domingo, 6 de marzo de 2016

Diario secreto 1836-1837



Reconozco que el ánimo que me impulsa a leer cartas y diarios de escritores famosos no pertenece a la familia del cotilleo, ni mucho menos del morbo. Antes bien, persigo el objetivo de conocer más en profundidad los pliegues anímicos de personas que dejaron sus composiciones literarias y que, en mayor o menor medida, han influido en el desarrollo de la cultura universal. Esa voluntad de conocimiento me llevó a coger, abrir y leer este Diario secreto (1836-1837) de Alexander Pushkin.
Desde el principio, el autor ruso nos explica que está anotando ideas y sentimientos que serán ignorados por la personas de su entorno, y que lega directamente a las gentes del porvenir (“Mis contemporáneos no deben saber tanto de mí como les estoy permitiendo a las generaciones futuras”). Pero pronto, ay, nos quedamos levemente decepcionados al descubrir que el motivo de esta cautela no es otro que el contenido sexual explícito que el escritor moscovita inyecta en todas y cada una de sus páginas, lo que empequeñece el interés de sus palabras, al menos para mí. Para ciertos lectores, descubrir que Pushkin consideraba a su suegra “una verdadera prostituta” o que le gustaba masturbarse empleando ambas manos puede constituir una ocupación lectora placentera. Pero a mí tales confesiones adolescentes, genitales o procaces no me parece que sobrepasen el nivel de lo puramente anecdótico o trivial.
Resulta lícito que nos cuente que participó en orgías en las que hasta cinco hombres penetraban a una marquesa casquivana; o que frecuentaba con asiduidad burdeles de baja ralea; o que dejó embarazada a una sirvienta llamada Polinka (que murió cuando intentaba abortar); o que convirtió en amantes suyas a sus dos cuñadas (con el conocimiento de su esposa Nataly); o que un día penetró a la nodriza de sus hijos mientras ella, a cuatro patas, amamantaba a las dos criaturas, tumbadas en el suelo… Pero tales revelaciones, reconozcámoslo, no aportan nada a la importancia literaria de Pushkin, con lo cual me dejan frío.
Desde el punto de vista psicoanalítico resulta más interesante, sin duda, la forma en que quiso convertir a su mujer en “una verdadera artista de la perversión”, tratando de moldearla para que fuera una máquina sexual a su servicio. Y cómo él, al mes de estar casado, ya frecuentaba a multitud de amantes. Eso sí, alzando siempre bien alto una bandera: “Utilizo a las mujeres ajenas en la sociedad, pero no quiero que hagan lo mismo con mi esposa”.
E igual de interesantes son sus declaraciones acerca de sus hijos (“Nunca tengo tiempo para mis hijos. Entre la poesía y las mujeres apenas me queda un rato para jugar con ellos […]. La responsabilidad hacia los hijos es una jaula eterna e inevitable, de la cual nunca podré escapar”), de la muerte (“Miro mi mano que escribe estas líneas y trato de imaginarla muerta, como parte de mi esqueleto, enterrado bajo tierra. Y aunque sé que mi destino es inexorable, me falta capacidad para imaginarlo. La certeza de la muerte es la única verdad inapelable y, pese a ello, lo más difícil de aprehender intelectualmente”)… y de la autodestrucción.

En este último apartado sí que conviene que nos detengamos, porque el asunto tiene un especial interés. Pushkin escribió estas páginas mientras se encontraba pendiente de celebrar un duelo con Dantés, un oficial guapo y de refinada educación que había cortejado a su esposa Nataly. Incapaz de tolerar una ofensa mucho menor que la que él infligía a otos muchos maridos, Pushkin lo retó a dispararse en campo abierto. El resultado no nos lo aclara este diario, sino la historia: el escritor cayó fulminado por una bala de su oponente y entregó el alma. Una de las últimas frases del libro puede servirnos como motivo de reflexión: nos dice que para suicidarse “se necesita valentía y un carácter fuerte del que yo carezco. Prefiero obligar a que Dantés haga ese trabajo sucio”. A fe que lo hizo.

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