jueves, 31 de marzo de 2016

Paris-Austerlitz



Un día, de modo azaroso, cayó en mis manos la novela La larga marcha, de Rafael Chirbes, y recuerdo que la abrí sin demasiadas expectativas (que quizá sea la manera más adecuada de enfrentarse a un libro cuyo autor no conocemos). A las pocas páginas, la elegancia estilística del escritor de Tabernes de Valldigna ya me había conquistado; y me interesé por acudir a sus demás obras. Fue, desde luego, un descubrimiento: las devoré con pasmo creciente y con éxtasis literario. A partir de entonces jamás me dio Chirbes un disgusto, hasta el 16 de agosto de 2015, cuando leí en la prensa que había fallecido el día anterior. Ahora, como un hermoso tributo a su memoria, la editorial Anagrama acaba de publicar su novela Paris-Austerlitz, de una contenida emoción y de una delicada textura.
Lo que nos relata en sus páginas es, ciertamente, una historia muy común, que podría haber quedado malbaratada en las manos imperitas de cualquier artesano mediocre: un muchacho madrileño que aún no ha cumplido los treinta y que desea triunfar en el mundo de la pintura se desplaza a París, donde se instala en la casa, pequeña y sin apenas iluminación, de un obrero llamado Michel. Desde el primer día, ambos viven una aventura pasional muy intensa, en la que la posesión y el deseo mutuos se encienden constante y explosivamente. Al cabo de unos meses, al narrador comienza a asfixiarle la atmósfera opresiva de este vínculo, del que quiere apartarse para centrar su atención en la pintura, que tiene bastante abandonada. Así, busca una vivienda que se encuentra a pocos metros de la de Michel, pero que dispone de mejor luz y, sobre todo, de un margen más dilatado de libertad… Cuando el narrador, en primera persona, nos está contando su historia advertimos que ha pasado ya un tiempo y que Michel, que se abandonó durante los meses posteriores a la separación a un sexo imprudente y dislocado, se encuentra en el hospital, al borde de la muerte. Nos habla de “plaga”, nos habla de una enfermedad vergonzosa, nos habla del sarcoma de Kaposi, y no necesitamos más datos para ponerle un nombre terrible a la dolencia que lo mantiene postrado: el SIDA.

Rememorando los meses de su relación y el modo en que fue evolucionando desde el amor hasta la frialdad, desde la navegación hasta el naufragio, vamos conociendo con todo detalle el huracán de sexo, alcohol, miradas, pintura y fingimientos familiares que los protagonistas acometen en sus páginas. Pero, fundamentalmente, Rafael Chirbes nos traslada una mirada melancólica sobre el amor que se erosiona y al fin se extingue, sin que sirva de nada apuntalarlo con los inestables arbotantes del disimulo. Una hermosa y terrible novela.

miércoles, 30 de marzo de 2016

Hermann y Dorotea



En estos tiempos aciagos en los que nos encontramos en las pantallas de TV con oleadas de personas que huyen de la guerra y que se ven asaltadas por el dolor, la miseria, el hambre y el rechazo, cobra más sentido que nunca esta novela breve de Goethe, titulada Hermann y Dorotea, en la que conocemos la historia de un muchacho de buena familia que, de forma accidental, conoce a una chica bella, humilde y dulce, que lo seduce con la sola manifestación de sus naturales bondades. Deseoso de contraer matrimonio con ella, para ser feliz a su lado y para liberarla de la tristeza de su situación, Hermann envía a dos personas de su confianza para que sondeen la moralidad de la muchacha entre sus compañeros de huida. Por fin, los informes favorables lo llevarán a acercarse hasta ella y pedirle que la acompañe hasta su casa, para iniciar una vida juntos.
El estilo de esta obra es, aunque agradable de leer, notoriamente ampuloso en algunas de sus secuencias, sobre todo cuando los protagonistas se expresan con unas florituras y melindres que ya quisieran para sí catedráticos de renombre y poetas laureados. Cuando abren la boca, todos parecen subidos a una tarima. Y esa circunstancia verbal, que alegra al lector “literario” con la brillantez de sus páginas, perjudica la credibilidad psicológica de los personajes.
Por otro lado, Goethe sí que consigue momentos de gran realismo en su novela, en los que sentimos que estamos ante seres auténticos, y no ante monigotes declamatorios. Aportaré un ejemplo: cuando la madre de Hermann se encamina a consolar a su hijo, el autor alemán describe su paseo con estas palabras: “De paso, arregló algunos rodrigones que se inclinaban bajo el peso de las ramas de los manzanos y perales cargados de fruta. Después hizo caer unas orugas de entre las hojas de unas coles apiñadas”. Esta secuencia de aspecto insignificante revela que Goethe huye del bucolismo y que de verdad se mete en la piel de una mujer de pueblo, enraizada con el trabajo y lo campesino. Todo un acierto.

Muy agradable de leer.

martes, 29 de marzo de 2016

Plenitud



“Busca dentro de ti la solución de todos los problemas, hasta de aquellos que creas más exteriores y materiales. Dentro de ti está siempre el secreto: dentro de ti están todos los secretos”. Cuando un libro empieza con estas palabras resulta difícil no creerlas compuestas por el empalagoso Paulo Coelho o por uno de sus epígonos mentecatos. Pero no, son de Juan Crisóstomo Ruiz de Nervo y Ordaz, un vate modernista nacido en México y muerto en Uruguay (1870-1919), que ante la hiperbólico extensión de su nombre tuvo el coqueto detalle de elegir para firmar sus obras el nombre que pensaban ponerle cuando nació: Amado Nervo.
En las páginas de este poemario titulado Plenitud se alinean las invocaciones de índole agustiniana o adolescente (“Ama como puedas, ama a quien puedas, ama todo lo que puedas... pero ama siempre”), las sentencias apostólicas con aroma a moralina o catequesis (“En verdad os digo que vale más dar que recibir”), las frasecitas seudofilosóficas tipo omikuji (“Muchas de tus máscaras han quedado por largo tiempo en las fotografías. Durarán más de lo que merecen. Pero ninguna ha sido en ningún momento la expresión exacta de tu yo”), el determinismo conformista (“Lo que te acontezca es lo único que debe acontecerte, y el universo entero no aplastará sin razón a la más pequeña hormiga”) o la confianza ciega en ciertas conjuras astrales que parecen provenir de una mente lisérgica o farsante (“El destino jamás contradice a los hombres que esperan en él”).

Al año siguiente de publicar esta obra (que seguramente me habría emocionado en mi juventud, pero que ahora me produce sonrisas irónicas), Amado Nervo murió. No parece probable que fuera por agotamiento mental.

domingo, 27 de marzo de 2016

Discusión



De Borges espero en las relecturas lo mismo que descubrí con asombro infinito en mi primera aproximación a sus páginas, allá por mis veinte años: la perfección inmaculada de su prosa, los verbos brillantes y exactos, los sustantivos que nadie salvo los genios colocan perfectamente. Propondré un único ejemplo, entre mil posibles. Cuando el argentino nos explica que la poesía gauchesca no puede ser explicada tan sólo por la dedicación ganadera de sus convecinos anota: “La vida pastoril ha sido típica de muchas regiones de América, desde Montana y Oregón hasta Chile, pero esos territo­rios, hasta ahora, se han abstenido enérgicamente de redactar El gaucho Martín Fierro”. Es difícil decirlo con una fórmula que resulte más nítida y a la vez más vistosa. Se han abstenido enérgicamente. Paladeemos esos cuatro vocablos. Se han abstenido enérgicamente. Con ese verbo y ese adverbio, tan inesperados como irónicos, Jorge Luis Borges nos traslada un sintagma que, pudiendo estar bien escrito, o incluso muy bien escrito, ingresa con decisión en el terreno de la maravilla, pues dota a sus líneas de algo que podríamos llamar (y perdón por el palabro) “inesperabilidad”. Igual ocurre cuando, para disertar sobre el estado de una obra literaria tras la muerte de su autor, vuelve a elegir sustantivos y verbos que no sean los previsibles (“No hay muerte de escritor sin el inmediato planteo de un proble­ma ficticio, que reside en indagar —o profetizar— qué parte quedará de su obra. Ese problema es generoso, ya que postula la existencia po­sible de hechos intelectuales eternos, fuera de la persona o circunstan­cias que los produjeron; pero también es ruin, porque parece husmear corrupciones”. La cursiva es mía).
Las reflexiones que el escritor argentino nos ofrece aquí sobre la Cábala, la Trinidad, sobre aquellos “hombres desesperados y admira­bles” que fueron los gnósticos, sobre la teología de Basílides, sobre la poesía de Whitman o la prosa de Poe, sobre las traducciones de los textos homéricos o sobre el cine de Chaplin convierten el volumen en una obra no sólo agradable desde el punto de vista estético sino también trabajosa desde el punto de vista conceptual. Borges nos exige pensamiento, reflexión y lentitud, para irnos empapando con sus ideas.

Pero yo quiero detenerme sobre todo en la faceta literaria del volumen, porque en Borges se está siempre asistiendo al fluir de un discurso que no quisiéramos ver terminarse. Nos anonada con su pulcritud hermosa y, sabiéndolo lento en su gestación, incurrimos en la paradoja de soñar con su infinitud. Hablando de Paul Groussac nos dice que “todo escrupuloso estilo contagia a los lectores una sensible por­ción de la molestia con que fue trabajado”. Quizá sea cierto; pero yo, antes que perder el tiempo con los millones de páginas que han perpetrado tantos genios de pacotilla, prefiero sentir “molestias” con Borges hasta el día en que me muera. Lo que en el joven lector Rubén Castillo de 1986 fue pasmo extasiado y admiración imitativa hoy se convierte en pleitesía consciente e irrevocable.

viernes, 25 de marzo de 2016

La muerte como efecto secundario



Ernesto vive en la Argentina del futuro, un país que ha llegado a un extraño nivel de deshumanización en el que proliferan las bandas armadas por las calles y en el que el Estado asume unas competencias que antes pertenecían al ámbito privado, como la decisión de internar obligatoriamente a los ancianos en unos centros llamados “Casas de Recuperación”.
Su profesión es la de maquillador, lo que no le impide aceptar ocasionalmente un peregrino trabajo como guionista cinematográfico que le propone el excéntrico y acaudalado Goransky.
Las personas que constituyen su núcleo familiar y emocional son tan variadas como conflictivas: un padre con el que mantiene relaciones tensas y por el que alimenta un odio que hasta el final de la novela no alcanzamos a entender en su integridad; una madre que está perdiendo el uso de la razón, y que apenas logra reconocer a sus seres queridos; una mujer llamada Margot, con la que mantiene una relación no demasiado fogosa, pero que se termina de oxidar cuando ella le es infiel delante de sus narices; una hermana llamada Cora con la que tampoco termina de llevarse bien… Y, sobre todo, una mujer anónima y casada que fue su amante y a la que dirige este discurso narrativo una vez que ya no se encuentran juntos. Ernesto la sigue amando, pero algo los separó de forma insuperable y él no ha conseguido superar el trauma.
Con estos mimbres, Ana María Shua nos entrega una novela que produce desasosiego, en la que nos encontramos con un transexual llamado Sandy Bell, un colectivo de ancianos que han decidido vivir en libertad al margen del Sistema (y que se aprovisionan de armas para mantener su reducto inviolado), enfermeras que no dudan en matar cuando lo creen necesario y un Estado tan represivo como inquietante. Al final, como en un juego de prestidigitación, será Ernesto quien nos haga entender por qué está escribiendo estas páginas y qué pretende con ellas.

Fascinante.

martes, 22 de marzo de 2016

La casa de Shakespeare



Decía Carlos Rico-Avello, en un libro minucioso, casi impertinente, sobre el Fénix de los Ingenios (Lope de Vega, flaquezas y dolencias, Madrid, 1973), que “del genio no hay que desperdiciar ni las migajas”. Y la sentencia, siempre que sea entendida en su vertiente más elogiosa y más admirativa, habría que aplicársela también al canario Benito Pérez Galdós, gigante de la novela del siglo XIX que, aparte de obras tan prodigiosas como Fortunata y Jacinta, Misericordia o los ciclópeos Episodios nacionales, también nos legó pequeñas joyitas como ésta que hoy nos ocupa, publicada por la editorial Rey Lear.
En el mes de septiembre de 1889, el novelista español decidió visitar la casa de William Shakespeare, donde nació el escritor que, en palabras de Pérez Galdós, construyó sus obras de teatro y sus poemas “con una maestría no igualada por ningún mortal” (p.46). La admiración que se advierte en don Benito por el genio de Stratford es enorme, y así lo atestiguan las citas que podrían irse espigando a lo largo de todo el volumen: “el soberano hacedor de humanidades vivas, Guillermo Shakespeare” (p.22), “el más grande hijo de Inglaterra” (p.55), “el dramaturgo que ha sido y será siempre asombro de los siglos” (p.60), etc. La generosidad del narrador canario es absoluta, y no muestra vacilación a la hora de reconocer la excelsa calidad del inglés. Por tanto, la visita a su casa adquiere unos tintes casi religiosos (llega a compararla con una “Jerusalén literaria” en la página 28), que lo autorizan a emitir dictámenes tan taxativos como el que aparece en la página 36, que resume su sentir ante la vivienda donde vio la luz primera el genial autor: “Shakespeare vivirá eternamente y su humilde morada despertará más curiosidad y admiración que todos los palacios de príncipes y magnates”.
Por las hojas de esta obrita (auténtica delicatessen para aficionados a la buena literatura) desfilan además los nombres de otros escritores de prestigio, a los que Galdós recuerda o menciona en relación con William Shakespeare: Charles Dickens, Thackeray, Chaucer, Walter Scott, Washington Irving, Goethe, lord Byron... e incluso Miguel de Cervantes.

En suma, un breve jardín sosegado por el que pasear en compañía de algunos de los mejores escritores de todos los tiempos, leídos, amados y puestos en relación por Benito Pérez Galdós, el novelista más grande, versátil y enérgico que ha visto España desde el siglo XVIII para acá. ¿Quién puede negarse, en su sano juicio, a emprender dicho paseo?

lunes, 21 de marzo de 2016

Ojalá octubre



La gran pregunta que todo hijo cabal llega a formularse al menos una vez en su vida, con respecto a su padre, es (como muy bien advirtió hace años Juan Espinosa, hijo del novelista Miguel Espinosa): “¿Y tú quién eres?”. Mientras somos niños, el padre es una figura ciclópea y desdibujada, cuya única misión aparente consiste en satisfacer nuestras necesidades; cuando nos convertimos en jóvenes, se transforma en un modelo que imitamos o rechazamos, parcial o totalmente; pero sólo cuando arribamos a la madurez estamos capacitados para juzgarlo en su exacta dimensión, para teñirlo con los colores adecuados.
Juan Cruz, en el libro Ojalá octubre, se plantea ese análisis de la figura paterna en un libro lírico, profundo, construido con frases cortas, directas, que se ajustan y se engastan entre sí como diamantes emocionales. Nos habla de Paco, un hombre silencioso y melancólico, que siempre parecía estar yéndose hacia otro sitio, atosigado por las deudas, parco en el elogio, comedido en las efusiones, torpe para el rencor; nos habla también de Juana, su madre, una mujer resignada y dulce, que sobrellevó con dignidad las asechanzas de la tristeza; nos habla de su abuelo, que domaba burros; y nos habla también de sí mismo, de Juanillo, criatura asmática, que siente aversión por la matanza del cerdo y que, ante la jactancia de sus compañeros (que se pavoneaban de sus regalos de Reyes), inventó que había recibido un telescopio “con el que se podía ver el universo entero” (p.102).
Pero, ante todo, Juan Cruz nos habla de su padre, y nos va dibujando con la acuarela de las palabras una imperecedera jarapa sentimental, enriquecida con anécdotas, imágenes borrosas y escenas que se quedaron colgando en la cornisa de la memoria. “Escribo para entenderle”, nos dice Juan Cruz en la página 58, con esa confianza ciega o clarividente que las palabras nos procuran. “Cuando pasan los años uno siente que se va pareciendo a los silencios de sus padres”, esmalta en la página 91, y lo dice justo antes de quedarse pensativo y ensimismado. “No eres sino esa parte de la cara de tu padre que se repite en ti”, pregona con súbita sorpresa en la página 115, y comprendemos que el descubrimiento de esa circunstancia es el signo de haber accedido por fin al tabernáculo más íntimo y luminoso: el que nos revela que pertenecemos a una estirpe, y que ahora somos nosotros quienes debemos portar la antorcha hasta la siguiente generación, hasta el siguiente legado.

Francisco Cruz, conductor y hombre humilde acosado por los acreedores, tuvo un hijo llamado Juan que, con el paso de los años, ha descubierto que “Ojalá es una buena palabra para vivir” (p.16) y que la literatura sirve, entre otras cosas (o quizá fundamentalmente), para rescatar del olvido a quienes nos otorgaron la luz de su ejemplo.

sábado, 19 de marzo de 2016

El manuscrito de Leonardo



A finales de 1994 se celebró en la sala de subastas Christie’s una reñida puja que terminó cuando Bill Gates dio la orden de poner sobre el tapete casi 31 millones de dólares y se hizo con un códice antiguo, propiedad de Armand Hammer. Este empresario lo había adquirido, a su vez, en otra subasta que tuvo lugar en 1980. El propietario original del códice fue Thomas Coke, conde de Leicester, que se hizo con él en 1717. Su contenido, desde luego, justificaba el interés y las fuertes sumas económicas que se invirtieron en su adquisición, porque la obra contenía manuscritos inéditos de Leonardo Da Vinci relacionados con el mundo de la astronomía, la hidráulica o la paleontología y acompañados por exquisitos y minuciosos dibujos realizados por él mismo.
Todo esto, que sucedió tal y como lo cuento, forma parte de la historia auténtica del Códice Leicester, consultable en Internet. Pero lo que estábamos ya necesitando era una novela que, rigurosa y bien escrita, nos adentrase en la prehistoria de esta aventura. ¿Cómo fueron los primeros años ingleses de este rarísimo documento? ¿Qué controversias generó? ¿A qué polémicas dio lugar? La escritora Susanne Goga, traducida por Patricia Llosa, nos entrega en estos días su seductora novela El manuscrito de Leonardo (Bóveda), que tiene como protagonista a la hermosa e inteligente Georgina Fielding, una muchacha cuyos orígenes están aturdidos por la niebla (jamás conoció la identidad de su padre) y que, a la vez que recibe de sus familiares una estricta educación victoriana, aprende de su tía abuela Agatha a ser una mujer independiente y alejada de los ñoños convencionalismos que la sociedad se empeña en verter sobre ella. Su amistad infantil con Mary Anning (una de las pioneras de la paleontología), su constante desafío a las normas machistas (se llega a disfrazar de varón para asistir a una clase universitaria donde no admiten a mujeres), su relación con el periodista alemán Justus von Arnau, su rechazo a verse comprometida matrimonialmente con el estirado médico St. John Martinaw y, sobre todo, el descubrimiento de que su difunto padre le dejó en herencia una hoja escrita por Leonardo da Vinci, irán enriqueciendo la novela con enigmáticas revelaciones que sólo al final de la misma se unirán para formar una explicación coherente de su pasado.

Pero, por encima de todos los enredos sentimentales, trucos narrativos y elementos deliberadamente manipulados que figuran en todo bestseller, El manuscrito de Leonardo brilla porque la autora ha dibujado con primor en sus páginas el ambiente religioso y científico que rodeó a los primeros años de la paleontología, con sus rocambolescas explicaciones sobre los fósiles, su estupor a la hora de armonizar el texto bíblico con las evidencias que la ciencia iba suministrando y con las torturas morales (a veces terribles) que acometieron a aquellos pioneros. Introduciendo en la obra a personas reales (como la ya mencionada Mary Anning o el sorprendente William Buckland, un clérigo que compaginó sus tareas religiosas con las científicas, que nos legó la primera descripción completa de un dinosaurio y que encontró restos de los primeros homínidos que habitaron en el Reino Unido) y mezclándolas con personajes ficticios, Susanne Goga consigue un meritorio fresco de la Inglaterra del siglo XIX, con sus intransigencias, sus modales almidonados y su apertura a la ciencia moderna.

jueves, 17 de marzo de 2016

Camafeos



Volvemos a estar de enhorabuena en la literatura murciana, porque Santiago Delgado ha editado una nueva obra. En esta ocasión, se trata de un volumen misceláneo donde, bajo el título de Camafeos (26 relieves de mujer), nos ofrece retratos de mujeres aquejadas por infinitos dolores físicos o espirituales:  mujeres lapidadas, mujeres cuya memoria estuvo a punto de ahogarse entre las tapias de un convento de clausura, mujeres que se consagraron a la devoción de un ser querido, mujeres que vivieron a la sombra de varones mucho menos admirables que ellas mismas, mujeres que han sido víctimas de la crueldad o de la incomprensión, mujeres de quienes ni siquiera el nombre nos ha llegado, mujeres a quienes el escritor murciano dirige una mirada distinta... El abanico es tan triste que sus veintiséis varillas dejan una honda huella en el ánimo de quien lee esta obra.
En uno de los textos, Medea nos explica que vivimos confundidos si pensamos en ella como en una mujer que sufrió por amor, y que por despecho mató a sus propios hijos, cuando lo cierto es que no sintió en su vida otro impulso más grande que el de su propia feminidad y el de la libertad que necesitaba ver aparejada a él. De ahí que nos indique que “es la libertad don mayor que el del amor” (p.15). En otro, Calypso expresa su dolor por haber amado y haber perdido, siendo diosa, al mortal Ulises, que desdeñó el vasto don de la eterna juventud y eligió la consunción lastimosa al lado de Penélope. En otro, la Virgen María, desgarrada por el dolor al pie de la cruz donde han torturado y dado muerte a su único hijo, rememora algunos de los instantes de su vida, y la amargura que experimenta cuando observa las facciones tumefactas y sangrantes de Jesús. En otro, conocemos el dulce estremecimiento que recorre a Fátima Ibn Mutanna, la nonagenaria maestra de Ibn Arabí, cuando tiene que encontrarse con su joven discípulo. En otro, escuchamos de viva voz a Malinche, la amante de Hernán Cortés, quien se defiende ante la Historia de todas las acusaciones de traición que le han llovido durante siglos. Y en otro, en fin, nos enteramos de muchos detalles interesantes acerca de doña Mencía de Mendoza, que financió en el siglo XVI los viajes de becarios por Europa para estudiar, y que es señalada por Santiago Delgado como “la verdadera inventora del actual Programa Erasmus” (p.110).

La gran curiosidad intelectual de Santiago Delgado, que se extiende por los territorios de la pintura, la historia, la filosofía, la religión o el mundo de los libros, aroma este volumen y lo vuelve una pieza literaria que conviene tener en la biblioteca.

martes, 15 de marzo de 2016

El diablo en el cuerpo



Vive rápido, disfruta con intensidad y deja un bonito cadáver. Esa sentencia, que para tantas estrellas de la música pop se convirtió en axioma, parece ser también la línea directriz que rige el espíritu del narrador de esta historia, que apenas tiene 15 años cuando se ve envuelto en un torbellino de emociones. Y ese torbellino tiene un nombre: Marthe. Y tiene una edad: 19 años. Y tiene un marido: Jacques.
Huérfano de cortapisas sociales, el muchacho quedará encandilado con esa chica hermosa, que pinta acuarelas y lee a Baudelaire. Al principio, las relaciones se sitúan en un ámbito de cortesía y dulzura, pero pronto aprovecharán la circunstancia de que el marido está en el frente para dar rienda suelta a su pasión en la casa conyugal.
La relación va subiendo de temperatura y llega entonces a cotas volcánicas (“Estaba ebrio de pasión. Marthe era mía; y no era yo el que lo había dicho, sino ella misma. Ya podía acariciar su rostro, besarle los ojos, los brazos, vestirla, incluso maltratarla. En el colmo del delirio, la mordía allí donde su piel siempre permanece al descubierto, para que su madre sospechara que tenía un amante. Hubiera querido dejar grabadas en ella mis iniciales. Mi salvajismo de niño recuperaba el antiguo significado de los tatuajes. Y Marthe me decía: «Sí, sí, muérdeme, márcame, me gustaría que todos lo supieran...»”).
La noticia de su relación se va extendiendo y alcanza ramificaciones cenagosas: los amigos del narrador comienzan a darle de lado por saberlo amante de una mujer casada, cuyo marido está en el frente; Jacques le escribe a Marthe que si ella no lo ama está dispuesto a dejarse matar en combate; el narrador dicta a Marthe las cartas que ésta envía a su esposo y, a la vez, se acuesta con otra mujer durante una ausencia de Marthe…
Un día, descubren que Marthe está embarazada y se encienden las alarmas. ¿Qué es lo que pueden hacer? ¿Qué ella aproveche un permiso del marido y se acuesten, para justificar las fechas de cara al parto? ¿Continuar con su relación y hacer frente a todas las habladurías?

Una novela que trata un tema conflictivo (el adulterio, aderezado con los ingredientes de la guerra y de la minoría de edad), pero que sorprende y atrapa.

domingo, 13 de marzo de 2016

Cómo informar sobre la violencia machista



La tarea que se ha impuesto el periodista José María Calleja en Cómo informar sobre la violencia machista (Cátedra, 2016) es tan vasta como peliaguda: diseccionar los mecanismos históricos, sociales, psicológicos e incluso lingüísticos que fundamentan la presunta “superioridad” varonil y, por extensión abominable, la legitimidad de su uso de la fuerza sobre las mujeres. Y, sobre todo, comprobar de qué forma se da cauce a este tipo de informaciones en los medios de comunicación de masas, que son los encargados de divulgarlas y, en cierto modo, de construir o perpetuar arquetipos.
La idea que defiende Calleja es nítida: centenares de mujeres han sido asesinadas en los últimos años en nuestro país sin que realmente se tomen medidas para corregir o castigar de un modo eficiente esta lacra, y sin que los responsables de los sistemas de información (periódicos, radios, cadenas televisivas, etc) se impliquen en el proceso con una elaboración seria y responsable de las noticias que sirven a los ciudadanos.
Para encuadrar su análisis, el periodista nos ofrece un resumen de la situación de la mujer durante el franquismo, explicando cómo se han ido fraguando a lo largo de las décadas los roles, los modelos sociales e incluso el lenguaje. Hablar, nos dice, de un “crimen pasional” convierte lo que es un execrable asesinato en una cuestión amorosa que admite atenuantes sentimentales. Y es que el origen y la sedimentación de este tipo de pensamientos proceden muchas veces del lenguaje mismo, el cual “dirige nuestra personalidad psíquica con mayor eficacia cuando se incorpora de manera menos consciente” (p.42).
Salvo la inclusión de algún epígrafe que no viene al caso, como el titulado “Abuso de curas a menores”, el cual aparece entre las páginas 117 y 124 y se sale del ámbito de este estudio (ojalá José María Calleja le dedique otro volumen a este horror, porque material tendrá de sobra), la obra es exhaustiva, inteligente y certera. En cada página nos detalla ejemplos atroces y nos incluye interrogantes para la reflexión, que no deberíamos desaprovechar: ¿por qué no se considera violencia de género, de forma generalizada, el asesinato de prostitutas? ¿Debe un padre maltratador ser apartado del régimen de visitas o de la custodia de sus hijos? ¿Cuántos casos de violencia machista se habrán producido en los ámbitos estancos (el ejército, por ejemplo), sin que su número haya trascendido a los medios? En cualquier caso, la gran máxima que rige el pensamiento de José María Calleja es cristalina: el periodista nunca puede ser equidistante cuando informa de estos sucesos abruptos (“No cabe la bisectriz moral entre un maltratador y una maltratada”, p.97).
En ocasiones, un par de frases pueden servir para condensar el espíritu de un libro, porque incorporan muchos de los matices que en él se abordan. En el caso de Cómo informar sobre la violencia machista, de José María Calleja, esas dos frases podríamos encontrarlas casi al comienzo (“Incluso cuando la banda terrorista Eta asesinaba, había más muertes de mujeres a manos de hombres que víctimas del terrorismo”, p.7) y en el último tercio del volumen (“Las mujeres víctimas de violencia de género son las únicas víctimas de delitos violentos obligadas a dar explicaciones en España”, p.99). Reflexionemos sobre ellas.

jueves, 10 de marzo de 2016

Si esto es un hombre



En algunas ocasiones (muy pocas) sabes que te enfrentas a un libro que te va a destrozar, que va a conmoverte hasta las lágrimas, que te va a saturar de dolor y de amargura. Pero sabes que tienes que leerlo. Nadie te obliga, pero tú mismo te impones esa zozobra: es una decisión moral.
Primo Levi fue un judío italiano que estuvo prisionero en un campo de exterminio nazi y que murió muchos años después, un 11 de abril, nadie sabe si como consecuencia de un accidente o de un suicidio. Nos dejó testimonios escritos de su paso por el horror y, como recuerdo y como homenaje, hoy quería recordar uno de ellos: Si esto es un hombre.
Nos explica en esta obra cómo fue capturado por las milicias fascistas italianas y, tras ser internado en un campo de su país, se dispuso que todos los judíos fueran trasladados a Alemania en un tren infame de los que conocemos por las películas, con seres humanos hacinados como bestias, sin comida, sin agua, sin protecciones contra la nieve, sin luz. La imagen más conmovedora de estos preparativos la consigna en un párrafo tristísimo: “Las madres velaron para preparar con amoroso cuidado la comida para el viaje, y lavaron a los niños, e hicieron el equipaje, y al amanecer las alambradas espinosas estaban llenas de ropa interior infantil puesta a secar; y no se olvidaron de los pañales, los juguetes, las almohadas, ni de ninguna de las cien pequeñas cosas que conocen tan bien y de las que los niños tienen siempre necesidad. ¿No haríais igual vosotras? Si fuesen a mataros mañana con vuestro hijo, ¿no le daríais de comer hoy?”. En cuanto a los demás, a los varones, Primo Levi nos resume su despedida con una frase enigmática: “Muchas cosas dijimos e hicimos entonces de las cuales es mejor que no quede el recuerdo”. Se los llevan a Auschwitz.
Los hacen desnudarse y entregan sus pertenencias. No les dejan beber. No les dejan ni siquiera hablar o sentarse en el suelo. Los separan de sus hijos y de sus mujeres, que no saben si viven o han sido asesinadas ya. Les tatúan un número en su brazo, para ser identificados con él. Los rapan al cero. Anulan sus voluntades a fuerza de crueldad, arbitrariedad, hambre y frío. Nadie piensa y nadie se plantea el futuro. Se trata solamente de sobrevivir, como sea: robando, mintiendo, fingiendo… Es la vida lo que está en juego. Un botón o un simple papel pueden servir para no congelarse y para sumar un día más al calendario.
No intentaré elaborar una reseña sobre esta obra porque me resultaría imposible: es tan desgarradamente dura que sólo puede ser leída en silencio, de noche, con la piel estremecida. No es una novela. No es ficción. Es dolor en estado puro. Es uno de los libros más impresionantes (en sentido estricto) que se pueden tener entre las manos. Imprescindible.

martes, 8 de marzo de 2016

Se busca una mujer



Es la primera vez que aparece por mi blog el escandaloso, procaz y borracho Charles Bukowski, y seguramente no será la última. Tras leer su colección de relatos Se busca una mujer llego a dos conclusiones nítidas: la primera, que no me llaman de manera especial sus temáticas (el exceso de alcohol, el sexo sórdido, la marginalidad social que roza la misantropía y ese tipo de asuntos); la segunda, que es un narrador directo y eficaz, que no me desagrada. Si me dejara llevar por el primer apartado, desde luego, no abriría ningún otro de sus libros; pero si me centro en el segundo me parece más que razonable concederle más ratos de lectura, porque es de justicia.
En el tropel de historias que se agavillan en este volumen burbujea la cerveza, roncan las prostitutas que se quedan dormidas después de ejercer su oficio, proliferan los trabajos inestables y mal pagados, menudean los caseros que exigen de malas formas sus alquileres, gritan con mal humor los vecinos que no pueden dormir por los cánticos de los borrachos y miran con ojeras las mujeres solitarias que, en medio de la noche y en la barra de un bar, invitan o son invitadas a tragos penúltimos.
El hilo conductor es Henry Chinaski, trasunto del propio Bukowski, que nos lanza sus historias llenas de sordidez, desesperación y brújulas rotas, donde no hay moralinas y donde la inmediatez y el presente dominan sobre cualquier otro sentimiento: chicos que acuden a clubs de burlesque (“Bop bop bop contra la cortina”), boxeadores que no son capaces de retener a la mujer que los acompaña (“Tú y tu cerveza y lo grande que eres”), tipos que se enamoran de maniquíes y que los compran para llevárselos a su casa (“Amor por 17’50 dólares”), mujeres ninfómanas que buscan a sementales disparatados para vivir con ellos (“Maja Thurup”), ensoñaciones donde Chinaski boxea con Hemingway y le derrota (“Clase”), perdedores que fían su esperanza a las apuestas en los hipódromos (“Pittsburgh Phil y compañía”), borrachos irredentos con problemas de hemorroides (“Todos los ojos del culo de este mundo y el mío”)... 
Y, en medio de estas secuencias brutalmente descarnadas, algunas opiniones de Bukowski sobre el ser humano (“Me interesan más los pervertidos que los santos. Me encuentro bien entre marginados porque soy un marginado. No me gustan las leyes, ni morales, religiones o reglas. No me gusta ser modelado por la sociedad”) o sobre la masa (“El público es afortunado. Todo les gusta: helados, conciertos de rock, cantar, bambolearse, el amor, el odio, la masturbación, los perros calientes, bailes típicos, Jesucristo, el patinaje, el espiritualismo, capitalismo, comunismo, circuncisión, tebeos, Bob Hope, esquiar, pescar matar jugar a los bolos hacer debates, cualquier cosa. No esperan mucho y no consiguen mucho. Son una gran pandilla”).

lunes, 7 de marzo de 2016

Los nietos de San Ignacio



Es evidente que los hijos de los hijos son los nietos, así que los alumnos que cursan estudios en las aulas del colegio de Santo Domingo, en Hortichuela, con los jesuitas… son los nietos de San Ignacio. Así lo entiende Joaquín Belda y así lo consigna en esta novela corta, donde fulgura un tibio espíritu anticlerical, que se observa en varias secuencias de la obra. Por ejemplo, cuando retrata a los padres y nos explica sus peculiaridades: el padre Pedrells “había in­gresado en la Compañía para comer caliente todos los días del año”, el padre Macario “tenía relaciones con la confitera” y el padre Gambola “gozaba con espasmos sádicos martiri­zando a los chicos más débiles y enfermizos, teniéndolos de pie días enteros, y viéndolos temblar de miedo por las noches en la soledad de un corredor”. Y se palpa también, a no dudarlo, en algunas frases zumbonas dejadas aquí y allá por Joaquín Belda: “Hay mujeres cuyo atractivo está en el conjunto: por ejemplo, la Venus de Milo y la superiora de las Oblatas del vecino pueblo da Vicálvaro”. Y, cómo no, en el venablo irónico que lanza contra la obra de San Ignacio, porque la “escribió en su cueva de Manresa, y que, en efecto, como escrita en una cueva, le resul­tó una caja de betún en el fondo de una mina de carbón”. Y otra perla, que merece ser recordada y que no me resisto a copiar: aludiendo a la celebración de unos tétricos ejercicios espirituales, donde se obliga a los muchachos a entonar unos cánticos fúnebres tremebundos, nos dice que “al lado de los citados ejercicios, el naufragio del Titanic y del Lusitania eran unos baños de asiento con ribetes volup­tuosos”.
El otro gran tema de la obra es la sexualidad reprimida de aquellos muchachos, que viven encorsetados en un mundo de falsa castidad impuesta, y que termina saliéndoseles por las rendijas. Por ejemplo, cuando Antonio Monteros sostiene el retrato de una muchacha (“Con la mano derecha sujetaba la efigie ante los ojos, llevándola a la boca, de cuando en cuando para estampar en ella un beso; la mano izquierda no estaba ociosa...”). Para aludir posteriormente a los explosivos resultados de esa manipulación digital, Joaquín Belda elige una fórmula elusiva, que en otros hubiera sido pacata pero que en su caso es inequívocamente zumbona (“Cuando tocaron para salir de las camarillas ya el árbol solitario, en medio de la llanura, había dado sus frutos”). Y es que los padres jesuitas tienen bien claro, y así se lo inculcan a los estudiantes, que “el pecado más grave que puede cometer un nieto de San Ignacio es el de acordarse de que en cierta encrucijada de su cuerpo ha puesto Natura un tubo lanzatorpedos”. ¿Humor? Claro que sí, pero no solamente relacionado con el sexo, sino con la religión (define el infierno como el “reino de la calefacción central exagerada”), con la gastronomía (nos dice que cuando los estudiantes del internado comen judías “el ambiente se poblaba de flatulencias traidoras, que resonaban como las estridencias de un combate naval”), etc.

Una obrita agradable, distraída y que se lee en una hora.

domingo, 6 de marzo de 2016

Diario secreto 1836-1837



Reconozco que el ánimo que me impulsa a leer cartas y diarios de escritores famosos no pertenece a la familia del cotilleo, ni mucho menos del morbo. Antes bien, persigo el objetivo de conocer más en profundidad los pliegues anímicos de personas que dejaron sus composiciones literarias y que, en mayor o menor medida, han influido en el desarrollo de la cultura universal. Esa voluntad de conocimiento me llevó a coger, abrir y leer este Diario secreto (1836-1837) de Alexander Pushkin.
Desde el principio, el autor ruso nos explica que está anotando ideas y sentimientos que serán ignorados por la personas de su entorno, y que lega directamente a las gentes del porvenir (“Mis contemporáneos no deben saber tanto de mí como les estoy permitiendo a las generaciones futuras”). Pero pronto, ay, nos quedamos levemente decepcionados al descubrir que el motivo de esta cautela no es otro que el contenido sexual explícito que el escritor moscovita inyecta en todas y cada una de sus páginas, lo que empequeñece el interés de sus palabras, al menos para mí. Para ciertos lectores, descubrir que Pushkin consideraba a su suegra “una verdadera prostituta” o que le gustaba masturbarse empleando ambas manos puede constituir una ocupación lectora placentera. Pero a mí tales confesiones adolescentes, genitales o procaces no me parece que sobrepasen el nivel de lo puramente anecdótico o trivial.
Resulta lícito que nos cuente que participó en orgías en las que hasta cinco hombres penetraban a una marquesa casquivana; o que frecuentaba con asiduidad burdeles de baja ralea; o que dejó embarazada a una sirvienta llamada Polinka (que murió cuando intentaba abortar); o que convirtió en amantes suyas a sus dos cuñadas (con el conocimiento de su esposa Nataly); o que un día penetró a la nodriza de sus hijos mientras ella, a cuatro patas, amamantaba a las dos criaturas, tumbadas en el suelo… Pero tales revelaciones, reconozcámoslo, no aportan nada a la importancia literaria de Pushkin, con lo cual me dejan frío.
Desde el punto de vista psicoanalítico resulta más interesante, sin duda, la forma en que quiso convertir a su mujer en “una verdadera artista de la perversión”, tratando de moldearla para que fuera una máquina sexual a su servicio. Y cómo él, al mes de estar casado, ya frecuentaba a multitud de amantes. Eso sí, alzando siempre bien alto una bandera: “Utilizo a las mujeres ajenas en la sociedad, pero no quiero que hagan lo mismo con mi esposa”.
E igual de interesantes son sus declaraciones acerca de sus hijos (“Nunca tengo tiempo para mis hijos. Entre la poesía y las mujeres apenas me queda un rato para jugar con ellos […]. La responsabilidad hacia los hijos es una jaula eterna e inevitable, de la cual nunca podré escapar”), de la muerte (“Miro mi mano que escribe estas líneas y trato de imaginarla muerta, como parte de mi esqueleto, enterrado bajo tierra. Y aunque sé que mi destino es inexorable, me falta capacidad para imaginarlo. La certeza de la muerte es la única verdad inapelable y, pese a ello, lo más difícil de aprehender intelectualmente”)… y de la autodestrucción.

En este último apartado sí que conviene que nos detengamos, porque el asunto tiene un especial interés. Pushkin escribió estas páginas mientras se encontraba pendiente de celebrar un duelo con Dantés, un oficial guapo y de refinada educación que había cortejado a su esposa Nataly. Incapaz de tolerar una ofensa mucho menor que la que él infligía a otos muchos maridos, Pushkin lo retó a dispararse en campo abierto. El resultado no nos lo aclara este diario, sino la historia: el escritor cayó fulminado por una bala de su oponente y entregó el alma. Una de las últimas frases del libro puede servirnos como motivo de reflexión: nos dice que para suicidarse “se necesita valentía y un carácter fuerte del que yo carezco. Prefiero obligar a que Dantés haga ese trabajo sucio”. A fe que lo hizo.

jueves, 3 de marzo de 2016

Poetas españoles del siglo XXI



No es tarea fácil distinguir, entre el maremágnum de publicaciones líricas que anegan el mercado editorial todos los años, cuáles de esas obras sobrevivirán a la erosión del tiempo y quedarán como testimonio de calidad y de pureza para las generaciones futuras. Y la tarea resulta aún más ardua cuando el período de análisis no se circunscribe a un año, sino que se dilata hasta una década y media. Esta arriesgada exégesis es la que ha ejecutado el profesor y académico Francisco Javier Díez de Revenga en su valiosa contribución Poetas españoles del siglo XXI (Aproximaciones al mapa poético actual), cuyo primer volumen publica con elegancia inteligente el sello Calambur.
Para acometer esta ciclópea tarea, el estudioso debía atesorar al menos tres cualidades en grado sumo: un vastísimo bagaje de lecturas, una acendrada capacidad de selección y un riguroso estilo expositivo. Sin duda, el catedrático murciano brilla en los tres ámbitos, lo cual le permite trasladarnos unos juicios literarios de enorme valor, que extiende a autores de toda condición, edad o nivel de fama. Con transparencia y rotundidad, Díez de Revenga nos va diseccionando las figuras de José Manuel Caballero Bonald (“Poeta egregio, de muy larga y veterana trayectoria literaria, a quien los años han nutrido de lucidez y de conocimiento, y también de precisión para comunicar ansiedades, dudas, insumisiones y rebeldías”), Clara Janés (“Con un estilo brillante y muy personal, lacónico porque lo exige la materia tratada, con un verso que es expresión de un ansioso balbuceo, revelador tanto de inseguridad como de pasión por el conocimiento, formaliza la autora un estilo y un vocabulario únicos en la poesía española del presente siglo”), Pere Gimferrer (“Inagotable, apasionado, entusiasta poeta contemporáneo, arrebatado por su propia inspiración”), Jaime Siles (“Revela, a lo largo de su dilatado itinerario poético, coherencia y solidez, al unir la deliberación de su propio yo poético con la comunicación con el mundo a través del lenguaje, en la seguridad, en la convicción, de que la palabra poética tiene una potencia salvadora que, a su vez, convence y atrapa irremediablemente al lector”), Pascual García (“Es dueño, hace muchos años, de un lenguaje poético (y desde luego narrativo) de una gran fuerza expresiva. Domina plenamente los recursos más imaginativos para dotar a sus representaciones poéticas de verdad, pero también de naturalidad y elegante estilo. Sus formas poéticas muy clásicas, sus endecasílabos, alejandrinos y heptasílabos, claros y serenos, pero potenciadores de un ritmo necesario, confirman la calidad de un estilo inconfundible”) o José Cantabella (“Palabra natural, distendida, acogida en un verso elegante y dúctil, que imprime el ritmo de realidades que fueron, o que son, pasiones; palabra poética revestida tenuemente de realismo y de evidente sensualidad mostradora de realidades sublimadas o expresadas con desnudez”).

Podría seguir anotando citas, porque el libro está enjoyado de ellas, pero estimo que las seleccionadas son bastante ilustrativas de la capacidad que el catedrático murciano tiene para condensar en media docena de líneas sus reflexiones lentas y enriquecedoras. Son solamente seis ejemplos de los veintiséis excelentes trabajos que este volumen contiene, en los que Francisco Javier Díez de Revenga expone con insuperable agudeza su documentada visión sobre el panorama lírico de la España actual. Un tomo que no debería faltar en la biblioteca de ningún docente que se dedique a la enseñanza de la literatura.

miércoles, 2 de marzo de 2016

El tío Vania



Imaginemos el siguiente panorama escénico y argumental: el viejo y estirado profesor Serebriakov, después de un cuarto de siglo dedicado a la docencia de las artes, se retira a vivir su vejez con su jovencísima esposa Elena (que apenas tiene 27 años). Poco a poco, el aura de respetabilidad intelectual que rodeaba a su figura parece irse erosionando, porque se va descubriendo que en realidad no es el brillante genio que muchos pensaban y que él mismo se ha ido encargando de pregonar. Cerca de la pareja se encuentra el maduro Voinitski (Vania), que ha trabajado para el profesor durante muchísimo tiempo y que ahora mantiene una relación muy tensa y bastante agria con él, entre otras causas porque ha sufrido una amarga decepción con él en el terreno humano y profesional, al descubrir sus notorias carencias. Añadamos ahora al conjunto la presencia de Sonia, hija no muy agraciada de Serebriakov; y por último la figura de Astrov, un médico que se considera embrutecido y decepcionado con su trabajo y que, para compensar esa tristeza, dedica toda su inteligencia y todas sus energías a la conservación de la naturaleza, habiéndose convertido en un defensor de la vida natural y de los bosques. Con este elenco de personajes y de temperamentos, el ruso Antón Chéjov nos ofrece un drama donde las relaciones humanas se van poco a poco tiñendo de acrimonia y donde los destinos se van enredando en una madeja turbia, porque nadie parece ser feliz en las condiciones en que vive: Sonia está enamorada de Astrov, pero sabe que el médico no siente nada por ella; Elena reconoce ante su hijastra que no es feliz en su matrimonio, pero a la vez se siente incapaz de entregarse al amor de Vania, que se lo ofrece con claridad en más de un instante de la obra; Serebriakov se siente viejo y muestra bien a las claras que no se encuentra cómodo en este retiro ocioso en el que chapotea, asediado por las malas caras de Voinitski y por la ausencia de honores académicos. Cuando el jubilado profesor, harto de los comentarios ácidos que lo tienen como protagonista, comunica que desea vender la propiedad en la que se encuentran y establecerse en Finlandia veremos cómo Vania, arrepentido de haberle tributado su vida y viéndose ahora al borde del abandono, alzará un arma contra él... Chéjov nos lleva en esta pieza a dar un paseo por los pasillos de la decepción y del fracaso, allí donde las vidas se ven salpicadas por el lodo y los dientes rechinan por lo que pudo haber sido y no fue. Genial, como siempre.