lunes, 12 de octubre de 2015

Diario de un enfermo



Escribió el madrileño Ramón Gómez de la Serna, en uno de sus libros singulares, que no hay discusión posible: o se tiene la mitología del café o no se tiene. Equivalía este juicio perogrullesco a sostener que es inútil emitir dictámenes sobre gustos, porque están condenados al fracaso. Con la prosa de José Martínez Ruiz, Azorín, ocurre algo parecido: o te seduce desde el principio o no le encuentras asidero por donde amarrarla. Entre quienes opinan que se trataba de un genio y quienes esclafan que su prosa era cobarde (Paco Umbral dixit), a duras penas se habilita un término medio. Para quienes deseen comprobar cuál es su postura, el sello Cátedra acaba de lanzar el Diario de un enfermo (edición de Monserrat Escartín Gual), que fue la primera producción novelística del alicantino, publicada allá por 1901.
El eje argumental, tan débil como prescindible, se vertebra alrededor de un joven novelista hiperestésico que, después de numerosos paseos por la ciudad y sus alrededores, acaba enamorándose de una chica pálida, elegante y silenciosa con la que acaba contrayendo matrimonio. Apenas más. Pero esta condición de “argumento feble” no constituye una flaqueza o un error del monovero, sino que es directamente buscada por Azorín, que está mucho más interesado por otros elementos en su libro, como la observación minuciosa de los paisajes, el retrato detallista de las figuras humanas que va encontrando en sus paseos o el apunte sociológico sobre costumbres, vestimentas o ritos sociales de su entorno. Construyendo pequeños cuadros narrativos en forma de diario, y dejando que la sensibilidad del lector vaya uniendo esos bloques entre sí como si fueran teselas de un mosaico, Azorín deja en nuestras manos una especie de vidriera anímica de gran colorido y de alta sensibilidad.
Estilísticamente, Diario de un enfermo es una obra que ya anticipa de modo muy claro lo que serían las restantes producciones de José Martínez Ruiz: frases cortas, donde las aliteraciones y los paralelismos trazan una envoltura musical muy llamativa, que se percibe con nitidez en cualquier página que escojamos al azar; léxico amplio, con propensión a utilizar expresiones añejas, campesinas o en desuso; grandes dosis de adjetivos, que salpican el texto a veces de una forma un poco atosigante; y un tono general de melancolía que impregna cada párrafo con una especie de bruma perforada por el sonido de las campanas.
No puede dejarse de lado en este volumen la fabulosa introducción y el prolijo apartado bibliográfico que la doctora Monserrat Escartín Gual, docente en la universidad de Girona, aporta para comprender mejor la obra. Un total de 230 páginas nos sitúan ante el libro con una amplitud de datos absolutamente anonadante, que nos despejan todas las dudas posibles sobre este volumen que el narrador alicantino nunca consideró digno de elogio. De hecho, resulta curiosa la forma en que, durante décadas, no fomentó ninguna reedición, ni se animó a incluirla en ningún tomo de obras selectas, ni de fragmentos escogidos, ni similares (los detalles pueden leerse entre las páginas 207 y 209).

En suma, una oportunidad magnífica para valorar mejor la figura de José Martínez Ruiz (1873-1967), uno de los componentes más notables de la generación del 98. En concreto, del que más cerca estuvo de Murcia (en concreto, de Yecla, donde sus huellas todavía se respiran por doquier).

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