sábado, 31 de diciembre de 2016

Hombres desnudos



Cuando se vive una situación de crisis como la que desde hace tiempo atraviesa España, casi nadie sale indemne, ni por arriba ni por abajo. En unos casos, se pierden empresas o negocios que, antaño boyantes, se hunden ahora en la crueldad de la suspensión de pagos o el despido de trabajadores; en otros, engrosan la lista del paro un alto número de personas que, de pronto, pierden sus honorarios, su seguridad y aun su autoestima, para convertirse en seres desorientados o maltrechos.
Alicia Giménez Bartlett (Almansa, 1951) obtuvo el premio Planeta del año 2015 por una narración donde se aproximaba a este universo alborotado, en el que todos los protagonistas intentan, de una manera u otra, sobrevivir. El resultado fue Hombres desnudos, un relato estilísticamente bien resuelto y que se lee con facilidad, donde el relieve principal recae sobre cuatro figuras, muy densas y llenas de matices. El primero es Javier, un antiguo profesor que pierde su trabajo por un reajuste de plantilla en el colegio de monjas donde imparte sus clases de literatura. Es un hombre tranquilo, que vive con Sandra y que no tiene más ambición que la de cobrar su pequeño sueldo y disponer de tiempo libre para invertirlo en lo que más le gusta del mundo: la lectura. El segundo es Iván, que procede de una familia desestructurada (sus padres han tenido problemas con las drogas) y que ha encontrado su lugar en el mundo dedicándose a una actividad más bien marginada: trabajar en un club de estriptís y, como medida complementaria, ser puto. El tercero es Genoveva, una anciana de alto poder económico que, después de haber obtenido el divorcio, dedica su tiempo a las bebidas alcohólicas, las drogas suaves y el alquiler de chicos de compañía, que le permiten seguir disfrutando de la felicidad y el sexo. Y el cuarto es Irene, una empresaria de 42 años que ha sido abandonada por su marido justo en el peor momento: cuando el negocio familiar está viniéndose abajo por los embates de la crisis.
Con esas cuatro piezas básicas, la escritora manchega urde una novela donde irá enredando a los personajes en todo tipo de situaciones (espectáculos de desnudo, cenas de gala, restaurantes, reflexiones sobre el sentido de la vida, proyectos, amarguras, esperanzas), donde irán descubriendo qué quieren y qué no quieren, qué les motiva o qué desechan, qué anhelan y qué descartan. Como Javier verbaliza en la página 127: “Lo importante es seguir vivo y poder decirse a uno mismo que todo va bien”.
Siendo una novela que reúne muchas virtudes (amena en su desarrollo; convincente en su estructura; plausible desde el punto de vista técnico), creo que su punto más débil se encuentra justo en la terminación. Las acciones que ejecuta Javier en las últimas páginas pecan de inconsistentes, y eso contamina el tramo final de la obra de una cierta sensación de prisa, de remate aleatorio, de colofón decepcionante. No me resulta creíble su reacción y su comportamiento durante las seis páginas que cierran el tomo, lo que malbarata, en mi opinión, su cierre.

Pese a la objeción, creo que Alicia Giménez Bartlett logra aquí un texto muy serio y convincente, con más carga psicológica y social de la que a priori se le podría suponer.

jueves, 29 de diciembre de 2016

Un soñador para un pueblo



Aseguraba Lope de Vega, con gran dolor, que España es madrastra de sus hijos verdaderos. Y habiéndose repetido la frase en infinidad de ocasiones, quizá sería interesante preguntarse de una vez por todas por el significado exacto del adjetivo que la cierra. ¿Quiénes son los “verdaderos” hijos de este país? Podré estar equivocado, pero creo que lo más probable es que sean quienes trabajan, y piensan, y luchan, y se dejan la piel, por el futuro de los demás. En ese sentido, tan “hijos verdaderos” pueden ser los nacidos en Alcalá de Henares como los que vinieron al mundo, pongo por caso, en Italia.
Es el caso de Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache, nacido en Mesina a finales del siglo XVII y que gozó en nuestro país de la absoluta confianza del monarca Carlos III. A este político y reformista trasalpino se le deben grandes mejoras en el alumbrado público, el pavimentado de las calles o la seguridad ciudadana, así como la regulación de tributos de la Iglesia o de las colonias americanas. Pero la clase alta más rancia y el pueblo más chato se unieron contra él, reacios a sus modernizaciones.
El gran dramaturgo Antonio Buero Vallejo lo utiliza como protagonista en su pieza Un soñador para un pueblo, donde refleja magníficamente ese ambiente de odio, inmovilismo y necedad que siempre ha caracterizado a determinados estamentos socio-político-económicos de este país. Esquilache se nos aparece aquí como un hombre dispuesto a convertir España en una nación moderna, en la que la honestidad, el trabajo bien hecho, la cultura y el rigor impregnen todas sus instituciones. Pero, a la vez, nos mostrará su faceta más humana: un hombre engañado por su esposa (que se entiende con el embajador de Holanda, un tal Doublet), al que todos desdeñan como amigo porque no entienden la pureza de sus decisiones... y que se termina enamorando sin esperanza (jamás dañaría a un ser tan frágil y del que lo separan tantos años) de una dulce criada llamada Fernandita. El rey Carlos III, en un momento en que la cabeza de Esquilache pende de un hilo, se lo dirá a éste con sencillez: “España necesita soñadores que sepan de números”.

Buero Vallejo, una vez más, como siempre, nos entrega una pieza maestra, con la que emocionarse, con la que aprender, con la que pensar. Si evaluamos el elenco de dramaturgos españoles del siglo XX apenas encontraremos uno o dos que se igualen en importancia a él; y ninguno que lo supere. Un hijo verdadero de España.

martes, 27 de diciembre de 2016

La hija del capitán



Petre Andrévich tiene 17 años y es hijo de militar. Durante su corta vida se ha acostumbrado a una existencia muelle, que se clausura cuando su padre decide enviarlo a Orenburgo para que comience a recibir un adiestramiento castrense, que lo transforme en un hombre, en un soldado, en un patriota. Al llegar a esa guarnición se encontrará con un ambiente gélido y con un modo de vida al que deberá amoldarse; pero también se encuentra a Mascha, la joven y hermosa hija del capitán Mironov. El efecto amoroso que en él prende es inmediato, y pronto comienza a rondarle la idea de contraer matrimonio con ella. No obstante, el severo padre de Petre se opone a esos planes nupciales y exige a los superiores del muchacho que lo trasladen, para evitar la continuación del idilio.
Hasta aquí, todo parece una historia de amor convencional, estorbada por la acrimonia de unos padres excesivamente rancios. Pero pronto se tintará con otros tonos: un rebelde llamado Pugatchov comenzará a sembrar el terror en la zona y entra a saco en cuantas instalaciones militares encuentra. Cuando asalta la guarnición de Orenburgo pone fin a la vida de numerosos defensores (entre otros, el padre de la chica) y quedan en suspenso, no sólo la aventura amorosa de los jóvenes protagonistas, sino sus mismas vidas.
A partir de entonces comenzarán a producirse una serie de hechos que, unidos por un hilo fatal de azares, perversidades y malos entendidos, estarán a punto de desembocar en una tragedia.

Alexandr Pushkin consigue en esta obra un bellísimo relato donde alterna con singular maestría las descripciones psicológicas, las pinceladas costumbristas de aquella vieja Rusia que sucumbió un tiempo después ante la revolución de 1917, los cantos de amor a un paisaje lleno de gélida hermosura y la delicadeza de una historia sentimental tan dulce como atribulada. Sin duda, una novela que mantiene intacto su atractivo y que muestra la brillantez de Pushkin, aquel genio moscovita que terminaría muriendo en un duelo a la edad de 37 años.

domingo, 25 de diciembre de 2016

Confesionario



Los parroquianos que pululan por el bar donde se sitúa la acción dramática, situado en la zona costera entre Los Ángeles y San Diego, no pueden ser más variopintos y, a la vez, más parecidos entre sí: una borracha llamada Leona, que vive en un remolque y que lleva una existencia trashumante buscando pequeños trabajos esporádicos en salones de belleza de bajo nivel; un bala perdida que responde al nombre de Bill y que, tras ser acogido por ella en su remolque hace unos meses, le acaba de ser infiel de la forma más burda; una zarrapastrosa a la que conocen como Violeta, quien protagoniza constantes trifulcas con Leona, a la que tiene auténtico pavor; Monk, el dueño de aquel garito infecto, adornado con luces pobretonas y con un gran pez espada disecado en la pared; una pareja de homosexuales de paso, que recalan allí accidentalmente y que se sienten bastante fuera de lugar; Doc, un médico o presunto médico cuyas facultades hace ya tiempo que quedaron desbaratadas por el alcohol... Y, de fondo, la presencia invisible de Haley, un hermano de Leona al que la muerte se llevó en plena juventud.
Este catálogo de náufragos beben y chocan entre sí en una ceremonia sórdida, en la que se dedican improperios y se lanzan a la cara sus miserias, mientras fluyen las horas, ajenas a su fracaso. Leona, gran eje de la pieza, vive malherida por las imágenes de su ayer, que siguen contaminando su presente (“Es una suerte que te sientas mal del estómago, porque tu estómago puede vomitar. Pero cuando te sientes mal del corazón, entonces es terrible, porque tu corazón no puede vomitar los recuerdos”) y trata de encontrar en algunas de esas imágenes pretéritas, mínimamente gratas, una luz tibia a la que aferrarse, para no admitir que pertenece sin remedio a la escoria social (“¿Cómo se sentirá uno cuando no ha tenido nada hermoso en su vida y ni siquiera sabe que lo ha perdido?”).

Hacia el final de la obra (que traduce Elvio E. Gandolfo para el sello Losada), cuando una imprudencia criminal de Doc los invita a disolver el grupo, Leona seguirá imaginando que aún no es tarde, que aún puede sobrevivir a la ignominia. Como no ha leído a los clásicos españoles, considera que cambiar de sitio equivale a cambiar de vida. Pobre. Dejémosla con esa débil ilusión.

viernes, 23 de diciembre de 2016

Lo que la perdiz opina de los finales felices



Cuando somos niños (y a veces incluso de adultos) pedimos con insistencia que nos cuenten cuentos, que nos regalen el oído con historias que nos entretengan y que terminen de un modo feliz. Ni siquiera su repetición, constante y sin matices de cambio, nos enoja, porque inferimos de esas historias invariables una suerte de calma, de previsión, de inmortalidad. Todorov estudió muy bien estos mecanismos.
Pero los escritores que han sido convocados por Ediciones Liliputienses para nutrir esta “antología de cuentos políticamente incorrectos” se burlan en estas cinco propuestas de todas las artimañas fosilizadoras y torpedean el núcleo de sus argumentos para extraer nuevo jugo de ellos: Cristina Grande nos ofrece una revisión inmisericorde del cuento del soldadito de plomo, a la que imprime un quiebro dulce en su párrafo final; Verónica Pérez Arango se decide por situar ante nuestros ojos una visión bulímica de Hansel y Gretel, que va progresando en sus niveles de repulsión hasta un final inquietante; Marina Perezagua imprime un terrible giro funerario a la historia de Pulgarcito; Jorge Posada (el único varón del grupo), nos desliza una particular versión del cuento “La mosca”, de Katherine Mansfield; y Elena Román nos pone ante los ojos su relato “Aicila en el país de la sed”, un cuento palindrómico donde la niña ideada por Lewis Carroll (que tiene axilas velludas, manos muy grandes, mucho mal humor y poca minifalda) conversa con durmientes gigantescos, ratas voladoras y un pingüino fumador.

Un trabajo refrescante, curioso y distinto, que demuestra la vitalidad de este sello editorial que capitanea en Extremadura el poeta José María Cumbreño. Se merece todos los aplausos.

miércoles, 21 de diciembre de 2016

¿Te cuento un cuento?



El caso de Paco López Mengual es tan singular como notable. Y no porque se defina como “mercero y novelista”, ni porque comenzase a publicar pasados los cuarenta años (circunstancias que se inscriben más en el terreno de la anécdota que en el de la trascendencia), sino porque cada libro que deposita en las manos del lector constituye una sorpresa sólida y agradable, donde el humor, la fluidez narrativa y los personajes bien construidos burbujean en cada página.
Ahora, cuando ya nos había convencido como novelista, como cuentista, como articulista y como editor, la editorial ciezana Alfaqueque le publica el volumen ¿Te cuento un cuento? y nos revela su faceta como narrador infantil, al que la ilustradora Sonia Martínez González se encarga de poner colores y formas.
Se trata de seis relatos donde nos esperan muchas sorpresas, muchas sonrisas, algún escalofrío y, sobre todo, unas tremendas dosis de talento para mantener la atención de los lectores más pequeños gracias al buen uso de la palabra, del ritmo y de la composición estructural del texto.
En “Sémola, semolorum” se nos hablará de un perro cocker que ha buscado refugio debajo de una cama, por miedo a las perversas intenciones que acumula su dueño, por un suceso que tiene que ver con la magia y con un tesoro escondido; en “Mis viajes con monsieur Dupont” será fácil que se nos escape alguna lágrima con el proyecto astronáutico del niño protagonista, que reúne tanta determinación como candor; en “Mi amigo invisible se llama Chipé” tendremos que decidir si creemos en la existencia de ese compañero, a tenor de las pruebas que el narrador nos suministra durante su relato; en “El gigante” nos será presentado Antonio el de la Torrealta, un tipo noble, altiricón y con un leve retraso mental, que paseaba interminablemente por el pueblo; en “La Llave del Tiempo” se nos invitará a un viaje mágico, en el que dos épocas muy distantes quedan comunicadas en virtud de un portal misterioso; y en “La maldición del Árbol Botella” no será raro que sintamos un estremecimiento ante el tono brujesco o tenebroso que la historia va acumulando, párrafo tras párrafo.

En suma, un libro delicioso para los pequeños y sorprendente para los mayores, que podrán recuperar mientras lo leen el espíritu infantil que quizá perdieron y que se sentirán dichosos de recuperar por unas horas.


lunes, 19 de diciembre de 2016

Voces para un tímpano muerto



Reconozco abiertamente que cada vez que el granadino Miguel Ángel Zapata ofrece al público una nueva obra me abalanzo como un loco a hacerme con ella, porque sé que no habré de salir defraudado de su lectura. Desde que, en los primeros meses de 2009, abrí las páginas de Baúl de prodigios he intentado que ninguna de sus producciones se me escapase; y por eso no he tardado prácticamente nada en devorar los asombrosos relatos que nos propone en el volumen Voces para un tímpano muerto, recientemente editado por el sello Talentura.
En sus hojas nos espera un alboroto de anomalías, de atrocidades, de buceos oníricos, de secuencias surrealistas, que conforman un vademécum de pesadillas o delirios ante el que resulta imposible mantenerse frío. Allí se nos habla, con prosa apolínea e imágenes dionisíacas, de murallas construidas con bebés recién nacidos, para contener el impulso apocalíptico de una riada; de mujeres que se arrancan los ojos y hombres que hacen lo mismo con sus dientes, para ofrecerlos como prueba de amor; de chicas agredidas por varones violentos; de madres que, tras morir su bebé, se embarcan en un proceso regresivo de asombrosas dimensiones; de la indestructible fe enamorada de quien no se resigna al fallecimiento de su pareja; del enigmático cuarto oscuro de una casa, en el que se producen inesperadas mutaciones; de ancianas que plantan penes en las macetas de su alféizar; o, en fin, de viviendas que cuelgan sobre el abismo y cuya estabilidad sólo se ve vulnerada por una fiebre erótica incontenible.
Durante la lectura de este catálogo de narraciones, perturbado y perturbador, recordé varias veces las palabras que Camilo José Cela colocó al inicio de su Oficio de tinieblas 5, cuando afirmaba que lo que venía después no era propiamente una novela, sino la purga de su corazón. No me parece arriesgado suponer que el narrador granadino se guía por luces similares a la hora de concebir las historias de este tomo, que quizá cumplan una labor de ascesis, de psicoanálisis o de exorcismo.

En todo caso, creo que su maestría literaria no se puede, hoy por hoy, discutir. Miguel Ángel Zapata maneja un lenguaje tan preciso, unos recursos retóricos tan contundentes y una capacidad de seducción tan contrastada que constituye casi un pecado no aproximarse a sus libros y dejarse mecer por la magia de sus propuestas y por la musicalidad de su prosa. Si desean regalar un buen libro estas Navidades les sugiero que consideren esta opción. Quien lo reciba se lo agradecerá.

sábado, 17 de diciembre de 2016

El gran imaginador



Si tuviera que elegir una palabra, una sola, para definir esta novela del malagueño Juan Jacinto Muñoz Rengel, me decantaría por “abrumadora”. Y les puedo asegurar que la he pensado bien y que he tratado de concentrar en un único vocablo todo el abanico de matices que este vasto proyecto narrativo exige. Optar por “excesiva” tampoco hubiera sido una mala idea, pero me retrajo el matiz despectivo que suele comportar dicho término y que en modo alguno yo pretendía atribuirle. Porque, en efecto, el volumen que acaba de salir en el sello Plaza & Janés (El gran imaginador o la fabulosa historia del viajero de los cien nombres) es, ante todo, un ejercicio fastuoso de documentación, de lenguaje, de construcción novelesca, en el que el autor ha invertido una cantidad fabulosa de tiempo para dotar a sus personajes (que viven en el siglo XVI, no lo olvidemos) de un entorno religioso, social, indumentario, culinario y lingüístico tan creíble como minucioso.
El gran protagonista es Nikolaos Popoulos, quien ha venido al mundo con un cerebro sumamente especial, que le permite expandir su pensamiento y su imaginación más allá de cualquier límite: puede conocer el pasado, anticipar el futuro, elaborarse una imagen de los descubrimientos e invenciones que sorprenderán a los hombres dentro de décadas o siglos, concentrarse como un monje budista o asimilar idiomas y libros con una facilidad asombrosa. Un ser inequívocamente borgiano (resulta imposible no establecer paralelismos con ciertas ideas literarias del genial escritor argentino) que entrará en relación con la condesa Báthory, legendaria y sangrienta; con Judah Loew, rabino de Praga al que siempre relacionamos con el mito del gólem; y, sobre todo, con un jovencito y aún inédito Miguel de Cervantes, con quien se encuentra en medio del fragor de la batalla de Lepanto.
Pero es que, además de las referencias literarias (que son notables y están muy bien engarzadas en el texto de Juan Jacinto Muñoz Rengel), existen también otro tipo de intertextualidades, que irá descubriendo el lector atento. Así, los cinéfilos sonreirán cuando lean, en la página 148, que Popoulos vivió en los libros todo tipo de aventuras y que, entre otras muchas imágenes, “vio naves en llamas más allá de Orán, meteoritos fulgurar en la oscuridad cerca de la Puerta de Ishtar en Babilonia”.

No obstante, conviene avisar a los lectores de una circunstancia básica de esta novela: no está concebida para todos los paladares. Quienes calibren que se trata de un texto de aventuras o de una historia de fácil asimilación con la que disfrutar durante un fin de semana tienen que ser advertidos para que no se llamen a engaño: es tanta la riqueza de vocabulario que presenta, tan efervescentes sus quiebros temporales, tan intenso su análisis de otras sociedades, otros paisajes y otras culturas, tan exigente su sintaxis, que resulta bastante explicable que, en algunos tramos de la obra, se experimente incluso una cierta asfixia. Se trata desde luego de una asfixia gozosa, de una especie de ahogo estético stendhaliano, a través del cual los lectores fortalecen su musculatura intelectual. Pero conviene decirlo para que los buceadores sepan en qué océano se sumergen. Absténgase los tibios, los flojos y los que no desean otra cosa que pasear los ojos por “una novela más”. El gran imaginador no es para ellos.

jueves, 15 de diciembre de 2016

Vida de Miguel de Cervantes Saavedra



Como apertura de este bienintencionado volumen (que sirve para cerrar un año de exaltación cervantina), nos explica el gran erudito Gregorio Mayáns y Síscar que don Miguel tuvo que soportar en vida el oprobio de la preterición, en todos los planos y por parte de cuantos le rodeaban: “Los envidiosos de su ingenio y elocuencia le murmuraron y satirizaron. Los hombres de escuela, incapaces de igualarle en la invención y arte, le desdeñaron como a escritor no científico. Muchos señores, que si hoy se nombran es por él, desperdiciaron su poder y autoridad en aduladores y bufones sin querer favorecer al mayor ingenio de su tiempo. Los escritores de aquella edad (habiendo sido tantos), o no hablaron de él o le alabaron tan fríamente que su silencio y sus mismas alabanzas son indicios ciertos o de su mucha envidia o de su poco conocimiento” (p.13). De ahí que él, enardecido por esa flagrante falta de sensibilidad, se pusiese en el año 1737 a la labor de componer esta semblanza.
Comienza el valenciano con una investigación sobre el lugar de nacimiento de don Miguel, y refuta las distintas hipótesis que han ido llegando a sus oídos (Esquivias, Sevilla, Lucena) con un argumento incontestable: “Cuando se pruebe la tradición o se exhiba la fe de bautismo, deberemos creerlo”, p.18. Después, tras examinar con cuidado los escritos del insigne novelista, Mayáns concluye que Cervantes debió de nacer en Madrid, en el año 1549. Y después introduce el dato indefinido de que, tras luchar en Lepanto, don Miguel fue apresado por los moros (“No sé cómo ni cuándo”, reconoce con honestidad).
A partir de ahí, los lectores de estas páginas de Gregorio Mayáns y Síscar, que son maravillosas, detalladas y aurorales (nadie advierta repulsa en lo que a continuación escribiré), pueden despedirse de cualquier otra aproximación biográfica, porque no la hay, al menos en el sentido en que ahora concebimos los volúmenes de este género: nada se investiga o descubre sobre su familia, sobre sus estudios, sobre sus trabajos, sobre sus viajes, sobre sus relaciones en el plano literario, sobre sus anécdotas sentimentales. Lo que sí descubrirán son abundantes reflexiones sobre las novelas de caballerías y su nefasta influencia sobre la sociedad del siglo XVII (nos indica que “malearon más las costumbres públicas”, p.28); afirmaciones teóricas que hoy difícilmente se sostienen en el plano filológico (“Yo soy de sentir que entre cuento y novela no hay más diferencia, si es que hay alguna, que lo dudo, que ser aquel más breve”, p.30); juicios realmente duros sobre algunos creadores del pasado (califica a Joanot Martorell, Fernando de Rojas o Giovanni Boccaccio de escritores “ociosos, mal empleados, imperitos, entregados a los vicios y a la porquería”, p.85); o lamentos de una quejumbrosa exactitud (“Lo cierto es que Cervantes, mientras vivió, debió mucho a los extranjeros y muy poco a los españoles. Aquéllos le alabaron y honraron sin tasa ni medida. Éstos le despreciaron y aun le ajaron con sátiras privadas y públicas”, pp.50-51).
Mayáns y Síscar enumera también, porque lo anima en todo momento el deseo de ser justo, los anacronismos o fallos de verosimilitud que observa en la obra cumbre de Cervantes, de la cual reconoce ser “uno de los más apasionados” (p.88). Pero se apresura a manifestar que estos lunares en nada reducen la valía de la novela, ni su condición de brillante sátira, “la más feliz que hasta hoy se ha escrito” (p.103).

En suma, un ejercicio de literatura analítica y de ensayismo meticuloso, que viene a derramar luz erudita sobre la inmortal historia de don Quijote.

martes, 13 de diciembre de 2016

Fuerte como la muerte



Oliverio Bertín es un pintor de notable fama y, también, un hombre maduro de indudable atractivo entre las mujeres. París, en todos sus niveles, se encuentra rendido a sus pies. Pero su conquista más notoria es el corazón de la hermosa condesa de Guilleroy, una dama casada que desde hace algunos años frecuenta su amistad y lo cultiva como amante. Después de elaborar su retrato, él fue sintiendo cada vez un mayor anhelo de acercarse a tan bella criatura y, a espaldas del marido, se inició una larga, dulce y secreta relación. Durante años, ella ha logrado retener la atención sentimental del artista, convirtiéndose en una de esas mujeres que son “fieles y rectas en el adulterio, como lo hubieran sido en el matrimonio”.
Pero han transcurrido los años y ha surgido una novedad entre ellos: Anita, la seductora hija de la condesa, que cada minuto que pasa aumenta en belleza y se parece más a su madre. La similitud entre ambas es tan evidente que el pintor “confundía cada vez más a la hija con el redivivo recuerdo de lo que había sido su madre”, hasta el punto de que la otoñal condesa, sensata y perspicaz, “se vio oscurecida, destronada, desposeída”. Comienza entonces un período amargo, que salpica a los dos veteranos amantes: a Oliverio, porque se niega a admitir este enamoramiento extemporáneo que su corazón le pregona cada vez con más fuerza y contra el que quisiera luchar; a la condesa, porque el llanto, las arrugas y la sensación de la vejez la acechan y perturban, mientras trata de que ninguna de estas emociones la delate ante los ojos de su marido.

Mi admiración por la narrativa del francés Guy de Maupassant (1850-1893) es muy antigua y, siempre que el azar me brinda uno de sus libros, trato de refrescarla dedicándole unas horas de lectura. La elegancia de su prosa, la música de su lenguaje y, como ocurre en esta novela, la languidez y la belleza de sus finales, me confirman siempre que he acertado.

domingo, 11 de diciembre de 2016

El legado de Catar



Unos arqueólogos descubren, en la isla escocesa de Iona, un enigmático códice del siglo IX. Se trata de un volumen donde un fraile llamado Broichàn anota con todo lujo de detalles las visiones que ha tenido sobre el futuro de la Humanidad. Vaticinios proféticos que, para sorpresa de las personas que leen el tomo, se están cumpliendo escrupulosamente: la revolución rusa, la guerra de los Balcanes, el conflicto del Golfo... Todo está visto y descrito con precisión por aquel misterioso monje que redactó la obra en el año 806. No hay fraude posible. Son profecías auténticas. Y se están cumpliendo. De ahí a pensar que los restantes pronósticos seguirán cumpliéndose hasta el año 2187 (fecha en que termina el volumen) hay un simple paso, que lleva a muchas personas e instituciones a interesarse por conseguir la obra: de un lado, un hombre llamado Raimon Trencavel, que procede de una antigua familia cátara exterminada por la iglesia católica hace siglos y que intuye que podrá utilizar estas páginas contra el Vaticano; de otro, el cardenal Pamfili y el millonario Cassidy, que quieren hacerse con las singulares profecías antes de que caigan en las manos equivocadas.
Añadan a esta historia la presencia de una bella profesora de la universidad de Oxford (Kathleen Phillips), la figura intrépida de un piloto con graves problemas sentimentales (Jaime Cameron), un antiguo coronel que sobrevive como mercenario a las órdenes de quien mejor pague por sus servicios (De Jager), constantes peligros, persecuciones por tierra, mar y aire, exhibición de armas modernísimas, castillos asaltados con nocturnidad, lanchas zodiac, helicópteros, asesinatos implacables, antiguos secretos que conviene seguir manteniendo ocultos, amenazas mafiosas, amores inesperados, la muerte de varios protagonistas... y obtendrán la novela El legado de Catar, de Richard Child, traducido para la editorial ViaMagna por Nuria Artigas Bellsolell, quien realiza una labor muy notable salvo cuando confunde (en las páginas 122 y 333) los verbos “espirar” y “expirar”.

Recomendable para pasar el rato, sin mayores pretensiones estilísticas.

viernes, 9 de diciembre de 2016

Vieja Navidad



Lo conocemos sobre todo por sus Cuentos de la Alhambra, pero el norteamericano Washington Irving escribió otras muchas obras, bastante menos famosas entre los lectores hispánicos. El Paseo Editorial se encarga ahora, con la traducción de Óscar Mariscal y las asombrosas ilustraciones de Randolph Caldecott, de acercarnos esta pieza novelesca, publicada originalmente en 1820 dentro del volumen Libro de escenas del caballero Geoffrey Crayon. Y quizá para entender su espíritu debamos abrir el volumen por la página 93 y leer un fragmento sumamente interesante, donde Irving nos ofrece una de las claves para entender la obra: “Siempre he considerado que una antigua familia inglesa es un objeto de estudio tan interesante como una colección de retratos de Holbein, o de grabados de Alberto Durero”.
Y para ilustrar su tesis nos presenta a un narrador que, tras viajar en una diligencia en los instantes previos a la Navidad y hospedarse en una posada, se encuentra allí a su viejo amigo Bracebridge, quien lo invita a pasar tan señalada fecha junto a su familia. Su padre (le explica) es un viejo caballero chapado a la antigua, obstinado en mantenerse apegado a las tradiciones, así que todo lo que podrá observar durante las siguientes horas se mantendrá dentro de la más pura ortodoxia festiva inglesa. Intrigado por esta perspectiva, el narrador acepta la invitación y se sumerge en un entorno que parece haber quedado suspendido en el tiempo. Todo allí permanece anclado en los usos arcaicos: las celebraciones religiosas, la letra de las canciones, los rituales gastronómicos, el uso de adornos navideños que respeten las tradiciones, las historias de aparecidos contadas al calor de la lumbre... Al final, después de un retrato minucioso de todos los pormenores de esas horas, el narrador concluye su resumen con unas palabras bien sintomáticas: “Si logro penetrar de cuando en cuando la supurante membrana de la misantropía, sugerir una visión benévola de la naturaleza humana y reconciliar a mi lector con sus semejantes y consigo mismo, entonces no hay duda, ninguna duda: no habré escrito esto enteramente en vano” (p.122).
La obra, por tanto, hay que valorarla en una doble vertiente: en primer lugar, como documento antropológico, en el que quedan consignadas y hasta cierto punto formolizadas las viejas costumbres inglesas (modos indumentarios, aficiones musicales, ritos de sociedad, bailes típicos, ceremonias y temas de conversación), frente a las cuales el escritor norteamericano no despliega ningún tipo de ironía, como erróneamente podría pensarse en algunos tramos, sino una actitud admirativa; en segundo lugar, como texto puramente literario, en el que Washington Irving nos seduce con una prosa muy fluida y, a la vez, densa de construcción, en la que los adjetivos cumplen una labor fundamental de ornato.

La editorial El Paseo, con la publicación en castellano de este viejo libro, contribuye a ofrecernos una visión distinta de la Navidad, más apegada a las tradiciones ancestrales que a los ritos cambiantes de la moda, en unas fechas muy significativas. Solamente por ese detalle ya valdría la pena leer el libro. Pero es que la prosa de Washington Irving es (lo comprobarán desde la primera página quienes se aventuren en estas páginas) una de las más seductoras que cabe imaginarse. Apuesten por este libro y se convertirán, si no lo son aún, en admiradores de este autor.

miércoles, 7 de diciembre de 2016

El secreto de Pablo



Pablo es un niño que se encuentra postrado en una silla de ruedas, porque nació con espina bífida e hidrocefalia (EBH). Pero, contra todo pronóstico, no tiene un problema con ese asunto, ni es un niño triste o solitario, ni sufre marginaciones. Las personas que lo rodean (sus padres, sus amigos del colegio) han conseguido construir a su alrededor una atmósfera de normalidad tan deliciosa que en nada se diferencia su peculiaridad corporal de otras que tiene a su alrededor. Emilio Soler, el autor de esta hermosa historia, lo condensa en la primera página del relato con una imagen muy atinada, donde nos ofrece la imagen contrapuesta de dos de los protagonistas: “Pablo tiene espina bífida y se desplaza en silla de ruedas; Marcelo lleva unas gafas redondas con montura azul”. Es decir, todos necesitamos algún tipo de ayuda (gafas, medicaciones, audífonos, muletas, prótesis, aparatos dentales), y eso convierte a los seres humanos en una cofradía de seres gloriosamente imperfectos, cuya mayor virtud debería consistir en la bondad en el trato con los demás.
Un día, mientras acompaña a sus amigos de camino al parque, Pablo contempla con admiración a unos patinadores... y concibe una idea. Pero en lugar de contársela de inmediato a Marcelo, Ángel, Marta y Julia, preferirá que sea un secreto durante varios días. ¿Qué estará tramando, con la ayuda de su padre?

El cuento, que edita la Federación Española de Asociaciones de Espina Bífida e Hidrocefalia (con el apoyo de varias entidades colaboradoras), está ilustrado por Álvaro Peña, siempre seductor en el manejo de los colores y la expresividad de sus personajes. Así, entre la excelente propuesta narrativa de Emilio Soler y el magnetismo plástico de Álvaro, se consigue un texto muy hermoso, que merece la pena tener, leer y conservar.

lunes, 5 de diciembre de 2016

La lengua de los ahogados



Estamos fabricados, aunque optemos por ignorarlo, de melancolía, de hondos naufragios que nos llenan la garganta de burbujas, de largas heridas por las que nos desangramos en silencio. Pero un día, de pronto, nos asalta la iluminación y atamos cabos: advertimos un brillo o un juego de espejos que nos devuelve una imagen inesperada. Y entonces comprendemos quiénes somos o por qué somos.
Los protagonistas de las historias que reúne el barcelonés Fernando Clemot en este volumen alcanzan esa revelación en instantes muy distintos; y adquieren con esa luz una nueva visión de sí mismos o de cuanto los rodea: ese padre de familia que, después de asistir al parto múltiple de su perra, recoge a todos los cachorros en una bolsa y se dirige al río para desprenderse de ellos, a la vez que aprovecha para realizar una llamada de teléfono indigna (“Canela”); ese juvenil cantante de éxito que, macerado en su vejez por las decepciones, languidece en el olvido y el anonimato (“Las orillas del Jordán”); ese hombre que, instalado en un poblado perdido y apartado de la civilización, intenta que sus habitantes se mantengan dentro de la pureza natural y alejados del fango turbio de las multinacionales (“Todos los nombres”); esa mujer que cree contemplar, desde la ventanilla del ferry en que viaja, los aspavientos desesperados de un hombre que lucha para no ahogarse (“Pirun onnekas”); o ese huésped curioso, al que le gusta indagar a través de los indicios que dejan a su paso, quiénes eran las personas que vivían en los pisos que va alquilando a lo largo del tiempo (“Inquilinos anteriores”).
Todas las vidas cuyo dibujo adorna estas narraciones están salpicadas, en mayor o menor medida, por gotas de ternura, por trallazos de acidez o por la polvorienta pátina que el silencio, la tristeza y el paso de los años depositan sobre las cosas y seres. De tal modo que leerlas se convierte en un ejercicio del que emergemos impregnados por esa aura especial que Fernando Clemot ha definido para ellas. Y, alternándose con las mismas, páginas donde nos habla de los ahogados y sus peculiares condiciones, en un equilibrio dinámico que los lectores entienden cuando se alcanza la conclusión del volumen.
Dueño de un estilo brioso y eficaz, convincente y poliédrico, el escritor barcelonés consigue repetir la magia de sus anteriores libros en un tomo cuya lectura yo recomendaría que se comenzase por el final. Suena paradójico, pero tiene su explicación. Acérquense al breve relato “La costilla de Adán” y, estoy convencido, les resultará imposible despegarse de la obra o resistirse a su lectura completa.

Lo he dicho alguna vez y no le temo nada a la repetición: estamos ante un auténtico maestro.

sábado, 3 de diciembre de 2016

Conspiración divina



Las vidas de William MacGregor y de Jacqueline Miler se van a ver muy pronto zarandeadas por unos acontecimientos trepidantes, que los sacarán de su rutina y los lanzarán hacia una zona de vértigo, persecuciones, amenazas y riesgos de muerte. William pertenece a una familia de enorme poder socioeconómico, pero prefiere mantenerse al margen de esa situación de privilegio y trabaja como periodista; Jacqueline es una joven y prometedora doctora en matemáticas, que ha elaborado publicaciones de interés y mérito... Pero de pronto todo eso deja de resultar crucial cuando son convocados para que acudan a una vieja librería. Al coincidir allí encuentran un manuscrito polvoriento, lleno de enigmáticas revelaciones sobre el futuro del mundo. Y comienza una adrenalínica carrera, en la que tendrán que encontrar respuestas y soluciones, mientras son acechados y perseguidos por poderosas fuerzas ocultas, que tratan de hacer naufragar su empeño.
Con una prosa ágil y un ritmo narrativo muy adecuado, Ángeles Molina logra que los lectores se sumerjan en una historia que los lleva, como la corriente de un río, a una velocidad cada vez mayor. Y va adornando las orillas de ese río con todo tipo de elementos seductores: fogonazos de mitología, citas culturales, reflexiones filosóficas, abominaciones que acechan en la nieve, montañas a cuyas entrañas hay que descender, enanos extrañamente longevos...

Una lectura muy recomendable para pasar las tardes de esta Navidad que se avecina. Amenidad y distracción garantizadas.

jueves, 1 de diciembre de 2016

Cuaderno de notas



Dicen que del genio hay que aprovechar hasta las migajas, porque incluso de sus líneas suprimidas o menores podemos obtener belleza literaria. Y eso justifica, según opinan muchos, que nos sintamos impulsados a abalanzarnos con fervor casi religioso sobre sus cartas, borradores, variantes desechadas e incluso textos arrojados directamente al cubo de la basura, para conocer hasta los pormenores menos significativos de nuestro ídolo: sus gustos sexuales, sus fobias cromáticas o sus apetencias gastronómicas. 
Entre los años 1891 y 1904, el escritor ruso Antón Chéjov fue anotando en diversos cuadernos todo tipo de apuntes (desde sus lecturas hasta apellidos que se inventaba o le hacían gracia; desde anécdotas de viaje hasta reflexiones filosóficas; desde perfiles de personajes que utilizaría en futuras obras hasta fruslerías sobre las mujeres) y, en el año 2010, un acuerdo entre las editoriales La Compañía (Argentina) y Páginas de Espuma (España) lanzó al mercado hispanohablante un volumen donde se ofrecía una selección de estas caudalosas notas del genio de Taganrog. 
¿Y qué es lo que encontramos en este volumen? Pues, fundamentalmente, un inmenso caudal de líneas banales, que carecen de todo interés literario. Líneas en las que Chéjov realiza anodinas observaciones de viaje, anota tratamientos médicos, enumera las horas de sus comidas y cenas, registra nombres propios que ya no nos dicen nada, esclafa banalidades buenistas de una ingenuidad sonrojante (“Cuando los ricos den a los pobres todo lo que les sobra, no existirán ladrones”, p.43) o se deja llevar por una misoginia sorprendentemente zafia (“Las mujeres asimilan rápidamente las lenguas: hay mucho espacio vacío en sus cabezas”, p.61). Pero también encontramos, para equilibrar la balanza, con reflexiones tintadas de un sólido espíritu ético (“Ahora la gente se vuela la tapa de los sesos porque está harta de la vida o por razones semejantes; en otra época, por haber malgastado dinero del erario público”, p.24), con aforismos de gran finura psicológica (“Sólo cuando es infeliz el hombre abre los ojos”, p.159), con simpáticas normas de etiqueta que trascienden lo culinario (“La buena educación no consiste en no manchar el mantel con salsa, sino en aparentar que uno no ha visto nada cuando otro hace algo así”, p.57), con pinceladas de un humorismo surrealista o hiperbólico (“El suelo es tan rico que si uno planta aquí un limonero, un año más tarde brota un coche”, p.142) e incluso algún apunte que Camilo José Cela no hubiera desdeñado para incluirlo en su Oficio de tinieblas 5:  “Cuando sea rico, haré todo lo posible para tener un harén de gordas desnudas, todas con las nalgas pintadas de verde”, p.181). 
En suma, un tomo heterogéneo, desigual y por momentos irritante, que sólo conviene recomendar a los enamorados profundos del malogrado Antón Chéjov, que sabrán disculpar sus zonas de sombra o los bostezos inevitables que les asaltarán en algunas de las páginas.

martes, 29 de noviembre de 2016

La leyenda de El Dorado



Existe un espacio en nuestra mente (en la mente de todos) donde reinan la fantasía, las fábulas y el misterio; y ésa es la explicación de que determinadas obras (sean novelísticas o cinematográficas) triunfen de forma multitudinaria. Así, las historias de Matilde Asensi; así, las películas de Indiana Jones. Christian Kupchik editó con el sello Nowtilus un volumen que ahondaba en una de esas vetas: la búsqueda de riquezas y reinos imposibles o fabulosos en el Nuevo Mundo. Es decir, el mito de El Dorado, la Fuente de la Eterna Juventud, el reino de Paititi, la Ciudad de los Césares y algunos otros referentes inexcusables que alimentaron la ingente leyenda de América. Y lo hace amontonando un vertiginoso caudal de datos históricos, citas de exploradores y misioneros, observaciones de estudiosos y hasta indicios arqueológicos plenamente modernos. Todo ese material dota al libro de un aire serio y ponderado, que lo aleja de cualquier tentación sensacionalista.
Así, cuando nos habla de las presuntas amazonas que habitaban en las inextricables selvas del Nuevo Continente se nos advertirá de que tal mito carece de todo fundamento, pues se articula sobre referencias culturales europeas adaptadas a las Vírgenes del Sol de tierras americanas (que poco tenían de guerreras y mucho de estandartes religiosos). Y cuando tiene que abordar algún tema polémico, como el célebre tesoro perdido del emperador Moctezuma, se limitará a indicarnos que, según fuentes de la época, fue sumergido en una laguna (página 112), sin prestarse a más conjeturas.
Quizá las dos aproximaciones que más pueden sorprender al lector medio sean las que el argentino Christian Kupchik dedica al piloto norteamericano James Angel (quien, mientras trataba de encontrar el famoso oro de El Dorado, descubrió el salto de agua más elevado del mundo, llamado desde entonces Salto del Ángel, en su honor) y al explorador Percy Harrison Fawcett (quien a mitad de los años 20 se adentró en la selva amazónica en busca de una legendaria ciudad perdida y jamás volvió a saberse de él; actualmente el público lo recuerda porque sirvió como inspiración para el personaje de Indiana Jones, al que Steven Spielberg ha dotado de fama universal).

Un nutrido catálogo de fotografías (desde restos arqueológicos hasta los más variados paisajes americanos), citas textuales entresacadas de docenas de libros y un asombroso y elaborado cuadro de biografías y cronologías completan un volumen que, lejos de avanzar por el fácil sendero de la verborrea mistérica o del efectismo tipo Íker Jiménez, nos concede la posibilidad de conocer mucho y bien de cuanto escondió y sigue escondiendo el amplio mundo de las culturas precolombinas. Un trabajo tan elogiable como recomendable.

domingo, 27 de noviembre de 2016

El pequeño corredor



Tiene parte de razón el prologuista Mariano Baquero Goyanes cuando señala, en este libro de José Cervera Tomás, una escasa presencia de fulgores estilísticos; pero no es menor verdad que, si transitamos por los relatos del tomo con cierta lentitud contemplativa, nos sorprenden de vez en cuando alegrías formales que, discretas, enjoyan algunos de sus párrafos. Fijémonos, por poner un único ejemplo, en la página 70, donde nos habla de una carretera “que deja el adoquín para adoptar el asfalto”.
Pero es evidente que al escritor le preocupan mucho más otros aspectos. Sobre todo, trasladarnos una historia sencilla, trazada con pinceladas leves, escuetas y airosas: la del chiquillo aficionado al ciclismo que tiene una ensoñación centrada en el famoso Tour de Francia (“El pequeño corredor”), la del crío que contempla con estupor la regañina que su padre recibe de su superior jerárquico (“El niño que quiso ser hombre”), la del chaval pobre cuya única ilusión es que los Reyes le dejen un precioso juguete que ha visto en un escaparate (“La injusticia de un caballo”), la paradójica escena que se produce alrededor de una muerte (“El velatorio”)... o incluso aquellos relatos que muestran tintes más existencialistas (“Unos ojos sobre el mar”) o kafkianos (“El hombre del cuello torcido”).

José Cervera captura la magia pequeñita del instante y nos la sirve en un cristal de microscopio para que extraigamos de ella su gota de luz, su quintaesencia, su arquitectura fugaz o eterna. Su hijo, el catedrático Vicente Cervera Salinas, en la introducción del volumen, completa el panorama con unas líneas elegantes, contenidas y emocionadas. Un auténtico Pórtico de la Gloria para una obra que se lee sin decepción.

viernes, 25 de noviembre de 2016

Las palabras en la arena



Estamos en el año 30 d. C., en las inmediaciones de Jerusalén. Noemí, la esposa de Asaf (jefe de la milicia del Sanedrín), se encuentra inquieta e ilusionada, porque un viaje de su marido le va a posibilitar cumplir un deseo: citarse con el centurión romano Marcio, de quien está enamorada. De hecho, envía a su sirvienta (a la que todos llaman La Fenicia) para que le comunique la noticia al soldado imperial.
Entretanto, su marido y otras personalidades religiosas de la ciudad (saduceos, sacerdotes, fariseos) vuelven del Templo absolutamente irritados: al parecer, un predicador llamado Jesús, al que muchos llaman Rabí, ha impedido la justa lapidación de una pecadora utilizando un recurso inesperado: ha escrito unas palabras en la arena. Mientras le explica la escena a su esposa se da cuenta de que tanto ella como la sirvienta parecen demasiado nerviosas; y su suspicacia se verá incrementada cuando a La Fenicia se la caiga al suelo una bolsa donde brillan las monedas que Marcio le ha dado como pago por sus servicios como recadera. De ahí a acusar a la criada de prostitución hay un paso muy corto. Y ella tendrá que defenderse de la única manera posible: explicando que ha sido su señora quien le ha ordenado realizar esa misión.

Antonio Buero Vallejo, uno de los dramaturgos más talentosos de la Historia de España, consigue construir en esta breve pieza una historia tan terrible como eficaz, donde nos pone ante los ojos una profunda reflexión sobre la culpa, sobre la fidelidad y sobre la ira. Escoger a este autor es una de las mejores ideas que se pueden tener a la hora de elegir un libro.

miércoles, 23 de noviembre de 2016

Alma



El nombre y la fama literaria de Manuel Machado se han visto salpicados, con más frecuencia que justicia, por la comparación con su hermano Antonio. Y en ese ejercicio Manuel siempre ha resultado perjudicado: se ha señalado su menor rango filosófico, su menor profundidad, su menor influencia en otros vates. Las apreciaciones son, desde luego, razonables; pero incurren en la miopía de negar validez poética a un escritor por el hecho de que su hermano, su padre o su hijo alcanzasen mayores cotas de importancia. ¿Heinrich Mann frente a Thomas Mann? ¿Camilo José Cela frente a Jorge Cela Trulock? ¿Gonzalo Torrente Ballester frente a Gonzalo Torrente Malvido? Ninguno de los seis que acabo de traer a la memoria merece la etiqueta de mal escritor. Manuel Antonio Rafael de la Santísima Trinidad Machado Ruiz, ciertamente, tampoco.
En Alma (un volumen que fue publicado en 1902) advertimos que se mueve con la misma gracia y con la misma soltura en el arte menor y en el arte mayor. En el primer ámbito consigue maravillas alígeras como el poema Otoño, construido sobre versos sincopados y saltarines; y en el terreno de los versos más largos no se olvidan nunca, una vez leídos, textos como Castilla, donde ofrece un retrato impagable del Cid; o el no menos egregio poema Felipe IV, que debería figurar en muchos más libros de literatura para que nuestros estudiantes de Secundaria lo frecuentasen y admirasen.
A veces (absurdo e inútil sería negarlo), las tintas están un poco cargadas en el platillo declamatorio, lo que barniza el poema de cierta pomposidad. Ocurre, a mi juicio, en algunas líneas de Adelfos (“Nada os pido. Ni os amo, ni os odio. Con dejarme, / lo que hago por vosotros hacer podéis por mí... / ¡Que la vida se tome la pena de matarme, / ya que yo no me tomo la pena de vivir!”). Pero, por lo general, sabe contenerse mucho mejor que otros contemporáneos suyos, más desatados o estruendosos.

Los poemas de Alma están, sí, salpicados por una cohetería de guitarras, estrellas fulgentes, amores que no son de este mundo, hetairas, almas de nardo y otras pirotecnias modernistas que hoy leemos con una leve sonrisa irónica. Pero hay que reconocerle a Manuel Machado que, con esos mimbres, consiguió trenzar unas vasijas poéticas más que notables.

lunes, 21 de noviembre de 2016

Parpadeos



No cabe sino llamarlo azar. Es imposible concebir que pueda tratarse de otra cosa. Frente a los millones de libros posibles, frente a los miles de autores que se encuentran disponibles en castellano (no leo otro idioma), mis 35 años de lector me han puesto ante los ojos, como no podía ser de otra manera, a una pequeña parte de ellos. Y resulta muy fácil advertir que, salvo en el caso de los grandes nombres (Shakespeare, Borges, Flaubert, Kafka), a la gran mayoría de los otros se accede por rutas peregrinas: la intriga de una sinopsis, una portada especial, un título sorprendente, una recomendación encendida... No recuerdo qué albur colocó en mis manos Velocidad de los jardines, de Eloy Tizón. Pero sí sé que, sumergido en sus historias, tuve la sensación, explosiva e instantánea, de que me encontraba ante un escritor del que quería mantenerme cerca a partir de ese momento; un escritor al que necesitaba respirar y seguir. Por eso me convertí desde entonces en visitante asiduo de sus libros.
Ahora revisito su volumen Parpadeos y sigo maravillándome con los relatos que ya me impresionaron en su primera lectura: el dolor hondo, terrible y proteico que empapa las líneas de “Pájaro llanto”; el simbolismo fértil de “La tristeza del león”; el espeluzno casi cinematográfico de “Los invasores”; la lectura alegórica que nos permite ejecutar “Teoría del hueco”; los destinos inesperados que abofetean a los protagonistas de la serie Heidi en “Cimas blancas contra el cielo azul” o la bellísima historia del inquilino que entrevió al fantasma Jeremías Hünerberg... Vuelvo también a encontrarme con aquel microrrelato que tanto me sobrecogió en los años 90 (“Hoy después de comer he retirado el mantel, he lavado los platos, y un día estaré muerto”) y con aquellas líneas enumerativas que condensan toda una existencia (“La vida pasó, indiferente, con su menuda caravana de ruidos, fastidios, brindis, obligaciones, enfermedades, sobrinos, viajes, almuerzos, coitos, facturas, regalos, cabalgatas de reyes, domingos, nacimientos y muertes. Y al final de todo aquello: un silloncito de orejas”).
Eloy Tizón posee en grado sumo el “don de fluir” (utilizo la fórmula de Jorge Drexler), y con él esculpe páginas de agua, de aire, de tierra y de fuego. Páginas que, leídas años después, comprendes que son de mármol y que se insertan en un lugar privilegiado de la Historia de la Literatura Española.

Sin duda, uno de mis autores.

sábado, 19 de noviembre de 2016

La Estancia



Hace años se publicó en España (traducido por Miguel Candel y Marta Pino para el sello Paidós) un interesante trabajo de Stuart Kelly que se titulaba La biblioteca de los libros perdidos. En él nos ofrecía un paseo (erudito pero también muy sugerente e imaginativo), por gran número de obras literarias que jamás se escribieron o que en la actualidad se encuentran perdidas. Entre sus páginas aparecían referencias a Shakespeare, Aristófanes, Gogol, Jane Austen, Dickens, Dante, Milton, Flaubert, Goethe o Zola, pero no se mencionaba por ningún sitio a John Polidori, aquel médico tímido que convivió con lord Byron y Mary Shelley en Ginebra, durante el verano de 1816, y que no alcanzó más que una tibia repercusión después de publicar su breve novela El vampiro, antecedente del posterior Drácula, escrito por Bram Stoker.
Ahora, el escritor murciano Pedro Brotini se lanza a sugerirnos desde las páginas de La Estancia (publicada por La Fea Burguesía) una hipótesis llena de interés narrativo: ¿es posible que Polidori, a pesar de haber vivido siempre a la sombra castradora de lord Byron, concluyese una obra maestra y se editara de la misma un cortísimo número de ejemplares, que la convirtieron en una rareza editorial? Los testimonios de autores y críticos que dicen haber visto esa novela son tan escasos y circunstanciales que ningún investigador se toma en serio su presunta existencia... salvo Armando, un bibliófilo de finísimo olfato que dedica una buena parte de sus esfuerzos a esclarecer el misterio. Tras su muerte, será su viuda quien decida enarbolar ese estandarte y continuar la búsqueda de la enigmática narración de Polidori, para lo cual necesitará la ayuda de Irene (una antigua doctoranda que en la actualidad trabaja como cuidadora de ancianos) y de Markus (un brillante falsificador, que ya rebasó la edad de la jubilación).
Pero Pedro Brotini no se queda anclado en ese esquema narrativo, que resulta accesible a cualquier mentecato con ínfulas de bestseller. Lo que sus páginas nos proponen, por el contrario, es algo más denso, más duradero, más sugerente: un ejercicio de buena literatura, donde el lenguaje, la sintaxis y la erudición se conjugan con un exquisito cuidado de la arquitectura novelesca. Al avanzar por La Estancia, el lector se da cuenta de que está adentrándose en una propuesta que no está edificada con trucos baratos o repetidos, diseñados para capturar su atención, sino que se vertebra sobre personajes creíbles, con un hilo argumental verosímil y con un manejo brillante del material literario. Y también se da cuenta de que, en el fondo, Pedro Brotini le está contando varias historias de amor, fundidas en un mismo volumen: el amor entre Mary y John; el amor entre Armando y Aurora; y, por encima de todo, el amor a los libros, que es una constante que empapa, en gran medida, a los personajes de esta novela, desde el origen de los hechos históricos (Lord Byron, Mary Shelley, John William Polidori) hasta el presente.

El ganador del IV Premio Volkswagen Qué Leer (lo obtuvo en el año 2011 con su novela El tiempo de las palabras azules) ha vuelto con un libro muy notable, donde corrobora las excelentes sensaciones literarias que nos dejó. Y la editorial La Fea Burguesía vuelve a acertar con esta incorporación a su catálogo.

jueves, 17 de noviembre de 2016

Poemas



“Este pequeño compendio de poemas sale a la luz pidiendo disculpas, como quien dijo sin querer algo que sólo lo estaba pensando [...] Leedlo de noche, medianamente ebrios y con holgura en el cerebro”. Ésta es la petición que formula el conquense José Luis Coll en las últimas líneas del prólogo que abre sus Poemas, puestos en las librerías por Polar Ediciones en 1983.
Se trata de un tomo donde se cobijan dos tipos de composiciones. En las de aliento más largo (versos de arte mayor) el famoso humorista no suele acertar casi nunca con el aliento poético. Se muestra falto de ritmo; emplea unas rimas pobres (cuando no directamente ripiosas: “Yo tengo nariz para oler lo bueno. / Con ella no huelo lo que huele a cieno”); y tampoco consigue brillar en el empleo de metáforas y adjetivos. En los poemas de arte menor, en cambio, sí que logra algunos instantes felices, teñidos de un cierto toque filosófico o temporal (“La muñeca de mi hija / siempre está quieta. / La muñeca de mi hija / es ya mi nieta”) o embarcados en reflexiones sobre asuntos tan humanos como el amor, la compasión o la amistad (“Hallé un día entre los hombres / un leal y fiel amigo. / Jamás se lo dije a nadie. / Nadie me hubiera creído”).

En suma, un volumen no demasiado relevante en la trayectoria literaria del autor y que, con otra firma, ni siquiera habría sido publicado.

martes, 15 de noviembre de 2016

El tesoro de los Nazareos



Dentro del mundo de los libros, podría definirse el “canon” como el conjunto de obras que, a juicio de los críticos más almidonados, son las que ocupan los primeros puestos del ránking de la Historia de la Literatura. Así, serán ustedes informados de que “hay que leer” (el imperativo es casi kantiano) el Ulises de Joyce o los Cantos pisanos de Ezra Pound, pero que podemos tranquilamente pasarnos sin leer ni una sola novela de Noah Gordon o Stephen King. ¿Argumento? Pues que ciertos críticos, con sus lupas intelectuales, han determinado que así sea. Y quien reconozca que no entiende a Joyce, se aburre con Onetti, se atraganta con Kundera, bosteza con Murakami, le chirría en los ojos y oídos la prosa de Faulkner o se marea con Rilke ya se ha hecho merecedor de la etiqueta de “analfabeto”, con la que será apedreado. ¿Y qué pasa entonces con los millones de lectoras que devoran a Gordon, Clancy o King? Pues nada: que se equivocan, que no tienen gusto ni criterio. Curiosamente, cuando se pregunta a estos autores “bestsellerianos” por sus autores favoritos suelen demostrar una alta dosis de cultura y de tolerancia, reconociendo que adoran a García Márquez, Borges o Roth. ¿Quiénes son, en este berenjenal, los sectarios y los mentecatos? ¿Los que reconocen que leen de todo y que disfrutan con ello; o quienes niegan el pan y la sal a los constructores de fábulas dinámicas, atrayentes y seguidas por millones de personas, con el peregrino argumento de que “no tienen calidad”?
Por fortuna, crece día a día el número de escritores que, lejos de dejarse amilanar por estos intransigentes (Dámaso Alonso llamó “miserable criticastro” a Luis Astrana Marín por bastante menos), se dedican a lo que realmente les llama la atención: contar historias. Y contarlas, además, con palabras que puedan ser entendidas, y valoradas, y degustadas, por quienes no saben lo que es una hipálage, una antanaclasis o un políptoton, ni maldita la falta que les hace.
Uno de esos escritores potentes, enérgicos, vigorosos e imaginativos es el murciano Jerónimo Tristante, que en 2008 lanzó El tesoro de los Nazareos con el sello barcelonés Roca. En ese volumen nos encontramos a Rodrigo Arriaga, un antiguo espía de espectacular trayectoria que, para conseguir que los restos de su amada sean sacramentados y pueda obtener así el descanso eterno, acepta una delicada misión que le encomienda el enigmático Silvio de Agrigento, secretario del cardenal Lucca Garesi. ¿Y cuál es la misión? Pues infiltrarse en la todopoderosa y opaca Orden del Temple para descubrir de qué mecanismos se están valiendo para chantajear al Papa y conseguir cada vez más poder. ¿Acaso han encontrado algún documento vital en los sótanos del Templo de Jerusalén? ¿Disponen de reliquias inimaginables? ¿O han descubierto alguna información que les permite extorsionar y tener sojuzgada a toda la cúpula de la cristiandad?

Con este punto de partida, Jerónimo Tristante construye una historia llena de humor (episodios en los que siempre  interviene el lúbrico Toribio, criado de Arriaga), intrigas políticas, venganzas, traiciones, amores falsos y auténticos, persecuciones, peleas, pasadizos subterráneos rezumantes de humedad, templos misteriosos construidos en los sótanos de un castillo, tesoros perdidos, reliquias de incalculable valor económico e ideológico... El cóctel no gustará a los “canónicos” (es decir, a los partidarios del canon), pero regalará muchas horas entretenidas y amenas al público lector, que es soberano y dispone, siempre que los dictadores de normas no afirmen lo contrario, de inteligencia propia.

domingo, 13 de noviembre de 2016

Cuéntame cosas que no me importe olvidar



La mayoría de los seres humanos nacemos, crecemos y morimos en círculos pequeños, donde los parámetros vitales están definidos con nitidez: un cierto idioma, unas ideas religiosas imperantes, un entorno previsible, unas relaciones sociales convencionales, unos modos. En suma, una dialéctica bastante sencilla y anquilosada entre el “esto sí” y el “esto no”. Sólo en vacaciones o en carnavales osamos traspasar tímidamente esas fronteras y nos autorizamos habitar una piel distinta. Así que la fábula terrible que Pablo de Aguilar González nos propone en Cuéntame cosas que no me importe olvidar zarandea nuestra arquitectura interior y nos hace tragar saliva.
Estamos en plena Navidad y en las tristes inmediaciones de una oficina de empleo. Allí se encuentran varias personas a quienes la actual crisis-estafa ha expulsado de su círculo y ha lanzado al vértigo de la niebla: Reyes, que después de tres décadas desempeñando un cargo administrativo ha perdido su trabajo y ha sido abandonado por su esposa; Susano, que realiza equilibrios en el angustioso filo del desahucio y que no consigue apartar de su memoria a Abril, una sobrina política de la que está enamorado; Nacho, antiguo dios arrogante de las inmobiliarias, que no acaba de aceptar que su vida poblada de coches de alta gama, despilfarros en alcohol y contratación de putas de lujo ha tocado a su fin; Félix, al que erosiona un cáncer y que, por dignidad, se niega a seguir el extenuante e inútil tratamiento que los médicos le prescriben... Todos se verán envueltos en un misterioso enigma cuando sea encontrado el cadáver de uno de ellos y se descubra que, tiempo atrás, recibió casi dos millones de euros en la lotería. ¿Quién lo asesinó en su propia casa y se llevó una parte del dinero que guardaba allí?

Pablo de Aguilar, utilizando ese hilo negro, consigue unir en este volumen las historias de un grupo de perdedores que, en el fondo, representan a todos los perdedores de un país y de una época. El aquí y el ahora de una España envilecida hasta el vómito por quienes han manejado durante décadas los hilos de la política y del dinero, sin preocuparse por las consecuencias. De tal suerte que la telaraña final nos muestra, con detallismo doloroso, un buen manojo de derrotas crueles y hasta un complicado enredo relacionado con el tráfico de drogas, que se irán trenzando en una novela muy bien construida, en la que el autor consigue dibujar juegos malabares muy habilidosos con delincuentes violentos, seres derrotados, policías adúlteros, cuñados vengativos y otros especímenes igualmente chocantes, que mantienen la atención del lector sin ningún desmayo narrativo. Una gran propuesta para este final de año literario.

viernes, 11 de noviembre de 2016

El ojo de la cerradura



El valenciano Juan José Millás es, aparte de un novelista respetado y que ha obtenido multitud de premios por sus producciones (el Nadal, el Primavera, etc), un articulista brillante, eficaz e irónico, en el que chisporrotean docenas de imágenes memorables, adjetivos majestuosos, enfoques únicos y remates dignos de grabarse en mármol.
En El ojo de la cerradura se apresta a comentar, utilizando su inconfundible estilo, lleno de humor negro, inteligencia y cultura, un manojo de fotografías sobre las que aplica su mirada de observador agudo. Comentar estas páginas sin tenerlas delante constituye, desde luego, un atrevimiento, porque palabras e imágenes se funden en este libro para crear territorios inesperados, fogonazos de luz y bofetadas de asco. Así, cuando vemos, por ejemplo, a una serie de iraquíes (entre los que hay incluido un niño) atados y con los ojos vendados, que permanecen en cuclillas, ironiza con tristeza sobre la superioridad moral de los occidentales, que peinamos bien a los niños para este tipo de imágenes. O cuando nos coloca ante los ojos la imagen de una mujer que ha pasado por una clínica de cirugía estética y que muestra un escote esplendoroso y turgente, aclara que durante su niñez pensaba que los senos de las mujeres eran totalmente redondos, y que el descubrimiento de los pezones le produjo, años después, vértigo. La frase con la que completa el párrafo es estupenda: “Emocionalmente estoy en contra del pezón, pero racionalmente apoyo su existencia”. O cuando nos hace tragar saliva con la columna La maleta es un cuerpo, protagonizada por una anciana que tiene que abandonar su hogar tras el derrumbe del mismo. O cuando lamenta que nunca sea el momento oportuno (vaya por Dios) para retirar los símbolos franquistas de las calles españolas. O cuando...
Podría multiplicar los ejemplos y seguiría sin dar ni siquiera un pálido reflejo de lo que este volumen contiene, porque en todas sus páginas aletean el ingenio, la acerada exactitud de su ironía o el fulgor estilístico de un prosista excelso. Dense el gusto de disfrutar con esta obra y luego me cuentan.

miércoles, 9 de noviembre de 2016

Odas de Ricardo Reis



Para mí, leer o releer a Fernando Pessoa siempre es una aventura, un reto y un bálsamo. Si los textos son nuevos, porque me provocan con su inteligencia y me seducen con el primor de su estilo; si ya los conocía, porque renuevan en mi ánimo la maravilla de visitar de nuevo a un genio. Me he terminado ahora, en diez noches intensas de café y flexo, las Odas de Ricardo Reis, que traduce Manuel Moya para el sello Visor.
Y la verdad es que no quiero decir nada más.
No me hace falta.
Solamente, que he disfrutado de Pessoa.
Que me ha hecho pensar y sentir.
Que ha vuelto a conquistarme (una vez más, y van...).

Y que copio algunos de los versos del volumen, para mi disfrute y el vuestro: “Que noche hay antes y después / de lo poco que duramos” (Que há noite antes e após / o pouco que duramos); “En cualquier hora puede sucedernos / que nos cambie todo” (Em qualquer hora pode suceder-nos / o que nos tudo mude); “Sólo en la ilusión de la libertad / la libertad existe” (Só na ilusão da liberdade / a liberdade existe); “No en el objeto, sino en el modo está el amor” (Não no objecto, no modo está o amor); “De los dioses quiero tan sólo que no se acuerden de mí” (Quero dos deuses só que me não lembrem); “A quien nada conceden los dioses, tiene libertad” (A quem deuses concedem nada, tem liberdade); “Todo contiene mucho si los ojos saben ver” (Tudo contém muito se os olhos ben olharem); “Vive la imperfecta hora / perfectísimamente / y sin nada esperar / de los hombres, ni de los dioses” (Vive a imperfeita hora / perfeitissimamente / e sem nada esperares / dos homens, nem dos deuses).

lunes, 7 de noviembre de 2016

Equipaje ligero



Leyendo a velocidad normal, se necesitan apenas quince minutos para leer este poemario de Francisco Javier Illán Vivas, que se titula Equipaje ligero y que salió a la luz hace un año con el sello ADIH. Si, por el contrario, uno detiene la mente en el sentido filosófico o existencial de cada uno de los pequeños poemas del volumen, la duración de la lectura puede extenderse hasta donde se quiera: un día, una semana, un año. Porque la condición de estos versos aparentemente desnudos, engañosamente desnudos, es que cobijan una densidad interna muy notable, casi como si fueran magnetares.
Habita en ellos un amplísimo arco de emociones (la desesperanza, el amor, la frustración, la soledad, el hastío, la duda, el miedo), que el poeta conjuga con pocas y exactas palabras, para crear sus músicas de miniatura, sus viñetas diamantinas, sus teselas tristes. Así, nos encontramos en sus páginas con breves pero amargas confesiones existenciales (“No sueño / no aguardo / no confío / no vivo: / paso, / sin más”), con metáforas en las que brilla el óxido de la acedía (“Este tren / no se detiene / en ninguna estación”), con reflexiones de espíritu oriental (“De tu mirada / a mi mirada / ¿sólo un paso?”), con  estructuras en las que la epanadiplosis nos hace tragar saliva (“Sangro / de silencio, / sangro”) o con juegos visuales que habrían hecho las delicias de muchos poetas simbolistas (“En el horizonte, / el día / apaga su colilla”).
Pero también nos encontramos con la fuerza impulsora del amor, que borra los grises y da sentido a la existencia del vate (“Las puertas cerradas / y confusión, / esos trenes / viajan opuestos, / antes de conocerte / sólo puertas cerradas / y confusión, / sombras / sombras de nada / y confusión. / Antes de conocerte”) o que lo impulsa a convertir los dones de la amada en su estandarte, alzado para mostrar al mundo la felicidad que lo embarga (“Escribiré sobre mi espalda, / convertida en concha, / el año, el mes, el día, / la ciudad, la calle, el lugar / donde me miraste”).
Versos para sentir y para pensar, para saborear y para asimilar, para perderse y para encontrarse.

Versos de Francisco Javier Illán Vivas.