lunes, 31 de agosto de 2015

La muerte de Venus



Ana María Matute, Ángel Basanta, Antonio Soler, Ramón Pernas y Pilar Cortés, componentes del jurado del premio Primavera 2007, convocado por Espasa-Calpe, lo tuvieron claro: la novela de Care Santos que hoy nos ocupa tenía que recibir un galardón en el certamen. Y acertaron.
Y acertaron no sólo porque La muerte de Venus sea una espléndida obra (que lo es), sino porque la prosa de Care Santos está, en este libro suyo y en los restantes, recubierta por una suerte de barniz mágico, por una condición magnética tal que, una vez que los lectores rozan con sus ojos las primeras páginas, los captura y los lleva de la mano hasta el final, sin permitirles tregua, abandono ni desvío.
La historia que se nos propone esta vez es sumamente peculiar: Mónica y Javier se instalan en una casa enorme, que han recibido en virtud de una herencia. Y desde el momento en que comienzan a realizar reformas en la misma comienzan las sorpresas: olores inquietantes que brotan del suelo, fríos súbitos, ruidos para los que resulta imposible señalar explicación, y una perturbadora inscripción que aparece en las paredes: Me iuba (Ayúdame). Javier, más escéptico, trata de hallar explicaciones racionales para todo lo que está ocurriendo; pero Mónica, que se encuentra embarazada, prefiere aceptar lo que cada vez resulta más notorio: que una presencia fantasmagórica trata de comunicarse con ella, con un propósito desconocido. Este sugerente inicio novelesco se verá completado con la presencia de Leónidas Xart (un investigador de fenómenos paranormales que va acompañado por su perro Hunter), la aparición de una escultura del tiempo de los romanos y otros detalles sorprendentes que conviene no revelar (es justo que sean los lectores quienes los descubran por sí solos) y que conforman una obra que ha sido documentada hasta en sus menores detalles y que puede seducir a todo tipo de públicos.

Care Santos nos ofrece, en las páginas de La muerte de Venus, al menos tres novelas diferentes: la primera, una narración de fantasmas; la segunda, una novela histórica; y la tercera, tal vez más camuflada pero no menos rotunda y habilidosa, una novela psicológica, donde se nos aproxima a los miedos del ser humano y donde se investiga con seriedad y con rigor la piel y la carne de nuestros pánicos.

sábado, 29 de agosto de 2015

Polaris



Lo más asombroso, lo más terrible, lo más desconcertante de los seres humanos es que, aunque lo pretendamos, nunca llegamos a conocernos del todo a nosotros mismos. Siempre guardamos algún pliegue de sombra, alguna esquina donde no es posible indagar, algún laberinto de gelatina o podredumbre donde no existe posibilidad de sumergirse o donde no alcanza la luz, por más que pretendamos proyectarla hacia allí. Somos matriuskas infinitas donde los recuerdos, las pesadillas, la amnesia, el horror, la vergüenza o el asco se mezclan de una forma variable en la parte profunda, mientras nos esforzamos para que la máscara, la careta, el rostro, no delate ese fermento repulsivo que nos habita.
Fernando Clemot (Barcelona, 1970) lo sabe muy bien, y por eso acaba de publicar en Salto de Página una novela excelente bajo el título de Polaris, que aborda una aproximación muy inteligente al complejo espíritu humano. Tras ganar el premio Setenil por su maravillosa colección de cuentos Estancos del Chiado (2009), continuar la línea exitosa con su novela El golfo de los Poetas (2009), afianzarse con El libro de las maravillas (2011) y repetir triunfo con Safaris inolvidables (2012), Fernando Clemot nos conduce de la mano hasta una zona poco habitual para la ambientación de novelas: el círculo polar ártico. Por sus aguas navega el Eridanus, un barco de prospecciones al que se define como “un cadáver flotando en descomposición, ajeno a Dios y a las leyes de los hombres” (p.8) y que está tripulado por un grupo de personas taciturnas, agrias, crispadas, lúgubres, que reciben sus órdenes de navegación y trabajo desde la Central, un enigmático núcleo de operaciones que nadie parece conocer, pero del que emana un poder oscuro e indiscutible. De todos los personajes que fluyen silenciosos por estas páginas (el capitán Farrard, el ayudante Mutter, el contramaestre Strand, el marinero Agger) el que más protagonismo atesora es sin duda el doctor Henk Mathias Christian, del que vamos conociendo ráfagas biográficas a través del flashback, que nos van ayudando a trazar una tenebrosa cartografía interior en la que destacan su padre autoritario, su hermano siempre enfermo o sus heridas bélicas en Creta.
Moviéndose por aguas deshabitadas, arribando a islas prácticamente desiertas donde no les queda más diversión que la melancolía o la borrachera y viéndose obligados a convivir durante interminables semanas en el estrecho habitáculo de un barco hostil, donde la radio se convierte en la única compañía en medio de tinieblas eternas, una muerte vendrá a agrietar la frágil relación de estos hombres duros, que se culpan entre sí y que recurren a la violencia más atroz para castigar al presunto culpable.

Fernando Clemot vuelve a demostrar en estas páginas su extraordinaria capacidad para esculpir atmósferas con palabras y para insertar en ellas a unos personajes de psicología tortuosa, nada superficial ni complaciente. El resultado es una novela que embriaga y que puede llegar incluso a asfixiar (absténganse los lectores que gusten de las intrigas fáciles o transparentes), donde todos los miedos, las angustias, los horrores de la memoria, los perfiles angulosos de la culpa y las charcas del oprobio están acechando en cada párrafo, en cada imagen que los personajes protagonizan o rememoran. Quienes se decidan a bracear por estas páginas saldrán de ellas, puedo asegurárselo, con la musculatura robustecida y admirando al autor.

jueves, 27 de agosto de 2015

El alma del erizo



Cuando comencé mi etapa como lector de libros, allá por el Pleistoceno medio, tenía la inmensa suerte de encontrar una maravilla (o lo que entonces, candoroso o bienintencionado, consideraba una maravilla) cada pocas semanas. Descubría con alborozo a este poeta, a ese novelista, a aquel dramaturgo, y la dicha (una dicha de ojos brillantes y corazón acelerado) me embriagaba. Con el paso de los años (a todos nos ocurre), me fui volviendo más exigente e ingresé en la cofradía de los bahistas (de bah, como dijo el maestro de gramática Pepe Perona), de la que sólo me sacan ahora algunos autores eternos (Shakespeare) o aquellos que han sido elegidos lentamente después de muchas lecturas jamás decepcionantes (Muñoz Molina, Neruda, Cortázar, Borges).
Ahora he conocido a un narrador que me ha dejado un excelente sabor de boca, y en el que volveré a detenerme: Luisgé Martín. Y he saboreado su libro de cuentos El alma del erizo, nueve narraciones de impecable factura donde se exploran las ramificaciones y nieblas del comportamiento humano (“Bertrand Romaild”), la capacidad que tiene el azar para reunir vidas alejadas y otorgarles una pátina de sorpresa (“El álbum de fotografías”), la literalidad humorísticas o terrible de una hipérbole (“El perdón de las ofensas”), los meandros atribulados que ha de acometer un pedófilo candoroso (“Los amores del rey Baltasar”), el horror infinito que cabe en un experimento pedagógico (“La belleza de los monstruos”), la acrimonia y los excesos de un amor peculiar entre un norteamericano y un hispano que entra ilegalmente en su país (“Otro hombre”), la ceremonia agridulce de una venganza larguísima (“La muerte del General”) o el sacerdocio artístico al que una mujer se consagra durante toda su vida (“Las obras de arte”)... Pero entre todas las historias que el volumen contiene a mí me ha cautivado de forma especial “Toda una vida”, auténtica novela corta en la que una mujer, Adela, tras abandonar a su pretendiente Alejandro Molina sin un motivo realmente justificado, contrae matrimonio con otro hombre (el ingeniero Ricardo Bergara) y se obsesiona con las cartas que, durante años y años, va recibiendo de su antiguo novio, que ahora vive rodeado por el éxito en los Estados Unidos.

Hacía mucho tiempo que no encontraba una voz tan especial como la de Luisgé Martín, una narrativa tan acorde con mis gustos y unos argumentos que me resultaran tan seductores como los que plantea en El alma del erizo. Por eso sé que acabaré leyendo más obras suyas. Y no pasará mucho tiempo.

martes, 25 de agosto de 2015

Gothika



Decía Jean Dutourd, en su extensa novela Los horrores del amor, que los auténticos artistas atesoran “unos privilegios tan odiosos como los nobles del Antiguo Régimen, pero mucho más sólidos. No se les pueden quitar”. Y uno de esos privilegios es la capacidad que poseen para introducirse en un determinado tema literario y, por gastado que se encuentre o por exhausta que se antoje la fuente de la que brota, extraerle nuevos brillos. Es lo que hace la narrador madrileña Clara Tahoces en su novela Gothika, que fue galardonada con el IV premio Minotauro de Ciencia Ficción y Literatura Fantástica, en cuyo notable jurado se encontraban escritores de la talla de Ángela Vallvey, Juan Eslava Galán o Fernando Delgado.
Se trata de un volumen enjundioso, que roza las cuatrocientas páginas, y en el que asistimos a los avatares vitales y emocionales de una joven llamada Analisa, quien se ve convertida sin desearlo en una no-muerta en el siglo XVIII. A partir de ahí comenzarán un largo calvario de ocultaciones, disimulos, horrores y traslados, que la llevarán de un lado para otro durante algo más de dos siglos. En esta agónica travesía acabarán cruzándose en su camino seres tan peculiares como Alejo Espinal (un novelista que escribe libros por encargo), Violeta (quien prefiere que la llamen Darky, y que experimenta una atracción morbosa por el mundo de los chupadores de sangre) o Darío (un joven atormentado por la muerte de su mejor amigo), además de una serie de personajes menores, pero dibujados con buen pulso (la sirvienta Patro, el dulce retrasado mental Jeromín, el intrépido Celso Castro)... Y, por encima de todos, la presencia pútrida de Emersinda, la inquietante tía de Analisa, que gravita en todas las páginas de la novela.
La obra está escrita con pulcritud y fluidez, y consigue capturar la atención de los lectores con notoria facilidad, involucrándolos en una trama donde el terror sanguíneo y el psicológico caminan de la mano. Para comprobarlo, tan sólo hay que dirigirse (por ejemplo) a las páginas 104 y 105, cuando Analisa comienza a darse cuenta de que su tía Emersinda la está arrastrando hacia su mundo oscuro y decide escapar. Pero no cuenta con el hecho de que la anciana, consciente de su voluntad de huir, se introducirá en su habitación y se abalanzará sobre ella, en una escena que sobrecogerá incluso a los lectores más serenos.

Con textos como éste no es extraño que sigan sonando fuerte un género, la novela de terror, que tan asombrosas piezas ha dado a la historia de la literatura, y que de vez en cuando necesita de creadores que inyecten aire fresco en su interior, como la propia Clara Tahoces o el espléndido Javier Quevedo Puchal.

domingo, 23 de agosto de 2015

El lago de los botes



Edgardo Dobry es un argentino nacido en 1962 al que se conoce en su país por algunos poemarios (como Tardes de cristal o el posterior Cinética), que ha traducido con buen éxito de críticas a lord Byron o Robert Browning y que luego se fue a vivir a Barcelona, viendo cómo sus composiciones comenzaban a ser más conocidas en España (el volumen Cinética se volvió a editar en Madrid en 2004) y ejerciendo como comentarista en revistas culturales a ambos lados del Atlántico.
El sello editorial Lumen, que suele apostar por autores exquisitos, nos ofrece su obra El lago de los botes, un tomo que contiene poemas de melancolía porteña y que incide en viejas y domésticas cosas perdidas: las polvorientas fotos colgadas en la pared, las disputas familiares que el tiempo vació de sentido o los paisajes felices (y ahora distantes) de la infancia. Y los va mezclando con poemas que transcurren en la Barcelona contemporánea, logrando así un equilibrio hispano-argentino que produce enérgicas vibraciones poéticas.
En este volumen encontramos textos de largo recorrido, como el titulado “Correspondencia”, donde el escritor desgrana amplias zonas de su mundo juvenil, recordado ahora a miles de kilómetros de distancia (física y emocional). O curiosos experimentos que rozan la narratividad, como ocurre con “Fotógrafos en el monasterio”, que ni siquiera llegamos a ver concluido. O historias tan tiernas y autobiográficas como la que cobija “La cuestión del chocolate”, donde el escritor comparte protagonismo con su hijo pequeño, mientras aguardan un autobús que no termina de llegar. O introspecciones como la que nos desgrana en “Historia de un bar mitzvá”, donde nos cuenta cómo en su adolescencia no cumplió con este rito hebreo (y las causas de dicha infracción). ¿Y qué, sino sorpresas y aventuras poéticas, se pueden esperar en textos que llevan por títulos “Recuerdo de la ausencia”, “Poema que dura un cigarrillo” o “Preguntas a Rilke en moto”?

Edgardo Dobry es, por lo que de este trabajo puede deducirse, poeta que demuestra una extraordinaria habilidad para encontrar imágenes que sorprendan a los lectores. Y así nos hablará a veces de unas chimeneas que, por inversión significativa y visual, parecen “colgadas de un humo inmóvil” (p.33); o nos trazará, con apenas cinco palabras, el retrato melancólico de un señor que “fuma para envolverse en humo” (p.53). Estamos sin duda ante un gran poeta, al que no conviene dejar en el infierno del desdén. Ni siquiera en el limbo de las minorías.

viernes, 21 de agosto de 2015

Cuentos



Ahora que estoy acercándome a la raya que marca mis primeros 50 años (llegaré a esa meta parcial en marzo de 2016), considero que ha llegado la época de ir dedicando tiempo a releer algunos de los libros que, durante mi adolescencia y juventud, me convencieron y hechizaron. Entre ellos, lógicamente, están los espléndidos cuentos de Edgar Allan Poe, que conocí en ediciones infectas y que ahora revisito en la traducción de otro de mis dioses: Julio Cortázar.
“El tenebroso príncipe”. Así llamaba Juan Perucho a Poe en su edición de los Cuentos del bostoniano, que Planeta lanzó en 1983. No es mala fórmula, desde luego. En verdad son muchas las ocasiones en que Poe adereza o directamente construye sus historias con elementos que provienen del mundo de la muerte y sus alrededores: calaveras, tumbas, enterrados vivos, momias, cadáveres emparedados... Podríamos multiplicar las referencias casi hasta el infinito. Dice la Wikipedia que nuestro autor escribió sobre el terror y sobre la muerte “para satisfacer los gustos del público de la época”. Creo que esta afirmación no es demasiado rigurosa. Poe no escribía con ese objetivo. Sería reducirlo a un papel demasiado mezquino. Lo que ocurría era que todo ese universo tétrico ejercía sobre él una fascinación constante. A Poe lo perturbaban las imágenes de los cementerios, de los seres enterrados prematuramente; quizá porque respondían a pulsiones oscuras suyas (de niño lo castigaban haciendo que copiase epitafios de noche, en un cementerio). Hay un soneto muy hermoso de Jorge Luis Borges donde lo llama “constructor de pesadillas”, y donde retrata con singular acierto esa parte del alma de Poe. No podría decirse mejor. Poe construyó un universo de horrores para ver si así se liberaba de sus propios miedos, los expulsaba al exterior, los objetivaba. Lo que ocurre es que lo hizo tan bien que se convirtió en el inaugurador de un camino, y por ese camino luego circularon Lovecraft, Stephen King y muchos otros.
En “La verdad sobre el caso del señor Valdemar” nos acerca hasta el mundo de la hipnosis, contemplada desde el lado más inquietante, igual que ocurre con “Revelación mesmérica”. En “La caída de la casa de Usher” nos topamos de frente con el mundo de las personas enterradas prematuramente (o con aquellos espíritus que revierten hacia nuestro mundo, para ajustar cuentas pendientes con los vivos). “El corazón delator”, “El gato negro”, “El pozo y el péndulo”, “El tonel de amontillado” o “Los crímenes de la calle Morgue” son piezas fabulosas, que se pueden encontrar en cualquier antología del autor, y que nos muestran al maestro de la inquietud, el espeluzno y las atmósferas desasosegantes.
Pero cada lector que se adentra en sus relatos completos descubre (a mí me pasó y me ha vuelto a pasar) que hay otras facetas del bostoniano que no son tan célebres, pero que resultan igual de llamativas o embriagadoras. Por ejemplo, la faceta humorística de Edgar. Julio Cortázar afirma que es muy notable “la imposibilidad de Poe para escribir nada humorístico”, pero en ese detalle no me muestro conforme. Relatos como “La incomparable aventura de un tal Hans Pfaall”, “Cuento de Jerusalén” y, sobre todo, “Los anteojos” desmienten con gran vigor ese juicio global.
Uno de los creadores del género y uno de sus mejores artífices. El cuento le debe tanto a Poe que resultaba impensable no releerlo.

Monumental.

miércoles, 19 de agosto de 2015

Un jardín olvidado



Llegar a la senectud y descubrir que nuestra vida ha sido una especie de cajón de sastre, donde hemos almacenado decepciones, sonrisas, triunfos, miradas, rencores y complicidades, es una sensación que han experimentado gran número de seres humanos. Y Jorge Luis Borges, en uno de sus libros prodigiosos, formuló de manera insuperable esta certidumbre diciendo que todo lo que un hombre ha ejecutado a lo largo de su vida constituye al final la imagen de su rostro.
Pero descubrir este hecho antes de haber cumplido los treinta años no es un logro frecuente, y quizá por eso el volumen Un jardín olvidado, de Luis Bagué Quílez (Palafrugell, 1978), es una obra madura y fue galardonada en 2007 con el XXII premio de poesía Hiperión, junto a Cara máscara, de Álvaro Tato.
Nuestra vida, en efecto, es siempre una especie de buhonería sentimental, un catálogo de grandes y pequeñas emociones que nos van conformando y nos marcan: las personas con las que tenemos la suerte o la desgracia de coincidir, los lugares mágicos o tenebrosos que visitamos, las casas que nos acogen, las acciones que nos es dado ejecutar. En suma, una batahola de seres y objetos que giran a nuestro alrededor, y que sólo los ojos de un poeta saben captar de forma plena y trasvasar al papel sin que por el camino se pierda un ápice de emoción o de verdad.
Luis Bagué, a pesar de su juventud, pertenece a la órbita de quienes miran con esos ojos especiales, pues dan un barniz lírico y extasiado a su contemplación. Sus pupilas se detienen en su entorno doméstico (la biblioteca, el álbum de fotos, las paredes de su habitación), pero también en los contornos de “la pequeña ciudad donde crecí” (los olmos, las campanas, los jardines, una feria de antigüedades). Y en todas esas fuentes busca la gota de oro, la melancolía y la destilación poética. En ocasiones, acude al culturalismo (esos poemas donde se inspira en dramas de Shakespeare, en poemas de Edgar Allan Poe o en canciones de Bob Dylan; o la grata imagen donde nos habla de “aquel Van Gogh azul que llaman cielo”, p.20); otras veces roza la filosofía o el aforismo, como cuando dice que “después de haber soñado el paraíso / ya no sirven los sueños”, p.34; o nos regala definiciones tan contundentes como atinadas, que dejan al lector con el ánimo suspenso y los ojos perdidos en el vacío (indica que las agujas del reloj son “burócratas terribles del destino”, p.52).

Luis Bagué, quien ya había cosechado antes de este libro algunos galardones de prestigio en el mundo de la poesía, como los premios Antonio Carvajal, el Ojo Crítico de RNE o el Joaquín Benito de Lucas, se afianzó con Un jardín olvidado como una de las voces más interesantes y sólidas del panorama lírico español.

lunes, 17 de agosto de 2015

La monja alférez



En líneas generales, los críticos recomiendan de Thomas de Quincey dos obras: Confesiones de un inglés comedor de opio y Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes. Pero los lectores inteligentes disponen de otras muchas posibilidades para acceder al núcleo prosístico de este autor, mágico y enriquecedor como pocos. Sin ir más lejos, el traductor Luis Loayza nos ofrece en la editorial Pre-Textos una propuesta interesantísima, que les recomiendo con viveza: se trata del excelente relato La monja alférez.
Se nos cuenta en estas páginas la atrafagada historia de Catalina de Erauso, una mujer que existió realmente y que, gracias a su intrepidez, recorrió medio mundo haciendo creer a todos que era varón. Fue (respetaré el género masculino, pues ella pareció elegirlo) marinero en Sanlúcar, soldado en Perú, comerciante en México. Y no sólo emprendió todas estas insólitas actividades (insólitas para una mujer de la época, claro está), sino que consiguió que el rey español Felipe IV aceptara su travestismo, y que el mismísimo papa Urbano VIII lo refrendara. Al final de sus días, esta singular mujer (que acabó muriendo en circunstancias misteriosas, tal vez en Veracruz) llegó a escribir sus memorias, que actualmente están disponibles en una página digital del gobierno vasco.
Pero el valor del libro de Thomas de Quincey no se reduce, como podría suponerse, a lo puramente argumental. La historia contada es, sí, delirante y muy atractiva; pero no constituye la médula del tomo. Por el contrario, ese aspecto se queda en anécdota cuando descubrimos otras facetas mucho más meritorias del autor, como su ingenio verbal, la forma en que conversa con sus lectores, sus anacronismos conscientes y humorísticos, sus digresiones llenas de talento... Esta novela es un festín para la inteligencia y un exquisito bocado para los paladares más exquisitos.

Y si quieren completar su visión acerca de Catalina de Erauso, permítanme un consejo: acudan a la pieza teatral de Domingo Miras titulada, precisamente, La monja alférez, y que editó la universidad de Murcia con inteligentes anotaciones de la profesora Virtudes Serrano. Allí encontrarán muchos más datos biográficos de este singular personaje histórico, conocerán otros pliegues de su trayectoria y, lo que quizá sea más interesante aún, podrán ver el retrato que le hizo Francisco Pacheco en el año 1630, y que se conserva en San Sebastián.

sábado, 15 de agosto de 2015

Harán de mí un criminal



No sé exactamente qué detalles marcan la empatía o antipatía que me provoca un articulista de prensa. Ignoro si la base se encuentra en los temas que aborda, en el estilo que despliega, en su vocabulario, en su actitud o en qué otro lugar. Lo que sí sé con certeza es que siempre me han atraído las páginas periodísticas de Javier Marías, desde que comencé a frecuentarlas en El Semanal. Por eso me gusta acercarme regularmente a los volúmenes que le ha ido editando Alfaguara, donde éstas se recopilan por orden cronológico.
En Harán de mí un criminal he sentido idénticos placeres a los experimentados con la lectura de los otros tomos. Me he identificado con sus quejas sobre el organismo Telefónica (“Sisadores y sádicos”); con su defensa del gran filósofo y activista cívico Fernando Savater, tan luminoso en su estilo literario como lúcido en sus posiciones intelectuales (“Savater o ¿cómo que todo?”); con su fervorosa admiración por el Eduardo Mendoza que escribe libros humorísticos, como La aventura del tocador de señoras (“La risa mayor”); con la forma en que se rebela contra la “proporcionalidad obligatoria” entre hombres y mujeres, en actividades como la literatura, razonando que el talento tiene que ser la única causa para premiar o aplaudir, y no el sexo de la persona (“Tremendamente ofendida”); con su observación acerca de la extraña incapacidad que tienen los españoles para soportar el éxito de los demás, mostrándose siempre deseosos de que se trunque (“La felicidad de fastidiar”); con su polémica idea de que los animales carecen de derechos y de deberes, y que, a lo sumo, lo que existen son deberes humanos hacia los animales (“Ni más ni menos que animales”); con el modo en que arremete contra los libros perpetrados por los herederos de personas famosas o geniales, que aprovechan su proximidad para urdir páginas con las que lucrarse de forma generalmente mezquina (“Parásitos de tu propia sangre”); con la nitidez con la que se pronuncia contra la blandura insensata de quienes pregonan que las leyes de los inmigrantes deben ser respetadas en el país donde se instalan, admitiendo de ese modo que desfigurar con ácido, la ablación del clítoris o atrocidades de ese calibre deban ser contempladas con benevolencia o disimulo (“Las tolerancias necias”); con su atinada y oportuna queja acerca de la excesiva proliferación de políticos en todos los informativos de la televisión, que se ha convertido casi en algo natural, cuando hace unos años no se producía tal saturación (“Las jetas nuestras de cada día”); con su idea de que los psicólogos están ocupando de forma abusiva unos espacios cada vez mayores de injerencia y “consejos absurdos” (vuelta de vacaciones, consuelo tras accidentes, etc) (“Negocio de lo normal como anomalía”)...

En fin, que he estado de acuerdo con casi todo lo que escribe Javier Marías. Y sobre todo con la forma brillante, rica en léxico, esplendorosa en sintaxis, luminosa de ironía, con la que lo escribe.

jueves, 13 de agosto de 2015

El verdadero final de la Bella Durmiente



Todos conocemos la historia de la Bella Durmiente, aquella doncella que cayó víctima del sortilegio de una malvada bruja y que se mantuvo presa del sueño durante un siglo, hasta que un príncipe azul vino a rescatarla. Pero, como en la mayor parte de los cuentos que nos narraron o leímos en la niñez, su aventura concluía de un modo convencional y abrupto: el liberador se la llevaba y, aparentemente, se unían en matrimonio.
Ana María Matute, habituada a no conformarse con las explicaciones simples, juguetona y díscola, se plantea en esta novela cómo pudo terminar realmente la aventura de sus protagonistas. Primero, los hace regresar hacia las tierras del Príncipe Azul (tan lejanas que, por el camino, la Bella Durmiente se queda embarazada y cumple buena parte de la gestación); luego, los coloca ante la madre del joven heredero, una mujer vegetariana y de gesto hosco llamada Selva, que los aloja mientras el padre, que se encuentra batallando contra su enemigo Zozobrino, retorna al reino; y finalmente se quedará con su nuera y sus dos nietos (Aurora y Día) mientras el Príncipe Azul se marcha al combate para continuar la aventura guerrera de su progenitor, que quedó inconclusa a la muerte de éste... Lo que nadie sospecha es que la reina Selva es, en realidad, una ogresa que siente inclinación por la carne humana y que, tras muchos años de abstinencia, decide resarcirse comiéndose a Aurora, Día y la Bella Durmiente, desamparados por la ausencia del Príncipe Azul.

Estamos, pues, ante una obra confeccionada con mimbres muy poco originales, tomados en su integridad de la tradición fabulística europea (la suegra perversa, los protagonistas candorosos, el castillo opresor, el príncipe alejado, el ayudante arrepentido), pero escrita con la brillantez que siempre exhibió Ana María Matute. Lectura refrescante para el verano.

martes, 11 de agosto de 2015

Poeta de la pasión



La japonesa Akiko Yosano (1878-1942) es, sin lugar a dudas, una de las escritoras que más ha luchado por la dignidad de la mujer en toda la historia de la literatura, y quizá la que más se ha empeñado en encontrar un lenguaje nuevo, ágil, sensual, sonoro, dulce, que tradujese las inquietudes femeninas y las llevase al mundo de la poesía.
La editorial Hiperión publica ahora, gracias a las traducciones de Teresa Herrero y José María Bermejo, una extensa colección de poemas de la autora, con un formato estupendo. Cada página está dividida en tres porciones. En la parte superior izquierda aparece el poema en lengua japonesa; a la derecha, su versión fonética, para que sepamos cómo se pronunciaba originalmente; y abajo, ocupando el centro de la página, se nos brinda la traducción al español. Unos preciosos y bien escogidos grabados de Takeji Fujishima completan la propuesta.
En estos deliciosos textos de Akiko Yosano se celebra la gloria del propio cuerpo, se cantan las mieles de la primavera y el verano, se elogia el color (y la simbología) de los melocotoneros, se ironiza sobre las personas que abandonan el disfrute del mundo (como los monjes) y se invita, en suma, a gozar de la vida, del éxtasis pleno de la respiración, del amor, de la sexualidad. Ésta última, lejos de ser presentada con tintes timoratos o bañados por la mojigatería, es siempre contemplada de un modo feliz y desinhibido (“Después del baño /me visto ante el espejo,/ y, al observar mi cuerpo,/ siento que aún queda algo/ de ayer: una cierta sonrisa”, p.52). Ante nuestros ojos se va desplegando la poesía de una mujer que se adelantó a su tiempo e incluso a su propia edad, porque con tan sólo veintidós años publicó su impactante libro Midaregami (“Pelo revuelto”), donde revolucionó la literatura japonesa con 399 tankas simples, rotundos, magnéticos, que han sido después fuente de inspiración para generaciones enteras de vates nipones.

En esta antología que edita Hiperión vamos comprobando que la autora fue de una precocidad asombrosa, pues desde su juventud vislumbraba el mundo con ojos de anciana (“Aquí estoy,/ con diecinueve años,/ y ya blanquean las violetas / y se ha agotado el agua... / Todo parece efímero”, p.70), y nos damos cuenta también de que supo convertir su propia vida, que no siempre fue fácil (tuvo problemas amorosos, fue criticada por amplios sectores de la crítica más conservadora de su país, padeció un incendió que calcinó diez mil páginas de un proyecto narrativo que la ocupó por espacio de varios años), en un espectáculo armonioso y dulce, que nutrió el caudal fresco de su poesía.

domingo, 9 de agosto de 2015

Oro blanco



Ocurre con el novelista Patrick Ericson un fenómeno harto curioso: consigue suspender la indiferencia de sus lectores, sea cual sea el tema que aborde, en cada uno de sus libros. Puede que no te interese en absoluto el mundo críptico de la masonería, pero te sientes atrapado por las páginas alucinantes de La escala masónica; quizá nunca te hayas detenido a reflexionar sobre el ciberterrorismo, pero El ocaso de las siete colinas te sorprenderá; es probable que las ucronías se te antojen un recurso gastado en literatura, pero Objetivo: Adolf Hitler te provocará escalofríos; y tal vez el satanismo no se encuentre entre tus motivos librescos favoritos, pero La memoria de Lucifer te helará la sangre... Patrick Ericson, con la habilidad que sólo tienen algunos —muy pocos— narradores, logra convertir un tema que nos resultaba ajeno o ininteresante en auténtica obsesión, y se hace dueño de nuestra mente y nuestra voluntad mientras dura su historia. Y aun después.
Ahora, con su recentísima novela Oro blanco, el escritor de Alhama de Murcia nos lleva hasta Somalia, lugar donde confluyen y se anudan habilidosamente varias líneas argumentales: una historia sobre pesca ilegal del atún, una historia sobre vertidos tóxicos al Índico, una venganza a punto de cumplirse, una periodista que se propone desenmascarar un negocio sucio en el que aparece implicada la mafia calabresa, niños obligados a convertirse en asesinos sin piedad, niñas a quienes se fuerza a la prostitución más escabrosa, etarras camuflados bajo una identidad inocua, pervertidos sexuales que gozan provocando la muerte de sus compañeras de cama, doctoras que trabajan en hospitales sin recursos... Todo ese ramillete de ficciones, que se van aproximando unas a otras hasta urdir una telaraña de diabólico poder envolvente, no es sino una parte de Oro blanco, porque lo capital de esta novela es que su autor no se limita a enredar o amontonar, sino que relaciona y justifica de un modo coherente, creíble.
Patrick Ericson, desde luego, nos entrega un libro de acción, en el que asistimos a bombardeos, ráfagas de disparos, cabezas cortadas por piratas somalíes, suicidios truculentos, lapidaciones (la que figura en el capítulo 3 eriza la columna vertebral), ablaciones de clítoris y hasta cremaciones a sangre fría. Pero el espléndido novelista alhameño no descuida el otro componente, que equilibra o completa lo anterior: el análisis de las respuestas humanas en esa zona terrible que es siempre el límite, la frontera, el borde del precipicio: personas que deben elegir entre matar o morir, entre sobrevivir o naufragar, entre espirar o expirar. En ese sentido, y en muchos otros, Oro blanco es una fabulación impagable y magnífica, porque nos permite observar cómo se comportan las personas (cómo nos comportaríamos, quizá, nosotros mismos) en esos lodazales de angustia donde no se tiene margen para elegir y cada segundo puede salvarnos o costarnos la vida.

Y es que Patrick Ericson lo ha vuelto a hacer: lejos de encasillarse en una temática o en un método, vuelve a arriesgarse en zonas peligrosas y sale triunfador con una novela espléndidamente construida e impolutamente redactada, en la que varios conflictos en teoría lejanos entre sí se funden ante nuestros ojos en un escenario (el Cuerno de África) muy poco habitual en la novelística española. No sé qué esperan las mejores editoriales para publicar su Anochece en Irak.

viernes, 7 de agosto de 2015

La coartada del diablo



Conozco a pocos escritores tan sostenidamente perfectos como Manuel Moyano. Escritores que, manejen el género que manejen y se muevan en la distancia en que se muevan (novela, ensayo, cuento), no abandonan jamás un alto patrón de exquisitez, y a él se atienen con magníficos resultados. Nos dejó con la boca abierta cuando publicó El amigo de Kafka (por el que se le otorgó el Tigre Juan, uno de los más prestigiosos de España); nos maravilló con los relatos contenidos en El oro celeste; nos descubrió sus dotes de ensayista y observador en volúmenes como Galería de apátridas o el recientemente renovado Dietario mágico... Y lo hizo con La coartada del diablo (Menoscuarto), una obra sin duda espléndida que recibió el premio Tristana, en cuyo jurado se encontraban intelectuales de la talla de Fernando Savater o Juan Pedro Aparicio.
Esta obra nos propone que visitemos el pueblo de Manfraque, “un lugar idóneo para experimentar las propiedades terapéuticas del aburrimiento” (p.41) en el que el protagonista decide enclaustrarse para olvidar la muerte de su esposa; pero donde comenzará a encontrar a una serie de personas bastante peculiares (el cronista Orellana, un megalómano desquiciado; el doctor Paniagua, que sueña con obtener el premio Nobel; un sacerdote torturado por graves dudas teológicas) y donde encontrará también a los bubos, unos seres deformes (tal vez fruto de mutaciones genéticas) que viven en las afueras de la localidad. Pronto, los sucesos comenzarán a complicarse: los bubos se tornan violentos y se acercan cada vez más a la población; aparece muerta y violada una niña; se encuentran algunas inscripciones macabras en el pueblo; se profana el cementerio; alguien destruye los archivos del cronista local... ¿Son los bubos los culpables de esta situación? El lector, siguiendo al narrador, tendrá que irlo descubriendo. Y no lo hará hasta las últimas páginas de la obra, porque Manuel Moyano la construye con tan notable perfección que es casi imposible deducir antes su sorprendente final.

Pero que nadie sospeche que le he destripado el meollo del libro, o que su valor se circunscribe a la intriga y el pánico que sus hojas provocan. Nada más lejos de la realidad. Sólo quienes no hayan leído antes a Manuel Moyano podrán admitir esa hipótesis absurda. Lo más significativo de esta obra anida precisamente en el hecho de que, siendo una novela de corte fantástico, no se resigna a una forma literaria ramplona, sino que cuida la música de la frase, hace consistentes desde el punto de vista psicológico a los personajes, sopesa como un tallador de diamantes los adjetivos y, en fin, moldea con espíritu de orfebre la arquitectura global del relato. Memorable.

miércoles, 5 de agosto de 2015

Pan duro



Señores y señoras, pasen y vean. Acérquense hasta las calles de Zarraluki y dejen que su peculiar atmósfera y su condición de pueblo aislado lo anonaden y llenen de estupor. Observen cómo Puravida y su padre llegan en su destartalada furgoneta, cargados con toda suerte de estrafalarios artículos comerciales: unos espejos con peluca incorporada (para limitar la tristeza de los calvos), unas sandalias con capota (para aminorar la humedad en los días de lluvia), unas herraduras con plataforma (para que los ponis se consideren más altos) o unos matamoscas con agujero (“para dar una oportunidad al insecto”). Juzguen su estupor cuando descubran entre los habitantes de la localidad a una maestra que dibuja frases en el aire, utilizando el humo de su cigarro; a un panadero que no trabaja cuando sufre mal de amores; a un peluquero (Albertucho) que pasea un ataúd por las calles de la localidad; a un fantasma tímido y de edad avanzada (103 años); a los clientes y camareros de un bar llamado Doble o Nada, en el que todos guardan una extrema similitud con personajes famosos (Kurt Cobain, Tarzán, Johnny Depp)... Contemplen con asombro el caminar tranquilo de la vaca Morfina, traída por el alcalde desde Tombuctú y que siempre permanece rodeada por una legión de moscas enigmáticas. Asistan como espectadores al Campeonato Internacional de Lanzamiento de Huesos de Aceituna o viajen hasta el inquietante Faro del Fin del Mundo, del que nadie ha regresado jamás.

Patxi Irurzun (Pamplona, 1969) acaba de editar en el sello navarro Pamiela esta asombrosa narración llena de magia, situaciones cómicas, recodos filosóficos y surrealismo, que se niega a abandonar las manos del lector una vez que ha sido abierta. Lectura refrescante de verano, que no deberían perderse.

lunes, 3 de agosto de 2015

Domingos buscando el mar



Después de haber leído con agrado y con admiración la novela Hospital Cínico, de Diego Prado, tenía ganas de conocer otras producciones suyas. Por eso me he concentrado unos días en Domingos buscando el mar, un volumen de cuentos que le publicó La bolsa de pipas y que contiene piezas, a mi entender, de enorme valor y de gran plasticidad literaria.
El que da título al volumen me recordó, inevitablemente, la autopista del sur de Cortázar, pero a partir de ese punto todo adquiere un aroma de gran autonomía: “Un personaje pessoano” nos muestra la historia de un maestro de primaria que, habiendo conocido a Fernando Pessoa en una pensión, nos desgrana los pormenores de su relación hasta llegar a un final inesperado y hermoso; “Un soñador lírico” nos pone ante los ojos a un hombre que, mientras está dormido, compone unos versos impresionantes que lo convierten en “el mejor poeta vivo de los tiempos modernos” (p.55); “El eterno llenador” es un cuento melancólico sobre las vidas que se erosionan hacia el vacío o hacia el vértigo; “Azul hastío” nos habla del paso inexorable de los años, que mancillan las tradiciones y agreden a quienes se aferran a su dignidad inmóvil; “El premio” es un relato lleno de ironía sobre el modo en que el Destino puede zarandearnos y, a veces, conducirnos hacia la gloria; “Diciembre sin nombre” nos reserva para la página última su envés de amargura...
Me ha gustado el libro de arriba abajo. Y lo ha hecho no sólo por los argumentos (que son siempre magníficos e inesperados), sino por el fulgor de los adjetivos y metáforas que Diego Prado va colocando aquí y allá, como diamantes dispuestos para los degustadores más puntillosos. Los argumentos cautivarán a todos los lectores; los detalles literarios, a los gourmets.

En conjunto, Domingos buscando el mar es un libro convincente, maduro y de enorme esplendor, que se lee con indesmayable entusiasmo.

sábado, 1 de agosto de 2015

El tiempo amarillo



Tal vez no exista ningún actor en la historia de España que haya sido catalogado con tanta rotundidad de “intelectual” como Fernando Fernán Gómez (Lima, 1921 – Madrid, 2007). Actor de teatro, de cine y de televisión; guionista; dramaturgo de éxito (obtuvo el premio Lope de Vega en 1977); conferenciante; lector voraz (durante su juventud, su íntimo amigo Manuel Alexandre, también estupendo actor, lo introdujo en la obra de Friedrich Nietzsche)... Fueron sin duda muchas las facetas creativas en las que se ejercitó, y en todas lo hizo con admirable brillantez. En estas memorias (que tuvieron hace años una primera versión más reducida, y que ahora amplía la editorial Capitán Swing), Fernán Gómez nos va contando innumerables detalles de su vida personal, laboral y hasta sentimental (aunque en este último apartado admite que el pudor le ha impedido explayarse): que a los tres años ya manifestó su deseo de ser “galán joven” en el teatro; que el bachillerato fue la etapa de su vida que recuerda con más desagrado (p.43); que se libró del servicio militar amparándose en su pasaporte argentino; que la persona que más hizo por él en sus comienzos fue el humorista Enrique Jardiel Poncela (p.246); que fue patrocinador económico, en sus comienzos, del premio Café Gijón de novela; que Analía Gadé le prestó el dinero necesario para pagar la clínica donde agonizó y murió su madre (p.479); que el único contacto que tuvo con su padre (que jamás lo reconoció) fue cuando lo hizo llamar para entregarle, por medio de un intermediario, un corte de tela blanca para que se hiciera una chaqueta; que María Luisa Ponte fue una de las actrices con las que más empatizó durante su trayectoria escénica (el retrato funeral que le dedica entre las páginas 516 y 518 es sencillamente estremecedor); o que Emma Cohen fue la compañera de su vida (en la página 405 del tomo le dedica uno de los retratos más serenos, dulces y rendidos que se le puede dedicar a una pareja). No obstante, si tuviera que quedarme con una sola secuencia del volumen tendría que hablar de la página 572, donde firma una de las mejores defensas que se han hecho sobre la necesidad de apoyo institucional al cine español. Explica Fernando Fernán Gómez, entre la seriedad y la ternura, que hay que protegerlo “no porque es español, sino porque es débil, pequeño, feo; a ver si con cuidados, con mimos, con buenos tratos, disimulando sus defectos, exagerando sus escasas virtudes, aumentando la ración de alimentos, se consigue que crezca, que se haga un hombre, que se haga un cine, un hombre o un cine fuerte, culto, independiente, divertido y poético, que sepa contar chistes y cantar canciones sin tener que copiar unos y otras a los vaqueros y a los gánsteres”.

Pero si reducir cualquier libro a siete u ocho menciones, a siete u ocho anécdotas, a siete u ocho nombres propios es, aunque necesario para elaborar la reseña, engañoso, en este caso es además profundamente injusto. Todo el volumen burbujea de interés y está repleto de páginas memorables, porque a la exquisita elegancia formal hay que unirle un retrato maravilloso de la profesión de actor, de sus inestabilidades, de sus zozobras, de sus grandezas y miserias, de sus mil matices cambiantes. Dice Luis Alegre en el prólogo de estas memorias que Fernando Fernán Gómez “era un gigante de la cultura que había vivido en un país culturalmente enano” (p.19). Quizá tenga razón. Una lectura, a mi juicio, imprescindible para entender lo que ha ocurrido en el teatro y el cine de este país en los últimos cincuenta años.