domingo, 28 de febrero de 2016

Tragedia de la infancia



Si se pronuncia o se cita el nombre de Alberto Savinio, lo más normal es que pocos sepan algo de él, o lo asocien a una obra o a una fama. Pero si se añade que éste fue el seudónimo que utilizó para escribir y publicar el pintor italiano De Chirico, es muy posible que las cosas comiencen a estar algo más claras.
La editorial Pre-Textos, gracias a la traducción de César Palma, ofrece en su hermoso catálogo el volumen autobiográfico Tragedia de la infancia, escrito en 1945 (cuando De Chirico, saltada la barrera del medio siglo de vida, se aprestó a componer un duro y personalísimo balance familiar). Nos dice el autor que, cuando se llega a una cierta edad y se mira hacia al ayer “descubrimos con júbilo que detrás de nosotros, y casi sin darnos cuenta, en forma de muchos bosques y de muchos jardines, hemos dejado una obra. ¿Qué importa morir? En nuestra boca tenemos ya el sabor de la inmortalidad”, p.10. Pero no conviene que nos dejemos ganar por el entusiasmo de esa revelación y pensemos en un volumen luminoso, dulce o nostálgico, donde los juegos infantiles del autor, sus primeros amores o sus recuerdos iniciales se tiñen de rosa y saben a almíbar. Esa hipótesis queda pronto descartada. Savinio (es decir, De Chirico) guarda una profunda aversión hacia aquel tiempo infame en el que los adultos, grandes castradores de la libertad y de la originalidad, se empeñan en educar y conducir a los niños para convertirlos en borregos sociales, inofensivos, neutros y grises. De tal modo que puede llegar a formular párrafos tan amargos y contundentes como éste: “Infancia: a ti, ingrato campo de batalla sin honor, los hombres conscientes no te recordamos con nostalgia. Nuestra memoria no te desea: te rehuye. No te invoca: te repudia” (p.147).
Eso justifica que sus recuerdos sean esencialmente negativos (nos habla de la fiebre que lo aquejó durante un tiempo, de un pajarillo que se le escapó por la ventana, de su primer desengaño amorosos infantil, de una función de teatro a la que lo llevaron sus padres y que terminó estrepitosamente, etc) y que al final del tomo se decante por un lirismo introspectivo, donde se adivina la presencia de un buen número de claves psicológicas, llenas de amargura.
De Chirico es plenamente consciente de que no se parece en nada a las personas que lo rodean (“Siendo en apariencia hombre semejante a los demás, me alimento de curiosidades bien distintas”, p.85), pero que tiene que empeñarse en la búsqueda de su propio camino de dicha, con métodos intransferibles (“Mi alma se dedicó a organizar mi felicidad”, p.31).

Una obra interesantísima para bucear en el corazón de un hombre complejo, que nos ofrece aquí las claves de su espíritu bajo el disfraz de una exquisita pieza literaria.

sábado, 27 de febrero de 2016

Córdoba de los Omeyas



Después de casi cuatro décadas leyendo como un cosaco, después de haber escuchado con los ojos a centenares de autores, después de haber recorrido géneros, épocas y estilos, después de unos tres mil libros devorados en días y en noches impregnados de café, se me impone una certeza que cada día es más sólida y más indiscutible, como la piedra oscura de la Kaaba: Antonio Muñoz Molina es Dios.
Lo que en él me cautiva desde el punto de vista literario es la rigurosa belleza exacta con la que enuncia o describe. Jamás se le detecta una frase anodina o carente de brillo, tanto si se leen sus artículos como sus libros. No renuncia al primor en ninguno de sus párrafos. Sus líneas nunca bostezan. Así, hablando del típico turista, nos dice el escritor de Úbeda que “ha sido absuelto de la disciplina de mirar, sustituida por el gesto reflejo de un dedo índice que dispara una cámara fotográfica”. Detengámonos, porque merece la pena. La expresión es, como siempre en Antonio Muñoz Molina, memorable: “absuelto de la disciplina de mirar”. Es imposible decirlo con más belleza y más exactitud. Igual que cuando habla de la “lentitud mitológica” del Guadalquivir; cuando se refiere a “la selva aritmética de las columnas” en la mezquita; o cuando nos pregona que la mera presencia de los invasores musulmanes del año 711 “gangrenaba de miedo a los guardianes”.
En este libro están contenidos (y descritos con una prosa musical y elegante) los pormenores del refinamiento y de la barbarie, de la escritura y de la política, de las venganzas familiares y de la piedad, de los adelantos tecnológicos y de los ritos ancestrales, del esplendor y de la decadencia. Jardines, bibliotecas, cuellos cortados, desiertos, fuentes de mercurio, eunucos y autómatas van aflorando por las páginas de este volumen hermoso y diferente, que culmina con un retrato casi apocalíptico de la devastación que sufrió la ciudad en manos de los invasores bereberes: palacios calcinados, infinitos habitantes degollados por las calles, una terrible epidemia de peste que diezmó la población, el Guadalquivir desbordado… Y la fascinante y oscura historia de Hisham, último califa, que no se sabe si murió víctima de Suleyman, si sobrevivió como mendigo o aguador, si peregrinó a La Meca o si, por misteriosos senderos del Destino, murió en Jerusalén o en Calatrava.
Leer Córdoba de los Omeyas es leer historia, pero también olerla, escucharla, palparla, oírla, porque Antonio Muñoz Molina edifica en sus hojas un homenaje delicioso a la sensualidad, a la memoria y al retrato de un mundo perdido.

miércoles, 24 de febrero de 2016

La historia de Tristán e Isolda



Terrible resulta el amor cuando las dificultades que lo rodean se empeñan en no dejarlo florecer. Lo saben de sobra el caballero Tristán y su bella amada Isolda (llamada Iseo en otras versiones), protagonistas de esta deliciosa y lacrimógena aventura que nos resume Joseph Bédier uniendo los materiales que proceden de varios poemas y leyendas antiguos.
Tristán, como otros grandes héroes antiguos, tiene que batallar duramente entre dos lealtades contrapuestas: la que debe al rey Marés (quien habita en el castillo de Tintagel y lo ha arropado siempre con un cariño casi paternal) y la que entrega a Isolda (hermosa mujer que se convierte en la dueña de su corazón desde el momento en que ambos beben por error un filtro amoroso y quedan unidos mágicamente). Marcado desde su nacimiento por la desgracia (recibió su nombre de la tristeza que embargada a su madre por la muerte de su esposo), Tristán acometerá todo tipo de acciones prodigiosas que, pese a todo, jamás le permitirán gozar de la dicha plena: sobrevivirá el secuestro de unos malvados noruegos, matará al gigante Morolt, esquivará las asechanzas malévolas de unos caballeros de Cornualles que desean su aniquilación, será herido con espadas envenenadas, vivirá en un bosque en condiciones precarias de anacoreta o bestia silvestre, se comunicará con Isolda mediante artimañas que le permitan no ser descubierto… Y, en el colmo de la tristeza, su esposa (con la que se ha casado tan impetuosa como absurdamente, porque jamás ha amado a nadie más que a Isolda) le quitará la última esperanza al final del libro: cuando se acerca la nave que trae, con vela blanca, a su amada, ella le dice que la vela es negra. La decepción le provoca un colapso que lo conduce a la muerte.

Historia de amores trágicos, cortesanos y purísimos, la obra aún soporta, pese a ciertas ingenuidades y ñoñeces muy comprensibles, la lectura en pleno siglo XXI.

martes, 23 de febrero de 2016

Cartas de amor a Nora Barnacle



No puedo definir estas Cartas de amor a Nora Barnacle sino como alucinantes. Y no tengo problema en reconocer que me da un poco de vergüenza ajena el hecho de que los herederos o editores las hayan publicado, porque son tan íntimas, tan crudamente personales, que resulta evidente que James Joyce jamás hubiera autorizado su difusión pública. Pero si el célebre alpinista subió al Everest porque estaba ahí, yo las leo porque están ahí. Mi única culpa es la curiosidad.
Las cartas comienzan en junio de 1904 y son muchos los elementos que en ellas nos suministran información sobre el novelista irlandés. Interesantes resultan, por lo contundentes, las opiniones religiosas que desliza en una de las primeras (“Hace seis años dejé, con un odio ferviente, la Iglesia Católica. Me fue imposible permanecer en ella contrariando los impulsos de mi naturaleza. Cuando era estudiante hice contra ella una guerra secreta y decliné aceptar las posiciones que se me ofrecían. Al hacerlo me convertí en un mendigo, pero conservé mi orgullo”, agosto de 1904); y algunas ideas que el autor del Ulises tiene sobre la amistad, que centra en una experiencia negativa (“Cuando era más joven tuve un amigo a quien me di por completo, en cierto sentido más de lo que me entrego a ti, y en otro sentido menos. Era irlandés, es decir, me traicionó”, septiembre de 1904).
También descubrimos flaquezas muy personales, como la dolorosa pregunta que dirige a Nora en agosto de 1909: “¿Es Giorgio hijo mío? La primera noche que dormí contigo en Zurich fue el 11 de octubre y él nació el 27 de julio. Esto hace nueve meses y diecisiete días. Recuerdo que aquella noche hubo muy poca sangre... ¿Te habías acostado con alguien antes de hacerlo conmigo? Me habías contado que un cierto Hallohan (un buen católico, claro, cumpliendo siempre sus deberes de Semana Santa) quería tenerte, cuando estabas en el hotel, usando lo que llaman un “condón”. ¿Llegó a hacerlo? ¿O le permitiste sólo que te acariciara y te tocara con sus manos?”. Pero después lo convencen de que no ha sido así y le pide perdón por su desconfianza y por las duras recriminaciones que le ha dirigido por carta. Además aprovecha para deslizar su abatida opinión sobre la ciudad en que vive: “Amor mío, ¡no puedes sospechar el hastío que siento en Dublín! Es la ciudad del fracaso, del rencor y la desdicha. Anhelo marcharme de aquí”. Juicio que ratifica en septiembre del mismo año: “Dublín es una ciudad detestable, y la mayor parte de la gente me repele”. Y en octubre insiste: “Me parece que pierdo todo el día entre la gente vulgar de Dublín, a la que odio y desprecio”.
Pero sin duda el tema estrella, por su morbo y detallismo, es la cuestión sexual, tan presente en este epistolario. James Joyce le envía a Nora desde el principio mensajes llenos de sensualidad (“Un beso de veinticinco minutos en tu cuello”), que pronto giran hacia lo sexual explícito. En agosto de 1909 le escribe: “Hay un lugar en el que me gustaría besarte, un extraño lugar, Nora. No en los labios. ¿Sabes dónde?”. Y en septiembre se aventura a codificar sus deseos con palabras que ya no ofrezcan tapujos: “Esta noche tengo una idea más loca que lo habitual. Me gustaría que me azotases. Me gustaría ver tus ojos encendidos de ira”. Y aún más: “Desearía que estudiaras cómo complacerme, cómo provocar mi deseo”. En noviembre de 1909 abunda en otros detalles, que afectan a lo indumentario: “Quiero que tengas un gran surtido de toda clase de ropa interior, de todos los tonos delicados, guardado en un gran armario perfumado”. Y en diciembre llega a un extremo difícil de leer sin sonrojo, cuando le indica que le gustaría “tomarte por atrás, como un cerdo que monta a una puerca, glorificado en la sincera peste que asciende de tu trasero, glorificado en la descubierta vergüenza de tu vestido vuelto hacia arriba y en tus bragas blancas de muchacha y en la confusión de tus mejillas sonrosadas y tu cabello revuelto”. Imagen que perfecciona con otra, más escatológica aún, cuando le dice que la recuerda “haciendo delante de mí el más sucio y vergonzoso acto del cuerpo. ¿Te acuerdas del día en que te alzaste la ropa y me dejaste acostarme debajo de ti para ver cómo lo hacías?”. Como culminación, le dedica un fragmento donde procacidad y poesía se dan la mano: “Nora, mi fiel querida, mi pícara colegiala de ojos dulces, sé mi puta, mi amante, todo lo que quieras (¡mi pequeña pajera amante! ¡mi putita folladora!). Eres siempre mi hermosa flor silvestre de los setos, mi flor azul oscuro empapada por la lluvia”. La carta del 8 de diciembre de 1909, donde habla de los pedos que ella fue soltando mientras la penetraba y del líquido que comenzó a salir de su trasero, es tan ordinaria que ni siquiera me atrevo a reproducirla en esta reseña. Pero es que las posteriores prolongan y recrudecen ese camino fecal, llegando a imágenes que, salvo para los adictos a la coprofilia (imagino), se antojan insufribles.

En suma, un volumen que nunca debió salir de lo estrictamente privado, si las ansias del mundo lector fueran respetuosas. Que no lo son.

domingo, 21 de febrero de 2016

La agenda negra



Hay escritores que, si se esfuerzan, corrigen y lo intentan con todo su empeño, llegan a expresarse de una forma correcta o tolerable; y hay otros que, galardonados por misteriosas pulsiones que tienen que ver con la cultura o la música, parecen haber nacido con la habilidad de producir magia cada vez que deciden escribir una página, un párrafo, una línea. Entre estos últimos figura Manuel Moyano (Córdoba, 1963), que ha entregado al mundo de los libros, en los pocos años que lleva publicándolos, piezas de gran envergadura estilística, que lo han hecho merecedor de reconocimientos como el premio Tristana, el Tigre Juan o el accésit del Herralde.
Ahora, de la mano de la editorial asturiana Pez de Plata, pone en nuestras manos una novela que podríamos calificar de negra, pero también (sin riesgo de mentir) de psicológica y hasta de sociológica. En ella, Ulises Roma, un hombre ya mayor que ha visto morir a su esposa en un accidente de coche ocasionado por un conductor desidioso o temerario, recibe la visita de unos enigmáticos personajes que le proponen incorporarse a una organización que busca obtener justicia por conductos no excesivamente ortodoxos y que se basa en el antiguo código de Hammurabi. Al principio, como es lógico, el anciano interpreta que se trata de una chifladura de mal gusto, pero un día se encuentra secuestrado en una casa cuya ubicación ignora y, en pleno desconcierto, ponen en su mano una pistola y colocan frente a él a un muchacho tembloroso. Es, le dicen, el hombre que mató a su esposa. Ha llegado su oportunidad para ajustar cuentas con alguien a quien la Justicia oficial trató (y él lo sabe) con demasiada indulgencia.
Con una endiablada sagacidad, Manuel Moyano adentra su mirada en la zona oscura de todos los seres humanos, allá donde burbujea ese légamo que no deseamos que emerja a la luz, pero que resulta innegable. ¿Qué haríamos cada uno de nosotros en una situación similar? ¿Qué haríamos si, azotados por un dolor insoportable, colocasen ante nosotros a la persona que lo ha causado y nos dijeran que se encuentra a nuestra merced, que somos dueños de su vida y que no hay posibilidad de ser descubiertos o acusados de crimen alguno? ¿Resistiríamos el impulso de matar, basándonos en supuestos éticos o morales… o nos abandonaríamos a la adrenalínica tentación de la venganza?
Escrita con una brillantez mesetaria, La agenda negra se erige en una de las fabulaciones más inquietantes, seductoras e incómodas que he leído en mucho tiempo. Además, cuenta con dos capítulos finales antológicos: el 32 (donde tenemos la oportunidad de conocer a la víctima más demencial del doctor Gilabert, responsable de este proyecto de justicia) y el 33 (que nos inocula el virus de la duda acerca del auténtico final de su organización).

Si no han tenido aún la oportunidad de leer a Manuel Moyano, dense el placer de conocer a uno de los estilistas más completos del panorama nacional. Y si ya han disfrutado con volúmenes anteriores debidos a su pluma, reincidan: saldrán más que satisfechos.

sábado, 20 de febrero de 2016

La luz de Yosemite



Que las páginas de un libro sobre alpinismo rezumen adrenalina es algo bien sencillo de asimilar; que las páginas de un libro que se ocupe de la descripción extasiada de paisajes espectaculares rezumen lirismo y amor a la naturaleza también es algo fácil de entender; pero que ambas vertientes se fundan armoniosamente y cohabiten en un solo tomo ya no es algo que suceda con tanta frecuencia como para dejar de anotarlo y aplaudirlo. Es lo que sucede con el trabajo La luz de Yosemite, con el que Antonio J. Ruiz Munuera se alzó hasta la condición de finalista del premio Desnivel de literatura en el año 2014. Un año más tarde, la obra apareció editada, con espléndidas acuarelas de la profesora Carmen Gandía Blanque.
El escritor lorquino nos desplaza hasta el paraje norteamericano de Yosemite, un Parque Nacional de enorme belleza situado en California y que se convierte en el espacio escénico donde recrea seis historias reales convertidas en viñetas o relatos de una plasticidad difícil de igualar y, desde luego, imposible de superar. Esas seis historias, que como muy bien señala el autor “marchan unidas como los miembros de una cordada, ensamblados sobre el hielo de un glaciar” (p.10), nos permiten conocer los pensamientos y acciones de John Muir (un naturalista del siglo XIX que estudió la vegetación de la zona y que se debatió siempre entre el afán de divulgarla y el temor a que esta publicidad pudiera resultar a la postre perniciosa para el entorno), Carleton Watkins (un precursor de fotógrafos que se enamoró de los paisajes de Yosemite en el año 1916 y que jamás abandonó su pasión por ellos), Warren Harding (un escalador estrambótico y pionero, que se empeñó obsesivamente en coronar el Capitán por su zona más compleja y que dejó anécdotas impagables para el mundo del alpinismo), los intrépidos componentes de B.A.S.E. (que en el año 1978 subieron también hasta la cima del Capitán... pero para lanzarse desde allí en caída libre, con sus paracaídas rectangulares y su valor sin límites, que les permitió culminar con éxito una aventura en la que otros perdieron la vida) o el inefable Dan Osman (otro de los personajes legendarios que se acercaron hasta las abruptas montañas de Yosemite y que falleció en noviembre de 1998 cuando se rompió la cuerda que lo sujetaba a una de ellas).
En suma, nos encontramos con una crónica diferente del universo de Yosemite, en la que los datos históricos y las peripecias individuales de sus visitantes se convierten en relatos de una amenidad asombrosa y que anonadan con la exquisita formulación de su envoltorio literario. Quien se muestre escéptico ante la posibilidad de que un volumen de esta naturaleza constituya una pieza de agradable y conseguida belleza no tiene más que abrir el tomo por cualquier página y detenerse en la lectura durante veinte segundos. Les aseguro que caerá cautivo con la prosa del narrador lorquino.

Antonio J. Ruiz Munuera, dueño de una gran habilidad, consigue que nuestros ojos se llenen de colores, que nuestros oídos escuchen el rumor de las hojas, que nuestra nariz perciba los distintos aromas de Yosemite y que nuestro corazón se enfurezca de latidos mientras ascendemos (porque ascendemos) como uno más de la cordada por las paredes y grietas de estos gigantes de piedra.

jueves, 18 de febrero de 2016

La trágica historia del doctor Fausto



Dentro del catálogo de autores que ha abordado el fascinante mito de Fausto (el hombre que vendió su alma al Diablo) quizá uno de los menos conocidos sea el inglés Christopher Marlowe, probablemente porque su nombre ha quedado preterido por el de William Shakespeare. Sea como fuere, aquí está La trágica historia del doctor Fausto, que Ana Bravo traduce y anota para la editorial Biblos.
Fausto es en ella un médico joven y brillante, aficionado a la nigromancia, que intenta alcanzar con las artes oscuras un poder extraordinario (“Cuantas cosas se mueven entre los quietos polos quedarán sometidas a mi mandato. Reyes y emperadores sólo son obedecidos en sus diversas provincias, mas no pueden levantar el viento ni desgarrar las nubes, mientras el dominio del mago de eso excede y llega tan lejos cual llegue la mente del hombre. Un buen mago es un dios poderoso. Aplica tu cerebro, Fausto, a conseguir la divini­dad”). Entre todas las riquezas sin fin que espera obtener destaca su deseo, que como profesor leo con una sonrisa, de que “tapicen las escuelas públicas con seda y que vayan los estudiantes elegantemente vestidos”.
Poco a poco, Fausto se ha ido convenciendo de que los saberes tradicionales no están hechos para él (“La filosofía es odiosa y obscu­ra, el derecho y la medicina propios de mentes angostas, y la teología, más baja que las otras tres ciencias, es desagradable, áspera, vil y despreciable. La magia es lo que me extasía”), así que la decisión es irrevocable. Tras invocar al Diablo y aparecer Mefistófeles, recibe de Fausto la orden de trasladar a su señor la oferta: su alma a cambio de 24 años de placeres sin límite y de obediencia ciega a sus órdenes. El Diablo accede y Fausto firma el pacto con su propia sangre.
Pero no tardará mucho tiempo en burbujear el remordimiento en el corazón del ambicioso médico. ¿Ha obrado bien? ¿Está aún en su mano rectificar y volver al redil de los amados por Dios?

Un autor que, sin ser Shakespeare, se lee con admiración y con gusto.

martes, 16 de febrero de 2016

Los amores difíciles



En el mundo de los cuentos no resulta demasiado fácil resultar original, ni dar a los lectores un panorama que les sorprenda o estimule. Parece que todas las variantes hayan sido ensayadas, todos los caminos tentados, todos los senderos recorridos. Pero de vez en cuando tenemos la suerte de encontrar una obra que incorpora un aroma especial y que nos deslumbra.
Italo Calvino, en Los amores difíciles (traducido por Aurora Bernárdez para el sello Tusquets), consigue ese objetivo con un grupo de relatos que, sin resultar explosivos desde el punto de vista argumental o técnico, sorprenden y dejan en el cerebro un sabor distinto. Son “aventuras” (cada cuento comienza su título con el mismo sintagma: “La aventura de un…”) donde personajes normales y corrientes se ven sumergidos en historias normales y corrientes, de las que el narrador italiano nacido en Cuba obtiene unos resultados magistrales: un pobre soldado que viaja en un vagón de tren y procura rozarse con una dama que tiene cerca; un delincuente que, perseguido por las fuerzas del orden, busca refugio en la casa de una prostituta; una señora que, mientras toma tranquilamente un baño de mar, pierde la parte inferior del bikini y se ve sumida en una situación apurada; un recalcitrante enemigo de la fotografía que, de pronto, descubre en ella virtualidades metafísicas que no sospechaba; un lector obsesionado de un modo enfermizo con los libros, que sólo a regañadientes acepta apartar los ojos de las líneas cuando una mujer se le desnuda en la playa y trata de seducirlo; un miope que vuelve con unas gafas aparatosas al pueblo de su niñez y no es reconocido por nadie; un automovilista que se ve inmerso en una loca carrera hacia la casa de su amada para impedir una infidelidad de ella por despecho… Siendo todos los textos deliciosos, reconozco que me ha gustado de una forma especial “La aventura de un matrimonio”, donde asistimos a la vida compleja de una pareja que tiene los horarios cruzados (él trabaja de noche y ella de día), aunque lo sobrelleva con ternura.

Y desde el punto de vista estilístico, ¿qué se puede decir, sabiendo que el autor es Italo Calvino? Preciosismo, finura, elegancia y hallazgos en cada página. Del hombre que, para referirse al avance nocturno de una locomotora, nos comenta que “El tren masticaba su camino invisible” se puede esperar todo.

domingo, 14 de febrero de 2016

El libro de los sucesos



Me encantan (siempre me han encantado) los libros misceláneos, de anécdotas, de curiosidades, porque en ellos descubro muchos detalles que me sirven para aprender y para distraerme. Así que cuando llegó a mis manos El libro de los sucesos, de Isaac Asimov (traducción del volumen a cargo de R. Cárdenas y F. A. Esteva), poco tuve que pensarme la inmersión en sus líneas. No me arredró, desde luego, que resultara tan voluminoso (medio millar de páginas), porque la fluidez con la que siempre se expresa el autor ruso-norteamericano permite que la mirada y la inteligencia se deslicen con facilidad por el texto y lo conviertan en liviano y agradable.
¿Resumen de la obra? Dificultoso de elaborar, sin duda, porque el volumen es tan sostenidamente brillante que en cada sección brotan los detalles dignos de recuerdo. Por eso, me limito a seleccionar algunas anotaciones, como muestra de su contenido.
Así, explica que la anestesia comenzó a ser utilizada para partos hacia 1840, pero que su normalización llegó cuando la reina Victoria, en 1853, la recibió también para dar a luz a su séptimo hijo; que Carlomagno sabía leer, pero no escribir; que el monarca sueco Carlos VII eligió ese nombre de forma misteriosa, porque nunca hubo ningún Carlos anterior a él reinando en su país; que el pintor Claude Monet pudo dedicarse a vivir de su arte… sólo después de ganar cien mil francos en la lotería francesa; que el almirante Nelson no medía más allá de 1’57 metros; que en el siglo XIV los tártaros lanzaron sobre la ciudad de Caffa, con catapultas, cuerpos de soldados muertos por beste bubónica, convirtiéndose en los primeros que usaron la “guerra bacteriológica” en la Historia; que Albert Einstein vendió autógrafos a 3 dólares y firmó fotos a 5 dólares durante el año 1930, con el fin de recaudar dinero para los pobres de Berlín; que los árabes bebían café (listos ellos) hacia el año 850, siete siglos antes que los europeos; que el premio Pulitzer de Literatura Upton Sinclair (soso él) se mantuvo durante años con una dieta exclusiva de arroz y fruta; que en algunas tumbas precolombinas se han hallado restos de palomitas de maíz; que tras veinte años como fiel criado sin paga del Duque de Windsor, Walter Monckton fue premiado con una cigarrera en la que estaba grabado su nombre... mal escrito; que la famosa cuenta atrás de los cohetes espaciales («Cinco, cuatro, tres, dos, uno, despegue») no fue un invento de la NASA, sino que la concibió el director cinematográfico alemán Fritz Lang para su película Una Mujer en la Luna (1928); que los esquimales usan siempre refrigeradores para evitar que se congelen sus alimentos; que Benjamin Franklin inventó la mecedora; o que (por no agotar la paciencia de los lectores) un mosquito dispone de 47 dientes.
Leyendo curiosidades como éstas será difícil que alguien se resista a la tentación de buscar el libro y devorarlo. Yo lo haría.

viernes, 12 de febrero de 2016

Lori



Robert Bloch no es, solamente, el autor de Psicosis, sino un magnífico autor de historias tenebrosas, inquietantes o que provocan espeluznos. Una de ellas es la novela Lori, en la que nos encontramos con un arranque espectacular: una joven que vuelve de su graduación y que, cuando llega a casa, se encuentra con la impactante imagen de que ésta ha ardido, con sus padres dentro. En apariencia se trata de un desgraciado accidente, pero las investigaciones de la policía van demostrando que el fuego fue intencionado; y que, además, hubo agresión previa contra sus progenitores. Poco después, encontrará entre las ruinas calcinadas de la vivienda familiar, un anuario escolar donde se ve a una chica llamada Priscilla Fairmount. El problema es que su rostro es exactamente igual que el de Lori. Su novio, el periodista Russ Carter, se empieza a preocupar por su salud psíquica cuando, traumatizada por haberse convertido en huérfana de un modo tan abrupto y por el anonadante parecido con la foto, comienza a tener unos perturbadores sueños en los que le vienen imágenes de cadáveres y escucha voces aterradoras.
Sobre esos mimbres iniciales, Robert Bloch va anudando otras hebras, como el policía Metz, la sensitiva Nadia Hope, el abogado Ben Rupert o el psiquiatra Leverett, que van incorporando secuencias de luz y sombra sobre una historia contada magistralmente, en la que, al final, perviven ciertos enigmas que los lectores tendrán que interpretar según sus convicciones.

Espléndida.

miércoles, 10 de febrero de 2016

El salón de ámbar



Aventuras puras y duras, por qué no. La novela como refugio en el que hallar una historia donde aparezcan buenos y malos, tesoros escondidos, laberintos bajo tierra, oscuros secretos que es necesario desentrañar, nazis nauseabundos, mafiosos rusos, adolescentes que se revelan como genios de la informática, amor, amistad, disparos, reuniones cibernéticas, un convento de monjas que es usado como escondrijo… Sería difícil que nadie lograra combinar con más tino y más capacidad de seducción que la alicantina Matilde Asensi este conjunto heteróclito de materiales. Pero ella, sin duda, lo consigue.
Con la solvencia arquitectónica a la que nos tiene acostumbrados, la novelista construye un espacio narrativo sólido y creíble, donde cada detalle está bien documentado y bien engrasado para que se incorpore al conjunto sin chirridos y sin que se perturbe la credibilidad general.
Así, nos encontramos con Ana María Galdeano, una muchacha que, relacionada desde su infancia con el mundo del arte y de los robos de guante blanco, pertenece al enigmático y exclusivo Grupo de Ajedrez, responsable de algunas de las sustracciones más arriesgadas y lucrativas del mundo, lo que les convierte en objetivo número uno para la policía internacional. En esta ocasión, el Grupo es convocado para que robe un lienzo del pintor ruso Krilov, que se encuentra en un castillo medieval, propiedad de un magnate alemán de las galletas. Esta operación les reportará, en principio, unos beneficios muy elevados… Pero la sorpresa vendrá cuando Ana María compruebe que en la parte posterior del cuadro hay otra tela, pintada por un antiguo dirigente nazi y que esconde una misteriosa inscripción. Tirando de este enigmático hilo se sumergirán en un laberinto subterráneo bajo la ciudad de Weimar, donde les aguarda uno de los tesoros más espectaculares de la Historia. Y también una espantosa sorpresa.

Una vez más, Matilde Asensi seduce y embriaga con una propuesta donde toda la artillería novelesca está puesta al servicio de la intriga, la emoción y el disfrute de los lectores. Como está mandado. Y, además, con una elegancia literaria que ya querrían para sí algunos chisgarabís del purismo rancio.

lunes, 8 de febrero de 2016

Cordeluna



En literatura no existen los subgéneros. Ese rótulo denigrante o conmiserativo se lo inventaron media docena de analistas que sólo alcanzaban el éxtasis intelectual desayunando capítulos del Ulises de Joyce, comiendo chuletones de Ernst Jünger y cenando en compañía de Ezra Pound. Pero esa taxonomía mentecata y falaz se encuentra con un serio problema cuando el lector descubre una obra que, sustentándose en esos “subgéneros”, los enriquece, los supera y los inutiliza. Romeo y Julieta podría ser etiquetado de libro rosa; Drácula, simplemente como novela de terror; y Fahrenheit 451 tan sólo como un texto de ciencia-ficción. ¿Alguien se atreve a propalar tamaña sandez? ¿A que no? ¿A que en ese instante nos damos cuenta de la bobada?
Con la literatura juvenil ocurre algo parecido. Siempre hay profesores y críticos que, a lomos de una flagrante soberbia, lo ven como algo menor, descafeinado o insustancial. Y jamás se toman la molestia de comprobar si existen excepciones a su dicterio.
Bien, pues esos miopes intelectuales deberían leerse libros tan espléndidos como Cordeluna, de Elia Barceló, merecidísimo premio Edebé en 2007, donde se nos cuenta una maravillosa historia que se inició en el siglo XI y que culmina en el XXI. Un guerrero de diecisiete años que acompaña al Cid, Sancho Ramírez, recibe de su padre una increíble espada mágica llamada Cordeluna y, poco después, descubre a Guiomar, la joven y bellísima condesa de Peñalba. Pero el amor que aflora entre ambos no será fácil: de un lado, los amenaza la baja posición social de Sancho; del otro, la perfidia de doña Brianda, madrastra de Guiomar, que también desea a Sancho y anhela obstaculizar su relación con ella. En esa historia aparecen nigromantes, bebés sacrificados ante el Maligno, mujeres emparedadas, hombres que se ahorcan, combates sanguinarios... Y, sobre todo, una maldición. Una maldición en la que el Bien y el Mal pugnan entre sí. Una maldición milenaria que se tendrá que resolver, con final sorprendente, entre los chicos que ensayan, en un monasterio de Burgos, una obra ambientada en la Edad Media.
Elia Barceló, que ya había obtenido antes el premio Edebé por su obra El caso del artista cruel, ha sabido elaborar una pieza novelesca de gran valor, llena de informaciones históricas y psicológicas. Y, sobre todo, construida con talento y con sagacidad, dosificando las situaciones de intriga, dibujando con lentitud a los personajes y alternando presente y pasado en las dosis justas.

¿Una gran novela juvenil? Por supuesto. Pero Cordeluna avanza más allá y es, simplemente, una gran novela. Sin más adjetivos. Sin más subgéneros. Una pieza soberbia y digna de admiración.

sábado, 6 de febrero de 2016

Cartas a Milena



El checo Franz Kafka, el hombre que no sabía vivir, mantuvo a lo largo de su existencia varias relaciones sentimentales, que nunca culminaron (sobre todo por indecisiones suyas o por asfixias de última hora) en una experiencia matrimonial. Una de ellas tuvo como protagonista a Milena Jesenská, una mujer culta, inteligente, sensible, dulce... y casada. Editada por Alianza, con la alabadísima traducción de Carmen Gauger, tenemos aquí la correspondencia que el escritor mantuvo con la periodista y traductora, de la cual apenas se conservan unas pocas líneas dirigidas a Max Brod, porque las cartas enviadas a Franz se han perdido todas.
En este viaje por el alma del autor de La metamorfosis descubrimos la siempre sorprendente hiperestesia del checo (“Me quejo de mis débiles fuerzas, me quejo de haber nacido, me quejo de la luz del sol”, p.82), algunas frases que harían las delicias de un psicoanalista (“Amor es que tú seas para mí el cuchillo con el que escarbo en mi interior”, p.287), súplicas que le brotan inesperadas y que tienen mucho de lágrimas de tinta (“¡Quédate siempre conmigo!”, p.114) y también secuencias de una clarividencia amarga, que Kafka redacta con prosa apolínea, aunque adivinemos su tristeza en cada vocal y en cada consonante que redacta (“Hay pocas cosas seguras, pero ésta es una de ellas:  que nunca viviremos juntos”, p.299).
Kafka, que intenta durante la mayor parte de las páginas mantener una postura sobria, serena y equilibrada, no puede evitar en ocasiones deslizarse hacia la emoción, como cuando se pregunta a sí mismo: ““¿Por qué (dicho sea de paso) soy un ser humano con todos los tormentos de esta condición tan poco clara y tan horriblemente cargada de responsabilidad? ¿Por qué no soy, por ejemplo, el feliz armario de tu habitación, que te contempla toda entera cuando estás sentada en la butaca o ante el escritorio o cuando te acuestas o duermes? (¡Bendito sea tu sueño!) ¿Por qué no lo soy yo?”, p.142). Y tampoco se reprime en dos o tres pasajes, leves pero intensos, donde muestra su sensualidad. Así, en las páginas 105 y 106 fantasea con la idea de susurrar su nombre junto a la oreja de Milena y que ella se gire lentamente en la cama en dirección a su boca; y en la página 225 le habla de besarle el hombro “si tú tienes la bondad de retirar un poco la blusa” o de descansar la cabeza “junto a tu pecho casi descubierto”. Dos tenues apuntes que humanizan tanto a Franz Kafka como la salida humorística de la página 48, donde define a las personas gordas como “capitalistas del espacio aéreo”.

De todas formas, y dejando a un lado estas anécdotas, el volumen se antoja imprescindible para entender con más claridad las vacilaciones íntimas y los temores de un hombre que, enamorado de Milena de un modo absoluto y torturado, y no sabiendo exactamente cómo tiene que actuar con ella, con su marido y con todas las personas que les rodean, se desangra al escribir párrafos como éste: “Yo no lucho por ti con tu marido, la lucha tiene lugar sólo dentro de ti; si el resultado final dependiera de un combate entre tu marido y yo, todo estaría decidido hace tiempo” (p.147). Un volumen necesario, lánguido y de una hondura terrible y conmovedora.

jueves, 4 de febrero de 2016

Atlas de la España imaginaria



Si Jorge Luis Borges, en colaboración con Margarita Guerrero, construyó en su día un volumen con el título de El libro de los seres imaginarios; y José María Merino redactó una novela llamada Días imaginarios; y Francisco López Serrano ultimó una novela con el nombre de El tiempo imaginario; y Alison Lurie se decantase por el marbete Amigos imaginarios para encabezar la obra que le publicó Tusquets en 1989, ¿qué extrañeza puede causar que el leonés Julio Llamazares nos ofrezca ahora, en la editorial Nørdica Libros, un volumen bajo el rótulo de Atlas de la España imaginaria?
La aventura narrativa que nos propone es tan hermosa como sugerente: pasearnos por lugares de España que, en virtud de su aparición en obras literarias o en frases hechas, parecen pertenecer al mundo de la ficción. Pero Llamazares se encargará de ofrecernos un recorrido urbano, paisajístico, histórico y antropológico por estas pequeñas localidades. Así, nos explicará que Jauja es una localidad andaluza de unos mil habitantes, inmortalizada por Lope de Rueda en uno de sus pasos, y que en ella nació el bandolero José María El Tempranillo; que Babia es una comarca leonesa en la que los reyes descansaban y cazaban, y de la cual procedían los fundadores de las primeras mantequerías y perfumerías de Madrid; que Pinto y Valdemoro son dos localidades de la zona central de España, que protagonizan una frase tan ambigua como inexplicada; o que los cerros de Úbeda son la zona donde murió san Juan de la Cruz y nació Antonio Muñoz Molina... Además, por las páginas de la obra desfilan la ínsula Barataria, las Batuecas o Fuenteovejuna, tan famosas como desconocidas.
Con rigor descriptivo, con pupilas de fotógrafo y con aliento de poeta, Llamazares nos pasea por estos rincones diminutos de la España literaria y nos entrega unos fotogramas deliciosos donde nos habla de árboles, monumentos, anécdotas, reyes, campesinos y bribones. El tomo se completa con ilustraciones de David de las Heras y, sobre todo, con unas impresionantes fotografías de José Manuel Navia, que cierran y coronan este hermoso libro editado en tapa dura por Nørdica Libros
Con rigor descriptivo, con pupilas de fotógrafo y con aliento de poeta, Llamazares nos pasea por estos rincones diminutos de la España literaria y nos entrega unos fotogramas deliciosos donde nos habla de árboles, monumentos, anécdotas, reyes, campesinos y bribones. El tomo se completa con ilustraciones de David de las Heras y, sobre todo, con unas impresionantes fotografías de José Manuel Navia, que cierran y coronan este hermoso libro editado en tapa dura por Nørdica Libros.

martes, 2 de febrero de 2016

Cuentos completos [1880-1885]



El objetivo que se ha marcado la editorial Páginas de Espuma con los cuentos de Antón Chéjov es tan osado como digno de aplauso: ofrecer una traducción completa y rigurosa de los mismos para que los lectores hispanos disfruten de la increíble calidad del autor ruso con notas, abundantes detalles bibliográficos y una bellísima presentación en formato de tapa dura. El primer tomo de este vasto proyecto cubre el período 1880-1885, ocupa más de un millar de páginas y está disponible en edición de Paul Viejo desde noviembre de 2013... Lo dicen todos los estudiosos y lo corrobora fácilmente cualquier lector que se sumerja en los cuentos de este autor ruso: Antón Chéjov fue un increíble termómetro social y un microscopio antropológico, un observador nato, un anatomista de su tiempo y de su sociedad, allí donde burbujean los pequeños estafadores y sablistas, los nobles venidos a menos, los zarrapastrosos que chapotean en su miseria económica y moral, los borrachines irredentos, los médicos de cara imperturbable, los taberneros desdeñosos, los cazadores de humor sombrío, las melancólicas muchachas casaderas, los parientes parásitos, los cocheros de gesto huraño, los funcionarios inescrupulosos que hacen de la adulación un modo de vida, los periodistas venales, las prostitutas que no tiene ni siquiera dinero para mantener a sus hijos pequeños alejados de la habitación donde ejercen su oficio, los empleados de ferrocarril que presumen de sus barrabasadas, las actrices de medio pelo que acarician la posibilidad de casarse con un rico para abandonar su vida infausta, los estudiantes de bachillerato que intentan ganar unas monedas dando clases particulares a zoquetes de familia rica, los dentistas chapuceros que ignoran los rudimentos de su oficio, los comerciantes que no respetan ni los rudimentos de la higiene y que sobreviven sobornando a los inspectores de Sanidad, los vagos empleados que malbaratan su tiempo de trabajo jugando a las cartas, las viejas damas ancladas a las costumbres rancias del pasado y un largo etcétera. Como es natural (estamos hablando de un Chéjov veinteañero), hay en este volumen algunas páginas que no pasan de ser balbuceos juveniles, proyectos con más hormonas que sedimentación y que, sin duda, pueden ser desdeñados. Pero es innegable que, observando el tomo en su conjunto, vibra en él el nervio vivo de un narrador vigoroso y dominador, de un genio en ciernes, que subyace en la mayor parte de los relatos, dotándolos de una temperatura y un soplo literario que convencen y enamoran. El lector que busque el humor lo encontrará de forma abundante en relatos como “Fecha solemne”, donde un poeta comenta sin pudor que acaba de recibir la negativa número dos mil en su carrera literaria; o como “Entrevista vana”, donde una cita amorosa queda frustrada por la gran cantidad de cervezas que ingiere el muchacho antes de acudir junto a la amada; o como “Se estropeó el asunto”, donde un enamorado bocazas frustra su más que ventajoso matrimonio con una millonaria explicándole que no es un buen partido para ella; o como “Hipnotismo”, en el que un empleado se deja sobornar a base de billetes de cinco rublos para fingir que ha sido hipnotizado; o como “El camaleón”, obra maestra sobre la hipocresía de un agente de la ley, que cambia de opinión sobre un incidente callejero en función de quién sea el amo del perro que lo ha protagonizado: un general o un vagabundo (estructura ideológica muy similar a la exhibida en el relato “La máscara”, donde un alborotador que lleva un antifaz es amenazado las autoridades hasta que advierten que se trata de un millonario excéntrico, momento en que pasan a adularlo descaradamente); o, en fin, en historias como “Una noche de espanto”, donde los asistentes a una sesión espiritista encuentran, al volver, ataúdes en sus habitaciones... Pero también están las historias tristes, melancólicas o patéticas, como ocurre con “El pecador de Toledo”, una asfixiante narración sobre el fanatismo; con “La señora”, una inquietante historia sobre el poder manipulador que una mujer ejerce sobre un muchacho ingenuo; con “Flores tardías”, un lánguido y delicioso cuento de amores secretos; o con “Una vez al año”, la bochornosa historia de una anciana que cada año recibe el día de su santo la visita de su sobrino, al que un sirviente ha tenido que pagar para que acceda a venir. Un volumen egregio para conocer las primeras producciones de Antón Chéjov, que Páginas de Espuma publica con una elegancia insuperable.