lunes, 30 de noviembre de 2015

Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso



Dicen que el amor no tiene edad, pero seguramente lo que no tiene edad es la tristeza que provoca el aislamiento. Eugenio, periodista soltero y jubilado, vive en un pequeño pueblo de Castilla, cuidando de su huerto, atendido por una sirvienta entrada en años, relacionándose con pocas personas de su entorno… Y un día, en la consulta del médico, descubre en una revista de contactos la existencia de Rocío, una sevillana diez años más joven que él, animosa y con ganas de relacionarse con un hombre de sus características. Sin dudarlo, corta la hoja y le escribe.
Comienza entonces una relación epistolar muy hermosa, en la que Eugenio le habla de su salud (le indica que solamente tiene “alifafes, las goteras propias de la edad”), del modo en que vivió su infancia como huérfano, de sus diversos trabajos hasta recalar en el periódico El Correo de Castilla, de sus hermanas Rafaela y Eloína (ya muertas)… Con el paso de las semanas, se permite llamar a Rocío “amor” y comienza a deslizarle confidencias de tono más íntimo (“Creo que ya es hora de decirte que, pese a mis sesenta y cinco años, no he conocido mujer en sentido bíblico”), a la vez que avanza en su deseo de conocerla por fin en persona: la foto que ella le ha mandado lo ha entusiasmado.
A ratos, el protagonista produce una inevitable irritación, por el modo invasivo en que actúa con respecto a Rocío, a la que va asfixiando poco a poco con sus imposiciones, ideas gastronómicas, explicaciones agrícolas o caprichos varios; otras veces, imaginarlo en la soledad de su pueblecito castellano nos impele a sentir lástima por él, hombre cercano a la consunción y que no quiere morir sin haber merodeado el amor de una mujer antes de que lo reclame la Parca.
La penúltima carta del volumen, cuyo desarrollo y sentido no desvelaré, es una de las más hermosas, emocionantes y tristes que pueden leerse.

Miguel Delibes, maestro entre los maestros, consigue dibujar ante los ojos de los lectores dos figuras impresionantemente densas y perfiladas: las de Eugenio y Rocío (las misivas de ella no se reproducen, pero el jubilado, respondiendo a sus frases, nos permite conocerlas en esencia), a quienes no deja acomodarse en el tópico, enriqueciéndolas con mil matices sorprendentes y llenándolas de humor y humanidad. Y lo hace con una de las prosas más elegantes, ricas y musicales que ha conocido el siglo XX español. Gloria por siempre a Miguel Delibes.

sábado, 28 de noviembre de 2015

Seis personajes en busca de autor



Resulta innegable la originalidad que Luigi Pirandello imprimió a esta pieza, una de las más famosas que compuso. Su inicio es curioso e irónico: un grupo de actores están reunidos para proceder al ensayo de la obra pirandelliana El juego de los papeles, circunstancia que el autor de Agrigento aprovecha para burlarse de forma irónica de sus propias comedias, “que nadie comprende y parecen creadas a propósito para que ni los actores, ni los críticos, ni el público queden contentos”. Cuando el ensayo apenas se ha iniciado irrumpen seis personajes, pidiendo al director y los actores que por favor elaboren un guión para darles vida eterna a ellos, que nacieron en la mente de un escritor… para que luego éste los dejara de lado, inertes, sin vida. Viven una situación complicada, llena de odios, ira, abandonos y agresiones emocionales entre sí. Se percibe con claridad el alto nivel de tensiones que acumulan y que verbalizan de forma constante, ante la inicial perplejidad y la posterior curiosidad de los actores.
Las tragedias terribles que zarandean a la familia, junto a ese aliento de vida que late en ellos y que el autor no ha querido convertir en una obra, son los dos elementos que les han impulsado a presentarse en el ensayo para pedir ayuda al director: “Ima­gine la desgracia que es para un personaje todo lo que le he dicho, haber nacido vivo de la fantasía de un autor que luego quiso negarle la vida. Y luego dígame si este personaje, abandona­do de esa manera, vivo y sin vida, no tiene razón para hacer lo que nosotros estamos haciendo, en este momento, frente a ustedes, luego de haberlo hecho muchas veces, créame, delan­te de nuestro autor, todo para animarlo”.
Convertidos en espectadores cada vez más interesados, los actores de El juego de los papeles escucharán la historia de sus visitantes y, después de las risas del comienzo, comenzará a producirse una extraña situación, en la que unos y otros se sentirán zarandeados por la tragedia y el horror.

Curiosa y densa, esta pieza dramática se convirtió pronto en uno de los textos más conocidos de su autor, que obtuvo el premio Nobel de Literatura en 1934.

jueves, 26 de noviembre de 2015

Esperando a Godot



Ha vuelto a ocurrirme. Me pasó cuando leí esta obra en mi juventud y ahora que la releo me encuentro con la misma incertidumbre. ¿Esperando a Godot es una obra genial, metafísica, profunda, de la que extraer mil y una lecciones sobre el sentido de la vida humana; o, por el contrario, es una tontuna coyuntural que, dentro de un siglo, será juzgada como fruslería o blablableo? Me siento incapaz de pronunciarme con firmeza. Hay secuencias y frases de la obra que te dejan anonadado y reflexivo. Y otras en las que percibes un cierto aroma de tomadura de pelo literaria. No sé. Es complicado.
Vladimir y Estragón se encuentran en escena solos, junto a un árbol, esperando la llegada de un misterioso Godot que, un día tras otro (y al parecer sucede así desde tiempo inmemorial), excusa su presencia y los emplaza mediante un chico para la jornada siguiente. Ellos, ansiosos y aburridos a partes iguales, juegan a hablar, a distraerse con lo que pueden, piensan en ahorcarse, piensan en irse, piensan en diálogos absurdos y, cuando las fuerzas flaquean y están a punto de darse por vencidos, pronuncian el diálogo-mantra que los mantiene pegados a la escena: no pueden irse porque están esperando a Godot. Cuando aparecen por allí el despótico Pozzo y el lacayuno Lucky (irónico nombre), algo diferente se ofrece ante sus ojos, pero es un espectáculo bochornoso: contemplar cómo el primero humilla al segundo, al que lleva atado con una cuerda y a quien insulta y maltrata de un modo continuo y lamentable. Apenas más. El resto son frases de gran brevedad que se van alternando con un ritmo hipnótico, en trayectorias circulares que los dejan (y nos dejan) siempre en el mismo punto: vacíos, huérfanos de toda explicación, pobres, hambrientos… y esperando a Godot.
Apuntaré algunas de las sentencias del libro: “Las lágrimas del mundo son inmutables. Por cada uno que empieza a llorar, en otra parte hay otro que cesa de hacerlo. Lo mismo pasa con la risa” / “No hablemos mal de nuestros tiempos; no son peores que los pasados. Claro que tampoco debemos hablar bien. No hablemos” / “Todos nacemos locos. Algunos siguen siéndolo”.

Y después sólo me queda quedarme callado. Quizá vuelve a la obra en mi vejez, para completar el ciclo y descubrir si he logrado extraerle su enigma.

martes, 24 de noviembre de 2015

El instante de peligro



La literatura tiene, en ocasiones, curiosas carambolas que suceden sin planificación pero que iluminan espacios impensados. Hace bien pocos meses que Antonio Muñoz Molina publicó su novela Como la sombra que se va, y he aquí que Miguel Ángel Hernández nos habla, en su última producción (El instante de peligro), flamante finalista del premio Herralde, de una sombra que permanece, de una sombra indeleble, de una sombra enigmática que se observa en unas grabaciones antiguas y a la que el protagonista, Martín Torres, deberá encontrarle un sentido psicológico o estético, tras la petición que en ese sentido le formula Anna Morelli. Martín, que trabaja como profesor de Historia del Arte en una universidad española, aceptará el reto y se desplazará hasta el Clark Art Institute (Williamstown), donde doce años atrás estuvo como becario. Allí se verá inmerso en una historia llena de tentáculos, recodos de niebla, silencios que aúllan y pliegues inesperados, que salpicarán su vida y la conducirán por unos vericuetos sorprendentes.
Resumir la historia podría resultar fácil, pero se me antoja absurdo y empobrecedor acometer siquiera el intento, porque la gran maravilla de Miguel Ángel Hernández consiste en que multiplica en cada página los matices de la misma y, actuando con una prosa que se mueve en espiral, va trazando circuitos cada vez más amplios, más airosos, más sugerentes, hasta que olvidamos el remoto punto originario de la trama. Así, las monótonas y casi estáticas imágenes que alguien grabó sobre un paisaje remoto, salpicadas de silencio y huérfanas de todo vigor narrativo, se volverán sugerente excusa para que Martín Torres nos hable del arte, de sus conceptos sobre el amor y las relaciones humanas, de las torpes burocracias del actual mundo universitario, de los miedos ocultos que todos transportamos en el corazón o el alma, de los misterios que cruzan o encharcan nuestras vidas, del olvido que todo lo acabará engullendo, de las dificultades que ciertos seres encuentran para relacionarse consigo mismos y con los demás.
Poco importa, pues, que se acabe descubriendo quién y por qué grabó aquellas cintas. Poco importa que seamos capaces de imaginar las conexiones (que bien poco se preocupa de camuflar Miguel Ángel Hernández) entre Anna Morelli y Martín Torres con dos personas de la Murcia actual. Lo que de verdad adquiere sentido profundo en esta novela es que sus páginas nos presentan unos modos de ver la pintura, el cine y el paso del tiempo tan sorprendentes, tan impactantes, tan subyugadores, que terminan influyendo en la persona que recorre el libro, siempre que éste lo lea con la debida lentitud reflexiva.

El instante de peligro es sin duda un libro inteligente y sensible, que lleva al lector a convertirse en un ser más inteligente y sensible. Un volumen que abre ventanas, franquea puertas, propone pasillos, prende luces, sugiere tinieblas, rasga velos y, sobre todo, te obliga a considerar un modo distinto de la mirada, una sensibilidad especial, diáfana y turbia a la vez. Una de las grandes revelaciones de la temporada.

domingo, 22 de noviembre de 2015

Ramón del Valle-Inclán



Con ese título sencillo (y con un subtítulo que, además de significativo y sonoro, es un perfecto octosílabo: “Genial, antiguo y moderno”), Joaquín del Valle-Inclán, profesor de instituto y nieto del escritor de la generación del 98, acaba de editar en el sello Espasa una extensa biografía de su ancestro que resulta realmente impagable para conocer detalles sobre la vida de quien fue uno de los renovadores más destacados de la prosa española del siglo XX y autor de una gran cantidad de novelas, artículos, piezas teatrales y otras textos.
Nos dice el biógrafo que se planteó esta labor, entre otras cosas, porque era necesario desmontar innúmeras falsedades sobre don Ramón, que circulan en docenas de publicaciones pretendidamente serias; pero que finalmente se ha dado cuenta de que el propósito era descabellado, porque exigía un esfuerzo tan abrumador como quizá condenado al fracaso. Sí aprovecha el prólogo para lanzar un endiablado trallazo contra Manuel Alberca, antiguo colaborador del que se distanció y que hace poco obtuvo el XXVII Premio Comillas con su trabajo La espada y la palabra, el cual “tomó la decisión de publicar por su cuenta, atribuyéndose toda mi labor —y la de otros— con el más completo desparpajo, llegando incluso a citar en los agradecimientos a Carlos del Valle-Inclán Blanco, con quien no tuvo ni siquiera contacto visual” (p.17).
Soslayada la polémica, que seguramente dará que hablar en los foros especializados, Joaquín del Valle-Inclán nos aporta una serie de informaciones muy útiles, llamativas y jugosas sobre aquel “eximio escritor y extravagante ciudadano” que pobló de anécdotas y buena prosa la historia del siglo XX español:  que resulta imposible dictaminar la fecha exacta de su nacimiento, aunque hay que situarla en la última semana de octubre de 1866; que durante su juventud fue muy aficionado al espiritismo y que durante su madurez “sorprende su credulidad hacia fenómenos paranormales, como la visión a través de cuerpos opacos” (p.37); que fue un estudiante mediocre, pero un buen practicante de esgrima; que odiaba la bohemia (informador que sorprenderá a muchos de los admiradores de su Luces de bohemia, obra donde no pretendió retratar a Alejandro Sawa, quien no es “un trasunto de Max Estrella”, p.124); que su posición política frente al carlismo es difícil de definir con claridad; que fue muy aficionado a las corridas de toros (admiraba a Juan Belmonte); que siempre mostró desprecio por la Real Academia Española; que barajó la posibilidad de abandonar la literatura para dedicarse a vivir de los viñedos; que empezó a probar el hachís hacia 1908; y, sobre todo, que hay que negar taxativamente que padeciese agobios económicos (el autor aporta innumerables datos sobre los pagos de derechos de sus libros, conferencias y similares, que le reportaban siempre un medio de vida más que aceptable).

Haciendo encaje de bolillos para unificar cartas, reseñas, artículos de opinión, notas de prensa, escritos notariales, biografías, reportajes periodísticos y mil textos más en un todo orgánico y de exposición amena, Joaquín del Valle-Inclán nos lega con este volumen una laboriosa y francamente útil investigación, que separa con nítida honradez erudita lo que pertenece al ámbito de lo probable (documentos) y lo que merodea el territorio de la conjetura, la fantasía, la anécdota interesada o el engaño histriónico. Merece la pena adentrarse en este tomo: se aprende mucho.

viernes, 20 de noviembre de 2015

Hambre



Han sido numerosas las crónicas que se han hecho (en cuento, novela, artículos periodísticos, ensayo y hasta poesía) sobre el artista que, entregado a una labor sin recompensa económica inmediata y rodeado por la incomprensión, se muere de hambre. Pero la que elaboró el noruego Knut Hamsun en su obra Hambre es una de las más intensas y desgarradas que he podido leer.
Su protagonista ejerce una especie de periodismo freelance que apenas lo deja ver algunas coronas de vez en cuando. Escribe artículos sobre los temas más variopintos y cuando, después de muchas vueltas, los acerca al periódico de turno, recibe el rechazo, la indiferencia o, menos frecuentemente, unas monedas por su trabajo. Alguna vez ha intentado ser ayudante de caja, tenedor de libros y hasta bombero (lo rechazaron por llevar gafas), pero jamás ha logrado un sitio en el que instalarse y del que cobrar. De tal forma que se ve sometido a las más tristes humillaciones: vende su chaleco (pasando a partir de entonces un frío atroz y constante), intenta vender sus gafas, los botones de su chaqueta y hasta la colcha vieja que le prestó un amigo… Sus lamentos van aumentando, conforme la situación se vuelve más angustiosa: ¿Cuál era mi enfermedad? ¿Era que el dedo de Dios me había señalado? Pero ¿por qué a mí precisamente? ¿Por qué no había elegido, puesto que también está allí, a un hombre de América del Sur? Cuanto más pensaba en ello, más inconcebible me parecía que la gracia divina me hubiera escogido precisamente como conejo de Indias para sus experi­mentos”.
Golpeado por las penalidades, tiene que dormir una noche en el bosque, se hace pasar por transeúnte para que lo dejen pernoctar en una comisaría, se hospeda sin pagar en una pensión de mala muerte (de la que amenazan con echarlo casi todos los días), come de limosna (resulta espeluznante la secuencia en la que pide a un carnicero un hueso crudo “para su perro” y luego lo mordisquea en un rincón hasta que le llega el vómito)… De vez en cuando tiene alucinaciones o se deja llevar por pensamientos absurdos, como inventar una palabra y obsesionarse con ella, o indagar las dimensiones que tiene un agujerito que ha visto en una pared. El lector alcanza al final de la novela la certidumbre de que el protagonista está a punto de perder la cabeza como consecuencia de la privación tan prolongada de comida…

Novela dura, salpicada por escenas crudísimas, Hambre nos coloca en la zona menos romántica de la literatura, allí donde el lirismo cede al dolor de tripas y donde las ojeras no resultan seductoras. Impresionante.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

De cofres, virtudes y otros pecados



Escribir un libro de cuentos es una operación que no todo el mundo es capaz de ejecutar con elegancia, porque cada una de las historias que se cobijan entre sus tapas exige una concentración y un tono, una música y una arquitectura, un aroma y un ritmo. No son atributos fáciles.
Joaquín García Box acaba de publicar su primer volumen de este género, que lleva por título De cofres, virtudes y otros pecados, donde nos coloca ante los ojos una ambiciosa serie de propuestas narrativas que sitúa en diferentes épocas y diferentes lugares del mundo, en un despliegue de musculatura imaginativa que se antoja admirable y que nos llevará desde los páramos bíblicos hasta los gélidos paisajes del Polo Norte, desde el Antiguo Egipto hasta la Rusia del siglo XIX, desde Noé hasta Rasputín. Viajando por sus páginas nos irá proponiendo historias de espadas mágicas, venganzas atroces, misterios escondidos en viejas matriuskas, herederos al trono faraónico que llevan su homofobia hasta el extremo de atentar contra alguien de su propia familia o ancianos inuit que relatan antiguos episodios para sus nietos.
Súmese a todo esto los deliciosos poemas que Juana Fuentes compone para acompañar a los relatos y las ilustraciones de José Juan García Box y Alicia García Marín, que terminan de redondear la propuesta.
Un despliegue de sorpresas, humor y estupenda prosa que afianza al escritor con este tercer libro y que lo sitúa en una ascendente línea literaria digna de aplauso.

lunes, 16 de noviembre de 2015

La Hermandad de la Sábana Santa



Las pruebas con el carbono-14 que han efectuado los expertos han sido determinantes: la conocida como “Sábana Santa” de Turín puede ser datada en el siglo XIII. Tal vez en el XIV. Se trataría, pues, de un objeto admirable y sin una explicación científica convincente, pero que en modo alguno se relaciona con el sudario que envolvió presuntamente a Jesús de Nazaret después de su muerte. Julia Navarro lo sabe, como lo sabe cualquiera que se haya molestado en leer con cierta profundidad sobre este asunto… Pero la escritora encuentra una salida muy hábil para justificar la existencia de este tejido sin desmentir su procedencia milagrosa. Y lo hace en su aclamado texto La Hermandad de la Sábana Santa.
Se trata de un libro de consumo, sin excesivas pretensiones literarias, donde la madrileña introduce todos los ingredientes que el público espera ansioso de un volumen de estas características: templarios que se mantienen camuflados en la sombra y que aparecen infiltrados en todas las altas capas de la sociedad (gobiernos, finanzas, Vaticano); sacerdotes equívocos que saben más cosas de las que quieren reconocer o hacer públicas: asesinos a sueldo que no vacilan a la hora de acometer sacrificios por su jefe (incluso dejarse cortar la lengua para no delatar a sus superiores en caso de ser capturados); misteriosos túneles subterráneos que horadan la ciudad de Turín; “topos” cuya identidad no queda esclarecida hasta el final de la novela; y, por supuesto, una organización religiosa de inmenso poder que, desde hace siglos, conspira en secreto para obtener la posesión de la Síndone. Nada nuevo bajo el sol.
La obra no resulta espectacular desde el punto de vista literario, ni tampoco nos entrega excelencias desde el punto de vista psicológico (los personajes son tan convencionales que incurren en el cliché), pero aportará horas de distracción a un segmento amplio de lectores y eso es perfectamente legítimo y respetable. Si ya han leído obras de esta temática prepárense para recibir más de lo mismo. Si no lo han hecho creo que disfrutarán bastante. A unos y otros les aconsejaría que se detuvieran sobre todo en la parte de la novela que transcurre durante el reinado de Abgaro de Edesa: creo sinceramente que es lo mejor del libro.

sábado, 14 de noviembre de 2015

Las tribulaciones del estudiante Törless



El director del instituto donde estudia el joven Törless lo resume muy bien en las páginas finales de la obra, cuando está interrogando al muchacho por su relación con las humillaciones que ha sufrido su apocado compañero Basini: “No sé verdaderamente lo que pasa por la cabeza de este Törless”. Así me he sentido yo como lector tras cerrar Las tribulaciones del estudiante Törless, de Robert Musil. No termino de asimilar al personaje, ni su vocabulario, ni su pensamiento. Se me escurre como mercurio. Tengo la impresión de que escapa a mi análisis.
Al comienzo, la novela parece presentarnos una acción sencilla: el modo en que viven en un instituto de elite unos jóvenes, que distribuyen su tiempo entre los estudios, los paseos por la campiña o las visitas a una mujer llamada Bozena (“Vil prostituta entrada en años”), que les depara unos leves escarceos sexuales. Pero un día se produce un hecho que les proporciona una distracción nueva: su compañero Basini ha sustraído de un arcón cierta cantidad de dinero; y quienes lo descubren (Beineberg y Reiting) se convierten en los sádicos torturadores del muchacho, que se somete a todo tipo de bajezas para que no lo delaten. Hasta ahí, todo parece sencillo. Pero el modo en que Törless se incorpora a los hechos es tan peculiar que los contamina de niebla. Empieza a hablarse de culpas, de almas, de hipnosis, de visiones morales desdobladas… y la trama comienza a diluirse, para transformar la obra en un tratado de psicología o mística que a mí, si he de decir la verdad, me ha provocado unos descomunales bostezos.
Leo en la Wikipedia que el muchacho protagonista “se ve confrontado a la sexualidad, la homosexualidad, la crueldad, el sadismo y el victimismo, la moralidad y la conciencia” y que “intenta un análisis racional de los hechos”. La primera frase la puedo aceptar, porque es así (aunque su formulación literaria me haya resultado tediosísima), pero la segunda es falsa. Törless bucea de noche y no entiende nada, como un pez abisal al que hubieran extirpado los ojos. Intenta entender y entenderse, pero lo hace con frases tan ampulosas, tan huecas, tan evanescentes, que no he terminado en ningún momento de saber qué diablos pasa por su cabeza. Como le ocurría a su director.

Por tanto, resumiré diciendo que quizá desde el punto de vista intelectual sea una obra muy jugosa o sugerente (no estoy en condiciones de valorarlo, ni me voy a esforzar lo más mínimo en hacerlo), pero que desde el punto de vista estético-novelístico me ha parecido un truño de mucho cuidado.

jueves, 12 de noviembre de 2015

Luna de lobos



Existen tres tipos de personas al acabar una guerra: quienes mueren, quienes sobreviven y quienes quedan fuera del tiempo. Ángel pertenece sin la menor de las dudas al tercer grupo, el más desgarrado. Durante la guerra civil española de 1936 se ha echado al monte en compañía de otros coterráneos (Ramiro, Gildo, Juan…) y, durante casi una década, se ha mantenido oculto yendo de acá para allá, manteniendo escaramuzas a tiros con los soldados, robando para comer, allanando viviendas, requisando ovejas de pastores atemorizados y, siempre, viendo sufrir a los suyos por las represalias que los oponentes (y pronto vencedores de la guerra) les infligen de forma inmisericorde. Él, que fue antaño maestro de escuela, ahora tiene que buscarse la vida convertido en una alimaña, en un lobo que se esconde en grutas y establos, que camina sobre la nieve, que se protege del frío en hogares asaltados a punta de metralleta y que, en ciertas ocasiones, se camufla bajo una trampilla en el suelo, cubierto de estiércol para que su rastro no sea visible.
Lentamente, sus compañeros irán cayendo bajo las balas enemigas o bajo los fuegos que provocan a su alrededor, y Ángel se irá quedando solo en su lucha, a la que cada vez ve menos sentido. ¿Por qué seguir en esta cruzada en la que todo está en su contra? ¿Por qué permitir que sus seres queridos reciban tantas y tan duras represalias por su culpa (palizas, rapados de pelo, insultos)? Consciente de que los tiempos y el signo de la Historia se le muestran hostiles, Ángel irá sufriendo una merma paulatina de sus ideales y de su vigor, que lo conducirá a adoptar una postura tajante.
Solo y perseguido, “condenado a estar en guardia mientras todos duermen”, el protagonista de la novela terminará escuchando de labios de su hermana las palabras que, aun siendo justas, no hubiera querido oír.
Luna de lobos es una durísima novela sobre quienes lucharon en el monte durante la guerra civil del 36 y que luego debieron sobrevivir de forma montaraz como fugitivos en condiciones infrahumanas. Julio Llamazares consigue con esta narración poner ante nuestros ojos una parte de nuestra historia reciente que aún necesita ser valorada con la justicia debida.
Un consejo: si se acercan ustedes a esta novela lean justo después Sólo guerras perdidas, de Pascual García. Es complicado (para mí, imposible) dictaminar cuál de los dos libros atesora mayor calidad literaria.

martes, 10 de noviembre de 2015

Bartleby y compañía



Pese a que existe un número altísimo de escritores que durante siglos han redactado sus obras para alcanzar la gloria, el éxito, el reconocimiento o la riqueza, puede constatarse con superior pasmo que también los hay que, por razones variadas, dejaron un día de escribir y se abandonaron a la oquedad del silencio. Enrique Vila-Matas, en esta singular obra que resulta difícil catalogar y que se desliza por los senderos de la novela y del ensayo, desmenuza los casos de docenas de creadores que eligieron el camino del No.
Por ejemplo, Robert Walser, que desempeñó múltiples oficios subalternos (incluso el de criado) y que escribía con desgana en horas intempestivas. O el mexicano Juan Rulfo, que cuando le preguntaban por qué no escribía más respondía que se le había muerto el tío Celerino, que era quien le contaba las historias. O el catalán Felipe Alfau, que se escudaba en el hecho de haber aprendido inglés tras su emigración a los Estados Unidos, y que eso le había provocado un disloque emocional. O Rimbaud, que renuncia a los 19 años al ejercicio de la escritura y se embarca en aventuras sin cuartel durante las dos décadas siguientes, hasta su muerte. O Sócrates, un excéntrico (al que Vila-Matas compara con Pere Gimferrer por su forma de vestir) que jamás escribió palabra alguna. Es un conjunto de gente “paralizada ante las dimensiones absolutas que conlleva toda creación”, que se enclaustran voluntariamente en su propio laberinto; o, como dice el mismo Vila-Matas, que habitan en “una estética del desconcierto”. Escritores que quieren ser olvidados y no resultar objetos de culto o adoración.
Más adelante se ocupa en el volumen de Pepín Bello, compañero mudo de los impresionantes creadores de la generación del 27, que se le antoja “el escritor del No por excelencia, el arquetipo genial del artista hispano sin obras”. Y de Bobi Bazlen, “un judío de Trieste que había leído todos los libros en todas las lenguas” y que se limitaba a apuntar notas a pie de página para textos inexistentes. Y de Pedro Garfias, que se pasaba largas temporadas sin escribir porque andaba buscando un adjetivo y no daba con él. Y de Felisberto Hernández, que es un bartleby especial, que siempre dejaba sus cuentos inacabados. Y de Juan Ramón Jiménez, que no escribe una sola línea desde la muerte de su esposa Zenobia, ocurrida en 1956.
El narrador de la obra es además tajante en algunos juicios genéricos, que no todos compartirán: “He sido afortunado, no he tratado personalmente a casi ningún escritor. Sé que son vanidosos, mezquinos, intrigantes, egocéntricos, intratables. Y si son españoles, encima son envidiosos y miedosos. Sólo me interesan los escritores que se esconden, y así las posibilidades de que les llegue a conocer aún son menores”.

Un libro para amantes de la literatura y de la reflexión.

domingo, 8 de noviembre de 2015

Cartas de amor



Explicaba en una de sus páginas memorables Francisco Umbral que del genio se aprovechan hasta las migajas. Y en el caso del chileno Pablo Neruda (como en el caso del también chileno Roberto Bolaño), este aserto adquiere la condición más exacta, porque no dejan de aparecer en las mesas de novedades de las librerías volúmenes con sus inéditos, sus cartas o sus borradores. Lo cual resulta, para sus fieles, una fontana de impagable felicidad. Ahora es el prestigioso sello Cátedra el que, en edición de Gabriele Morelli, nos ofrece las Cartas de amor del premio Nobel de Literatura del año 1971.
El volumen se abre con 33 cartas más anecdóticas que valiosas (20 enviadas a Laura y 13 dirigidas a Terusa), pero luego comienza a llenarse de informaciones interesantes con los envíos a Albertina Rosa Azócar. En esta sección, que se extiende más allá del centenar de misivas, le dice que recuerda y añora cada porción de ella, desde la frente hasta las uñas de los pies, y que sufre de nostalgia (“Todo, todo me hace falta hasta la angustia, como tú nunca, nunca podrás comprenderlo”, p.129); le dedica párrafos donde poesía y humor van de la mano (“Me gusta la palabra manzana. MANZANA. Si tengo alguna hija se llamará manzana, sin duda”, p.148); le traslada su sensación de soledad por vivir en Temuco (“Por qué mi madre me parió entre estas piedras?”, p.150); y, al final, le va mostrando su decepción gradual por la manera forzosa, breve y huérfana de pasión con la que ella responde a sus mensajes. Después aparece un pequeño bloque de 6 cartas, extrañamente espaciadas, dirigidas a la argentina Delia del Carril (con la que contrajo matrimonio en 1943 y a la que designa con el gracioso apodo de Hormiguita). Y, por fin, un total de 47 comunicaciones con Matilde Urrutia, su Patoja, con la que habla de caracolas, viajes, mares, coches estropeados, amaneceres, contratos editoriales, flores y medicamentos.
El panorama parece, desde luego, completo, porque toda la viveza lírica que palpita en los versos del autor de Veinte poemas de amor y una canción desesperada está latiendo en estas páginas epistolares. Pero una sorpresa impactante aguarda a los lectores de Pablo Neruda entre las páginas 65 y 72 del estudio preliminar, donde el profesor Morelli explica la existencia de un amor desconocido del vate chileno: la jovencísima y escultural Alicia, sobrina de Matilde Urrutia. Al parecer, la propia Matilde los encontró a ambos metidos en la cama, lo cual desmonta la posible interpretación platónica de su vínculo. ¿Y dónde están los “cientos de cartas” (sic) que el sexagenario Neruda le envió a esta muchacha? Misterio. Alicia ha procurado siempre refugiarse “en un obstinado silencio: no ha querido que nadie recordara su historia sentimental con Pablo ni que leyera sus palabras de amor. Escondiéndose en un anonimato sigiloso, ha querido custodiar solo para sí misma la íntima experiencia que vivió con el anciano poeta” (p.69). Solamente nos queda la esperanza de que dentro de un tiempo (ojalá no demasiado) estos papeles eróticos últimos se encuentren a disposiciones de sus admiradores, si así es la voluntad de su receptora.

Un tomo, por tanto, para adentrarse en el alma de Pablo Neruda y para recorrer de su mano la historia de su vida sentimental. Todo un lujo.

viernes, 6 de noviembre de 2015

Los caciques



Siempre he sentido especial afecto por las obras de Carlos Arniches, al que me parece que la historia de la literatura ha tratado con un cierto desdén displicente por el “costumbrismo” de sus piezas y por su humorismo, que a veces incurre en lo pedestre. Pero no creo que nadie que haya leído o visto representada su obra La señorita de Trevélez pueda juzgarlo un autor menor o prescindible.
En febrero de 1920 se estrenó en el Teatro de la Comedia de Madrid una obra de título inequívoco (Los caciques), cuyo argumento se puede condensar en unas pocas líneas: dos personas que acuden al pequeño pueblo de Villalgancio y son confundidas con los inspectores de cuentas que deben evaluar la gestión del ayuntamiento. Don Acisclo, cacique y alcalde, opta por sobornar a los presuntos inspectores para poder seguir haciendo y deshaciendo a sus anchas en las arcas municipales. Ese marco teatral posibilita los golpes cómicos, que se aplican a las más variadas situaciones. Por ejemplo, cuando el alcalde manifiesta su voluntad dictatorial en materia política y espeta: “No hay más que dos partidos políticos, ¡dos!..., porque no quiero confusiones; el miista, que es el mío, y el otrista, que son toos los demás”. O cuando las fuerzas vivas del pueblo se apiñan contra los inspectores que habrán de revisar las cuentas de sus libros (“Unámonos y po­dremos hacer lo que nos dé la gana, que es para lo que se une todo el mundo”). O, en fin, en situaciones cómicas per se sin más intención que provocar la lisa carcajada en los oyentes, como cuando el rimbombante Cazorla se acerca hasta el hotel donde se hospedan los dos forasteros y le pregunta a uno de ellos: “¿Da usted su aquiescencia penetrativa?”. Cachazudo, Pepe replica en el mismo tono, mientras le señala una silla: “Obligérese rom­boideamente en ese adminículo arrellanatorio”.
Pero por debajo de esas escenas de humor late una situación terrible, la del más  crudo caciquismo, que controló y malbarató la vida española durante décadas. Carlos Arniches no deja que la hilaridad emborrone su denuncia, que emerge a la superficie en las palabras del médico del pueblo, otra víctima de don Acisclo y sus adláteres: “Treinta y cinco años, señor, me he pasado de médico titular, de médico rural, luchando siempre  contra el odioso caciquismo, contra un caciquismo bár­baro, agresivo, torturador; contra un caci­quismo que despoja, que aniquila, que envi­lece... y que vive agarrado a estos pueblos co­mo la hiedra a las ruinas... Yo he luchado heroicamente contra él con mi rebeldía, con mis predicaciones; porque yo, que la conoz­co, estoy seguro de que en esta iniquidad con­sentida a la política rural está el origen de la ruina de España”. Y no permitirá que la obra termine sin colocarle un broche de indignación y de acíbar que tuvo que congelar, seguro, las sonrisas de los espectadores con su carga de dinamita: “Los españoles no podremos gritar con alegría "¡Viva España!" hasta que hayamos matado para siempre a los caciques”.

Una pieza memorable, en muchos sentidos.

miércoles, 4 de noviembre de 2015

Morir



El teatro de Sergi Belbel (Tarrasa, 1963) ha obtenido en los últimos veinte años múltiples reconocimientos dentro y fuera de Cataluña: premio Marqués de Bradomín (1985), premio Ciudad de Granollers (1987), premio Nacional de Literatura (1996)… En esta pieza a la que hoy me acerco (Morir: Un instante antes de morir, 1994) nos ofrece varias historias de muertes absurdas o banales, que se desglosan en escenas independientes: un guionista que, tras contarle a su pareja la idea que ha desarrollado por escrito durante la noche, sufre un infarto; un joven heroinómano que, después de discutir acremente con su hermana, se inyecta una dosis demasiado elevada de droga; una niña que recibe las recriminaciones de su madre y luego se atraganta angustiosamente con unos huesos de pollo; un profesor de instituto que cae por las escaleras y convalece aburrido en una cama de hospital hasta que le sobreviene un acceso de vómito que lo asfixia; una anciana que está convencida de estar viendo en la casa los fantasmas de su padre y de su tía; una pareja de policías que, después de saltarse un semáforo en rojo, atropellan con su coche oficial a un ciclista; un asesino a sueldo que está esperando a su víctima y que, antes de dispararle, le propone un juego macabro…
Pero de pronto, cuando el lector se encuentra desconcertado porque no detecta conexión alguna entre las historias (o ha aceptado blandamente que se trata de episodios estancos, a los que espera encontrar un sentido global), Sergi Belbel imprime un giro a la obra y comienza a desvelar sus trucos. Todos los personajes aparecen vinculados entre sí y sus peripecias dibujan una tela de araña que brilla de modo espectacular.
Convincente en la creación de personajes y sólido en el movimiento escénico de sus piezas, Belbel consigue elaborar un drama de factura anómala pero resuelto con una maestría indiscutible.

lunes, 2 de noviembre de 2015

MecCano poético



Conocí la obra de María José Sánchez Vázquez de un modo casual, gracias a mi amigo Pascual García, que me puso en las manos El sembrador de sueños y me recomendó su lectura. Desde entonces he tenido la suerte de leer y tratar a esta poeta de Moratalla, alma dulce y sonrisa de paz, a quien resulta impensable representarse en la memoria sin que a su lado esté Matías, bastión, solicitud, compañía y amor.
Ahora María José vuelve a hacernos felices a los lectores publicando un texto de gran originalidad que se titula MecCano poético, que tiene mucho de juego y de demostración lírica. En sus páginas, la autora se atreve a experimentar con muy variados moldes estróficos y métricos, de los que siempre obtiene resultados muy notables, tanto en los trayectos cortos como en los de respiración más alta. Y esto nos sirve para comprobar que su talento no circula por conductos de tipo convencional, sino que se ensancha y diversifica por mil ramales. Aquí hay madera. Y no solamente madera flexible de olmo o madera dura de fresno, sino todas las variantes. María José decide en cada poema el tratamiento específico que éste le sugiere, y lo hace con inteligente criterio intuitivo: rimas, acentos y vocablos se alían en una danza cuyo ritmo decide ella con su batuta de maestra indiscutible.
No pierdan la oportunidad de acercarse hasta las páginas de este magnífico MecCano poético y seguro que me agradecerán la sugerencia.