viernes, 31 de marzo de 2017

Oficio de tinieblas 5



No tengo —no puedo tener— duda alguna: este Oficio de tinieblas 5 es uno de los libros más llamativos, anómalos y peculiares que he leído en mi vida. Por su heterogéneo catálogo de monstruosidades, ideas, pulsiones, angustias, rarezas y clarividencias, el tomo se escapa a los moldes tradicionales para la firme clasificación de las obras literarias. No es una novela, claro: es un libro... Y en él, como en el saco de un buhonero, en la trastienda de una farmacia o en la chistera de un prestidigitador, todo cabe: desde la cita erudita a la burla procaz; desde la hagiografía a la blasfemia; desde el hieratismo a la hilaridad; desde los sueños a la locura. Freud o Jung gozarían con un documento así: nadie había ido en la literatura española (me parece) tan lejos.
¿Genialidad? ¿Sandez? Es difícil ponerle una etiqueta adecuada y, sobre todo, duradera, porque lo que en su día pudo parecerme una cosa al cabo de los años se me antoja la contraria. No me atrevo a ser tajante.
Sí diré, en cambio, que todo este volumen parece la escombrera mental de un desequilibrado, y que en ese punto radica su cenagoso peligroso, porque estos caminos pueden conducir derecho a la demencia... o al ridículo.
Apunto las citas que me siguen llamando la atención del tomo, prescindiendo de las que subrayé en mi juventud y ahora me parecen desdeñables.

“Es preciso reírse sobre la imagen de la propia derrota no debe nadie preguntar a nadie acerca de las causas de su derrota esas ya son sabidas aunque sobre ellas se guarde silencio respetuoso”. “Dios jamás supo que tú creías en él”. “No te despeñes por el talud de la facilidad porque acabarás quemando libros y preconizando la identificación de la iglesia y el estado”. “Limítate a vivir tus lentos días sin hacer de tu propia vida un espectáculo ruidoso o molesto para los demás nadie ha de pagarte en la misma moneda pero eso no debe importarte nada o casi nada”. “Es sencillo quedarse atónito ante el reiterado espectáculo de los demás nacer vivir crecer reproducirse y morir”. “El amor no ha sido aún explicado por quienes escriben fórmulas en la pizarra y después lloran en el parque municipal”. “Entendiste que no era discreto hurgar en las viejas heridas y guardaste silencio”. “Deja que sea la muerte quien organice su propia representación”. “Sí, procuraste jugar deportivamente pero no te dejaron acercarte a la red a saludar al vencedor ahora ya es tarde para volver sobre los pasos perdidos”. “No es verdad que a la historia pueda dirigírsele con una batuta los ensayos que en tal sentido se hicieron fracasaron siempre”. “Estamos asistiendo a una quiebra múltiple a una ruina que se produce en cien frentes distintos y simultáneos, y es preferible que la gran catástrofe nos alcance a todos en cueros”. “La historia está tejida de inexactitudes que el hombre da por buenas porque se rige por la ley de la inercia de lo cómodo convenido”. “Nadie da de comer al hambriento ni de beber al sediento y los hambrientos se mueren de hambre y los sedientos de sed es ya un hábito admitido por todos y que ahorra mucho tiempo al verdugo”. “La suma de sacrificios por la patria puebla los cementerios del mundo”. “No es sensato que las patrias usen las mismas banderas para la guerra y para la paz”. “Al hombre todavía le faltan siglos para la defenestración de sus inercias”. “Flotando sobre cadáveres, te salvaste del naufragio”. “El amor no es un deporte de caballeros sino una iluminación gorrina”. “El acto amoroso pido perdón es más trascendente que un cuadro estadístico”. “El amor no es lo que se dice renunciación dádiva entrega sino en proporciones muy enfermizas”. “El progreso desenfrenado de los ricos oxida la sombra del incipiente progreso aún no nacido de los pobres”. “La felicidad es una noción huidiza que carece de parientes”. “El diablo sopló en la oreja del hombre la falsa idea de enfrentar la economía del oro con la ecología del aire el fruto puede ser la catástrofe”. “La amistad asexuada no existe”. “Huye de las aseveraciones demasiado tajantes”. “La moneda no es verdadera hasta que se vuelve y enseña sus dos caras la cara y la cruz pero ni su haz ni su envés son media moneda”. “Tú no eres libre pero no renuncies al espejismo de creerte libre”.

martes, 28 de marzo de 2017

El bolso de Blixen



Afirmaba Baltasar Gracián que “más obran quintaesencias que fárragos”, pero ese inteligente dictamen no ha sido seguido (ni en España ni en ningún lugar del mundo, que yo sepa) por los compositores de biografías, mucho más afanosos a la hora de acopiar detalles que a la hora de seducir a los lectores eligiendo los más rutilantes. Por fortuna, he aquí ante nuestros ojos una excepción: las páginas que Jesús Marchamalo le dedica a la baronesa Karen Christence Blixen, más conocida en el mundo de las letras como Isak Dinesen, autora de Memorias de África. Con una extensión mínima (si las trasvasamos a folios, las 48 páginas de este volumen se convierten en poco más de 15), el periodista madrileño logra una semblanza deliciosa, lírica, sinóptica, diamantina, donde se nos presenta a esta mujer nacida cerca de Copenhague, flaquísima desde la infancia, cuyo padre se ahorcó sin motivo conocido y que, casada con su primo Bror, fue propietaria de una explotación cafetera en el continente africano.
Jesús Marchamalo selecciona elegantemente los datos biográficos de la escritora y los une a pinceladas paisajísticas, fotografías donde aparece junto a Marilyn Monroe, anécdotas despóticas, informaciones curiosas sobre su alimentación o enfermedades que la aquejaron. Y el conjunto, lejos de convertirse en un texto snob o superficial, alcanza una categoría casi borgiana, donde los detalles cuajan hasta convertirse en un delicioso retrato puntillista.

Se entra en este pequeño volumen identificando a Isak Dinesen con la frase “Yo tenía una granja en África” (palabras que popularizó el cine con el apoyo de los actores Meryl Streep y Robert Redford) y se sale con una imagen mucho más completa de ella, gracias al minucioso ramillete de diapositivas vitales que Marchamalo ha cribado, abrillantado y reunido para nosotros. Sin duda, una lectura hermosa, que las ilustraciones de Antonio Santos redondean para el sello Nórdica.

lunes, 27 de marzo de 2017

Vidas imaginarias



El escultor de biografías suele verse tentado por el demonio de la exhaustividad. Es decir, por la acumulación de matices, fechas, testimonios y documentos que, lejos de esclarecer la figura estudiada, la enturbia a menudo con el fango de la fruslería o con la losa marmórea del rigor. Refractario a esa dinámica, el lúcido Marcel Schwob (nacido en Chaville en 1867 y fallecido en París en 1905) se propuso frecuentar otros caminos menos convencionales. Por ejemplo, el de la selección: escoger qué episodios, qué pliegues, qué anécdotas revelan la auténtica dimensión del personaje, con más exactitud que el mero acopio de pormenores. “El arte del biógrafo” (nos dice en la página 25 del Prefacio) “consiste, precisamente, en la elección. No ha de preocuparse de ser verosímil; debe crear un caos de rasgos humanos”. Y ciñéndose a ese dictamen paradójico concluye que, por tanto, la gran tarea consiste en “contar con el mismo cuidado las existencias únicas de los hombres, hayan sido divinos, mediocres o criminales”. Y así lo lleva a la práctica en este volumen que, editado originalmente en 1896, traduce ahora Antonio Álvarez de la Rosa para Alianza Editorial.
En él se alinean veintitrés pestañas biográficas de personas reales o ficticias (no importa esa distinción cuando se está nadando en el océano de sus letras), en las que el narrador francés nos lleva de la mano a través de siglos y continentes para situarnos ante seres especiales enfocados, también, de forma especial. Un Empédocles majestuoso, divino y exonerado de las servidumbres del sueño, al que se pierde la pista en el borde del volcán Etna; un Crates que elige los postulados de la indigencia y que junto a su amada Hiparquía frecuenta la vida paupérrima de los animales; un Petronio que, molturado por la extravagancia y la molicie, invierte el final de su vida en recorrer el mundo con su esclavo Siro; un Cecco Angiolieri rencoroso y petulante, que se impone como tarea intelectual la execración de Dante; un Cyril Tourneur cuyo espíritu soberbio y cuya feroz iconoclastia lo llevaron a poseer a su propia hija sobre la lápida de una tumba; un Stede Bonnet que se abalanzó hacia un quijotismo filibustero y cuya exaltación fue moderada por los jueces con una sentencia ejemplar...

Vidas reales o inventadas (¿qué importa?) en las que el autor nos sorprende con un asombroso número de fulgores estilísticos y, sobre todo, con la adopción de un enfoque original, único, asombroso, para cada trazo biográfico, que pule con la eficacia cristalina con la que Baruch Spinoza trataba sus lentes. Marcel Schwob se erige aquí en un maestro y en un clásico, en un orfebre y en un dios de la narrativa. Es el volumen idóneo para comprobarlo.

sábado, 25 de marzo de 2017

El hacedor



Sigo pasmándome, cuando lo releo, con el argentino Jorge Luis Borges. Y quizá no debería ser así, porque llevo tres décadas retornando con periodicidad a sus páginas y debería sabérmelas de memoria. Pero es así. Borges es un formidable caleidoscopio donde siempre los cristalitos conforman un dibujo hermoso, lo muevas como lo muevas, y por más tiempo que emplees en aplicar tus ojos a sus líneas. Esta vez he revisado El Hacedor, un volumen misceláneo que contiene prosas y versos, en exquisito desorden. Me estoy dando cuenta de que si leer a Borges es siempre un goce inenarrable, releerlo es un festín para el paladar y para la memoria.
No obstante, la gran tarea de juzgar lo leído es, en él, sumamente compleja. Junto al Borges cerebral, detenido en la divagación filosófica (“Argumentum ornithologicum”) o en erudiciones varias, se erige el Borges tierno, herido y absorto ante el suceder humano (“Delia Elena San Marco”). Cifrar su encanto en su cultura, en su “matematización de lo real”, es propósito descabellado, cuando no ingenuo. En Borges hay más. Siempre hay más, mucho más. En Borges surge de improviso la belleza poética (“La luna”), o la especulación atrayente (“Un problema”), o el desdoblamiento de la personalidad (“Borges y yo”), o los sueños, con sus extraños mensajes (“Ragnarök”)... Y siempre, siempre, la sorpresa de ir descubriendo en él nuevos perfiles, nuevos ángulos de observación por los que penetrar en su mundo. El “Poema de los dones” es sobrecogedor, como supe y redescubro.

Anoto algunas de sus palabras y le doy la mano, hasta el próximo reencuentro. “Morirse tiene que ser el hecho más nulo que pueda sucederle a un hombre”. “Decirse adiós es negar la separación, es decir: Hoy jugamos a separarnos pero nos veremos mañana. Los hombres inventaron el adiós porque se saben de algún modo inmortales, aunque se juzguen contingentes y efímeros”. “También las piedras quieren ser piedras para siempre y durante siglos lo son, hasta que se deshacen en polvo”. “No hay en la tierra una sola cosa que el olvido no borre o que la memoria no altere”. “La gloria es una de las formas del olvido”. “La memoria es una suerte de cuarta dimensión”. “Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas... Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”.

jueves, 23 de marzo de 2017

San Camilo, 1936



¡Qué enorme impresión me causó, la primera vez que lo leí, este tomo de Camilo José Cela!  La novela San Camilo, 1936 es sobrecogedora, de una textura compositiva magistral y de un fondo ideológico radicalmente pesimista, que deja un poso amargo en la boca y en el corazón. No podía, desde luego, ser de otra manera. El estallido de la guerra civil, novelado por un testigo directo, analítico y concienzudo es, desde luego, una invitación a la más sosegada y enriquecedora de las reflexiones. Ahora, cuando vuelvo a ella con más años y más lecturas, sigo encontrando en sus páginas un asombroso retrato de época, una urdimbre de imágenes, sentimientos, arengas, frustraciones, crímenes, horripilancias y decepciones que dibuja con pluma magistral aquel ambiente de mediados de los años 40 en nuestro país. En ocasiones, la literatura sirve más que la historia para entender el devenir de los pueblos, su secreta colección de fracasos, su fondo de acíbar.
Sirven emocionándome y diciéndome cosas las frases que entonces (en junio de 1986) subrayé en el viejo ejemplar de Alianza, y por eso las transcribo: “Cada uno habla el español como le da la gana, que para eso es de todos”. “El hombre teme la verdad pero no se refugia en la mentira sino en la farsa”. “No, no hay nadie más que nadie, todos somos demasiado, y los huevos están bien donde están, no fuera de su sitio”. “Los ricos saben coger el tenedor muy finamente pero no leen un libro aunque los aspen, los de en medio cogen peor el tenedor y leen algún libro, lo que pasa es que no se enteran, y los pobres comen con las manos, cuando comen, y no saben ni leer, ¡usted dirá!”. “La política no es la ciencia de machacar al enemigo como si fuera un diente de ajo en el almirez y ponerlo después a secar al sol, sino el arte de serenar los nervios de todos, amigos y enemigos, para que la vida siga discurriendo sin mayores agobios ni más goteras de las precisas”. “Al crimen no se le puede combatir con el crimen sino con la serena e inexorable justicia, en nombre de la libertad no se pueden cometer actos que repugnan a la esencia misma de la libertad, el pugilato del crimen conduce a la aniquilación de la sociedad”. “El hombre es un animal muy torpe y consuetudinario que piensa, sí, pero que ni ve ni escucha, el hombre tiene un corazón muy cruel y melancólico que no le sirve para ahuyentar la muerte, la verdad es que no le sirve para casi nada”. “El hombre es un animal despreciable, miedoso e iracundo que se disfraza porque tiene miedo a la compañía, en soledad es más honesto”. “La mujer y los hijos son los rehenes con que el destino coacciona al hombre para que siga portándose mal y abyectamente”. “Las armas nunca sirven para traer la paz, que suele habitar otros caminos menos ruidosos y violentos”. “A la hora del desayuno nadie ve buenas caras en su familia, se conoce que los españoles dormimos mal a lo mejor es que cenamos demasiado”. “Tan bestias con los frailes que quieren quemar herejes como los herejes que quieren quemar frailes, unas veces ganan unos y otras otros pero el que pierde siempre es el país”. “La sangre llama a la sangre, cría sangre, hace manar la sangre (...) La sangre es el freno de la historia, lo que sucede es que es más fácil verterla que encauzarla (...) Las páginas que se escriben con sangre pronto son de muy difícil lectura, en cuanto caen las primeras lluvias”. “Hay que creer en algo para no sentirse jamás demasiado huérfano”. “Abre de par en par las puertas de tu alma y deja que el amor te habite, te invada como una marea, no te defiendas del amor a tiros y a mordiscos, entrégate sin reservas, conviértete en alimento del amor”. “El amor es un mar abierto, a diferencia del odio, que es un claustro cerrado”.

Qué grande era Cela cuando quería.

martes, 21 de marzo de 2017

Milagros de Nuestra Señora



Recuerdo que leí esta obra al comenzar mis estudios de Filología Hispánica y que me produjo una sensación muy agradable, por la ingenuidad que empapaba sus líneas, por el candor religioso (ingenuo pero firme) que aleteaba en sus dos docenas de historias marianas y por la facilidad de su lenguaje literario.
Gonzalo de Berceo brinda en estos Milagros de Nuestra Señora una interesante colección de relatos en los que la Virgen María nos ofrece su faceta más humana y más cariñosa, ayudando a los protagonistas a salir de los atolladeros en que el pecado, la torpeza o la imprevisión los sitúa. Así, aparecen por estas páginas clérigos que se embriagan y que están a punto de sucumbir entre los cuernos de un toro (que no es otro que el Diablo); abadesas que se quedan embarazadas y que son aliviadas del rigor del castigo por la intervención de la Virgen; iglesias profanadas; judíos toledanos; ladrones devotos; náufragos que reciben un auxilio inesperado...

Pero lo que más me gusta de esta obra, releída al cabo de tantos años, es la rara música rudimentaria que Gonzalo de Berceo obtiene con sus cuadernas vías, un molde estrófico que, con su martilleo de rimas monótonas, se presta más a fatigar que a acariciar los oídos. La sencillez de sus adjetivaciones, la tosquedad de sus recursos retóricos, siguen ejerciendo sobre mí una impronta amable, que reverdece antiguas admiraciones.

domingo, 19 de marzo de 2017

Annobón



Por encima de juegos verbales abstrusos, de narradores opacos o deliberadamente morosos, de ciénagas freudianas sin tratamiento estético y de caleidoscopios argumentales sádicos, el lector de novelas quiere que, ante todo, le cuenten una historia. Así de simple, así de respetable, así de enérgico. Que el autor de la obra se le ponga delante y le relate unos hechos dejándose en la alforja el narcisismo, la soberbia y la pedantería. Que no pretenda marearlo, humillarlo, retarlo o adoctrinarlo, sino que actúe como los viejos juglares o como los abuelos, que nos mantenían embobados con su narración oral.
Luis Leante pertenece (como Antonio Muñoz Molina, Almudena Grandes, Luis Landero, Care Santos o Arturo Pérez-Reverte) a la nómina de escritores que circulan por esos senderos y que, oh casualidad, reciben el aplauso multitudinario del público.
Ahora, bajo los auspicios del sello internacional Harper Collins, nos entrega Annobón, una historia que se desarrolla durante la primera mitad del siglo XX entre Guinea Ecuatorial y España y que tiene unos protagonistas muy llamativos. De un lado, tenemos al sargento de la guardia civil Restituto Castilla quien, poseído por un espíritu quijotesco (la voz de su esposa indica en la página 99 que “la culpa fue de todos los libros aquellos que leía en la casa de don Norberto”), es destinado a la antigua colonia africana y trata de construir allí un espacio utópico con los aborígenes, obteniendo unos resultados más bien desiguales; del otro lado tenemos al capitán Alfonso Pedraza, joseantoniano y abogado íntegro, que se convierte en su defensor durante la posguerra civil; y, en medio de los dos, Teresa Martín, que fue esposa de ambos y que se llevó a la tumba la verdad de sus historias cruzadas.
El narrador, muchos años después, intentará reconstruir los hechos sorprendentes que protagonizaron, y para ello entrevistará a Pilar Pedraza y a Cesárea Castilla, las descendientes de Restituto y Alfonso, ofreciéndonos a través de ellas dos versiones (a veces coincidentes, pero habitualmente no) del pasado, donde se nos hablará de crímenes, amores turbulentos, aventuras insensatas, rencillas, soberbia, ideologías contrapuestas, mezquindades y misterios ya para siempre empapados por la niebla del tiempo.

El resultado final es una novela envolvente, sólida, narrada con talento indiscutible, donde volvemos a encontrarnos con uno de los novelistas más brillantes de España. Descubrir una pequeña noticia marginal en un periódico de los años 30 y ser capaz de convertirla en un relato magnético, una de esas historias que no puedes abandonar hasta llegar a la última página, es un don que solamente los mejores atesoran. Luis Leante lleva años demostrando que su presencia en ese grupo no admite discusiones.

viernes, 17 de marzo de 2017

Epistolario completo Ortega-Unamuno



Me doy un paseo por el interesante, aunque breve (ay), Epistolario completo Ortega-Unamuno, en la edición de Laureano Robles. Y es un auténtico placer para la inteligencia descubrir las charlas, las conexiones, las afinidades y, también, las discrepancias respetuosas que mantuvieron estos dos titanes del pensamiento español del siglo XX.
En este fértil diálogo escrito que mantuvieron (y que desarrolla entre los años 1904 y 1917) nos es dado conocer el espíritu de ambos. Así, Miguel de Unamuno no temerá acudir a sentencias marmóreas, existenciales (“No quepo en ninguna parte, ni en mí mismo”), ni tendrá problemas en reconocer la condición a veces atrabiliaria o subjetiva de sus ideas (“No puedo probarme lógicamente”), ni su necesidad de sentirse rodeado por sus seres queridos (“Cuando salgo de casa, cuando dejo el hogar [...] me muero de frío”). Y don José Ortega y Gasset (que firma sus envíos al bilbaíno como “Pepe Ortega”) se pliega a consignar con dolor que la ingratitud es un hecho que lo circunda (“Habiendo hecho no pocos favores en esta vida a otros bípedos, no tengo un solo amigo”).
Estas misivas, datadas en lugares tan distintos como Bilbao, Salamanca, Madrid o Marburgo están salpicadas de alusiones interesantísimas a Joaquín Costa, Kant, Menéndez Pelayo, Carner, Goethe, Diderot, Homero, Platón o Nietzsche, del que Ortega y Gasset llega a decirle a su colega que “lo lea para huir de él. Las cosas de Nietzsche, que son todo menos profundas, son cosas sin dueño que flotan en la superficie de las aguas modernas y sin querer nos tropezamos con ellas”.

Un volumen encantador, enriquecedor y utilísimo para adentrarse por los pasillos interiores de dos mentes preclaras (paradójica una, metódica la otra) de nuestro panorama intelectual.

miércoles, 15 de marzo de 2017

Grete Minde



Hay existencias que se ven profundamente alteradas o destruidas por la muerte de los padres, que desmorona el mundo emocional o doméstico de sus hijos. Es lo que ocurre con la adolescente Grete Minde, que vive en Tangermünde y que se queda primero sin su madre (una española de religión católica) y después sin su padre. Al principio, la relación con su madrastra Trud es seca, aunque soportable; pero el paso de los meses la va enrareciendo de forma paulatina. Y el nacimiento de su hermanastro no ayuda, desde luego, a mejorarla, hasta el punto de que cuando su progenitor fallece la muchacha suspira: “Ahora sí que estoy sola” (p.76). Por fortuna, dispone de un apoyo moral y sentimental en el dulce joven Valtin, que la ama y reconforta con su comprensión y que, tras saber cómo Grete ha sido humillada y abofeteada por Trud, se anima a huir con la chica.
Durante tres años viven lejos de sus familias, habitando en la humilde zona de su amor y teniendo incluso un bebé; pero una terrible enfermedad se lleva el alma de Valtin y Grete se ve obligada a volver a casa. ¿Cómo será recibida allí? ¿La acogerán con tolerancia y arrepentimiento o, por el contrario, perfeccionarán contra ella su desdén?

El germano Theodor Fontane nos presenta aquí una narración bucólica, basada en hechos reales del siglo XVII y que en algunos tramos resulta excesivamente ingenua. Su lectura resulta inusitadamente fluida. La pena es que el traductor (Manuel Alpuente) o la defectuosa corrección estilística de la editorial (Siete Noches) nos agreda los ojos con brutales errores en los posesivos, demasiado frecuentes como para admitir la disculpa del desliz (“delante suyo”, 64, 102; “encima suyo”, 116, 192, 197; “encima nuestro”, 146; “detrás suyo”, 197) y con la anonadante creación de una figura laboral nueva, al definir a la vieja Regina como “haya de Grete” (39, 46, 52).

lunes, 13 de marzo de 2017

Diario de un mal año



En una entrevista que el premio Nobel Camilo José Cela concedió a Joaquín Soler Serrano a mediados de los 70 afirmó el gallego que todos los seres humanos somos poliedros y que, según incida la luz sobre una cara o sobre una arista, distinto será el haz que resulte. Otro premio Nobel, el sudafricano J. M. Coetzee, ofrece una adaptación novelística de esta tesis en su obra Diario de un mal año, que traduce Jordi Fibla para la editorial Mondadori. En ella (y con un original formato tipográfico, que divide en varias partes cada hoja del libro) se nos ofrece un universo narrativo de extraordinario interés: en primer lugar, cincuenta y cinco apuntes donde Coetzee (disfrazado con la piel ensayística de un ficcional “señor C”) emite sus temblorosas o firmes opiniones sobre los temas más variopintos: Al-Qaeda, los orígenes del Estado, la firmeza narrativa de Tolstoi, la pedofilia, los sueños, la democracia, el turismo o la música de Johann Sebastian Bach; y en segundo lugar tenemos una suave trama fabulística, que se funde con la anterior: la de un novelista de éxito, el señor C, que contrata a una hermosa filipina llamada Anya (a la que conoce porque vive en su mismo edificio) con el objeto de que mecanografíe el contenido de las cintas magnetofónicas que él va grabando en la soledad de su casa, para un libro colectivo que se publicará en idioma alemán. La chica, desde el momento en que la vio, le provoca una atracción que oscila entre lo platónico, lo sensual y lo pigmaliónico; y este hecho irrita al compañero de Anya, el impetuoso Alan, quien urdirá una estafa para aprovecharse de los tres millones de dólares que el famoso escritor tiene ahorrados.
Ambas partes narrativas (que, como indicaba antes, se van combinando en cada página, separadas por finas líneas negras) se pueden leer como entidades independientes, y no serán pocos los lectores que opten, legítimamente, por esa modalidad de aproximación al texto. Pero creo que una lectura donde se mezclen los dos cuerpos de la fábula (ensayo/novela; intelecto/sentimiento) aporta un nuevo sentido a las líneas, mucho más proteico, más rico, casi cuántico.

Llama la atención en este libro (pues más que “novela” es un “libro”, al modo en que los deseaba Miguel Espinosa) la forma en que Coetzee juega con los planos y las voces narrativas, mezclando miradas cálidas y miradas analíticas, y desdoblándose con inteligente esfuerzo en varios personajes, con distinto grado de extrañamiento: el señor C, Anya e incluso Alan. La mezcla de todos ellos entrega en las manos de los lectores una pieza maestra llamada Diario de un mal año, donde las reflexiones sobre el mundo y sobre la interioridad del ser humano alcanzan niveles de altísimo interés. Un libro sin duda memorable.

sábado, 11 de marzo de 2017

Un fotógrafo ciego



Me gusta leer libros de poesía sin pensar qué voy a escribir después sobre ellos. Atender a la voz y al corazón desmigajado del poeta y dejar que me inunde con su alegría o su desgarro. Lo contrario se me antoja una pose o un artificio que, disculpable, elude lo principal de la comunicación lírica: sentir que me han dicho algo y no cuestionarme cómo expandir ese algo a los demás lectores. Que se las apañen solos. Que se sumerjan en el oleaje de palabras y que buceen, naden o se ahoguen en él como he hecho yo. Que aprendan su salinidad, que observen sus medusas, que noten roces en sus pies y no sepan si son escualos o peces payaso, que perciban el frío de la congelación o el ardor de la corriente cálida.
Y todo esto me gusta que suceda así porque odio “resumir” o “comentar” los libros de versos. Con las novelas, relatos o piezas teatrales es distinto. Ahí sí que resulta admisible un cierto grado de “información argumental” para que los lectores se sitúen. Pero en los versos no. Aquí te condenas o te salvas en medio de un naufragio inefable. O así tendría que ser, en mi opinión.
Juan de Dios García es, sustancialmente, poeta. Y, accidentalmente, amigo. Así que he abierto y paladeado todas las páginas de su última producción, Un fotógrafo ciego, publicada por la editorial Balduque con una hermosa alusión sisífica en la cubierta (Sísifo es uno de los protagonistas espirituales de este tomo). Y he dejado que me inunden sus endecasílabos (“¿Qué importa ser diamante o ser carroña?”), que me golpeen sus estrofas de acero y niebla (“La lluvia me moja y soy la lluvia, / dolor en blanco y negro, / libros y carretera / invocando fantasmas. / Se me hace necesario el arte del insomnio, / un fotógrafo ciego me dispara. / Vivo en una península, / guardo una ciudad entera en mi cabeza / y siempre tengo sed”), que me invada la empatía emocional que sugiere en algunos tramos (“Algo sé del dolor, amor y alrededores. / Poco, si comparamos. Y sin embargo, no / nos conviene olvidarlo. El dolor, digo”), que me sorprendan sus preguntas retóricas (Tarde de domingo), que me haga partícipe de su feliz ingenuidad amorosa (Kiss me, Kiss me, Kiss me) o que se me empape la boca de acíbar cuando leo el poema final del volumen (Victoria).
Sé que este libro es terrible, y fértil, y profundo, porque tu corazón no sale del mismo palpitando igual que cuando entró.
Ya está. Se trata de eso. Conviene decirlo con esas palabras desnudas, porque todo lo demás son vocablos sobrantes. Se quejaba Ramón Gómez de la Serna de una persona porque (decía) a todo le colocaba un forro de palabras.
Dicho queda.

Muy grande.

jueves, 9 de marzo de 2017

Lucy y Andy Neandertal



Tratemos de imaginar la vida de una familia de neandertales, en plena Edad de Piedra, hace unos 40.000 años. ¿Cómo transcurrían sus jornadas? ¿Qué tipo de vínculos familiares mantenían como cohesión de su clan? ¿Qué métodos usaban para protegerse del frío o del acecho salvaje de los animales?
Jeffrey Brown nos ahorra, con sus doscientas páginas de cómic, el esfuerzo de imaginar todos esos detalles. Y El Paseo nos ofrece el volumen, en la traducción de Nacho Bentz, primorosamente editado.
Lo que aquí encontramos es un sorprendente cúmulo de información, que el dibujante ha contrastado con paleontólogos y que nos sirve para conocer el actual estado de conocimiento sobre estos grupos de homínidos: cuáles eran sus costumbres de caza y las presas habituales que caían abatidas por sus lanzas con punta de piedra; qué instrumentos tallaban y de qué modo lo hacían; cuáles eran las claves básicas de su alimentación (no exclusivamente carnívora, aunque ese error se haya sostenido habitualmente); cómo decoraban sus cuevas con pinturas; qué enfermedades les asaltaban y qué rudimentarios remedios conocían para enfrentarse a ellas; de qué manera utilizaban las pieles de animales para confeccionar sus ropas (y cómo las ablandaban con los dientes); qué especies de flora y fauna constituían su entorno...

Con unos dibujos simpáticos y cargados de humor, Brown nos va guiando por el mundo de hace cuatrocientos siglos, en un tomo del que la editorial El Paseo anuncia continuación. Gran apuesta para todo tipo de públicos.

martes, 7 de marzo de 2017

Vuelo nocturno



Los grandes innovadores, quienes roturan caminos, quienes abren vías nuevas para el progreso de la Humanidad, a menudo tienen que resignarse al pago de unos aranceles escandalosos por su intrepidez. Esto lo sabe de sobra Rivière, el viejo controlador aéreo que organiza y mantiene los vuelos nocturnos postales. Varios pilotos a sus órdenes tienen que atravesar horas de oscuridad, en medio de condiciones climáticas adversas, para que se pueda ir consolidando un servicio que él considera “cargado de futuro”, como el arma poética de Celaya. Esa convicción no le impide, no obstante, sentirse abrumado por el dolor cuando la vida de alguno de ellos se pierde en medio de la noche. Rivière sabe que su piloto ha dejado viuda, ilusiones, quizá hijos; pero también sabe que ese tributo resulta imprescindible.
A los ojos de los demás, Rivière es un hombre estricto, áspero, que aplica el reglamento de una manera inmisericorde, pero quizá no se dan cuenta de que si flaqueara en esa firmeza se producirían muchos más fallos en el servicio y jamás se establecería un auténtico correo nocturno, del que él se erige en “único defensor” (p.80) en medio del escepticismo general.
Esta dura pero espléndida novela de Antoine de Saint-Exupéry presenta (en la edición que he manejado, vertida al español por J. Benavent) varios detalles penosos. El primero es la utilización de sintagmas erróneos del tipo “delante suyo” (p.50) o “debajo suyo” (p.98). Y el segundo es la obcecación que presenta a la hora de traducir la palabra “essence”, que siempre vierte como “esencia”, en lugar del adecuado “gasolina”.
Pero ni siquiera esos defectos empañan la fuerza, el vigor narrativo, la hondura psicológica de los personajes del malogrado Antoine de Saint-Exupéry, a quien también se tragó el mar cuando viajaba en su avión.

Grande.

domingo, 5 de marzo de 2017

Libertinos, pornógrafos e ilustrados



Los autores del texto, Ana Morilla y Miguel Á. Cáliz, lo explican cautelarmente en la página 8 del volumen: “No es este un trabajo para eruditos, ni un ensayo de literatura comparada, sino un libro de divulgación para curiosos y lectores interesados en el tema”. ¿Y cuál es el tema? Pues la respuesta es tan sencilla como amplia: los libros donde el libertinaje sexual hizo acto de presencia durante el siglo XVIII. Así, se realizan aproximaciones a volúmenes tan conocidos como Fanny Hill (de John Cleland), Las amistades peligrosas (de Pierre Choderlos de Laclos), Justine o los infortunios de la virtud (del polémico marqués de Sade) o Historia de mi vida (de Giacomo Casanova), sin olvidar muchos otros que, huérfanos hoy de celebridad, contienen primores y libertades que consolidaron este tipo de literatura y le dieron vigor. Entre ellos, los españoles Fernández de Moratín, Félix María de Samaniego o el tinerfeño Tomás de Iriarte.
Nos explican los autores que el aroma de la libertad sexual se expandió en el mundo grecolatino pero que luego el rancio y pudibundo pensamiento cristiano “trajo consigo una demonización de la carne, una represión de las tendencias naturales y una ocultación de lo sexual” (p.18). Y esa intervención castradora, ese ambiente favorable a la abstinencia o la hipocresía, se extendió durante varias centurias, hasta que durante el XVIII, hartos de ese panorama, surgieron y proliferaron los libertinos, unos escritores que, liberados del yugo represivo del pensamiento conservador, se lanzaron a escribir sobre el sexo con un nuevo enfoque, mucho más libre y placentero. Y su esfuerzo resultó clave para que trazaran un punto de inflexión en la mentalidad de su tiempo. En ese sentido, no supone ningún dislate afirmar que el movimiento libertino “supuso una revolución casi tan importante como la revolución política que se fraguó en los Estados Unidos o Francia” (p.30) y que “nuestra época debe mucho a estos esforzados iconoclastas que lucharon contra los poderes de su tiempo” (p.32).
Este volumen deliciosamente escrito y profundamente documentado nos permite conocer también algunas de las ilustraciones que se crearon para completar las propuestas literarias. Con inteligente criterio editorial, el tomo presenta todas sus páginas impares dedicadas a la parte gráfica de la literatura libertina, y de este modo podemos tener acceso a las maravillosas propuestas de Paul Avril, Borel y Elluin, Fragonard o Barbier. Ellas constituyeron buena parte del atractivo de aquellos libros irreverentes, lúdicos y gozosos, y no podían quedar fuera de este trabajo de investigación.

En suma, un estudio delicioso de leer que nos devuelve la memoria de unos adelantados que, rompiendo los moldes grises de su tiempo, abrieron el camino a la modernidad. Ana Morilla, Miguel Ángel Cáliz y la editorial Traspiés nos permiten conocerlos mucho mejor.

viernes, 3 de marzo de 2017

Mentula



La historia de los tratos diabólicos es, en el mundo de la literatura, tan larga como llamativa: desde el Libro del Buen Amor, del arcipreste de Hita, hasta el inmortal Fausto, de Goethe. Mil versiones en poesía, cuento, teatro, ópera y novela, que nos hablan de la pervivencia de un mito muy arraigado en el espíritu humano. La escritora Julia R. Robles se suma ahora a esta fecunda línea con su narración Mentula, donde sexo, humor y elementos diabólicos se unen a una serie de reflexiones interesantísimas sobre la condición femenina y sus problemas en un mundo dominado por el pensamiento patriarcal.
Comencemos por aclarar el sentido del título, en palabras de la propia autora: “Mentula era la forma más obscena de referirse al pene en latín, lo que vendría a ser la traducción literal de polla o cipote” (p.111). Establecida esa idea nos encontramos con Martina Bo, protagonista de la novela, una mujer divorciada y con un hijo, que está atravesando problemas económicos y que no termina de encontrar en su entorno los elementos suficientes de apoyo: su madre es más crítica que sostenedora; sus amigas Luisi y Cata mantienen con ella una relación muy poco estrecha... Sumergida en la desesperación, formula en voz baja un deseo que le pasa por la cabeza de vez en cuando: ojalá fuera un hombre. Y el día de su trigésimo tercer cumpleaños, al despertar, descubrirá con sorpresa y con horror que le está saliendo un bultito en los genitales. Un bultito que, con el paso de las horas y los días, se irá convirtiendo en un pene. En medio del desconcierto (o, para decirlo con un verso de Blas de Otero, “en medio del miedo”), Martina recibe la visita de un estrambótico diablo llamado Dantalian que es capaz de presentarse bajo aspectos físicos muy diferentes y le explicará lo que está sucediendo y por qué está sucediendo.
Pero no les adelanto más de la trama argumental, porque prefiero que sean ustedes quienes la recorran. Sí les diré que durante las páginas que quedan a partir de ahí se suceden situaciones de sexo (algunas de ellas realmente volcánicas), instantes de humor, arrebatos de rabia y, sobre todo, el curioso experimento de observar cómo se comporta esta mujer en la piel de un hombre y cómo su vida sufre una alteración radical con el cambio de genitales. Nos encontramos, pues, ante una novela poliédrica, que resulta complicado adscribir a un género concreto, pero donde sobre todo brilla una prosa muy dúctil, muy ingeniosa.
Julia R. Robles, que se había movido en volúmenes anteriores con gran solvencia por el territorio del relato breve (resulta difícil olvidarse de maravillas como “Concaritos” o “La pistola de Laura”, contenidos en Extrañas mujeres de azul, publicado en el año 2011), demuestra en este trabajo que se mueve con la misma eficacia en la narración larga. Háganse el favor de comprobarlo, porque les aseguro que esta novela les garantiza una buena cantidad de excitación, un aluvión de sonrisas sabiamente calculadas y colocadas y abundantes reflexiones sobre los detalles que muestran los roles masculinos y femeninos en el mundo actual, sobre los que pasamos de puntillas, sin fijarnos demasiado.

Julia R. Robles es una voz segura del panorama literario actual. Harían bien en acercarse a sus libros.

miércoles, 1 de marzo de 2017

Hacia la luz



El año 2008 fue, para la reciente ganadora del premio Nadal 2017, un período pletórico desde el punto de vista editorial: la novela Dos lunas (Montena), dos volúmenes de la serie Arcanus (Destino), El álbum de Jumbo (Algar)... También fue el año de Hacia la luz, una novela bien concebida, bien ensamblada y donde nos ponía en contacto con un tema peliagudo, hacia el que no mostraba miedo en encaminarse: las fronteras de la vida, el túnel que dicen atravesar las personas que han tenido unas experiencias cercanas a la muerte, la luz brillante que aguarda o estalla al final. Y, unidos de forma indisoluble a esta gran línea conductora, otros subtemas conectados con pericia: la eutanasia, la religión, la esperanza, la experimentación científica... En esta obra Ángel Febles es una eminencia internacional en el campo de la medicina, investido con una decena de doctorados honoris causa y admirado por científicos, pacientes, periodistas y colaboradores. A su alrededor se ha construido el Instituto Neurológico Febles, un centro experimental donde se trabaja en el campo de los cuidados paliativos a enfermos terminales, para que ingresen en la muerte con una mayor dosis de dulzura y paz. Este centro acaba de cesar a su gerente, don Salvador Córcoles, y entra a ocupar su cargo Miren Fernández-Nimo, una mujer de excelente preparación y que está atravesando un momento matrimonial bastante delicado. La contratación le permite, entre otras cosas, intimar con el doctor Febles, al que no sólo admira como médico sino que comienza a sentir próximo como hombre, a pesar de la diferencia de edad que los separa. Pero una serie de hechos, que se van encadenando de forma misteriosa (Salvador Córcoles sufre un oportuno atropello, llegan anónimos denunciando actuaciones irregulares en el seno del Instituto, etc), convencen a Miren de que algo está ocurriendo. Algo que se complicará cuando la mujer comience a tener sueños en los que ciertos fallecidos pretenden comunicarse con ella; y que alcanzará un extraño giro cuando Elvira, su eficaz secretaria, aparezca degollada en su domicilio... Sin dejar que los numerosos hilos de la narración escapen a su control en ningún momento (asombra la firmeza y la invisibilidad de su pulso), Care Santos pone en funcionamiento ante nuestros ojos un circo de numerosas pistas, donde el ambiente hospitalario, las mezquindades administrativas, el agudo análisis de una relación sentimental que se derrumba, los misterios ectoplásmicos, los ribetes policiales o las indagaciones psicológicas se van combinando entre sí con demoledora eficacia y con seductor magnetismo... Hacia la luz marcó un nuevo pico de madurez en la trayectoria impoluta y exitosa de Care Santos, que cada vez se asemeja más a la cordillera del Himalaya.