domingo, 14 de junio de 2015

La necesidad del ateísmo



Su nombre no es demasiado conocido (Percy Bysshe), pero su apellido (Shelley) es una auténtica etiqueta de excelencia lírica, de poder romántico, de vigor creativo. Hace pocas semanas que la editorial Pepitas de Calabaza (que sigue refiriéndose a sí misma con el humorístico y humilde rótulo “Una editorial con menos proyección que un cinexín”) ha entregado a los lectores españoles la obra titulada La necesidad del ateísmo (y otros escritos de combate), que traduce, anota y prologa Julio Monteverde. Y es ocasión magnífica para volver a este autor inglés, que comenzó su carrera literaria dedicándole un poema a su gato, fue estudiante en Oxford, hijo de un parlamentario, vegetariano convencido desde los 20 años, enemigo acérrimo de la pena de muerte, luchador por la independencia de Irlanda, defensor de los derechos de la mujer, contrario a los barrotes del matrimonio y, en fin, hombre que se ahogó en 1822 y cuyo cuerpo fue incinerado en la playa en presencia de su compañera (Mary) y de algunos de sus amigos (entre los cuales destacaba Lord Byron), sin que su corazón llegase a arder (Mary lo conservó en alcohol hasta su muerte, en 1851).
En estos escritos (algunos de ellos traducidos por primera vez a nuestro idioma), el poeta desenvaina sus armas más combativas y más afiladas, arremetiendo contra quienes deciden sobre la vida y la muerte de la gente humilde: el rey, con sus “fríos cálculos de ambición”; el poderoso, “inflado por su autoridad y enloquecido por el vértigo del poder”; el sacerdote, vampiro social que vive de la mentira y del miedo... Con igual determinación se muestra partidario de disolver el vínculo matrimonial una vez que el amor se ha agotado, igual que abandonamos una amistad cuando ya no nos aporta nada o se vuelve fastidiosa (“Una ley que volviera indisolubles los lazos de la amistad a pesar de los caprichos, la inconstancia, los errores y la capacidad de evolución del espíritu humano, ¿no debería ser juzgada como una odiosa usurpación de los derechos del juicio individual?”). Idéntico análisis desdeñoso dedica a la castidad (“Es una superstición clerical y evangélica”) y a quienes dejan en manos de Dios todas las posibilidades de su dicha (“El genio de la felicidad humana debe desgarrar primero cada página del libro maldito de Dios para que el hombre pueda leer lo que está inscrito en su propio corazón”). Y suscribe todos los postulados de la dieta vegetariana (en el escrito “Una defensa de la dieta natural” asegura de forma polémica y discutible que “no existe ninguna enfermedad, mental o corporal, que la adopción de una dieta vegetal y el agua pura no haya mitigado”). Y se muestra indignadamente contrario a la pena de muerte. Y condena el uso de la tortura contra los presos. Y abomina de la costumbre de mantener reyes en el poder. Y…

Imagino que no será preciso continuar para que todos entendamos el justo tono de este volumen. Con una prosa enardecida, visceral y galvánica, Shelley nos propone sus indignaciones de tinta con la esperanza de que acaben convirtiéndose en fecunda inspiración para acciones reales, con ese optimismo febril que caracterizó a tantos románticos. Distanciados por el tiempo de muchos de sus análisis, resulta todavía seductor el modo en que Shelley batalló por sus ideas y las defendió a ultranza.

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