jueves, 30 de julio de 2015

La senda amarga



Me gusta la poesía-agua. Ésa que tiene la virtud de ser recorrida como quien nada o bucea: sabiendo que se mueve entre olas limpias, entre gotas puras, sin Escilas ni Caribdis, sin que te falte la respiración. Joaquín Marías Corbalán ha compuesto un libro de esas características con el título de La senda amarga, y la verdad es que me ha gustado mucho leerlo.
En este volumen destacan los poemas donde el poeta rinde tributo de devoción a otros poetas, sobre todo Miguel Hernández, Federico García Lorca y Antonio Machado, aunque también ofrece sus homenajes a músicos como el maestro Joaquín Rodrigo (“Tan sólo es magia”), al archenero Vicente Medina (“Cuántas cosicas”) o a un río (“Recuerdos del Nalón”). Igual de memorables son aquellas secuencias donde se detiene a cantar la belleza de una mujer, de la que se enamoró frente al mar (“Dama sin rostro”) y a la que aspira a seguir queriendo incluso más allá de la muerte (“Epitafio”). En esos poemas de amor, Joaquín Corbalán deja que los elementos de la naturaleza se sumen a su pasión sentimental, explicándonos que el mar se siente solo cuando no tiene la suerte de contar con la presencia de la amada (“Presiente alejarse la seda de tu piel”) o que las nubes, implicadas con igual fervor en el éxtasis amoroso, “dibujan tu nombre en el cielo”.

Si desean conocer un poema estupendo sobre la llegada de la vejez y la amarga constatación de la melancolía y el vacío no dejen de acercarse hasta “Llorando su tiempo”; si desean empaparse sobre lo que Joaquín piensa sobre el oriolano Miguel Hernández, ahí está “A las tres de la mañana”, donde nos hablará largamente sobre el poeta que se dirigió al pueblo y que quiso hacerle ver las luces de la libertad; y si desean, en fin, contemplar de qué modo tan diáfano trabaja la editorial ADIH con sus autores... no tienen más que acercarse hasta las páginas cristalinas de La senda amarga. Joaquín Marías Corbalán les está esperando con sus versos, sus estupendas metáforas (“los negros ojos de las chimeneas”, p.13) y su voluntad de hablarnos de poesía mirándonos a la cara.

martes, 28 de julio de 2015

El lápiz del carpintero



El doctor Da Barca es un viejo exiliado que, en su ancianidad, es entrevistado por el periodista Carlos Sousa para su medio de comunicación, a pesar de que el galeno es más bien renuente, por considerar que no hay nada interesante en él que lo haga merecedor de una entrevista.
El doctor Da Barca trabajaba en un sanatorio mental, y allí conoció a un pintor, que había ido a tomar apuntes sobre los internos.
El doctor Da Barca tenía una novia bellísima, Marisa Mallo, que también era amada en secreto y a distancia por Herbal, un tipo turbio que acabó siendo el carcelero de la prisión donde encerraron al médico durante la guerra civil del año 1936.
El doctor Da Barca, en lugar de defenderse a sí mismo durante el consejo de guerra que se organiza a su alrededor, defiende a Dombodán, un retrasado con el que comparte su aciago destino.
El doctor Da Barca hipnotiza a un compañero de celda para hacerle creer que ha comido mucho, y que así se le pase la ansiedad que siente por la privación de alimentos.
El doctor Da Barca es enviado en un tren de tuberculosos en dirección a Coruña. El doctor Da Barca es un hombre honesto, cabal e inteligente, que termina por irse  al exilio cuando lo liberan de la cárcel, allá por los años 50.
El doctor Da Barca.
De principio a fin, el doctor Da Barca.
Y flotando alrededor de su historia un lápiz de carpintero que pasó de su propietario original a otra persona.
Tiempo de ignominias, tiempo de venganzas personales, tiempo oscuro donde el horror y la arbitrariedad caminan de la mano.

Y qué bien lo cuenta el jodío Manuel Rivas. Qué bueno es.

domingo, 26 de julio de 2015

El galán fantasma



Pedro Calderón de la Barca (1600-1681) fue un dramaturgo de altísima calidad que, por efecto del oleaje inmisericorde de los siglos, ha acabado sufriendo un desgaste y un menosprecio bastante injustos: se le suele ofrecer en ediciones infectas en las ferias del libro de ocasión; ha recibido los denuestos de varios intelectuales de prestigio (Miguel de Unamuno, en sus cartas a Sergio Fernández Larraín, lo calificó de “gongorino inaguantable”, de “inflador de gaita” y de “teólogo echado a perder”); las adaptaciones de sus títulos al mundo del cine han sido escasas y por lo general mediocres; y sus ventas, en fin, han quedado constreñidas al territorio más áspero y desagradable: el de las lecturas obligatorias de bachillerato y universidad. No se merecía, el egregio autor de La vida es sueño, una erosión tan bochornosa.
Ahora, la exquisita editorial Cátedra vuelve a ocuparse de la necesaria reivindicación del dramaturgo madrileño, entregándonos El galán fantasma (a cargo de Noelia Iglesias), una pieza muy interesante, de agilidad manifiesta y de personajes que, más allá de sus rasgos convencionales, resultan atractivos y creíbles: Astolfo, un muchacho de noble espíritu y posición acomodada, corteja con éxito a Julia, de quien obtiene palabra de matrimonio. Pero una presencia indeseable enturbiará esta relación: el Gran Duque Federico se ha encaprichado de la hermosa dama y se cree con derecho de obtener sus favores. Inevitablemente, se producirá un agrio enfrentamiento entre ambos, y Astolfo resultará muerto. No obstante, poco tardarán los aturdidos lectores en descubrir que se trata de una muerte ficticia y que, recuperado el galán de sus graves heridas, podrá volver a acercarse a Julia gracias al auxilio de su amigo Carlos, que le mostrará un túnel subterráneo que, desde su hogar, conduce al jardín de la muchacha. Durante unas jornadas, todo el mundo acepta como algo lógico que Julia pasee de noche entre los parterres; pero pronto empezarán las suspicacias, las celadas y los enredos.
Decía Francisco Umbral en una de sus obras que ningún escritor puede luchar contra su propio estilo, y en El galán fantasma es evidente que Calderón de la Barca es Calderón de la Barca. O sea, que permanece fiel a sí mismo: hay secuencias donde se yergue demasiado hacia el intelectualismo expresivo (pero también lo hizo Lope de Vega en El perro del hortelano o La dama boba); instantes donde alguna leve confusión escénica está a punto de complicar demasiado la trama; o momentos en los que la ortodoxia de ciertos personajes se resquebraja (los súbitos celos de Astolfo o la magnanimidad de Federico en la secuencia de cierre). Pero no se puede negar que la pieza es, en conjunto, habilidosa, eficaz y atractiva. Jugando con naipes perfectamente definidos (el poderoso que abusa de su condición, el galán cuyo amor se ve molestado, el amigo dispuesto a socorrer, el criado que vulnera de los códigos de la fidelidad, la sirvienta timorata) e insertándolos con buen oficio en una trama ágil, Pedro Calderón de la Barca nos ofrece una comedia digna de ser recordada con respeto.

La editorial Cátedra continúa ampliando su catálogo con obras realmente notables, que la convierten en un referente nacional e internacional. En este caso, con una producción de capa y espada que hubiera podido firmar el Fénix de los Ingenios sin ningún tipo de rubor.

sábado, 25 de julio de 2015

Poema en viñetas



Algunos interesados en el mundo de la literatura sabrán que Dino Buzzati (1906-1972) fue un autor prolífico y de enorme versatilidad (cuento, novela, teatro, narrativa juvenil); pero lo que quizá ignoren en que, en 1969, apareció en Italia una singular obra suya, ilustrada por el propio Buzzati, que causó una auténtica conmoción. En primer lugar, porque era una rara avis dentro de su obra, que sorprendió a los lectores y sobre todo a los miembros de la crítica (a los críticos suele descentrarlos mucho que los creadores se salgan de los esquemas previstos y regulados); en segundo lugar, porque los dibujos mostraban una fuerza expresiva enorme (desde el erotismo hasta las raíces del surrealismo, pasando por elementos tenebristas: de casi ningún matiz prescindió el maestro italiano); y en tercer lugar porque suponía una revisión (llena de sexualidad y de simbolismo) del célebre episodio de Orfeo y Eurídice, que nos regaló la clasicidad y que no ha dejado de producir variantes, tanto en literatura como en pintura, música y otras disciplinas artísticas.
En esta versión, Orfeo se convierte en Orfi (un cantante adorado por las adolescentes), y Eurídice en Eura (su novia, que muere de forma inopinada). Como es lógico, Orfi decide descender a los infiernos para encontrarla (“Si está ella, yo no tengo miedo”, p.57) y descubre, entre otras horribles cosas, que los muertos “no conocen ya la esperanza, lo que constituye el más malvado de los suplicios”, p.78). La pieza, sugestiva como pocas, recuerda en algunos momentos al drama Huis clos, de Jean-Paul Sartre (porque se nos dice que en el Más Allá hay personajes que se torturan entre sí) y en otros al relato “El inmortal”, de Borges (porque nos pregona en la p.92 que los muertos, al ser conscientes de su eviternidad, bostezan de tedio). Pero, en su conjunto, la obra supone una interpretación libérrima, ágil y poderosa del episodio mitológico, que seduce con su fortaleza verbal y visual a los lectores.

Hay que tributarle un merecido y fuerte aplauso a la editorial Gadir, que logró que esta pieza excelente apareciera por primera vez en nuestro idioma, en la traducción de Carlos Manzano, casi cuatro décadas después de su primera edición italiana. Un buen autor, una buena obra, una buena editorial. Imposible mejorar el conjunto.

jueves, 23 de julio de 2015

La marca de Creta



Cada lector se pasa la vida descubriendo autores que le atraen y otros que le repelen, casi desde el punto de vista químico. Y por regla general no tiene que ver con la “calidad objetiva” del escritor, sino con los niveles de conexión que se establecen entre él y tú de forma secreta, magnética, poderosa. Con Cortázar sentí esa química desde el primer minuto. Con Borges, también. Y con Antonio Muñoz Molina. Y con Shakespeare. Jamás, en cambio, la he sentido con Faulkner, ni con Onetti, ni con Hemingway, ni con Tolstoi (cito cuatro ejemplos de cada tendencia, por parecerme suficientes). Óscar Esquivias está para mí de forma clara en el primer grupo. Desde que abrí las páginas de uno de sus libros, sentí que algo mágico emergía de ellas y se instalaba en mi interior.
Me detengo hoy en La marca de Creta, que leí con felicidad cuando le dieron el premio Setenil y que ahora devoro por segunda vez para consignarlo en este Librario íntimo, subrayando imágenes literarias que me llamaron la atención desde el primer minuto (esa “sombra dentuda de las tejas” que se menciona en el relato “Hijos de Dios”) y adentrándome más en sus personajes: ese Marco que trabaja en Banca di Roma y que, chapoteando en el pantano de una vida conyugal tediosa, comienza a sentir dolores en el pecho; ese Gerardo que estudia en una pensión y que descubrirá en la discoteca a Lali, su patrona; esas dos lesbianas que descubren en las hormigas una metáfora espléndida de su propia erosión como pareja; esa mujer que publica en un diario de Burgos unas asombrosas predicciones sobre los recién nacidos de la localidad; esas personas que pasean por la playa, angustiadas y amargadas por la consunción; ese hijo que vuelve, después de haber permanecido treinta años en Alemania, lejos de su familia; esa Mar que, en la fiesta de sus veinticinco años, toma una decisión erótica que afectará a uno de sus amigos; ese viejo escritor que arroja piedras claras u oscuras a un montón, dependiendo del día, y que acabará cercado por la horrenda sensación del ridículo...

La marca de Creta es un excelente volumen de cuentos, donde nadie debe esperar sorpresas finales (no responden a ese formato), pero donde brilla uno de los estilistas más asombrosos que tiene la literatura española.

miércoles, 22 de julio de 2015

El vampiro



John William Polidori obtuvo la licenciatura en medicina a la edad de 19 años, con una tesis sobre el sonambulismo. Poco después, ya era médico que gozaba de la amistad de lord Byron. A los 26, todavía jovencísimo, se suicidó tomando ácido prúsico. Son pinceladas de una vida trunca que, para el mundo literario, dio al menos un fruto de extraordinaria importancia: El vampiro. Este breve narración nació en junio de 1816 (pronto cumplirá dos siglos), cuando varios de los amigos que se reunían en casa de lord Byron aceptaron el reto de escribir una historia de ambiente fantasmal o macabro. Mary Shelley concibió entonces su memorable Frankenstein o El moderno Prometeo y Polidori hizo lo propio con la obra que, traducida por Camila Loew y publicada por el sello La Otra Orilla, comento hoy.
Estamos en Londres, y allí se van a conocer dos personas antagónicas: el oscuro lord Ruthven (un hombre misterioso y de quien nadie conoce demasiados detalles) y Aubrey (un muchacho rico y huérfano que está comenzando a vivir). La amistad que poco a poco se va fraguando entre ambos alcanzará un instante de espesa inquietud cuando Aubrey, tras escuchar a la hermosa griega Ianthe un relato sobre vampiros, se estremezca al darse cuenta de que la chica le está dando “una descripción bastante ajustada de Lord Ruthven” (p.42). ¿Será verdad que su enigmático acompañante es un ser de ultratumba, un engendro de alma podrida? Tras un encuentro con unos bandidos, lord Ruthven recibirá una herida que pronto se gangrenará y pondrá fin a su vida, aunque antes de expirar le exigirá a Aubrey un curioso juramento: que no dirá nada sobre él a persona alguna durante un año y un día. Creyendo que se trata de un pacto sin importancia, Aubrey lo jura... Pronto comprobará hasta qué punto su existencia va a dar un vuelco con ese error.

Escrita con una prosa sobria y eficaz, esta novela se lee más fácilmente que la redactada por Mary Shelley, sin que su influencia literaria haya sido menor. Un texto genesíaco y recomendable.

lunes, 20 de julio de 2015

Los perfectos



Dentro del mundo de la literatura infantil y juvenil hay, como en botica, de todo: autores magníficos, autores mediocres, editoriales que trabajan con seriedad y editoriales mamarrachas. El sello Edebé lleva muchos años trabajando con un enorme pundonor y con excelentes resultados en ese sector tan difícil, y prueba de ello son los premios que anualmente convoca para obras destinadas al público adolescente, que suelen recaer en textos espléndidos.
En 2007, el ganador en la categoría infantil fue Rodrigo Muñoz Avia (Madrid, 1967), que pronto vio editado su relato Los perfectos en la colección Tucán, con ilustraciones de Tesa González. En él descubrimos por boca de su protagonista la historia de Álex, un chico con un único problema grave: todos los miembros de su familia son demasiado perfectos. Su padre es físico teórico, y tiene un buen trabajo en la universidad, donde es respetado y valorado; su madres es una reconocida decoradora, que publica reportajes en revistas punteras; sus hermanas son modélicas: guapas, simpáticas, bien educadas, con sobresalientes en todas las asignaturas... Todos en la familia adoran el orden, odian el ruido, mantienen unas costumbres ideales, rechazan el tabaco, comen alimentos sanísimos, repudian las discusiones y dialogan para llegar a acuerdos... Tanta perfección agobia al chico, que se empeña en descubrir alguna lacra en su entorno, sea cual sea: dar gritos, meterse el dedo en la nariz, sorber la sopa. Le da igual. Lo que sea. Algo que le permita comprobar que está rodeado de seres humanos.
Para esa tarea detectivesca cuenta con la ayuda de su mejor amigo, Rafa Panocha, que procede de una familia antípoda de la suya: espontáneos, más bien alocados, ruidosos, caóticos, comedores de bollería industrial y adictos al desorden, pero de gran simpatía, solidaridad y nobleza.
¿El resultado? Pues que Álex descubre esos fallos que andaba buscando... y no le gustan nada. Pero descubrirá también que la franqueza y el diálogo dentro de la familia ayudan a afrontar los conflictos y a solucionarlos.
Una obra, pues, donde los valores familiares y los valores de la amistad planean de principio a fin, vertebrando y dándole color a la novela, pero donde no se cae jamás en ñoñerías y demás lacras de la corrección política. Rodrigo Muñoz Avia ha sabido mantener un tono ágil y divertido en su relato, dando siempre la sensación de que quien habla es realmente un niño (admirable logro, que no todos los representantes de este género consiguen) y manteniendo la atención de los lectores sin altibajos y sin puntos negros.

Una obra sin duda muy recomendable para que los más jóvenes lean durante este verano.

jueves, 16 de julio de 2015

Corazones enterrados



Alfonso x el Sabio fue un monarca, todos lo sabemos, estrechamente vinculado a la región de Murcia. Lo que no todo el mundo conoce es el asombroso detalle de que su corazón y sus entrañas reposan en la catedral capitalina, en el interior de una urna de piedra labrada en la época del emperador Carlos V. Dos heraldos del siglo XVI acompañan al macizo recipiente. Hasta ahí lo puramente histórico, que puede comprobar cualquier persona curiosa que navegue por Internet o visite la citada catedral. Pero entonces llega un novelista como Paco Rabadán Aroca y, rizando el rizo de la imaginación, se pregunta: ¿y qué pasaría si alguien tuviera la atrevida ocurrencia sacrílega de robar esos restos? ¿Le resultaría fácil acceder a la catedral (cuyo nivel de vigilancia es bajísimo) y hacerse con ellos?
Para darle mayor dosis de espíritu novelesco, Paco Rabadán aporta un quiebro histórico: el arca donde oficialmente se encuentran los restos del rey castellano está vacía, y los mismos se encuentran depositados en otro cofre, labrado en oro y piedras preciosas, que yace sepultado bajo el Altar Mayor. Y para darle mayor dosis de intriga añade a los miembros de una extraña organización, que velan por los restos de Alfonso desde finales del siglo XIII y que harán cualquier cosa con tal de evitar su profanación.
La novela se titula Corazones enterrados, fue publicada con el sello Círculo Rojo y está escrita con gran vigor y con gran amenidad. Sus personajes están muy bien construidos (Julián Carrión, dueño de una aseguradora; Rosa Alcántara, una expolicía con problemas económicos; Alejandro, guía turístico; Víctor, un compañero de trabajo que condicionó el pasado de Rosa; el inspector Cifuentes, que se encarga de las investigaciones del caso; Zoran Banjac, un despiadado traficante de origen centroeuropeo), las ambientaciones resultan muy convincentes (se podría establecer un itinerario por la capital, siguiendo los pasos de la acción) y el lenguaje está perfilado para llegar a un público amplio, al que sin duda convence y seduce.

Harían bien en probar esta lectura para el verano. Seguramente les gustará.

martes, 14 de julio de 2015

Lo que está por venir



Un tema banal o un suceso anecdótico puede quedar (y de hecho queda) agotado o exhausto cuando se han escrito media docena de obras literarias sobre él o se han filmado dos o tres películas ambientadas en su entorno. Pero la guerra civil española de 1936, por más que se empeñen interesadamente ciertas personas (que se extasían viendo películas del oeste americano, porque ése sí les parece un tema inagotable), no pertenece a ese grupo de acontecimientos marginales o nimios. Lo demostró Alberto Méndez en Los girasoles ciegos. Lo ha venido demostrando Almudena Grandes en sus últimas novelas. Y lo acaba de corroborar Pablo de Aguilar González con Lo que está por venir, una novela excelente que ha publicado el sello Ediciones del Serbal en su colección El Biblionauta.
En ella encontramos muchos detalles que embriagan y capturan la atención de los lectores: una cuidada ambientación histórica, sin los agobios eruditos que otros autores se creen obligados a desplegar para demostrarnos todo el tiempo que han empleado en documentarse; unos personajes solventes y bien dibujados, tanto masculinos como femeninos; una trama interesante (que en realidad son varias tramas que se van cruzando); y un final tan bien conducido, tan bien pautado, que suena como un crescendo interpretado por la Filarmónica de Berlín. Nada sobra y nada falta en esta novela magnífica de Pablo de Aguilar. Y hay que reconocer que lo tenía difícil, porque el autor albaceteño quiso trazar en el aire malabarismos con más bolas de las usuales: una prostituta que, hija de un alcalde de izquierdas, vive en la capital visitando con frecuencia el Museo del Prado; un pintor exaltado que, dueño de una técnica brillantísima, insiste en la destrucción de todo el arte producido durante el pasado, para elaborar unos nuevos presupuestos estéticos partiendo de la nada; un empresario putero que termina enfrentándose de forma directa con un falangista; un matón que tiene los ojos saltones y que esconde sentimientos inesperados... Y como telón de fondo la espantosa guerra civil del año 1936, especialmente centrada en un episodio histórico-artístico: el traslado de los cuadros del Prado hacia un lugar seguro, mientras Madrid sufría las bombas de los golpistas y sus aliados.

¿Consignas políticas? ¿Frases panfletarias? ¿Discursos exaltados? ¿Designación de inocentes y culpables? Que nadie busque ese tipo de inmundicias en las páginas de Lo que está por venir. Pablo de Aguilar no se disfraza en esta novela de juez, ni de político mitinero, ni de pedagogo. Se limita a ser lo que siempre ha sido: un fantástico narrador. Y aquí ha conseguido, después de dos novelas de gran calado (Intersecciones, que fue finalista del premio Qué Leer, y Los pelícanos ven el norte, con la que obtuvo el mismo premio un año después), su mejor producción. Sin duda alguna.

domingo, 12 de julio de 2015

La sirena roja



Estamos en la comisaría de la Ertzaintza en Oiartzun, en un grupo de investigación dirigido por la estricta oficial Baraibar. Un día, cuando nada hace presagiar que se avecina un cambio drástico en su rutina, descubren que tienen entre manos un caso mucho más escalofriante de lo que es normal: alguien está asesinando a personas que llevan tatuajes y luego les corta esa porción de piel, de forma tan precisa como inmisericorde. El caso queda en manos de la agente Eider Chassereau y el suboficial Jon Ander Macua, quienes comienzan sus primeras labores interrogando a varias personas relacionadas con el caso e intentando reunir indicios y pruebas. Muy pronto van a descubrir que existe un nexo que une a todas las víctimas: Lorena, una tatuadora de renombre que trabaja en la parte vieja de Donostia.
Con este planteamiento inicial, la escritora Noelia Lorenzo Pino (Irún, 1978) arranca La sirena roja, una de las novelas negras más bien orquestadas que he leído en años. Y lo consigue utilizando el método más difícil pero más meritorio: escribiendo una espléndida novela que, además, es negra. Comienza construyendo grandes personajes, llenos de solidez y matices (cada uno de los que aparecen por las páginas de esta novela tiene un pasado, una familia, unos tics, unas fobias, unos gustos, que le dan espesor, consistencia y credibilidad); luego, relaciona a estos personajes entre sí mediante nexos “naturales” (es decir, que no hay vínculos forzados, ni carambolas urbanas que los reúnan por azar, sino que todo está conducido con suavidad de aceite); y, por fin, inserta a todos en una trama envolvente, en la que cada peldaño de la escalera está más que justificado y donde los sucesos se vertebran de un modo coherente, ágil y eléctrico... Para cerrar la maravilla, Noelia Lorenzo concluye su novela entregándonos a un culpable al que no veíamos venir (utiliza, eso sí, la técnica de crear sucesivos sospechosos que van siendo descartados, pero lo hace con una enorme elegancia, en absoluto tributaria del cliché).
Aquejados por debilidades evidentes o secretas, todos los protagonistas de la obra se muestran como seres humanos, demasiado humanos: Eider está obsesionada con el tamaño de sus pechos, que juzga excesivo; Jon Ander Macua recibe unos mensajes de corte misterioso a los que no quiere contestar y que solamente al final de la novela alcanzarán sentido; Baraibar vive con la culpa de haber sufrido el suicidio de su pareja; Ibon Fernández, antiguo novio de Lorena, de la que tiene que mantenerse alejado por orden judicial, vive trapicheando con droga; Gabriel, un cirujano que aparece hacia la mitad de la novela, se encierra en una casa de las afueras, donde se reúne con otras personas para realizar actividades misteriosas; Larraitz, la mejor amiga de Lorena, va a correr una suerte aciaga cuando el asesino se fije en ella como la siguiente víctima...

No voy a desvelar nada de la trama ni de su resolución (esos placeres les dejo que los disfruten ustedes solos), pero sí que emitiré un juicio tan claro como meditado: creo que Noelia Lorenzo Pino es uno de los descubrimientos literarios de la temporada. Toda mi gratitud, pues, a la editorial Erein, por apostar por ella y no permitir que una obra tan valiosa como La sirena roja se pierda en los cajones del olvido.

viernes, 10 de julio de 2015

Alimentos de la tierra



El poeta no es un fingidor. El portugués Fernando Pessoa dijo lo contrario, es verdad, pero creo que sus palabras no significan lo que muchos han creído leer en ellas. Un poeta es un desgarro, y un desgarro no suele mentir. A través de una herida vemos la sangre, la carne dilacerada, el pálpito de nervios y músculos, pero no la falsía. El maquillaje, todo maquillaje, es superficial, exógeno, falso. Una herida es profunda, endógena, auténtica. Y quien de verdad se merece el nombre de poeta es porque acumula vocaciones de herida y porque le pone voz y palabras a la sangre que fluye.
Pascual García lo es. Poeta auténtico. Poeta visceral (en el sentido más amplio y prometeico de la palabra). Poeta de sí mismo. Filatélico de sus horas pasadas. Pascual García es el hombre que se sienta y, en silencio, junto al fuego de la madurez, recupera las imágenes de su infancia y les otorga verdad verbal, consistencia de colores, fulguración de versos. En Alimentos de la tierra, que le publicó la editorial madrileña Huerga & Fierro con la ayuda económica de la Junta Municipal de Zarandona, ese camino de recuperación (iniciado con Fábula del tiempo y jamás abandonado en sus libros posteriores) adquiere unas dimensiones míticas. Se trata de un volumen generoso en extensión (casi 1800 versos), donde el autor se refiere al pasado como fuerza nutricia, que lo configuró: las “manos grandes de madera y roca” de su padre; el fervor con el que su madre lo bañaba, o el amor con el que le compró su primer libro; los hombres broncos, egregios y laboriosos de su niñez en Moratalla; la tristeza de la emigración, con su languidez silenciosa y sus maletas de madera; el agotamiento que las labores agrícolas deparaban a sus usuarios; el don del pan y las verduras sobre la mesa... Pero también en este volumen se rinden los preceptivos homenajes a quienes componen el hoy del poeta (como su mujer, la pintora Francisca Fe Montoya, autora de la portada del libro) y a quienes tejerán su mañana (su hijo Pascual, del que se habla en el poema “Lleva mis ojos”, o su hija Elisa Fe, a la que dedica “Como la tierra” o “Las manos de mi hija”).

Y si nos fijamos en los aspectos puramente formales seguiremos descubriendo al Pascual García de siempre, al que ya conocemos por sus poemarios anteriores: inmejorable músico del verso, adjetivador delicioso (habla de “la sombra audaz de los olivos”, de “la mañana lujosa de septiembre” o de la “luz sólida” que se derrama en ocasiones sobre las cosas) y dueño de una capacidad infrecuente para encabalgar los versos y lograr sonoridades que mejoran el mensaje y lo embellecen. No es nada extraño que con este libro Pascual García resultase ser uno de los finalistas en el prestigioso premio Loewe.

miércoles, 8 de julio de 2015

Ibis



Sorprendente resulta este Ibis, de Ovidio, que leo en la traducción profusamente anotada de Ana Pérez Vega para la editorial Gredos.
El autor latino, que ya tiene cumplidos los 50 años, está siendo mancillado de forma agria y continua por una persona a la que, en este poema, contesta con imprecaciones inauditas. Ovidio manifiesta sin ambages su voluntad de atacar a quien lo denigra, aunque no sea su estilo ni su costumbre (“Sea quien sea él –pues de momento, a pesar de todo, callaré su nombre–, obliga a mis manos, desacostumbradas, a coger las armas”). Y lo hace porque el anónimo malvado intenta aprovecharse de su desgracia y su destierro (“Lucha por adueñarse de las tablas de mi naufragio”). Rota la amistad que le unía a este pérfido, ahora son enemigos irreconciliables (“Nuestra paz será, mientras a mí me quede vida, la que suele haber entre los lobos y el desvalido ganado”).
Con la misma astucia secreta que desplegaría después Cervantes para mantener en silencio el nombre auténtico de su rival Avellaneda, Ovidio prefiere camuflar de niebla la identidad de su adversario (“Ni diré tu nombre ni diré tus culpas en este libelo”), y por eso lo bautiza con el nombre del pájaro Ibis. Eso no le impide lanzarle su odio con toda virulencia (“Que ni tu cuerpo ni tu mente, enfermos, estén libres de quejoso dolor. Que la noche te sea más pesada que el día, y el día que la noche. Que siempre seas desgraciado sin que a nadie le duela tu desgracia: que mujeres y hombres se regocijen en tus infortunios. Que el odio se sume a tus lágrimas, y que se te crea digno, a ti que sufres muchos males, de que sufras muchos más”). Ese odio visceral no menguará con el paso de los días (“Me alimentaré siempre [...] de la esperanza de tu muerte”) y se prolongará hasta más allá de lo pensable (“Ni siquiera la muerte pondrá fin a mis iras”).
Como cierre, el poeta latino le dedica a su anónimo enemigo casi cuatrocientos versos de tetánicas maldiciones, en las cuales suplica a los dioses que viertan sobre él docenas y docenas de torturas, con el fin de que su existencia se transforme en una pesadilla que ni la muerte modere.

Y es que la venganza puede ser, en ocasiones, un refugio, un desahogo, una necesidad...

martes, 7 de julio de 2015

Enoch Soames



No resulta nada difícil, para quien conoce un poco el mundillo literario, imaginarse a un escritor mediocre –o directamente nefasto– que, huérfano de toda ecuanimidad a la hora de juzgar sus obras, se considera un genio, y calcula con megalomanía que el futuro habrá de condecorarlo con las mieles de la gloria. ¿Qué no sería capaz de hacer ese pobre diablo, con tal de vivir en ese futuro durante unas horas, para relamerse con las inevitables alabanzas que los demás tributarán a sus libros y aliviarse así de todos los vituperios y vejaciones que ha debido de tolerar durante su vida?
Partiendo de esa idea, tan sugestiva como universal, Max Beerbohm tuvo la inteligente idea de escribir un relato titulado “Enoch Soames”, que publicó en el volumen Seven Men (1919), que la editorial Rey Lear introduce en el mercado español, traducida por Juan Pedro Aparicio. La pieza, que fue alabada en su día por Jorge Luis Borges y que contiene notables primores formales y psicológicos, no estaba aún disponible en nuestro idioma; y por eso se agradece más todavía la labor de este sello, que ha logrado traernos una de las piezas clásicas del humorismo inteligente inglés.

Enoch Soames, el protagonista de este magnífico relato, considera a Yeats, Shelley y Baudelaire como “poetas menores”; le pone reparos a John Milton; y, en cambio, advierte en sí mismo la marcha intachable de la genialidad, que no provoca sino risas en las personas de su entorno. Una obra que, pareciendo una caricatura, es más bien un espejo de muchos fracasados patéticos, que anhelan el consuelo de la posteridad para justificar la insignificancia de su presente.

domingo, 5 de julio de 2015

El cartero de Bagdad



Para muchas personas, la simple mención de la palabra Bagdad comporta una serie de elementos emocionales a los que resulta difícil resistirse: exotismo, luz oriental, personajes subyugadores, magia. La ciudad de Bagdad aparece asociada en el imaginario colectivo a las Mil y una noches, a la lámpara de Aladino, al intrépido Simbad, a alfombras voladoras, a huríes que preconizaban sin saberlo a la colombiana Shakira, a cuevas repletas de tesoros, donde fulgen los diamantes y donde las montañas de oro ciegan la vista. Lamentablemente, la Historia (que es un río de sangre) se ha encargado de que Bagdad signifique, hoy en día, cosas más aciagas: disparos en las calles, terroristas que se inmolan por su fe, inestabilidad, pobres niños que deben jugar entre cañones y fusiles, familias enfrentadas y un odio estúpido que obliga a la población a situarse en uno de los bandos, sin que exista posibilidad de diálogo.
Marcos S. Calveiro, sirviéndose de esa nueva y triste situación, escribió una novela espléndida titulada El cartero de Bagdad, cuyo protagonista es Abdulwahid, un niño de 11 años que pertenece a una familia sunita, y al que las circunstancias han separado de Ahmed, su mejor amigo, que procede de un entorno chiita. El padre de Abdulwahid es cartero y realiza su labor sobre una bicicleta, sorteando baches provocados por las bombas, protegiéndose como puede de los disparos que cruzan las calles y confiando en Alá, porque entiende que repartir cartas en medio de la guerra es “una manera de aportar un poco de normalidad entre tanto desastre” (p.36). Es un hombre, además, interesado por el mundo de la cultura, que le habla a su hijo de letras y de bibliotecas, y que despierta en él la afición por las buenas historias, narradas con elegancia. Pero un día ese hombre valioso queda herido mientras reparte la correspondencia y le hace entrega a su hijo de una carta. Una carta especial que debe ser entregada sin tardanza al viejo Faysal Al-Rashid. Para que su padre se sienta orgulloso de él, Abdulwahid decide enfrentarse a todos los peligros de las calles y, con la ayuda de su amigo Ahmed (ambos aparcarán sus diferencias), consigue encontrar al noble anciano, que tiene una gran sorpresa reservada para ellos cuando abre la carta en su presencia.

Esta novela, merecedora del premio Ala Delta del año 2007, fue traducida por Ignacio Chao.

jueves, 2 de julio de 2015

El camino de las luciérnagas



La niñez y la adolescencia son períodos en los que nuestro carácter se encuentra en proceso de construcción, y quizá por eso las influencias positivas y negativas que sobre nosotros gravitan durante esos años pueden llegar a convertirse en huellas indelebles. Es lo que le ocurre a Atanasio Cuervo Feliz, protagonista de El camino de las luciérnagas, de Mónica Rouanet. En el año 1985, éste era un muchacho tímido, acomplejado con su nombre, incapaz de relacionarse con soltura con los chicos y chicas de su entorno, centrado en sus estudios, respetuoso con la familia y con los religiosos de su colegio y que, de pronto, se vio alterado en su rutina por la presencia de un muchacho llamado Anselmo Pandero, que se incorporaba como nuevo alumno a su aula. Éste era todo lo contrario que él: guapo, mentiroso, vago, bebedor, fumador y, sobre todo, insuperable en su faceta manipuladora. Durante unos meses, Anselmo (Hans) se adhirió como una lapa a Atanasio (Tano) y se dedicó a obtener de él ayuda en los exámenes y en sus escapadas nocturnas, intentando que se sintiera culpable cuando no le prestaba el auxilio incondicional que éste le exigía una y otra vez, insaciable y egoísta.
Ahora, un cuarto de siglo después (2011), Atanasio ejerce como secretario judicial y está felizmente casado con una forense llamada Paula (quien fue durante unas semanas la “novia oficial” de Anselmo). Acaba de llegar a sus manos el expediente de un siniestro que debe ser investigado, por sus extrañas características: han muerto tres personas en un anómalo accidente de coche. Son los padres y el hermano de Anselmo, a quienes Atanasio creía ya fallecidos. De ese modo tan desagradable, el obsceno manipulador vuelve a irrumpir en la vida de Tano, y lo hace con los modales y el temperamento de siempre: queriendo que le eche un cable en la resolución del papeleo, coaccionándolo para que haga la vista gorda ante los detalles oscuros... e insinuándole que entre Paula y él guardan un cenagoso secreto que jamás le han confesado.

Alternando con eficacia y fluidez los episodios temporales (1985-2011), la alicantina Mónica Rouanet consigue con esta novela una narración de enorme belleza y magnetismo, que desde luego es imposible conseguir por casualidad. No les extrañe que nos encontremos ante una de las voces más interesantes de la narrativa española de los próximos años. Estén pendientes del augurio. Y empiecen leyendo este volumen que publica con la elegancia habitual el sello La Fea Burguesía.