sábado, 31 de diciembre de 2016

Hombres desnudos



Cuando se vive una situación de crisis como la que desde hace tiempo atraviesa España, casi nadie sale indemne, ni por arriba ni por abajo. En unos casos, se pierden empresas o negocios que, antaño boyantes, se hunden ahora en la crueldad de la suspensión de pagos o el despido de trabajadores; en otros, engrosan la lista del paro un alto número de personas que, de pronto, pierden sus honorarios, su seguridad y aun su autoestima, para convertirse en seres desorientados o maltrechos.
Alicia Giménez Bartlett (Almansa, 1951) obtuvo el premio Planeta del año 2015 por una narración donde se aproximaba a este universo alborotado, en el que todos los protagonistas intentan, de una manera u otra, sobrevivir. El resultado fue Hombres desnudos, un relato estilísticamente bien resuelto y que se lee con facilidad, donde el relieve principal recae sobre cuatro figuras, muy densas y llenas de matices. El primero es Javier, un antiguo profesor que pierde su trabajo por un reajuste de plantilla en el colegio de monjas donde imparte sus clases de literatura. Es un hombre tranquilo, que vive con Sandra y que no tiene más ambición que la de cobrar su pequeño sueldo y disponer de tiempo libre para invertirlo en lo que más le gusta del mundo: la lectura. El segundo es Iván, que procede de una familia desestructurada (sus padres han tenido problemas con las drogas) y que ha encontrado su lugar en el mundo dedicándose a una actividad más bien marginada: trabajar en un club de estriptís y, como medida complementaria, ser puto. El tercero es Genoveva, una anciana de alto poder económico que, después de haber obtenido el divorcio, dedica su tiempo a las bebidas alcohólicas, las drogas suaves y el alquiler de chicos de compañía, que le permiten seguir disfrutando de la felicidad y el sexo. Y el cuarto es Irene, una empresaria de 42 años que ha sido abandonada por su marido justo en el peor momento: cuando el negocio familiar está viniéndose abajo por los embates de la crisis.
Con esas cuatro piezas básicas, la escritora manchega urde una novela donde irá enredando a los personajes en todo tipo de situaciones (espectáculos de desnudo, cenas de gala, restaurantes, reflexiones sobre el sentido de la vida, proyectos, amarguras, esperanzas), donde irán descubriendo qué quieren y qué no quieren, qué les motiva o qué desechan, qué anhelan y qué descartan. Como Javier verbaliza en la página 127: “Lo importante es seguir vivo y poder decirse a uno mismo que todo va bien”.
Siendo una novela que reúne muchas virtudes (amena en su desarrollo; convincente en su estructura; plausible desde el punto de vista técnico), creo que su punto más débil se encuentra justo en la terminación. Las acciones que ejecuta Javier en las últimas páginas pecan de inconsistentes, y eso contamina el tramo final de la obra de una cierta sensación de prisa, de remate aleatorio, de colofón decepcionante. No me resulta creíble su reacción y su comportamiento durante las seis páginas que cierran el tomo, lo que malbarata, en mi opinión, su cierre.

Pese a la objeción, creo que Alicia Giménez Bartlett logra aquí un texto muy serio y convincente, con más carga psicológica y social de la que a priori se le podría suponer.

jueves, 29 de diciembre de 2016

Un soñador para un pueblo



Aseguraba Lope de Vega, con gran dolor, que España es madrastra de sus hijos verdaderos. Y habiéndose repetido la frase en infinidad de ocasiones, quizá sería interesante preguntarse de una vez por todas por el significado exacto del adjetivo que la cierra. ¿Quiénes son los “verdaderos” hijos de este país? Podré estar equivocado, pero creo que lo más probable es que sean quienes trabajan, y piensan, y luchan, y se dejan la piel, por el futuro de los demás. En ese sentido, tan “hijos verdaderos” pueden ser los nacidos en Alcalá de Henares como los que vinieron al mundo, pongo por caso, en Italia.
Es el caso de Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache, nacido en Mesina a finales del siglo XVII y que gozó en nuestro país de la absoluta confianza del monarca Carlos III. A este político y reformista trasalpino se le deben grandes mejoras en el alumbrado público, el pavimentado de las calles o la seguridad ciudadana, así como la regulación de tributos de la Iglesia o de las colonias americanas. Pero la clase alta más rancia y el pueblo más chato se unieron contra él, reacios a sus modernizaciones.
El gran dramaturgo Antonio Buero Vallejo lo utiliza como protagonista en su pieza Un soñador para un pueblo, donde refleja magníficamente ese ambiente de odio, inmovilismo y necedad que siempre ha caracterizado a determinados estamentos socio-político-económicos de este país. Esquilache se nos aparece aquí como un hombre dispuesto a convertir España en una nación moderna, en la que la honestidad, el trabajo bien hecho, la cultura y el rigor impregnen todas sus instituciones. Pero, a la vez, nos mostrará su faceta más humana: un hombre engañado por su esposa (que se entiende con el embajador de Holanda, un tal Doublet), al que todos desdeñan como amigo porque no entienden la pureza de sus decisiones... y que se termina enamorando sin esperanza (jamás dañaría a un ser tan frágil y del que lo separan tantos años) de una dulce criada llamada Fernandita. El rey Carlos III, en un momento en que la cabeza de Esquilache pende de un hilo, se lo dirá a éste con sencillez: “España necesita soñadores que sepan de números”.

Buero Vallejo, una vez más, como siempre, nos entrega una pieza maestra, con la que emocionarse, con la que aprender, con la que pensar. Si evaluamos el elenco de dramaturgos españoles del siglo XX apenas encontraremos uno o dos que se igualen en importancia a él; y ninguno que lo supere. Un hijo verdadero de España.

martes, 27 de diciembre de 2016

La hija del capitán



Petre Andrévich tiene 17 años y es hijo de militar. Durante su corta vida se ha acostumbrado a una existencia muelle, que se clausura cuando su padre decide enviarlo a Orenburgo para que comience a recibir un adiestramiento castrense, que lo transforme en un hombre, en un soldado, en un patriota. Al llegar a esa guarnición se encontrará con un ambiente gélido y con un modo de vida al que deberá amoldarse; pero también se encuentra a Mascha, la joven y hermosa hija del capitán Mironov. El efecto amoroso que en él prende es inmediato, y pronto comienza a rondarle la idea de contraer matrimonio con ella. No obstante, el severo padre de Petre se opone a esos planes nupciales y exige a los superiores del muchacho que lo trasladen, para evitar la continuación del idilio.
Hasta aquí, todo parece una historia de amor convencional, estorbada por la acrimonia de unos padres excesivamente rancios. Pero pronto se tintará con otros tonos: un rebelde llamado Pugatchov comenzará a sembrar el terror en la zona y entra a saco en cuantas instalaciones militares encuentra. Cuando asalta la guarnición de Orenburgo pone fin a la vida de numerosos defensores (entre otros, el padre de la chica) y quedan en suspenso, no sólo la aventura amorosa de los jóvenes protagonistas, sino sus mismas vidas.
A partir de entonces comenzarán a producirse una serie de hechos que, unidos por un hilo fatal de azares, perversidades y malos entendidos, estarán a punto de desembocar en una tragedia.

Alexandr Pushkin consigue en esta obra un bellísimo relato donde alterna con singular maestría las descripciones psicológicas, las pinceladas costumbristas de aquella vieja Rusia que sucumbió un tiempo después ante la revolución de 1917, los cantos de amor a un paisaje lleno de gélida hermosura y la delicadeza de una historia sentimental tan dulce como atribulada. Sin duda, una novela que mantiene intacto su atractivo y que muestra la brillantez de Pushkin, aquel genio moscovita que terminaría muriendo en un duelo a la edad de 37 años.

domingo, 25 de diciembre de 2016

Confesionario



Los parroquianos que pululan por el bar donde se sitúa la acción dramática, situado en la zona costera entre Los Ángeles y San Diego, no pueden ser más variopintos y, a la vez, más parecidos entre sí: una borracha llamada Leona, que vive en un remolque y que lleva una existencia trashumante buscando pequeños trabajos esporádicos en salones de belleza de bajo nivel; un bala perdida que responde al nombre de Bill y que, tras ser acogido por ella en su remolque hace unos meses, le acaba de ser infiel de la forma más burda; una zarrapastrosa a la que conocen como Violeta, quien protagoniza constantes trifulcas con Leona, a la que tiene auténtico pavor; Monk, el dueño de aquel garito infecto, adornado con luces pobretonas y con un gran pez espada disecado en la pared; una pareja de homosexuales de paso, que recalan allí accidentalmente y que se sienten bastante fuera de lugar; Doc, un médico o presunto médico cuyas facultades hace ya tiempo que quedaron desbaratadas por el alcohol... Y, de fondo, la presencia invisible de Haley, un hermano de Leona al que la muerte se llevó en plena juventud.
Este catálogo de náufragos beben y chocan entre sí en una ceremonia sórdida, en la que se dedican improperios y se lanzan a la cara sus miserias, mientras fluyen las horas, ajenas a su fracaso. Leona, gran eje de la pieza, vive malherida por las imágenes de su ayer, que siguen contaminando su presente (“Es una suerte que te sientas mal del estómago, porque tu estómago puede vomitar. Pero cuando te sientes mal del corazón, entonces es terrible, porque tu corazón no puede vomitar los recuerdos”) y trata de encontrar en algunas de esas imágenes pretéritas, mínimamente gratas, una luz tibia a la que aferrarse, para no admitir que pertenece sin remedio a la escoria social (“¿Cómo se sentirá uno cuando no ha tenido nada hermoso en su vida y ni siquiera sabe que lo ha perdido?”).

Hacia el final de la obra (que traduce Elvio E. Gandolfo para el sello Losada), cuando una imprudencia criminal de Doc los invita a disolver el grupo, Leona seguirá imaginando que aún no es tarde, que aún puede sobrevivir a la ignominia. Como no ha leído a los clásicos españoles, considera que cambiar de sitio equivale a cambiar de vida. Pobre. Dejémosla con esa débil ilusión.

viernes, 23 de diciembre de 2016

Lo que la perdiz opina de los finales felices



Cuando somos niños (y a veces incluso de adultos) pedimos con insistencia que nos cuenten cuentos, que nos regalen el oído con historias que nos entretengan y que terminen de un modo feliz. Ni siquiera su repetición, constante y sin matices de cambio, nos enoja, porque inferimos de esas historias invariables una suerte de calma, de previsión, de inmortalidad. Todorov estudió muy bien estos mecanismos.
Pero los escritores que han sido convocados por Ediciones Liliputienses para nutrir esta “antología de cuentos políticamente incorrectos” se burlan en estas cinco propuestas de todas las artimañas fosilizadoras y torpedean el núcleo de sus argumentos para extraer nuevo jugo de ellos: Cristina Grande nos ofrece una revisión inmisericorde del cuento del soldadito de plomo, a la que imprime un quiebro dulce en su párrafo final; Verónica Pérez Arango se decide por situar ante nuestros ojos una visión bulímica de Hansel y Gretel, que va progresando en sus niveles de repulsión hasta un final inquietante; Marina Perezagua imprime un terrible giro funerario a la historia de Pulgarcito; Jorge Posada (el único varón del grupo), nos desliza una particular versión del cuento “La mosca”, de Katherine Mansfield; y Elena Román nos pone ante los ojos su relato “Aicila en el país de la sed”, un cuento palindrómico donde la niña ideada por Lewis Carroll (que tiene axilas velludas, manos muy grandes, mucho mal humor y poca minifalda) conversa con durmientes gigantescos, ratas voladoras y un pingüino fumador.

Un trabajo refrescante, curioso y distinto, que demuestra la vitalidad de este sello editorial que capitanea en Extremadura el poeta José María Cumbreño. Se merece todos los aplausos.

miércoles, 21 de diciembre de 2016

¿Te cuento un cuento?



El caso de Paco López Mengual es tan singular como notable. Y no porque se defina como “mercero y novelista”, ni porque comenzase a publicar pasados los cuarenta años (circunstancias que se inscriben más en el terreno de la anécdota que en el de la trascendencia), sino porque cada libro que deposita en las manos del lector constituye una sorpresa sólida y agradable, donde el humor, la fluidez narrativa y los personajes bien construidos burbujean en cada página.
Ahora, cuando ya nos había convencido como novelista, como cuentista, como articulista y como editor, la editorial ciezana Alfaqueque le publica el volumen ¿Te cuento un cuento? y nos revela su faceta como narrador infantil, al que la ilustradora Sonia Martínez González se encarga de poner colores y formas.
Se trata de seis relatos donde nos esperan muchas sorpresas, muchas sonrisas, algún escalofrío y, sobre todo, unas tremendas dosis de talento para mantener la atención de los lectores más pequeños gracias al buen uso de la palabra, del ritmo y de la composición estructural del texto.
En “Sémola, semolorum” se nos hablará de un perro cocker que ha buscado refugio debajo de una cama, por miedo a las perversas intenciones que acumula su dueño, por un suceso que tiene que ver con la magia y con un tesoro escondido; en “Mis viajes con monsieur Dupont” será fácil que se nos escape alguna lágrima con el proyecto astronáutico del niño protagonista, que reúne tanta determinación como candor; en “Mi amigo invisible se llama Chipé” tendremos que decidir si creemos en la existencia de ese compañero, a tenor de las pruebas que el narrador nos suministra durante su relato; en “El gigante” nos será presentado Antonio el de la Torrealta, un tipo noble, altiricón y con un leve retraso mental, que paseaba interminablemente por el pueblo; en “La Llave del Tiempo” se nos invitará a un viaje mágico, en el que dos épocas muy distantes quedan comunicadas en virtud de un portal misterioso; y en “La maldición del Árbol Botella” no será raro que sintamos un estremecimiento ante el tono brujesco o tenebroso que la historia va acumulando, párrafo tras párrafo.

En suma, un libro delicioso para los pequeños y sorprendente para los mayores, que podrán recuperar mientras lo leen el espíritu infantil que quizá perdieron y que se sentirán dichosos de recuperar por unas horas.


lunes, 19 de diciembre de 2016

Voces para un tímpano muerto



Reconozco abiertamente que cada vez que el granadino Miguel Ángel Zapata ofrece al público una nueva obra me abalanzo como un loco a hacerme con ella, porque sé que no habré de salir defraudado de su lectura. Desde que, en los primeros meses de 2009, abrí las páginas de Baúl de prodigios he intentado que ninguna de sus producciones se me escapase; y por eso no he tardado prácticamente nada en devorar los asombrosos relatos que nos propone en el volumen Voces para un tímpano muerto, recientemente editado por el sello Talentura.
En sus hojas nos espera un alboroto de anomalías, de atrocidades, de buceos oníricos, de secuencias surrealistas, que conforman un vademécum de pesadillas o delirios ante el que resulta imposible mantenerse frío. Allí se nos habla, con prosa apolínea e imágenes dionisíacas, de murallas construidas con bebés recién nacidos, para contener el impulso apocalíptico de una riada; de mujeres que se arrancan los ojos y hombres que hacen lo mismo con sus dientes, para ofrecerlos como prueba de amor; de chicas agredidas por varones violentos; de madres que, tras morir su bebé, se embarcan en un proceso regresivo de asombrosas dimensiones; de la indestructible fe enamorada de quien no se resigna al fallecimiento de su pareja; del enigmático cuarto oscuro de una casa, en el que se producen inesperadas mutaciones; de ancianas que plantan penes en las macetas de su alféizar; o, en fin, de viviendas que cuelgan sobre el abismo y cuya estabilidad sólo se ve vulnerada por una fiebre erótica incontenible.
Durante la lectura de este catálogo de narraciones, perturbado y perturbador, recordé varias veces las palabras que Camilo José Cela colocó al inicio de su Oficio de tinieblas 5, cuando afirmaba que lo que venía después no era propiamente una novela, sino la purga de su corazón. No me parece arriesgado suponer que el narrador granadino se guía por luces similares a la hora de concebir las historias de este tomo, que quizá cumplan una labor de ascesis, de psicoanálisis o de exorcismo.

En todo caso, creo que su maestría literaria no se puede, hoy por hoy, discutir. Miguel Ángel Zapata maneja un lenguaje tan preciso, unos recursos retóricos tan contundentes y una capacidad de seducción tan contrastada que constituye casi un pecado no aproximarse a sus libros y dejarse mecer por la magia de sus propuestas y por la musicalidad de su prosa. Si desean regalar un buen libro estas Navidades les sugiero que consideren esta opción. Quien lo reciba se lo agradecerá.

sábado, 17 de diciembre de 2016

El gran imaginador



Si tuviera que elegir una palabra, una sola, para definir esta novela del malagueño Juan Jacinto Muñoz Rengel, me decantaría por “abrumadora”. Y les puedo asegurar que la he pensado bien y que he tratado de concentrar en un único vocablo todo el abanico de matices que este vasto proyecto narrativo exige. Optar por “excesiva” tampoco hubiera sido una mala idea, pero me retrajo el matiz despectivo que suele comportar dicho término y que en modo alguno yo pretendía atribuirle. Porque, en efecto, el volumen que acaba de salir en el sello Plaza & Janés (El gran imaginador o la fabulosa historia del viajero de los cien nombres) es, ante todo, un ejercicio fastuoso de documentación, de lenguaje, de construcción novelesca, en el que el autor ha invertido una cantidad fabulosa de tiempo para dotar a sus personajes (que viven en el siglo XVI, no lo olvidemos) de un entorno religioso, social, indumentario, culinario y lingüístico tan creíble como minucioso.
El gran protagonista es Nikolaos Popoulos, quien ha venido al mundo con un cerebro sumamente especial, que le permite expandir su pensamiento y su imaginación más allá de cualquier límite: puede conocer el pasado, anticipar el futuro, elaborarse una imagen de los descubrimientos e invenciones que sorprenderán a los hombres dentro de décadas o siglos, concentrarse como un monje budista o asimilar idiomas y libros con una facilidad asombrosa. Un ser inequívocamente borgiano (resulta imposible no establecer paralelismos con ciertas ideas literarias del genial escritor argentino) que entrará en relación con la condesa Báthory, legendaria y sangrienta; con Judah Loew, rabino de Praga al que siempre relacionamos con el mito del gólem; y, sobre todo, con un jovencito y aún inédito Miguel de Cervantes, con quien se encuentra en medio del fragor de la batalla de Lepanto.
Pero es que, además de las referencias literarias (que son notables y están muy bien engarzadas en el texto de Juan Jacinto Muñoz Rengel), existen también otro tipo de intertextualidades, que irá descubriendo el lector atento. Así, los cinéfilos sonreirán cuando lean, en la página 148, que Popoulos vivió en los libros todo tipo de aventuras y que, entre otras muchas imágenes, “vio naves en llamas más allá de Orán, meteoritos fulgurar en la oscuridad cerca de la Puerta de Ishtar en Babilonia”.

No obstante, conviene avisar a los lectores de una circunstancia básica de esta novela: no está concebida para todos los paladares. Quienes calibren que se trata de un texto de aventuras o de una historia de fácil asimilación con la que disfrutar durante un fin de semana tienen que ser advertidos para que no se llamen a engaño: es tanta la riqueza de vocabulario que presenta, tan efervescentes sus quiebros temporales, tan intenso su análisis de otras sociedades, otros paisajes y otras culturas, tan exigente su sintaxis, que resulta bastante explicable que, en algunos tramos de la obra, se experimente incluso una cierta asfixia. Se trata desde luego de una asfixia gozosa, de una especie de ahogo estético stendhaliano, a través del cual los lectores fortalecen su musculatura intelectual. Pero conviene decirlo para que los buceadores sepan en qué océano se sumergen. Absténgase los tibios, los flojos y los que no desean otra cosa que pasear los ojos por “una novela más”. El gran imaginador no es para ellos.

jueves, 15 de diciembre de 2016

Vida de Miguel de Cervantes Saavedra



Como apertura de este bienintencionado volumen (que sirve para cerrar un año de exaltación cervantina), nos explica el gran erudito Gregorio Mayáns y Síscar que don Miguel tuvo que soportar en vida el oprobio de la preterición, en todos los planos y por parte de cuantos le rodeaban: “Los envidiosos de su ingenio y elocuencia le murmuraron y satirizaron. Los hombres de escuela, incapaces de igualarle en la invención y arte, le desdeñaron como a escritor no científico. Muchos señores, que si hoy se nombran es por él, desperdiciaron su poder y autoridad en aduladores y bufones sin querer favorecer al mayor ingenio de su tiempo. Los escritores de aquella edad (habiendo sido tantos), o no hablaron de él o le alabaron tan fríamente que su silencio y sus mismas alabanzas son indicios ciertos o de su mucha envidia o de su poco conocimiento” (p.13). De ahí que él, enardecido por esa flagrante falta de sensibilidad, se pusiese en el año 1737 a la labor de componer esta semblanza.
Comienza el valenciano con una investigación sobre el lugar de nacimiento de don Miguel, y refuta las distintas hipótesis que han ido llegando a sus oídos (Esquivias, Sevilla, Lucena) con un argumento incontestable: “Cuando se pruebe la tradición o se exhiba la fe de bautismo, deberemos creerlo”, p.18. Después, tras examinar con cuidado los escritos del insigne novelista, Mayáns concluye que Cervantes debió de nacer en Madrid, en el año 1549. Y después introduce el dato indefinido de que, tras luchar en Lepanto, don Miguel fue apresado por los moros (“No sé cómo ni cuándo”, reconoce con honestidad).
A partir de ahí, los lectores de estas páginas de Gregorio Mayáns y Síscar, que son maravillosas, detalladas y aurorales (nadie advierta repulsa en lo que a continuación escribiré), pueden despedirse de cualquier otra aproximación biográfica, porque no la hay, al menos en el sentido en que ahora concebimos los volúmenes de este género: nada se investiga o descubre sobre su familia, sobre sus estudios, sobre sus trabajos, sobre sus viajes, sobre sus relaciones en el plano literario, sobre sus anécdotas sentimentales. Lo que sí descubrirán son abundantes reflexiones sobre las novelas de caballerías y su nefasta influencia sobre la sociedad del siglo XVII (nos indica que “malearon más las costumbres públicas”, p.28); afirmaciones teóricas que hoy difícilmente se sostienen en el plano filológico (“Yo soy de sentir que entre cuento y novela no hay más diferencia, si es que hay alguna, que lo dudo, que ser aquel más breve”, p.30); juicios realmente duros sobre algunos creadores del pasado (califica a Joanot Martorell, Fernando de Rojas o Giovanni Boccaccio de escritores “ociosos, mal empleados, imperitos, entregados a los vicios y a la porquería”, p.85); o lamentos de una quejumbrosa exactitud (“Lo cierto es que Cervantes, mientras vivió, debió mucho a los extranjeros y muy poco a los españoles. Aquéllos le alabaron y honraron sin tasa ni medida. Éstos le despreciaron y aun le ajaron con sátiras privadas y públicas”, pp.50-51).
Mayáns y Síscar enumera también, porque lo anima en todo momento el deseo de ser justo, los anacronismos o fallos de verosimilitud que observa en la obra cumbre de Cervantes, de la cual reconoce ser “uno de los más apasionados” (p.88). Pero se apresura a manifestar que estos lunares en nada reducen la valía de la novela, ni su condición de brillante sátira, “la más feliz que hasta hoy se ha escrito” (p.103).

En suma, un ejercicio de literatura analítica y de ensayismo meticuloso, que viene a derramar luz erudita sobre la inmortal historia de don Quijote.

martes, 13 de diciembre de 2016

Fuerte como la muerte



Oliverio Bertín es un pintor de notable fama y, también, un hombre maduro de indudable atractivo entre las mujeres. París, en todos sus niveles, se encuentra rendido a sus pies. Pero su conquista más notoria es el corazón de la hermosa condesa de Guilleroy, una dama casada que desde hace algunos años frecuenta su amistad y lo cultiva como amante. Después de elaborar su retrato, él fue sintiendo cada vez un mayor anhelo de acercarse a tan bella criatura y, a espaldas del marido, se inició una larga, dulce y secreta relación. Durante años, ella ha logrado retener la atención sentimental del artista, convirtiéndose en una de esas mujeres que son “fieles y rectas en el adulterio, como lo hubieran sido en el matrimonio”.
Pero han transcurrido los años y ha surgido una novedad entre ellos: Anita, la seductora hija de la condesa, que cada minuto que pasa aumenta en belleza y se parece más a su madre. La similitud entre ambas es tan evidente que el pintor “confundía cada vez más a la hija con el redivivo recuerdo de lo que había sido su madre”, hasta el punto de que la otoñal condesa, sensata y perspicaz, “se vio oscurecida, destronada, desposeída”. Comienza entonces un período amargo, que salpica a los dos veteranos amantes: a Oliverio, porque se niega a admitir este enamoramiento extemporáneo que su corazón le pregona cada vez con más fuerza y contra el que quisiera luchar; a la condesa, porque el llanto, las arrugas y la sensación de la vejez la acechan y perturban, mientras trata de que ninguna de estas emociones la delate ante los ojos de su marido.

Mi admiración por la narrativa del francés Guy de Maupassant (1850-1893) es muy antigua y, siempre que el azar me brinda uno de sus libros, trato de refrescarla dedicándole unas horas de lectura. La elegancia de su prosa, la música de su lenguaje y, como ocurre en esta novela, la languidez y la belleza de sus finales, me confirman siempre que he acertado.

domingo, 11 de diciembre de 2016

El legado de Catar



Unos arqueólogos descubren, en la isla escocesa de Iona, un enigmático códice del siglo IX. Se trata de un volumen donde un fraile llamado Broichàn anota con todo lujo de detalles las visiones que ha tenido sobre el futuro de la Humanidad. Vaticinios proféticos que, para sorpresa de las personas que leen el tomo, se están cumpliendo escrupulosamente: la revolución rusa, la guerra de los Balcanes, el conflicto del Golfo... Todo está visto y descrito con precisión por aquel misterioso monje que redactó la obra en el año 806. No hay fraude posible. Son profecías auténticas. Y se están cumpliendo. De ahí a pensar que los restantes pronósticos seguirán cumpliéndose hasta el año 2187 (fecha en que termina el volumen) hay un simple paso, que lleva a muchas personas e instituciones a interesarse por conseguir la obra: de un lado, un hombre llamado Raimon Trencavel, que procede de una antigua familia cátara exterminada por la iglesia católica hace siglos y que intuye que podrá utilizar estas páginas contra el Vaticano; de otro, el cardenal Pamfili y el millonario Cassidy, que quieren hacerse con las singulares profecías antes de que caigan en las manos equivocadas.
Añadan a esta historia la presencia de una bella profesora de la universidad de Oxford (Kathleen Phillips), la figura intrépida de un piloto con graves problemas sentimentales (Jaime Cameron), un antiguo coronel que sobrevive como mercenario a las órdenes de quien mejor pague por sus servicios (De Jager), constantes peligros, persecuciones por tierra, mar y aire, exhibición de armas modernísimas, castillos asaltados con nocturnidad, lanchas zodiac, helicópteros, asesinatos implacables, antiguos secretos que conviene seguir manteniendo ocultos, amenazas mafiosas, amores inesperados, la muerte de varios protagonistas... y obtendrán la novela El legado de Catar, de Richard Child, traducido para la editorial ViaMagna por Nuria Artigas Bellsolell, quien realiza una labor muy notable salvo cuando confunde (en las páginas 122 y 333) los verbos “espirar” y “expirar”.

Recomendable para pasar el rato, sin mayores pretensiones estilísticas.

viernes, 9 de diciembre de 2016

Vieja Navidad



Lo conocemos sobre todo por sus Cuentos de la Alhambra, pero el norteamericano Washington Irving escribió otras muchas obras, bastante menos famosas entre los lectores hispánicos. El Paseo Editorial se encarga ahora, con la traducción de Óscar Mariscal y las asombrosas ilustraciones de Randolph Caldecott, de acercarnos esta pieza novelesca, publicada originalmente en 1820 dentro del volumen Libro de escenas del caballero Geoffrey Crayon. Y quizá para entender su espíritu debamos abrir el volumen por la página 93 y leer un fragmento sumamente interesante, donde Irving nos ofrece una de las claves para entender la obra: “Siempre he considerado que una antigua familia inglesa es un objeto de estudio tan interesante como una colección de retratos de Holbein, o de grabados de Alberto Durero”.
Y para ilustrar su tesis nos presenta a un narrador que, tras viajar en una diligencia en los instantes previos a la Navidad y hospedarse en una posada, se encuentra allí a su viejo amigo Bracebridge, quien lo invita a pasar tan señalada fecha junto a su familia. Su padre (le explica) es un viejo caballero chapado a la antigua, obstinado en mantenerse apegado a las tradiciones, así que todo lo que podrá observar durante las siguientes horas se mantendrá dentro de la más pura ortodoxia festiva inglesa. Intrigado por esta perspectiva, el narrador acepta la invitación y se sumerge en un entorno que parece haber quedado suspendido en el tiempo. Todo allí permanece anclado en los usos arcaicos: las celebraciones religiosas, la letra de las canciones, los rituales gastronómicos, el uso de adornos navideños que respeten las tradiciones, las historias de aparecidos contadas al calor de la lumbre... Al final, después de un retrato minucioso de todos los pormenores de esas horas, el narrador concluye su resumen con unas palabras bien sintomáticas: “Si logro penetrar de cuando en cuando la supurante membrana de la misantropía, sugerir una visión benévola de la naturaleza humana y reconciliar a mi lector con sus semejantes y consigo mismo, entonces no hay duda, ninguna duda: no habré escrito esto enteramente en vano” (p.122).
La obra, por tanto, hay que valorarla en una doble vertiente: en primer lugar, como documento antropológico, en el que quedan consignadas y hasta cierto punto formolizadas las viejas costumbres inglesas (modos indumentarios, aficiones musicales, ritos de sociedad, bailes típicos, ceremonias y temas de conversación), frente a las cuales el escritor norteamericano no despliega ningún tipo de ironía, como erróneamente podría pensarse en algunos tramos, sino una actitud admirativa; en segundo lugar, como texto puramente literario, en el que Washington Irving nos seduce con una prosa muy fluida y, a la vez, densa de construcción, en la que los adjetivos cumplen una labor fundamental de ornato.

La editorial El Paseo, con la publicación en castellano de este viejo libro, contribuye a ofrecernos una visión distinta de la Navidad, más apegada a las tradiciones ancestrales que a los ritos cambiantes de la moda, en unas fechas muy significativas. Solamente por ese detalle ya valdría la pena leer el libro. Pero es que la prosa de Washington Irving es (lo comprobarán desde la primera página quienes se aventuren en estas páginas) una de las más seductoras que cabe imaginarse. Apuesten por este libro y se convertirán, si no lo son aún, en admiradores de este autor.

miércoles, 7 de diciembre de 2016

El secreto de Pablo



Pablo es un niño que se encuentra postrado en una silla de ruedas, porque nació con espina bífida e hidrocefalia (EBH). Pero, contra todo pronóstico, no tiene un problema con ese asunto, ni es un niño triste o solitario, ni sufre marginaciones. Las personas que lo rodean (sus padres, sus amigos del colegio) han conseguido construir a su alrededor una atmósfera de normalidad tan deliciosa que en nada se diferencia su peculiaridad corporal de otras que tiene a su alrededor. Emilio Soler, el autor de esta hermosa historia, lo condensa en la primera página del relato con una imagen muy atinada, donde nos ofrece la imagen contrapuesta de dos de los protagonistas: “Pablo tiene espina bífida y se desplaza en silla de ruedas; Marcelo lleva unas gafas redondas con montura azul”. Es decir, todos necesitamos algún tipo de ayuda (gafas, medicaciones, audífonos, muletas, prótesis, aparatos dentales), y eso convierte a los seres humanos en una cofradía de seres gloriosamente imperfectos, cuya mayor virtud debería consistir en la bondad en el trato con los demás.
Un día, mientras acompaña a sus amigos de camino al parque, Pablo contempla con admiración a unos patinadores... y concibe una idea. Pero en lugar de contársela de inmediato a Marcelo, Ángel, Marta y Julia, preferirá que sea un secreto durante varios días. ¿Qué estará tramando, con la ayuda de su padre?

El cuento, que edita la Federación Española de Asociaciones de Espina Bífida e Hidrocefalia (con el apoyo de varias entidades colaboradoras), está ilustrado por Álvaro Peña, siempre seductor en el manejo de los colores y la expresividad de sus personajes. Así, entre la excelente propuesta narrativa de Emilio Soler y el magnetismo plástico de Álvaro, se consigue un texto muy hermoso, que merece la pena tener, leer y conservar.

lunes, 5 de diciembre de 2016

La lengua de los ahogados



Estamos fabricados, aunque optemos por ignorarlo, de melancolía, de hondos naufragios que nos llenan la garganta de burbujas, de largas heridas por las que nos desangramos en silencio. Pero un día, de pronto, nos asalta la iluminación y atamos cabos: advertimos un brillo o un juego de espejos que nos devuelve una imagen inesperada. Y entonces comprendemos quiénes somos o por qué somos.
Los protagonistas de las historias que reúne el barcelonés Fernando Clemot en este volumen alcanzan esa revelación en instantes muy distintos; y adquieren con esa luz una nueva visión de sí mismos o de cuanto los rodea: ese padre de familia que, después de asistir al parto múltiple de su perra, recoge a todos los cachorros en una bolsa y se dirige al río para desprenderse de ellos, a la vez que aprovecha para realizar una llamada de teléfono indigna (“Canela”); ese juvenil cantante de éxito que, macerado en su vejez por las decepciones, languidece en el olvido y el anonimato (“Las orillas del Jordán”); ese hombre que, instalado en un poblado perdido y apartado de la civilización, intenta que sus habitantes se mantengan dentro de la pureza natural y alejados del fango turbio de las multinacionales (“Todos los nombres”); esa mujer que cree contemplar, desde la ventanilla del ferry en que viaja, los aspavientos desesperados de un hombre que lucha para no ahogarse (“Pirun onnekas”); o ese huésped curioso, al que le gusta indagar a través de los indicios que dejan a su paso, quiénes eran las personas que vivían en los pisos que va alquilando a lo largo del tiempo (“Inquilinos anteriores”).
Todas las vidas cuyo dibujo adorna estas narraciones están salpicadas, en mayor o menor medida, por gotas de ternura, por trallazos de acidez o por la polvorienta pátina que el silencio, la tristeza y el paso de los años depositan sobre las cosas y seres. De tal modo que leerlas se convierte en un ejercicio del que emergemos impregnados por esa aura especial que Fernando Clemot ha definido para ellas. Y, alternándose con las mismas, páginas donde nos habla de los ahogados y sus peculiares condiciones, en un equilibrio dinámico que los lectores entienden cuando se alcanza la conclusión del volumen.
Dueño de un estilo brioso y eficaz, convincente y poliédrico, el escritor barcelonés consigue repetir la magia de sus anteriores libros en un tomo cuya lectura yo recomendaría que se comenzase por el final. Suena paradójico, pero tiene su explicación. Acérquense al breve relato “La costilla de Adán” y, estoy convencido, les resultará imposible despegarse de la obra o resistirse a su lectura completa.

Lo he dicho alguna vez y no le temo nada a la repetición: estamos ante un auténtico maestro.

sábado, 3 de diciembre de 2016

Conspiración divina



Las vidas de William MacGregor y de Jacqueline Miler se van a ver muy pronto zarandeadas por unos acontecimientos trepidantes, que los sacarán de su rutina y los lanzarán hacia una zona de vértigo, persecuciones, amenazas y riesgos de muerte. William pertenece a una familia de enorme poder socioeconómico, pero prefiere mantenerse al margen de esa situación de privilegio y trabaja como periodista; Jacqueline es una joven y prometedora doctora en matemáticas, que ha elaborado publicaciones de interés y mérito... Pero de pronto todo eso deja de resultar crucial cuando son convocados para que acudan a una vieja librería. Al coincidir allí encuentran un manuscrito polvoriento, lleno de enigmáticas revelaciones sobre el futuro del mundo. Y comienza una adrenalínica carrera, en la que tendrán que encontrar respuestas y soluciones, mientras son acechados y perseguidos por poderosas fuerzas ocultas, que tratan de hacer naufragar su empeño.
Con una prosa ágil y un ritmo narrativo muy adecuado, Ángeles Molina logra que los lectores se sumerjan en una historia que los lleva, como la corriente de un río, a una velocidad cada vez mayor. Y va adornando las orillas de ese río con todo tipo de elementos seductores: fogonazos de mitología, citas culturales, reflexiones filosóficas, abominaciones que acechan en la nieve, montañas a cuyas entrañas hay que descender, enanos extrañamente longevos...

Una lectura muy recomendable para pasar las tardes de esta Navidad que se avecina. Amenidad y distracción garantizadas.

jueves, 1 de diciembre de 2016

Cuaderno de notas



Dicen que del genio hay que aprovechar hasta las migajas, porque incluso de sus líneas suprimidas o menores podemos obtener belleza literaria. Y eso justifica, según opinan muchos, que nos sintamos impulsados a abalanzarnos con fervor casi religioso sobre sus cartas, borradores, variantes desechadas e incluso textos arrojados directamente al cubo de la basura, para conocer hasta los pormenores menos significativos de nuestro ídolo: sus gustos sexuales, sus fobias cromáticas o sus apetencias gastronómicas. 
Entre los años 1891 y 1904, el escritor ruso Antón Chéjov fue anotando en diversos cuadernos todo tipo de apuntes (desde sus lecturas hasta apellidos que se inventaba o le hacían gracia; desde anécdotas de viaje hasta reflexiones filosóficas; desde perfiles de personajes que utilizaría en futuras obras hasta fruslerías sobre las mujeres) y, en el año 2010, un acuerdo entre las editoriales La Compañía (Argentina) y Páginas de Espuma (España) lanzó al mercado hispanohablante un volumen donde se ofrecía una selección de estas caudalosas notas del genio de Taganrog. 
¿Y qué es lo que encontramos en este volumen? Pues, fundamentalmente, un inmenso caudal de líneas banales, que carecen de todo interés literario. Líneas en las que Chéjov realiza anodinas observaciones de viaje, anota tratamientos médicos, enumera las horas de sus comidas y cenas, registra nombres propios que ya no nos dicen nada, esclafa banalidades buenistas de una ingenuidad sonrojante (“Cuando los ricos den a los pobres todo lo que les sobra, no existirán ladrones”, p.43) o se deja llevar por una misoginia sorprendentemente zafia (“Las mujeres asimilan rápidamente las lenguas: hay mucho espacio vacío en sus cabezas”, p.61). Pero también encontramos, para equilibrar la balanza, con reflexiones tintadas de un sólido espíritu ético (“Ahora la gente se vuela la tapa de los sesos porque está harta de la vida o por razones semejantes; en otra época, por haber malgastado dinero del erario público”, p.24), con aforismos de gran finura psicológica (“Sólo cuando es infeliz el hombre abre los ojos”, p.159), con simpáticas normas de etiqueta que trascienden lo culinario (“La buena educación no consiste en no manchar el mantel con salsa, sino en aparentar que uno no ha visto nada cuando otro hace algo así”, p.57), con pinceladas de un humorismo surrealista o hiperbólico (“El suelo es tan rico que si uno planta aquí un limonero, un año más tarde brota un coche”, p.142) e incluso algún apunte que Camilo José Cela no hubiera desdeñado para incluirlo en su Oficio de tinieblas 5:  “Cuando sea rico, haré todo lo posible para tener un harén de gordas desnudas, todas con las nalgas pintadas de verde”, p.181). 
En suma, un tomo heterogéneo, desigual y por momentos irritante, que sólo conviene recomendar a los enamorados profundos del malogrado Antón Chéjov, que sabrán disculpar sus zonas de sombra o los bostezos inevitables que les asaltarán en algunas de las páginas.