viernes, 8 de abril de 2016

Diga treinta y tres



Las personas que, por nuestro trabajo, estamos obligados a tratar con una gran cantidad de personas (profesores, periodistas, abogados) atesoramos un buen caudal de anécdotas que revelan lo mejor y lo peor del espíritu humano: su ingenio, su estupidez, su sensibilidad, su estulticia. José Ignacio de Arana, que es doctor en Medicina y que ejerce como profesor de Pediatría en la universidad Complutense, ha tratado durante su larga trayectoria profesional a miles de pacientes y, como complemento de su trabajo en hospitales, consultas y atención domiciliaria, ha tenido la curiosidad de ir anotando un buen número de anécdotas relacionadas con su trabajo. Uno de sus frutos (que se titula Diga treinta y tres y que está publicado en la editorial Espasa) es memorable. El tomo lleva el subtítulo de “Las anécdotas más divertidas de las consultas médicas”, pero la verdad es que también quedan anotadas otras que bordean las fronteras de la tragedia (cuando habla del maltrato infantil entre las páginas 154 y 158, por citar un solo ejemplo).
Pero esta obra contiene, sobre todo, episodios propicios para la sonrisa y aun la carcajada, por la variedad e hilaridad de los acontecimientos que nos cuenta: aquel paciente que se puso a eructar aplicadamente ante el médico para que éste apreciara la intensidad y el vigor de sus flatulencias (p.38); la nota que le escribió Napoleón Bonaparte a Josefina, al volver de una batalla, con el fin de que la dama estuviera dispuesta para otros combates más eróticos (“Llego en tres días; no te laves”, p.56); el espasmo vaginal que sufrió una criada cuando fue sorprendida por su señora, mientras yacía con el esposo de ésta (p.144); etc.
Pero es que además aprendemos en este tomo algunas nociones básicas de Historia de la Medicina (como que el invento del estetoscopio se debió al pudor que asaltó a Teófilo Laennec cuando tuvo que auscultar a una dama; o la explicación científica de por qué los médicos nos piden que digamos “Treinta y tres” cuando nos colocan el fonendoscopio en el pecho).

En suma, estamos ante un libro agradable, sonriente y curioso, que podemos completar con otros del mismo autor, que inciden en temas similares (como sus espléndidas Historias curiosas de la Medicina) y que revelan la gracia de un fino observador y de un estilista elegante. Absténganse personas sin sentido del humor e hipocondríacos extremos.

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