lunes, 1 de agosto de 2016

La cantante calva



Supongo que cada edad lectora tiene sus ventajas e inconvenientes: lo que se gana en experiencia, madurez o conocimiento se pierde en inocencia y disfrute puro. No creo que sea algo bueno o malo. Es simplemente así.
Recuerdo que cuando leía durante mi juventud las obras de Eugène Ionesco me producían una sensación explosiva de frescura, de humor, de innovación. Pero cuando las retomo en la madurez no me ocasionan sino bostezos. No me estoy refiriendo, evidentemente, a su calidad literaria, sino al impacto que producen en mí. Ya no hay sonrisas, ni deslumbramiento, ni aplauso. Hay, como diría el desaparecido Pepe Perona, bahísmo (de “bah”).
La repetición tediosa y más bien infantil de gags (que el señor Smith es inglés, está casado con la señora Smith que también es inglesa, tienen un habla inglesa, conversan como ingleses, viven en una casa inglesa, calzan zapatillas inglesas, etc) se agota cuando, a las cinco o seis repeticiones, te descubres pensando: “Vale, muy ingenioso. A ver después”. Y después sólo hay más de lo mismo. Los procedimientos de Ionesco no me resultan menos insufribles que las retahílas del último Camilo José Cela. Sigo sonriendo con alguna de sus frases (“Tomen un círculo, acarícienlo, y se hará un círculo vicioso”), pero poco más.

El teatro del absurdo y yo. Uno de los dos se ha hecho viejo.

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