciente volumen Historias de una ciudad inundada, que Ismael Orcero ha visto publicado en Tres Fronteras Ediciones y que contiene unas espléndidas ilustraciones de Diana Escribano, que captura de forma inigualable el espíritu de este relato juvenil, sorprendente y lleno de peripecias: incendios, laberintos, persecuciones por los tejados, sorpresas argumentales, pesadillas proféticas, piratas… Queda garantizado el entretenimiento, siempre que el lector se despoje de todos sus prejuicios adultos y se abandone al puro disfrute. Es decir, que no se cuestione cómo es posible que estén sucediendo realmente las cosas que aquí se narran y que, simplemente, las acepte como jalones del devenir narrativo. Que se adentre en este cómic trepidante y lleno de aventuras sin más voluntad que la de gozar de sus toboganes, sus tirabuzones y sus trucos de prestidigitación.
Si así lo hace, estoy convencido de que agradecerá la sugerencia de ampliación que el autor nos desliza en la página última. La esperaremos ansiosos.

miércoles, 7 de noviembre de 2018

Las voces de Marrakesh



Resulta curioso que, no gustándome nada viajar, me gusten tanto los libros de viajes, los volúmenes donde quienes sí frecuentan paisajes distintos, países que no son el suyo y atmósferas diferentes, anotan sus impresiones. Me ha vuelto a ocurrir con el tomo Las voces de Marrakesh, de Elias Canetti, que traduce José-Francisco Yvars y publica el sello Pre-Textos.
En sus páginas me he paseado por el mercado de camellos ante la muralla en Bab-el-Khemis; he visitado bazares de especias y marroquinería; he asistido a través de los ojos y los oídos del escritor búlgaro al espectáculo interminable del regateo (“Podríamos pensar que existe mayor variedad de precios que personas distintas sobre la Tierra”); he escuchado la salmodia repetitiva y hasta cierto punto hipnótica de los ciegos que mendigan en la ciudad; he sabido de la inconveniencia de hablar en la calle a las mujeres que llevan velo; he conocido algunos vericuetos del barrio judío (el Melah); he contemplado con respeto los minaretes (“Faros habitados por una voz”); y me ha asombrado, sin entender el idioma (como a Elias Canetti, que tampoco lo entendía), el poder seductor de los cuenteros del mercado.

Ese mundo abigarrado, especial, tórrido, donde se abrazan la felicidad y el hambre, la pobreza y la dignidad, queda retratado bellamente en un volumen que me siento dichoso de haber encontrado y leído.

lunes, 5 de noviembre de 2018

Hicieron partes




En ocasiones (en más ocasiones de las que juzgaríamos normal), una herencia sustanciosa se convierte en motivo de disputa y hasta de odio entre los potenciales herederos. José Luis Castillo-Puche, consciente de este hecho, construye con tales mimbres la novela Hicieron partes, que arranca en el año 1931, cuando muere don Roque Giménez y se produce en torno a este fallecimiento un auténtico revuelo de mezquindades, actitudes buitrescas y voracidad vergonzosa por parte de todos los beneficiarios de su riqueza.
“Cada testamento” (nos dice el autor yeclano en la página 51) “abre las heridas de testamentos antiguos y casi olvidados, y el pueblo vive en cada herencia las divisiones de una familia y hasta la suerte del pueblo entero, sobre el que pululan como pájaros sobre la carroña los procuradores y los abogados, en pleitos sempiternos”. Así ocurre, en efecto.
Pero la gran ironía justiciera sobreviene cuando, ya libradas las cantidades y depositadas en las manos de sus nuevos dueños, los destinos de todos comienzan a torcerse por senderos agrios: ni la Madre Superiora del Asilo de Ancianos, ni don Luciano, ni Periquín el Borreguero, ni Frasquito y Juana, ni Casimiro el Jabonero, conseguirán la felicidad que esperan cuando el dinero o las fincas estén en su poder.
Una novela dura pero realista de José Luis Castillo-Puche, uno de los mejores escritores de su generación.

sábado, 3 de noviembre de 2018

50 cosas sobre mí




Con levísimas excepciones, permítaseme la broma, hay dos tipos de adolescentes: aquellos que beben alcohol cuando salen de marcha y aquellos cuyos padres no saben que beben alcohol cuando salen de marcha. Y tal hecho sociológico, que solamente algunos buenistas recalcitrantes negarán con vehemencia (los “felices e indocumentados”, que diría el colombiano Gabriel García Márquez), sirve como trasfondo para la reciente novela juvenil 50 cosas sobre mí que Care Santos ha publicado con el sello Edebé y que resulta tan ágil y tan convincente como todas sus obras, en este y en otros ámbitos narrativos.
Su protagonista es un estudiante de bachillerato llamado Alberto, que se singulariza externa e internamente de sus compañeros: alto, aficionado al cine, voluminoso, con altas capacidades intelectuales, amante de las montañas rusas y de los rascacielos; y, desde que comienza con las clases de piano, colgadísimo de Keiko, bellísima japonesa que ahora vive en su ciudad. Por desgracia, a todas las características señaladas antes habría que unir una timidez casi patológica en su trato con las chicas, que le impide abordar a la muchacha. Así que cuando quiere dar un giro a esa situación el asunto se ha complicado: Keiko tiene ya como novio a Pedro, futbolista, petulante, guaperas y presuntuoso, ante el que Alberto se siente intimidado.
Manejando esos parámetros convencionales, Care Santos añade a su coctelera novelística otros ingredientes (retos alcohólicos nocturnos, el rodaje por parte de Alberto de un documental para un certamen de cortos, peleas, divorcios, ingresos hospitalarios…), que convierten la mezcla final en un texto sugerente y lleno de atractivo para los lectores adolescentes. Los cuales, al mismo tiempo, disfrutarán de un formato narrativo al que no estarán muy acostumbrados: cada capítulo de la novela viene encabezado por una característica del personaje que sirve como hilo conductor del relato (“Soy virgen”, “No me gusta la lasaña”, “Odio el fútbol”, “Me cuesta mucho tomar decisiones”, “Odio el apio”).
Añadamos al conjunto una serie de frases impactantes (“Todo el mundo tiene talento. Todo el mundo puede ser el primero en algo. Pero muy pocos están dispuestos a trabajar duro para conseguirlo”), una estructura cinematográfica y un final con tirabuzón feliz, y tendremos un nuevo éxito de la escritora más versátil del panorama nacional.

viernes, 2 de noviembre de 2018

Diario de un vago




Me suelen desagradar las obras literarias que nacen con espíritu pretencioso: aquéllas que nos gritan constantemente su condición excelsa para que ni por descuido cometamos la osadía de ignorar su esplendor. Ante ellas, la pereza me envuelve y el rechazo (un rechazo que quizá resulte injusto en algunos casos, pero que no me siento con fuerzas para soslayar) me domina. Jorge Luis Borges me suministró, hace años, la frase perfecta para combatir esos excesos de petulancia: “Tanta soberbia el hombre, y no sirve más que para juntar moscas”.
Por suerte, también existen los otros libros: los que nos proponen su mensaje y su texto desde la normalidad, desde el humor, desde la ironía, desde la sencillez. Y esos cuentan con mi simpatía. Es el caso de los aforismos que aparecen en este Diario de un vago, que Andoni Sarriegi ve publicado bajo el sello Liliputienses y que ocupa menos de noventa páginas. La confesión epilogal de que sus líneas fueron redactadas entre 2002 y 2018 sirve de justificante para el sorprendente título humorístico o masoquista de la obra.
Y oigan: este delgado volumen contiene hallazgos muy estimables: exabruptos apolíneos dominados por la misantropía (“A mí no me gustan las fiestas porque me pongo perdido de gente”, “Si no estoy solo, me aburro”), sentencias paradójicas (“No siempre estoy de acuerdo con mis propias opiniones”), sonrientes resúmenes domésticos (“Reflexión sobre la pareja a los seis meses de ser padre: Antes éramos dos, ahora son dos”), apuntes de gran interés sobre la finitud (“Nunca sabremos de qué hemos muerto”, “Al morir, no había dejado de sufrir: había dejado de ser”, “Morirse es olvidarse de los muertos”, “Tal vez hayamos visto hoy a alguien que ya no existe”) e incluso diapositivas verbales de amarga condición autobiográfica (“Greguería del neurólogo al diagnosticar a mi hermano un tumor cerebral: La epilepsia es el estornudo del cerebro”, “Gracias a mi anciano padre por dejar que me convierta en el suyo”).
Un libro delgado, sí, pero también delicado, sutil, sonriente, triste, profundo, de alto refinamiento y hermosos ventanales líricos, que me parece recomendable.

jueves, 1 de noviembre de 2018

Un andar solitario entre la gente




Las ciudades (lo escribió Francisco Umbral) tienen como idioma el ruido. Y esa afirmación puede ser entendida de dos modos muy diferentes: como repulsa y como magnetismo. En el primer caso, el escritor se refugia en su torre de marfil (Sainte-Beuve dixit) y, desde sus balcones y ventanas, desdeña altaneramente el bullicio exterior, motejándolo de insoportable o pueblerino. En el segundo, se deja atrapar por su estruendo multicolor y festeja la algarabía con entusiasmo.
La última entrega literaria de Antonio Muñoz Molina (Un andar solitario entre la gente) sitúa el centro narrativo precisamente en la ciudad, en el núcleo urbano, en sus calles, escaparates, letreros luminosos, personas que hablan o gritan, folletos publicitarios, teléfonos móviles, carteles cinematográficos, marquesinas o pantallas. Todo burbujeando, todo lanzando sus reclamos sobre las personas que caminan. La ciudad como bombardeo y como aleph, que sirve de paisaje y de estímulo tanto a personajes anónimos (el hombre que va recorriéndola mientras recopila papeles de todo tipo, y luego los recorta y los va archivando en sobres y carpetas) como a figuras de la intelectualidad pretérita (Thomas de Quincey, Virginia Woolf, Edgar Allan Poe, Charles Baudelaire, Oscar Wilde, Herman Melville, Fernando Pessoa o Walter Benjamin), cuyos paseos quedan registrados en este lírico y tumultuoso tratado de Deambulología.
“Soy todo oídos”, dice la primera frase del libro. “El gran poema de este siglo solo podrá ser escrito con materiales de desecho”, se escucha en la página 83. Y todo el material (variopinto y sintomático) que sus ojos y sus orejas van recogiendo se adhiere aquí, en un ejercicio de filatelia ambiciosa que tiene no poco de vademécum y de retrato de una época… Encontramos en este medio millar de páginas algunas ironías (“Una chica alta y seria lee un libro de Paulo Coelho. Esa lectura desacredita su belleza”, p.15), adjetivaciones envidiables (“Hay un clamor ornitológico de niños que juegan en el patio de un colegio”, p.93; “se oye un clamor cóncavo de pájaros”, p.157), una prosa excepcional y, también, algunas consideraciones muy sensatas sobre el mundo de la escritura (“A cada momento suceden cosas terribles en el mundo. La desgracia de que a un escritor o un artista no le hagan caso es irrisoria”, p.473).
Que los lectores no busquen una novela en este libro, porque no la hallarán. Pero sí un experimento lúcido, moderno, líquido sobre los cauces y fragores del mundo en que habitamos, donde también nos desliza algunas interesantes confesiones personales, literarias o amorosas. Antonio Muñoz Molina, como siempre, nos entrega un trabajo excepcional.