sábado, 31 de octubre de 2015

La Ciudad Muerta



El modo en que elegimos nuevas lecturas puede ser planificado, pero también azaroso. Aunque desde el punto de vista político su postura me resultaba del todo insoportable, a Gabriele D’Annunzio lo tenía en el bloque de “escritores pendientes” desde hace años; y ha bastado volver a ver la película “El cartero (y Pablo Neruda)” para que la mención del italiano me condujese hasta una de sus obras. Se trata de La ciudad muerta, que traduce Ricardo Baeza en una edición antigua y que plantea una serie de conflictos amorosos y psicológicos tratados de forma lírico-dramática.
Cuatro son sus protagonistas principales (Ana, una bella y joven ciega; Alejandro, su esposo; Leonardo, el mejor amigo de Alejandro; y Blanca María, la hermana de este último) y la acción se sitúa cerca de las ruinas de Micenas, en la llamada Ciudad Muerta. En este espacio arqueológico los dos hombres están procediendo a exhumar los tesoros de Agamenón y Casandra (pensar en Heinrich Schliemann resulta inevitable), mientras la sed, el calor, la soledad y las tensiones emocionales los rodean: Alejandro, aunque ama a su joven esposa, no puede evitar enamorarse también de Blanca María; y el hermano de ésta, atrozmente, también ha vuelto sus ojos en la misma dirección y en el mismo sentido. La esposa sospecha, llora y se muestra dispuesta desde el principio a perdonar. Pero no todos los personajes piensan lo mismo, ni adoptan la misma actitud tibia o conciliadora.
Escrita con un lirismo muy acusado, y con parlamentos que contienen trazas de índole religiosa o filosófica, La ciudad muerta guarda conexiones estilísticas con piezas teatrales del mismo tono (Federico García Lorca, Albert Camus, etc), no sólo por la acusada poesía de sus frases, que parece destinar el texto más a la lectura que a la representación, sino también por el sentido trágico que la muerte imprime a sus instantes finales, con la inmolación ritual de un personaje para que los demás puedan seguir viviendo de un modo menos perturbador.

No me ha desagradado, desde luego.

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