jueves, 15 de enero de 2015

Conversación con la intemperie



Para conocer bien un paisaje no basta con mirar un solo árbol, una sola montaña o una sola flor: hay que dirigir la vista a múltiples lugares, recrearse en todos los rincones que nos ofrece y, finalmente, decidir lo que opinamos sobre el mismo. Igual ocurre con la literatura de un país. El prestigioso sello Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores editó hace seis años (2008) la enorme antología Conversación con la intemperie, preparada por Gustavo Guerrero, con el sano propósito de que conozcamos mejor la poesía venezolana. Y lo hace con un muy agradable paseo que incluye a autores vivos y muertos, clásicos y renovadores, que completan una escrupulosa panorámica de la lírica de Venezuela en el siglo XX.
En este muestreo encontramos por ejemplo a José Antonio Ramos Sucre (1890-1930), poeta de sensibilidad exacerbada (“El mundo lastima cruelmente mis sentidos y la vida me aflige”, p.33), que utiliza un amplio léxico luminoso y que recurre a la autoafirmación constante (repite centenares de veces el pronombre “yo” en sus composiciones); a Vicente Gerbasi (1913-1992), letánico y rotundo, con sus largos poemas de respiración épica, sus invocaciones a la niñez (“Te amo, infancia, te amo”, p.151) y el adelgazamiento de sus versos en la senectud; a Juan Sánchez Peláez (1922-2003), al que Álvaro Mutis definió en su día como “el secreto mejor guardado de América Latina”, y que maneja un ritmo sincopado en buena parte de sus composiciones, dotándolas de un ritmo febril; a Rafael Cadenas (nacido en 1930), autor de volúmenes tan deliciosos como Una isla, de versos de plástica belleza insinuante (“Orgía vegetal. Una mujer desnuda se acuesta bajo la lluvia”, p.349) y de reflexiones de espesor filosófico (“La palabra no es el sitio del resplandor, pero insistimos, insistimos, nadie sabe por qué”, p.354); a Guillermo Sucre (1933), gran estudioso de la obra lírica de Borges y que se propone “escribir algo torrentoso y deslumbrante” (p.419), aunque sabe que “cada palabra desplaza a otra que nunca logramos decir” (p.477); y, por fin, a Eugenio Montejo (1938), al que Gustavo Guerrero define en el prólogo con el atinado rótulo de “orfebre de las emociones” (p.27), y que busca su fuente de inspiración en lugares tan variados como su propia vida (la muerte de su hermano Ricardo), la mitología (Orfeo), los paisajes urbanos (Caracas) o el mundo cultural (Pessoa), y que llega en sus penúltimos poemas a un telurismo sorprendente (“Alguna vez escribiré con piedras, / midiendo cada una de mis frases / por su peso, volumen, movimiento. / Estoy cansado de palabras”, p.564).
En suma, un manual cuidadosamente preparado para que, desde este lado del océano, refresquemos o descubramos la maravillosa poesía venezolana del siglo XX. Una bellísima propuesta.

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