martes, 31 de marzo de 2015

Los ojos azules pelo negro



Recuerdo que, cuando leí El amante, de Marguerite Duras, me vino a la cabeza un pensamiento que ahora en buena medida corroboro al terminar esta otra novela suya. Se trata de Los ojos azules pelo negro y la traduce Clara Janés para Tusquets. Nos desarrolla en poco más de cien páginas la historia de un hombre atribulado (“Él llora. No tiene fin. Eso es exactamente llorar”, p.15) que, azotado por una tristeza lacerante que proviene de su homosexualidad, contrata a una mujer para que duerma a su lado durante una serie de días. No habrá sexo entre ellos. No habrá compromisos sentimentales. Sólo un contrato anómalo que los vinculará en una relación pecuniaria. El hombre necesita tener un cuerpo al lado, inundado por la luz cruda y amarilla de su habitación, pero reconoce de un modo abierto que “nunca ha sentido deseo por una mujer” (p.28). Ella, que es profesora interina de ciencias y que se somete a esa singular sevicia, llega a decir “que un día hará un libro sobre la habitación” (p.37).
Esa es la columna vertebral de la novela: un extraño “contrato de las noches blancas” (p.74) en el que ambos llorarán, sufrirán y abrirán sus corazones, para mostrar heridas, anhelos, zonas oscuras.
¿Y al final? Al final, en mi opinión, nada. Una pura esgrima de frases líricas, oscuras y enigmáticas (profundas o vacías, según el temperamento de quien las lea), con la que Marguerite Duras apenas consigue mantener en pie la narración desde el punto de vista novelístico. Quizá sea un instrumento impagable para los psiquiatras, no estoy en condiciones de discutirlo, pero lo que es para el resto de público... Yo he sentido, páginas tras página, que paseaba por un poema de inequívoca respiración dramática, más que por una fabulación en prosa; y, en ese sentido, el balance es decepcionante. El hombre y la mujer que actúan como ejes vertebradores de la historia parecen dos monjes budistas, que expelen sentencias de niebla para las que hay que buscar una explicación poética o freudiana, y que te dejan (a mí me han dejado) más decepcionado que feliz, más bostezante que satisfecho. Y si le añadimos que la traductora del volumen nos habla, con notoria equivocación preposicional, de un hombre que “se sienta en una mesa” (p.13); o que nos presenta casi al final a una mujer que afirma que su amante “a veces la pega” (p.116), pues ya para qué te cuento.

Lo intuí con El amante y, como digo, lo corroboro ahora: la dicción logarítmica de Marguerite Duras no me embriaga, no consigue seducirme. Qué le vamos a hacer. Por supuesto, no se trata de menosprecio literario sino de la plasmación de un gusto personal que, seguramente, no me animará a abrir otro libro suyo.

domingo, 29 de marzo de 2015

La dama pálida



Alejandro Dumas es uno de los grandes narradores europeos del siglo XIX. En ese dato existe universal consenso. No obstante, debo reconocer con un cierto rubor que me he sumergido en sus obras con menos frecuencia de la deseable. Para aliviar esa carencia acudo a un interesante volumen donde la editorial Eneida reúne dos historias firmadas por él y traducidas por Luisa Elorriaga.
En la primera (La dama pálida) nos encontramos con una bella joven polaca que se dispone a contarnos un episodio traumático de su vida: sabiendo que los rusos avanzan hacia el castillo familiar, su padre la envía como medida de protección hacia el monasterio de Sahastrú, en los Cárpatos, una zona inhóspita y agreste en la que “ni tiempo se tiene para sentir miedo” (p.14). Allí su caravana fue asaltada por unos bandoleros y terminó recalando en el castillo de Brankovan, donde dos hermanos (el refinado Gregoriska y el brutal Kostaki) se disputarán su amor. Pero muy pronto la agobiante situación se complicará con tintes vampíricos de lo más inquietantes.
En la segunda (Historia de un muerto contada por él mismo), el narrador será un joven médico quien, llamado una madrugada para atender a una bellísima muchacha moribunda, acaba enamorándose perdidamente de ella. Pero justo en ese momento se produce un inesperado percance y el chico muere. Eso no le va a impedir que, con ayuda del Señor de las Tinieblas, consiga acercarse hasta el objeto de su deseo.
Es evidente que ninguna de las dos historias es, argumentalmente, demasiado original (un relato de vampiros y otro de aparecidos), pero existen diferencias técnicas entre ambas. La primera es mucho más compacta, más sólida, y está trazada con más firmes mimbres narrativos. Todo en ella fluye con envidiable naturalidad. En la segunda, por el contrario, Alejandro Dumas se deja llevar por unos tics más “adolescentes” (por ejemplo, la manera más bien burda que utiliza para justificar en el último párrafo el título de la fabulación) y eso estropea la credibilidad de su propuesta. Se nota que, conforme el relato llega a su fin, el escritor francés comienza a apurarse por encontrarle una solución convincente, sin llegar a obtenerla del todo.

Sea como fuere, un libro que merece ser leído y que deja un agradable sabor de boca.

viernes, 27 de marzo de 2015

Descortesía del suicida



Hace ya muchos años (casi dieciocho) que el argentino Carlos Vitale (Buenos Aires, 1953) obtuvo con Descortesía del suicida el premio de narrativa breve Villa de Chiva; y la obra se publicó en una tirada reducida, que pasó más bien inadvertida para la gran masa de lectores. Pero en 2008, con un breve pero inteligente prólogo de José María Merino, la editorial Candaya decidió enmendar esa injusticia y volver a sacar a la luz pública esta obra, que presenta veinticuatro textos más que la edición príncipe. Y fue, sin duda, una feliz noticia. No andamos tan sobrados de libros inteligentes, bien escritos y rebosantes de ironía en el mundo de las letras hispanas como para permitirnos la estupidez de ignorancia la excelencia de este volumen, auténtico cofre del tesoro para los paladares más variados.
Consciente de que su vida (y en el fondo la de cualquiera de nosotros) es un simple borrador, Vitale constata con socarronería la posibilidad de transgredir esa amargura (“Debería pasarme a limpio”, p.19); establece una reflexión sobre los límites del pesimismo, que puede llegar a ser paródico si lo analizamos con la suficiente perspectiva (“¿Cómo es posible que todos los años hayan sido el peor año de mi vida?”, p.31); acaricia la consolación que nos puede llegar mediante el lenitivo edulcorado del humor (“Quien paga manda: Mi peluquero insiste en que no me estoy quedando calvo”, p.40); nos alerta sobre la repulsiva condición de algunos de nuestros semejantes (“Estoy harto de los antipáticos que se hacen pasar por tímidos”, p.52); resume su vida en cuatro pinceladas magistrales, que bien podrían servir como retrato de millones de personas (“A los once años comprendí que nunca sería un gran pintor. A los catorce, que nunca sería un gran futbolista. A partir de entonces he estado abierto a toda clase de decepciones”, p.59); medita sobre la belleza guadiánica de las féminas, en un aforismo que hubiera hecho las delicias de Francisco Umbral (“¿Dónde se ocultan en invierno las mujeres de la primavera?”, p.75); esmalta contundentes máximas políticas, recubiertas con el barniz amable de la ironía (“La sonrisa de Drácula: El candidato sonríe a los desmemoriados”, p.95); o trata de convencernos de la necesidad de mantener en todo momento nuestras ideas y nuestras opiniones por encima de las adherencias externas (“Déjate guiar. A donde quieras ir”, p.107).

Ni un simple resquicio de nuestra vida o de nuestra muerte queda sin analizar en este libro iconoclasta, valeroso, aguerrido e insultantemente bien hecho, que parece haber sido redactado por destilación. Decía Baltasar Gracián que más obran quintaesencias que fárragos. Y ese dictamen podría servir como marbete para esta obra de Carlos Vitale. Quien abra estas páginas editadas por Candaya elegirá la vía de la inteligencia y de la reflexión.

miércoles, 25 de marzo de 2015

Gigi



Colette es uno de esos nombres que, desde siempre, han estado flotando a mi alrededor en la biblioteca familiar, pero que jamás había convertido en lectura. Y eso que uno de los volúmenes, que estaba a la altura de mis ojos, llevaba por título La ingenua libertina. Quizá por eso cogí enérgicamente este ejemplar de Gigi y me propuse comprobar qué había en su interior. Lo había traducido José María Solé para el sello capitalino Veintisiete Letras y lleva en la portada una conocida imagen de Lillian Gish.
Durante los dos primeros tercios de la novela lo único que pude encontrar allí fue atmósfera: una sucesión de escenas frívolas y mundanas, con personajes de gran superficialidad y ausencia de argumento. La adolescente Gilberte (Gigi) es educada por su abuela y ambas reciben las visitas de Gaston Lachaille, un joven millonario con fama de libertino. Por otro lado está la tía Alicia, quien instruye a Gigi en los usos refinados de la sociedad (forma de comer, de moverse, de vestir, de comportarse con los hombres, de elegir joyas), con el objetivo de obtener un buen marido. Se habla de coches. Se habla de fiestas. Se habla de revistas que se dedican al amarillismo. Se habla de jaquecas. Todo está como envuelto en gasas, tules, perlas y champán.
Pero de pronto Gaston comienza a mirar con otros ojos a la espigada Gigi, que se acerca a los dieciséis maravillosos años, y sugiere a la abuela la idea de casarse con la muchacha, provocando en ésta una respuesta insólita, que nadie terminará de entender del todo, y que perturba la calma sedante de la familia.

¿Me ha gustado la obra? No sabría pronunciarme de un modo definitivo. Dicen que Colette (cuyo nombre completo era Sidonie-Gabrielle Colette) retrata de forma magistral el mundo de la alta sociedad de entresiglos, y no seré yo quien lo niegue. Pero lo que sí tengo claro es que contemplar en las páginas ese mundo no me ha producido una especial curiosidad por él. Me he mantenido ajeno a su aparente fulgor, a su magia... o a su roña. Me ha resultado indiferente. Entiendo que el estilo de Colette es aquí delicioso (no lo discutiré), pero su temática me ha dejado absolutamente frío. Quizá pruebe con otra de sus obras. No lo sé.

martes, 24 de marzo de 2015

Correspondencia, VI



La editorial Trotta clausura su magna edición de la correspondencia del filósofo alemán Friedrich Nietzsche con este sexto tomo, que traduce Joan B. Llinares. En sus páginas parecen haberse aplacado, curiosamente, los terribles problemas de salud que siempre aquejaron al pensador. Indica, eso sí, que “en tres cuartas partes estoy ciego” (carta 960), y que a veces lo asaltan vómitos y cefaleas. Pero el porcentaje de atención que dedica a esas descripciones es singularmente pequeño. Se acentúan, en cambio, dos rasgos de manera clarísima: el antisemitismo y la jactancia petulante acerca de su propia importancia como filósofo.
Por lo que respecta a su postura sobre los judíos, podríamos detenernos en la carta 968, unas durísimas líneas que dirige a su hermana en las que muestra su profundo desprecio por el antisemitismo de su esposo. Llega incluso a tildar a los hermanos de elementos “superfluos” y, de facto, rompe relaciones con ella por haber visto que el nombre de Zaratustra y el apellido Nietzsche se utilizan unidos en publicaciones de corte antisemita, en las que su cuñado colabora con fervor. Además, cuando Nietzsche se plantea que la publicación de El Anticristo ha de representar un golpe mortal al cristianismo, piensa en dinero judío para sufragar ediciones mastodónticas del libro. La ciencia, el pensamiento, el arte, le deben mucho al pueblo judío, en opinión de Friedrich Nietzsche.
Pero el bloque más estupefaciente lo constituyen, sin duda, sus aseveraciones acerca de sí mismo, que van subiendo de tono ególatra conforme pasan los días y los meses. Nietzsche, cada vez más ensoberbecido por los apoyos de Taine o August Strindberg, decide verse como un gran filósofo (al principio), como el más grande filósofo vivo (después) y como el más grande de la Historia (al final). La escalada posiblemente guarde relación con el deterioro paulatino de sus facultades mentales, y puede consignarse en este breve resumen de citas: “Hasta ahora todavía nadie ha tenido coraje e inteligencia suficientes para descubrirme ante los queridos alemanes: mis problemas son nuevos, mi horizonte psicológico es tan extenso que asusta, mi lenguaje es audaz y claro, quizá no haya libros alemanes más ricos en pensamientos y más independientes que los míos” (carta 963) / “(A los alemanes) les he dado obras de primer orden, gracias a las cuales la posteridad quizá le perdonará a esta época que haya existido: ¿acaso he recibido siquiera una palabra de profunda gratitud o aunque solo fuese una millonésima parte del honor al que tendría derecho?” (carta 979) / “Desde hace diez años he producido obras maestras sin excepción” (carta 987) / “De mi Zaratustra creo, en cierto modo, que es la obra más profunda que existe en lengua alemana, incluso que es la más perfecta lingüísticamente. Pero para comprenderlo se necesitan generaciones enteras” (carta 1050) / “Les he dado a los humanos el libro más profundo que poseen, mi Zaratustra: un libro que distingue de tal manera que quien puede decir “he comprendido seis frases suyas, es decir, las he vivido”, con ello forma parte de un orden superior de mortales” (carta 1064) / “(El Anticristo) El acontecimiento filosófico más grande de todos los tiempos, con el cual la historia de la humanidad se parte por la mitad” (carta 1126) / “Soy la instancia suprema que hay sobre la tierra” (carta 1131) / “Me parece que yo tengo ‘en la mano’ el destino de la humanidad” (carta 1137) / “Yo juego con la carga que podría aplastar a cualquier otro mortal” (carta 1145) / “(Se define a sí mismo) El primer ser humano de todos los milenios” (carta 1147) / “(El Anticristo) En los próximos dos años he de dar los pasos pertinentes para que la obra se traduzca a siete lenguas: la primera edición de cada lengua, aprox. un millón de ejemplares” (carta 1159) / “(Con El Anticristo queda claro) que el viejo Dios ha quedado abolido y que muy pronto yo mismo gobernaré el mundo” (carta 1177).

En las últimas cartas (cortas, delirantes, casi epilépticas), que ya no tienen más valor que la tristeza de ver el modo en que se desintegra una mente, Nietzsche firma como Dioniso o El Crucificado, propone fusilar a los antisemitas y otra porción de disparates que casi se antoja cruel leer: no son sino los desvaríos de una mente quebrada. Pero el viaje hasta llegar a ese punto (las 2810 cartas que la editorial Trotta ha reunido en seis tomos, añadiéndoles 6640 notas eruditas) ha sido impresionante, y espero haber dejado una mínima huella de ello en esta media docena de reseñas sobre las mismas.

domingo, 22 de marzo de 2015

Lo peor ya ha pasado



Siento un profundo aprecio por los relatos breves de Eduardo Carrasco (Puerto Lumbreras, 1955). Primero me sedujo con el volumen Amor y dinamita, puesto en circulación por la editorial Tres Fronteras; más tarde, con sus aportaciones a las antologías Veintiséis historias que no vienen a cuento y Relatos cortos para silencios largos; y ahora refrenda esa buena impresión con las veintinueve propuestas de Lo peor ya ha pasado, que está palpitando en la mesa de novedades de las mejores librerías.
En este tomo nos encontramos con un amplio repertorio de argumentos, en los que se abordan innumerables facetas de la vida actual: los problemas derivados de la publicidad de fotos comprometidas en las redes sociales (“No es pelea de gallos”); la intransigencia xenófoba que algunos indeseables continúan alimentando en su vida cotidiana (“Metal pesado”); la incomodidad que ciertos vecinos pueden deparar a las personas que viven en su entorno (“Cultivo doméstico”); el enrarecimiento que se provoca en un hogar cuando uno de los cónyuges, tras el divorcio, se une a otra pareja que no acaba de ser aceptada por su hijo adolescente (“Intruso”); la anómala relación que surge entre una preciosa estudiante de medicina con pocos recursos económicos y su peculiar casero (“La inquilina”); el modo en que un amor inesperado puede truncar una relación estable de pareja (“Concierto para violín”); el inesperado descubrimiento que realiza un prestigioso sumiller cuando se entera de que fue un niño adoptado o más bien sustraído a su madre biológica (“Robado”); la fértil mezcla de humor y religión que puede alcanzarse alrededor de la historia de la anciana María (“Carros de fuego”)… Pero el bloque más significativo y denso es el que Eduardo Carrasco, con pinceladas dispersas e inteligentes, va dedicando a la actual crisis económica. A veces, el cuento abordará la cuestión desde el ángulo del recorte en gastos sanitarios (“No son ángeles”); en otros momentos se centrará en esos ancianos que acogen a sus hijos y nietos para ayudarlos a superar el bache económico (“En la casa del padre”) o en los devastadores efectos de un despido y de un desahucio (“Llevo la suerte”). Pero siempre lo hace desde el enfoque más humano y más exquisitamente literario: sin concesiones al maniqueísmo, el exabrupto, la caricatura o la moralina de tono lacrimógeno.
Como cierre, Eduardo Carrasco alinea una pequeña colección de microrrelatos (trece en total), donde se decanta por matices humorísticos (“El amigo griego”), simbólicos (“Otro asedio”), inquietantes (“Fiesta de disfraces”) o amargos (“Temblor”). Y redondea el libro con el cuento “Fin”, cuyos protagonistas son un escritor que vive una crisis matrimonial y una atractiva empleada de una multinacional que tiene problemas de salud. Juntos vivirán una historia de conclusión vertiginosa.

Es evidente que nuestro periodista controla con solvencia los mecanismos del relato breve y que dosifica sus recursos con inteligencia habilidad, con lo cual sus historias resultan siempre sugerentes y embriagadoras, sea cual sea el registro temático en el que se inscriban. ¿Conviene, por tanto, leer este último libro de Eduardo Carrasco? Definitivamente sí. Y no sólo conviene, sino que resulta muy recomendable hacerlo. Frente a tantas propuestas comerciales con altibajos y lagunas, Lo peor ya ha pasado es una colección seria, compacta y esmaltada de aciertos. Si andan buscando un libro hermoso para disfrutar de buenas historias, no lo duden: elíjanlo.

martes, 17 de marzo de 2015

Cada cual y lo extraño



Tengo al gaditano Felipe Benítez Reyes asociado a una imagen alegre para mí: fue el primer autor al que me pidieron reseñar para el periódico murciano La verdad, allá por el año 1992, cuando comencé mis colaboraciones como crítico en dicho medio. De ahí que, de vez en cuando, me acerque hasta las páginas de otro de sus libros y disfrute unas horas con él. No importa que sea poesía, novela o cuentos. Es un autor que me gusta en todos sus registros. Ha ocurrido nuevamente con la colección de relatos Cada cual y lo extraño, publicada por el sello Destino. En mi opinión (que es la que cuenta en este blog, aunque carezca de rango de ley), los más conseguidos son “El mago y los ojos” y “Un examen de química”, aunque en todos pueden detectarse luces y líneas de indudable interés: las ironías de la vida en “Los dueños de las fortunas”; el misterio de fondo que empapa “Las vueltas del futuro”; el desasosiego infinito que depara “El crucero y todo lo demás”; la erosión del tiempo en “Su oro y su plata”; la venganza diferida o inexistente que palpita en “El brigada ilustrado”; la grisácea cotidianeidad de “La víspera”...
En “El mago y los ojos” he sentido, no lo negaré, un punto de melancolía con la historia de ese concejal de pueblo que, después de disfrazarse de Gaspar durante una cabalgata de Reyes, agoniza en un hospital ante la mirada decepcionada de su hijo, que lo juzga un fracasado. “Realidades de artificio” me ha hecho sonreír con el complicado trampantojo que elaboran Natalia y dos de sus amigos para hacer creer a la hija del fallecido erudito local don Álvaro Mendoza Escassi que su padre va a ser homenajeado como merece... Pero el relato que más me ha rozado el corazón de todo el volumen ha sido, sin dudarlo, “Un examen de química”, en el que nos cuentan las dificultades del narrador con tan áspera materia de estudio, y cómo la benévola profesora que la impartía sufrió un grave percance antes de que acabase el curso.

Elegante y eficaz, Felipe Benítez Reyes sale airoso tras esta nueva entrega de su literatura. Yo lo tengo bastante claro: es uno de los buenos.

domingo, 15 de marzo de 2015

¡Oh, esto parece el paraíso!



Su nombre (John Cheever) me había asaltado no pocas veces en revistas literarias, pero jamás había tenido la curiosidad de acercarme a uno de sus libros. Y he aquí que hace una semana apareció uno de ellos ante mis ojos: ¡Oh, esto parece el paraíso! La traducción corría a cargo de Maribel de Juan, siendo Alfaguara la responsable de la edición. De tal modo que lo cogí y, en un par de días, lo terminé. Francamente, es un volumen que no me ha dicho nada. No es que Cheever me parezca un mal escritor (no me parece que un libro sea material bastante para etiquetar a nadie, ni en el sentido positivo ni en el negativo), pero no se ha producido el deslumbramiento que sí que he experimentado con otros autores (Borges, Neruda, Cortázar, Muñoz Molina) desde las primeras páginas. No he terminado de empaparme con sus personajes, ni tampoco con las acciones que narra: un importante hombre de negocios que, después de dos divorcios y numerosos encuentros altamente fogosos con mujeres, acaba en los brazos de un ascensorista y se pregunta, estupefacto, si es que será homosexual; una agente inmobiliaria que, en los ratos libres que le dejan sus reuniones de corte terapéutico (para dejar de beber, de fumar y de comer tanto), enciende a Lemuel Sears para luego dejarlo abandonado como un trapo; un experto en cuestiones medioambientales que encuentra un bebé en el arcén de la autopista y termina siendo atropellado por unos mafiosos que quieren vengarse por su actitud ante sus lucrativos vertidos tóxicos en un lago; un ama de casa que se dedica a colocar tarros de salsa envenenada en un supermercado para presionar a las autoridades con su chantaje... Este tipo de novelas, donde ni me creo a los personajes ni termino de engancharme a la historia, me dejan bastante frío. De ahí que dude sobre la posibilidad de que vuelva a embarcarme en otra lectura de John Cheever. Con la edad, he aceptado sin problemas que soy impermeable a las excelencias literarias de ciertas culturas y autores que los demás, sin duda de un modo legítimo, alaban con estrépito: no disfruto con Yasunari Kawabata, ni con Yukio Mishima, ni con Hemingway, ni con James Joyce (por poner cuatro ejemplos conocidos). Todo parece indicar que John Cheever va a incorporarse a esa lista negra de desafecciones.

jueves, 12 de marzo de 2015

El verano del inglés



Hay libros que, lamentablemente, son un quiero y no puedo. Ocurre también en el caso de autores consagrados. Hoy me centraré en uno de ellos: El verano del inglés, de Carme Riera, publicado por Alfaguara. En esa obra nos encontramos con una protagonista llamada Laura Prats, una mujer que roza los cincuenta años y que desconoce el idioma de Shakespeare, lo que siempre le ha impedido progresar profesionalmente en su empresa. Su marido, un día, reconoció de modo abierto su homosexualidad y se fugó con un agente de la policía autónoma catalana (un mosso d’esquadra). Y ahora, cuando comienza a asfixiarse en su vida laboral y personal, toma una decisión drástica: se irá durante el verano a las Islas Británicas y aprenderá su lengua. Contratará a una profesora que la atienda de forma exclusiva. Se someterá a una profunda inmersión lingüística. Sacrificará su comodidad y sus vacaciones. Todo, con tal de expresarse bien en el idioma inglés.
Cuando llegó a Inglaterra se encontró con su profesora y anfitriona: Mrs Grose, una mujer corpulenta e inquietante que poseía una casa enorme y lujosa. Era una mujer dominadora, que se mantuvo inflexible en su decisión de no hablar en casa otro idioma que el suyo. Incluso llegó a quitarle el móvil a Laura cuando descubrió que llamaba con él a una amiga española, con la que charlaba en su lengua. Paso a paso, con revelaciones pequeñitas que se van sumando unas a otras, Laura comprende que Mrs Grose no se encuentra bien, y que su condición comienza a ser, a su lado, la de una prisionera en las manos de una auténtica enferma mental, que la somete a torturas físicas y psicológicas. Llega incluso a acordarse de la película Misery (en la página 113), que aborda un tema similar.

La mallorquina Carme Riera intenta combinar momentos de humor con otros de tensión, parlamentos jocosos con instantes macabros, diálogos chispeantes con descripciones de interés. El problema es, a mi juicio, que no consigue ninguno de sus objetivos: el humor de la obra carece de vuelo; su tensión es muy previsible y queda como acartonada; las frases que quiere llenar de inquietud no producen el efecto deseado; y sus diálogos ignoran la fluidez, porque se pierden en clichés de condición terrosa, muy difíciles de tragar. ¿Acaso el libro está mal escrito? En modo alguno. Es bastante correcto. Pero ya está. Carece de brillo, de sorpresa, de primores formales y de aportaciones valiosas en el orden literario. O sea, páginas para pasar el rato. Si buscan algo más en esta obra me temo que no lo hallarán.

martes, 10 de marzo de 2015

Correspondencia, V



El quinto volumen de la Correspondencia de Friedrich Nietzsche publicada por la editorial Trotta se lanzó en 2011. Abarca el período comprendido entre enero de 1885 y octubre de 1887, y el responsable de la traducción fue Juan Luis Vermal, que introdujo además 568 espléndidas notas finales aclarando nombres de personajes o situaciones históricas.
El filósofo alemán sigue comentándonos las erosiones de su salud, sobre todo su estómago y sus ojos (en una carta dirigida a su madre y hermana firma como “vuestro Fritz casi ciego”. Y se siguen acentuando también los rasgos evidentes de megalomanía. En la carta 740 anota sin ambages: “ Todos los indicios hablan a favor de que en los últimos años se prestará mucha atención a mis libros (en la medida en que, dicho sea con su permiso, soy con mucho el pensador más independiente y que más piensa en gran estilo de esta época); se tendrá necesidad de mí, y se harán todos los intentos posibles de acercarse a mí, de comprenderme, de explicarme”; un poco después (carta 752) rematará el juicio: “No quiero tener razón para hoy y mañana, sino por milenios”. Esas enérgicas convicciones no le impiden procurarse editores que favorezcan la venta de sus libros. Enfadado con Schmeitzner (que no difunde sus obras ni consigue vender ejemplares a su gusto) conseguirá que Ernst Wilhelm Fritzsch se haga con los derechos de sus obras, y comienza a escribir para él nuevos prólogos y textos revisados, con la voluntad (humana, demasiado humana) de ser más conocido y reconocido. De hecho, y aunque después de concluir Más allá del bien y del mal ha manifestado su deseo de no ser publicado en mucho tiempo, apenas pasados unos días se ofrece al editor Heymons (carta 687). Y cuando éste le contesta de forma negativa insiste, aceptando cobrar derechos solamente cuando se hayan vendido ya 600 ejemplares del libro (carta 689). La preocupación por las ventas (que él quiere maquillar de despreocupación, pero que reaparece una y otra vez en sus líneas) le lleva a escribir a su amigo Franz Overbeck: “Ni yo ni ningún editor podemos mantener el lujo de una literatura cuyos interesados apenas superan el número de 100” (carta 858). Resulta sin duda chocante que para Friedrich Nietzsche, que consideraba que su trabajo Así habló Zaratustra era “el libro más profundo y luminoso que existe” (carta 574) y que escribió que “el fundador del cristianismo es superficial en comparación conmigo” (carta 583), estas cuestiones económicas resultaran tan obsesivas.
Capítulo aparte merecen las alusiones a la terrible soledad que el filósofo notaba a su alrededor. Huérfano de amigos, colegas o familiares que fueran capaces de entender sus ideas, se sintió más aislado de lo que nadie podría soportar. “No vive ahora nadie que a mí me importe mucho; las personas que aprecio están hace largo, largo tiempo muertas”, anota en la carta 581; y poco después se dirige a su hermana Lisbeth con estas desconsoladas frases: “Si me he enfadado mucho contigo, ha sido porque me obligaste a abandonar a las últimas personas con las que podía hablar sin hipocresía. Ahora estoy solo” (carta 583); y un poco más tarde aún, escribiéndole a Franz Overbeck: “¡Si pudiera darte una idea de mi sentimiento de soledad! Ni entre los vivientes ni entre los muertos tengo a nadie con quien me sienta afín” (carta 729)... Esa soledad, mezclada con los casi interminables quebrantos de su salud, le llevan a manifestar algunas veces unas ideas teñidas por el egoísmo: cuando se confirma que su hermana va a casarse con Förster, Nietzsche piensa que de esa forma su madre quedará liberada para cuidarlo a él como enfermera.

Y para quienes aún crean en ese disparate de que Nietzsche fue un inspirador del odio nazi contra los judíos, ahí van algunas frases: cuando tiene que insultar a la editorial de Schmeitzner lo hace con el marbete de “agujero de antisemitas” (carta 649); cuando explica sus desavenencias con su cuñado Bernhard Förster lo justifica por el modo en que éste odia a los judíos (carta 674); cuando escucha una interpretación antisemita de su Zaratustra, Nietzsche anota que “me ha hecho reír mucho” (carta 820); y cuando el ideólogo Theodor Fritsch le hace llegar sus publicaciones antijudías, Nietzsche se las devuelve y le ruega que no le envíe más (carta 823). Se trata del pensamiento coherente de quien ya había escrito a su madre en septiembre de 1886: “¡Que el cielo se apiade de la inteligencia europea si se le quisiera sustraer la inteligencia judía” (carta 750).

domingo, 8 de marzo de 2015

Sacrificio



La historia que los lectores encontrarán en las páginas de Sacrificio, la novela que el sello Salto de Página le acaba de editar al isleño Román Piña Valls (Palma, 1966), es cualquier cosa menos previsible, de eso pueden estar seguros. La figura nuclear es Horacio Topp, un chico de procedencia británica pero residencia mallorquina que es un auténtico icono de la superación y la autoayuda: tras nacer sin brazos y sin piernas por un defecto embrionario, logró alzarse hasta el status de símbolo y vigor vitalista. Desplazarse en silla de ruedas no le ha impedido utilizar las alas de su voluntad para construirse un mundo perfectamente idílico a su alrededor: mantiene encuentros con adolescentes para convencerlos de lo hermosa que es la vida, se multiplica en mil actos de tinte psicológico... Pero un día, de forma abrupta, este apóstol del buenrollismo desaparece. Nadie sabe en realidad qué ha ocurrido con él. ¿Se ha hartado de su papel de Gran Optimista y ha abandonado su cruzada sonriente? ¿Acaso alguna mujer ha aparecido en su vida y se han fugado juntos para vivir en el anonimato su historia de amor? ¿O quizá se trata de un vulgar secuestro?
El padre del muchacho, Benjamin Topp, se acerca entonces hasta la agencia de detectives (nombre muy presuntuoso para su escasez de medios y de éxitos) de Pablo Noguera, quien acepta el caso. Por casualidad, descubre que el editor de Horacio es Raúl Palmer, un altanero profesor de lenguas clásicas que ha abandonado la docencia para dedicarse a la publicación de libros; y recuerda que Palmer acudió hasta su agencia tiempo atrás para que investigase un acoso telefónico del que estaba siendo objeto. Los hilos comienzan a enlazarse. Y lo harán con mucha más virulencia cuando, unos meses después, aparezca en un cajón, abandonado y malherido, el cuerpo tumefacto de Horacio. Alguien lo ha sometido a torturas indecibles, emocionales y físicas. ¿Quién ha podido cometer tales atrocidades? Y, lo que es aún más inquietante, ¿quién se esconde tras la identidad del misterioso Luciano de Samosata, que ha escrito una ficción novelada sobre el secuestro de Horacio... y que publica con éxito abrumador la editorial de Raúl Palmer?

Román Piña consigue en esta obra relativamente breve (no más allá de un centenar de folios) un relato inquietante, donde no faltan los personajes llenos de misterio, las situaciones que producen zozobra al lector y hasta los quiebros argumentales que, cuando pensábamos que todo comenzaba a tener una explicación, nos conducen en otra dirección distinta. Al final, lo que tenemos entre las manos es una ficción moralizante sobre la iniquidad de la condición humana, adobada con un manojo de pullas contra el mundillo editorial imperante y contra el buenismo impostado, episodios truculentos sobre las agresiones que sufrirá Horacio Topp durante su secuestro y algunos instantes de humor negro perfectamente engarzados en la narración. Con esta colección de atracciones (editores huérfanos de ética, mesías de pacotilla y sonrisa hueca, investigadores que beben Blue Label, secretarias fogosas que se llaman Ifigenia, policías que no aciertan a descubrir la identidad de la persona que ha compuesto el misterioso libro Topp, escritores desdeñados porque no se prestan a seguir las normas comerciales...), ¿quién se resiste a abrir las páginas de Sacrificio y enterarse del auténtico final de la historia? Se quedarán asombrados.

jueves, 5 de marzo de 2015

La máscara robada



Admirar profundamente, admirar con fervor, admirar sin límites, es siempre un ejercicio arriesgado, porque supone entregar nuestro espíritu a una idolatría que puede a la larga resultarnos perniciosa. Es lo que descubrirá el anciano Reuben Wray, viejo actor fracasado que sobrevive dando clases de oratoria y de dicción a las personas que quieran invertir unos chelines en la mejora de su habla. Las dos únicas posesiones que en su vejez menesterosa lo hacen feliz son su nieta Annie y una pobre máscara con el rostro de Shakespeare, que él mismo obtuvo sobre la efigie del genial dramaturgo que encontró en la iglesia de Stratford-upon-Avon. Desde entonces, la conserva con unción religiosa en una caja bajo llave. Ahora, cuando el anciano y su nieta, junto al fiel ayudante Martin Blunt, se han instalado en Tidbury, sus vidas se verán complicadas por la codicia ajena: unos malhechores (el tabernero Benjamin Grimes y el rufián Chummy Dick) intentarán apoderarse de esa caja, creyendo que contiene una importante cantidad de dinero o joyas. La noche en que por fin se animan a entrar en la casa y perpetrar su robo tendrá lugar una espantosa desgracia que salpicará a todos los protagonistas... Esta deliciosa propuesta de Wilkie Collins, que publica el sello Funambulista en la traducción de Ruth María Rodríguez López y Gian Luca Luisi, se construye con una intencionada vocación oral por parte del narrador inglés, quien afirma en la Introducción que se dispone a narrar esta historia “como si estuviera contándosela a unos amigos ante la chimenea de mi casa” (p.10). Esa voluntad se salpimenta con constantes marcas invocativas a los lectores, al estilo juglaresco (“véanlo”, “adviertan”, etc). Y permiten al vigoroso narrador londinense construir secuencias en las que creemos estar junto a él, asistiendo a pocos metros de las acciones. Júzguese con este espléndido ejemplo del capítulo III: “¡Escuchen! Se oye el crujido de unas botas. Al principio es un ruido muy lejano, que desciende, al parecer, desde algún altillo de la parte alta de la casa. El sonido, que pesadamente se aproxima cada vez más, solo se para ante la puerta del salón y anuncia la entrada de... ¿Way, por supuesto? ¡No! No tenemos tanta suerte. Creo que no lograremos recibirlo en persona. El individuo en cuestión no tiene parentesco con él, aunque se le considera un miembro de la familia, y, como es el primero en bajar las escaleras, sin duda se merece la recompensa de que hable de él” (pp.39-40). Pero es que el juego, tan cómplice y tan socarrón, continúa en otros lugares de la novela: “Sospecho firmemente que están realmente ansiosos de tener un pequeño estimulante literario proporcionado por la figura de un villano. Probarán este estímulo por una doble vía ya que tengo dos maleantes completamente preparados para ustedes en este capítulo” (p.77)... Además de estas argucias narrativas, que siempre se reciben con simpatía porque aceptamos desde el principio el juego seductor de Wilkie Collins, la novela nos pone ante los ojos unos personajes bien dibujados, unos diálogos concebidos con elegancia y un cierre que, sin renunciar al happy end pero esquivando la ñoñería, nos deja con una sonrisa instalado en el rostro. Que la editorial Funambulista la haya recuperado para los lectores españoles es todo un acierto, no cabe duda.

martes, 3 de marzo de 2015

Tanta gente sola



Los nueve relatos que conforman el volumen Tanta gente sola, de Juan Bonilla, son fácilmente resumibles: “Un gran día para tus biógrafos” nos cuenta la historia de un poeta de cierta fama que es contratado para que amenice la despedida de soltera de una admiradora suya; “Todos contra Urbano” nos muestra a un tipo gris que, para sorpresa de sus condiscípulos, termina siendo el gran protagonista de un concurso televisivo, en que el derrota a todos sus oponentes con una soltura pasmosa; “El cromo de Boronat” es un relato de pequeñas infamias infantiles, con un chico que recurre a una bajeza impropia para hacerse con el último cromo de un álbum de fútbol; “Fregoli” es la crónica de una obsesión amorosa, en la que el narrador cree ver distintas proyecciones de su amada Gabriela en las mujeres que se va encontrando por todas partes; “Algo más que simplemente existir” condensa la peripecia de Gyo, un muchacho cuya obsesión consiste en entrar en el libro Guinness de los récords por alguna habilidad o proeza, no importa cuál; “Metaliteratura” se basa en un conocido relato de Jorge Luis Borges para construir una impostura tan sorprendente como mágica (su final melancólico es insuperable); “En la azotea” nos hace subir, junto a Felicidad Azurmendi, por las escaleras de un elevado edificio, desde cuya terraza piensa arrojarse al vacío; “Alma cargada por el diablo” nos habla de un hombre que, obsesionado por los antiguos amantes de su pareja, acaba abalanzándose hacia un experimento tan absurdo como dañino, que no tendrá un final feliz; y “El lector de Perec”, con el que se cierra el tomo, supone una especie de catalizador respecto a los demás, porque los cohesiona hacia un formato casi de novela, engarzando sus nexos y otorgándoles aspecto orgánico.

Pero si los argumentos son llamativos (y sin duda lo son), más llamativo es, como siempre en Juan Bonilla, el esplendor de su prosa, donde chispean los adjetivos bien puestos, la fluidez de sus páginas, algunas ironías marca de la casa (por ejemplo, cuando se burla del autor de la tediosa novela La pasión afgana, en la página 170) y las pinceladas de humor, que siempre son oportunas e ingeniosas. El escritor jerezano es un auténtico maestro en el difícil arte de construir cuentos que parecen fáciles. Es decir, que logra que los lectores, empapados por la elegancia fluente de sus frases, no adviertan nunca las complejidades arquitectónicas que hay detrás. Que reciban los textos como quien bebe un trago limpio de agua. Pocos autores adquieren ese nivel de excelencia. Y él, sin duda, lo tiene. Leer a Juan Bonilla es leer a uno de los mejores narradores de España.

domingo, 1 de marzo de 2015

Crucero de verano



Bordear los límites de lo convencional y adentrarse en terrenos pantanosos es, casi siempre, una apuesta segura para sufrir reveses. La joven Grady (una bella muchacha de 17 años que pertenece a una rica familia norteamericana) está a punto de descubrirlo. Desde siempre ha sido una chica que ha actuado de forma libre, sin preocuparse por la opinión ajena sobre sus actos (“Simplemente no se había esforzado ni había sentido de una forma profunda que agradar a los demás fuese importante”, p.25) y que, pese a la amistad-amor que mantiene con Peter Bell, se ha deslizado hacia otra relación mucho menos convencional y sin duda más conflictiva: la que mantiene con Clyde Manzer, un aparcacoches de baja condición social y modales bruscos (le pide que no le babee los cigarillos, le toca el pecho en público, le dirige miradas libidinosas sin ningún recato), por el que siente una atracción difícil de explicar. ¿Lo prohibido? ¿El reto y la ruptura frente a todo lo que se espera de ella (su madre y su hermana mayor están obsesionadas con el vestido que lucirá en su presentación en sociedad)? ¿El ansia de probar cosas nuevas, emociones centrífugas, venenos atrayentes?
La situación se complicará cuando Grady, en un arrebato, contraiga matrimonio con Clyde sin que ninguno de los dos consulte con sus familias.
Truman Capote, fiero analista de su sociedad y de su tiempo, nos ofrece algunos instantes de psicología realmente interesantes (“Cuando cambiamos nuestra marca de cigarrillos, nos mudamos a otro vecindario, nos suscribimos a un periódico distinto, nos enamorados o desenamoramos, estamos protestando de un modo tan frívolo como profundo contra el tedio indisoluble de la vida cotidiana”, p.122), algunas metáforas reveladoras sobre qué piensa él sobre las relaciones humanas (“Era como si fuesen dos figuras envueltas en sábanas que se aporreaban”, p.112) y bastantes secuencias descriptivas donde alcanza un nivel lírico (júzguese este ejemplo de la página 87: “Una lluvia de un color eléctrico había mojado la acera; los transeúntes, salpicados por aquellos resplandores húmedos, cambiaban de color con una rapidez camaleónica”).

Como siempre, leer a Capote es una auténtica experiencia, que te inquieta y te maravilla a la vez.