viernes, 10 de abril de 2015

Casa de muñecas



No es la primera vez que leo Casa de muñecas, de Henrik Ibsen. Posiblemente tampoco será la última. Me parece una pieza teatral (y psicológica y sociológica) fascinante, llena de aciertos, intuiciones geniales y poder escénico. Elijo para visitarla de nuevo la edición de Mario Parajón que edita el sello Cátedra, con muy poquitas notas a pie de página (la obra es tan nítida que no las requiere); y me vuelven a conmocionar la historia, el argumento, la tensión, el drama, los detalles.
Nora es una mujer alegre, burguesa, madre de tres niños, a la que su marido, el abogado Torvald Helmer, se dirige siempre con los apelativos de “alondra” o “ardillita”. La situación económica de la familia parece haber llegado a un punto feliz desde el momento en el que Helmer es nombrado director de un banco. Lo que ocurre es que tal circunstancia viene acompañada de una decisión grave: despedir al empleado Krogstad, acusado en varias ocasiones de falsificación de firmas. Helmer no confía en él. Y para este hombre la confianza y la moralidad son bastiones innegociables. Para su desgracia, Krogstad fue la persona que le prestó dinero cuando tuvo que llevarse a su marido a un clima cálido para sanar una dolencia grave. Como el padre de Nora murió antes de estampar su firma en el documento, ella falsificó su rúbrica. Y ahora Krogstad se sirve de ese detalle para chantajearla: o su marido lo readmite en el banco o pondrá el pagaré en sus manos.
La angustiosa tensión se resolverá en unas páginas finales de enorme interés, en las que Nora comprenderá su condición de mujer manipulada por su padre y por su esposo. Jamás la han dejado pensar, actuar y desenvolverse como un ser humano racional y maduro. La han hecho sentirse inferior, niña protegida, triste muñeca sin voluntad. Y comprende que ha llegado la hora de plantar cara a esa situación y rebelarse.

Ibsen demuestra en esta obra que no sólo es moderno, sino muy moderno; que no sólo es sensible a los problemas de la mujer, sino muy sensible; y que no sólo propone una solución dramática revolucionaria, sino muy revolucionaria. Quien quiera comprenderlo tendrá que leer la obra; y, desde luego, ninguna persona que se considere feminista (hombre o mujer) debe dejar de hacerlo. Seguro que me agradece después el consejo, porque es una de las piezas más singulares, impactantes y robustas de la dramaturgia del siglo XIX.

1 comentario:

supersalvajuan dijo...

Casa de muñecas siempre en un altar.