sábado, 31 de enero de 2015

Correspondencia, III



El tercer volumen de la Correspondencia de Nietzsche (Trotta, 2009) cubre el período temporal que va desde enero de 1875 hasta diciembre de 1879 y consta de 510 cartas (se sigue la numeración del volumen II, de tal modo que iniciamos la lectura en la carta 412 y se acaba en la número 922). Andrés Rubio se encarga de traducirlas y añadirles 1036 notas de gran interés al final del volumen.
El año 1875 le depara a Nietzsche la sorpresa de que su fiel Romundt tiene decidido convertirse al catolicismo, lo que provoca una chocante indignación en el filósofo, que lo reputa de mal amigo y de egoísta (“Estoy un poco herido por dentro y a veces pienso que es lo más malvado que me podían haber hecho. Naturalmente Romundt no tiene mala intención, hasta ahora no ha pensado ni por un instante en otra cosa que no fuera él mismo”, carta 430). Algo después, durante el verano del mismo año, ha de ser ingresado en un sanatorio de la Selva Negra, especializado en dolores estomacales, donde se le trata con algunas lavativas autoadministradas (carta 468) y con sanguijuelas en la cabeza (carta 469). No mucho más tarde emplearía unas líneas para explicar que “ni siquiera la muerte es lo que más me asusta, sino la vida enferma, en la que uno pierde la causa vitae” (carta 479). Y es que la salud continuaba siendo una terrible fuente de suplicios para el filósofo alemán. En enero de 1876 le comunicaba a su amigo Gersdorff que había padecido “una seria dolencia cerebral” (carta 498). Y llega a concluir, en unas terribles palabras que le envía a Richard Wagner, que “ya estoy harto, y quiero vivir sano o no vivir más” (carta 556). Esa devastación de su salud no habría de moderarse durante el resto de su vida, regalándole unos padecimientos extraordinarios, que lo hacen aseverar en alguna carta (como la 799) que sus dolores no son menores que los que padeció Giacomo Leopardi. La forma más demoledora de condensarlo aparece en la carta 830, cuando habla de “mi existencia al borde del abismo y compuesta de tres cuartos de dolor y un cuarto de agotamiento”.
Por lo que respecta a su situación sentimental, Nietzsche es de lo más gélido. En una ocasión le escribe a Gersdorff, refiriéndose a su común amigo Rohde, y le habla de “esta absurda situación en la que su vida gira en torno a una pequeña muchacha —¡el cielo nos libre a ti y a mí del mismo destino!” (carta 487). Pero de pronto conoce a Mathilde Trampedach y, tras un solo día de conversación con ella le escribe unas líneas directísimas, huérfanas de toda huella sentimental y de todo calor, donde le pregunta: “¿Quiere usted ser mi esposa?” (carta 517). A la negativa de esta dama seguirá una recomendación de su hermana Elisabeth, en el sentido de que le propusiera matrimonio a Bertha Rohr. Nietzsche, no muy convencido, piensa más bien en Natalie Herzen (carta 603). Se percibe en sus palabras un tono de valoración ganadera que sorprende por su falta absoluta de sentimientos. Igual sensación se desprende de aquella frase en la que se muestra favorable al “matrimonio con una dama que congenie conmigo, pero necesariamente adinerada” (carta 609).

Intelectualmente, Nietzsche comienza a sentir sus primeros desacuerdos con la filosofía de Schopenhauer, sobre la cual llega a instantes de lo más contundente (“Sigo creyendo que es extremadamente importante pasar por Schopenhauer durante un tiempo y tomarlo como educador. Sólo que ya no creo que deba educarse en la filosofía schopenhaueriana”, carta 642); va dejando constancia de las numerosas amistades que ve erosionarse o perderse después de la salida de su libro Humano, demasiado humano; desliza juicios pictóricos de una vigorosa subjetividad (“Considero a Van Dyck y a Rubens superiores al resto de pintores del mundo”, carta 615); exhibe sus habilidades culinarias (en la carta 591 presume de saber preparar risotto); nos habla en la misiva 658 de sus gafas del número 2 (las cuales corregían un total de 13 dioptrías); sugiere a su madre y su hermana unos regalos más bien curiosos (“En navidad me gustaría tener una longaniza”, carta 777)... Y ya van apareciendo los brotes de su pensamiento más radical, cuando alude sin ambages a la retórica judeocristiana, “contra la que he ido acumulando tanto asco que debo tener cuidado para no ser injusto” (carta 495) y comienza a hablar de sí mismo con los inicios de una inequívoca grandilocuencia (“Tengo que vivir para mi misión y mi tarea”, carta 772).

jueves, 29 de enero de 2015

El enigma Stradivarius



Llevo muchos años publicando reseñas en periódicos, revistas y blogs, y siempre he procurado respetar una máxima transparente: decir la verdad a los lectores. Ignoro si me leen muchas o pocas personas, pero todas ellas (una o mil) pueden estar seguras de algo: no les miento. No lo hago nunca. Si les digo que un libro es genial es porque lo juzgo de esa manera; si les digo que es divertido es porque como tal lo considero; y si les transmito mi decepción por una obra y les aconsejo que no la lean es porque, de modo inapelable y subjetivo, es lo que creo que debo decirles después de volver la última página.
Eso es, lamentablemente, lo que ocurre hoy.
El enigma Stradivarius, de Carlo Scirocchi, que ha publicado la editorial Algaida, es una obra frustrada, irritante, oportunista, intrascendente y sosa. No se tiene en pie. No consigue convencer de su verdad novelística. Y no tiene ni un solo acierto argumental, estilístico o psicológico que merezca la pena ser salvado o subrayado en este recuadro. Es un puro desatino de principio a fin. Una grave tomadura de pelo. Uno de los peores engendros (y no estoy exagerando) con los que se ha flagelado a los lectores españoles en la última década.
Su protagonista es un musicólogo que anda de turismo por Andalucía y que, atrapado por la magia telúrica y enigmática de un viejo lutier, emprenderá con la compañía de una joven violinista rusa (que, por supuesto, se enamora de él) una búsqueda alucinante (casi diría que alucinógena) por varios países, persiguiendo el secreto de Stradivarius. Es decir, intentando averiguar de qué modo consiguió el famoso constructor de violines el mágico sonido que brota de los mismos, incluso siglos después de su fabricación. Échenle ahora a ese parvo argumento un puñado de teoría musical, un pellizco de física cuántica, una cucharada de espiritualidad, dos gotas de alquimia, un espolvoreado de templarios, algo de sexo tántrico (cada vez que entran en una iglesia los dos protagonistas experimentan un irrefrenable deseo de acostarse juntos, cosa que hacen sin contemplaciones), un aroma de orientalismo misticoide, algunos derviches danzantes, un jesuita que cree en el flujo de la energía espiritual y dos centenares de frases tan ñoñas como ésta: “El cosmos es un cielo de verbos suspendidos a la espera de que nuestros oídos se abran para alcanzarnos y susurrarnos mundos inefables” (página 176), que parecen escritas por un Paulo Coelho que se hubiera fumado una zafa de marihuana... y obtendrán una idea aproximada del bodrio que les comento.

Si aún no han leído cualquier otro libro (el que sea), háganse un favor y no pierdan el tiempo con éste.

martes, 27 de enero de 2015

No puede venir más a cuento



Uno de los elogios más nobles que se pueden formular sobre una antología de relatos es asegurar que, en ella, no hay un solo texto indigno de su inclusión. Del volumen No puede venir más a cuento, editado recientemente por La Molineta Literaria, se puede sin duda decir sin mentira tal cosa. Los habrá (siempre los hay) mejores y peores, más líricos y más prosaicos, más barrocos y más llanos; pero ninguno suspendería un hipotético examen de calidad. Veintiún autores y veintiún textos que nos lanzan, desde sus 113 páginas, propuestas tan variadas como interesantes.
Pablo de Aguilar (“Un lugar en el aire”) nos demuestra que un corazón puede estar dividido en dos partes: una en Madrid y otra en Manhattan; Berta Höpfner (“Con polvo en los zapatos”) nos susurra la historia de un dolor encriptado (e incrustado) en el alma, que sólo una hermana puede entender y compartir; Blanca Pérez de Tudela (“La vida es larga. O no”) trae a sus líneas una desgracia ferroviaria que inocula la tristeza y la lucidez en el alma de un periodista infeliz; Carmina Martínez Maricó (“Buscando la forma de decirte adiós”) escribe sobre el desgarro que supone cancelar una vida enamorada, después de la aparición de una Intrusa; Elena Robles (“El ángel exterminador”) elige un título bíblico o buñuelesco para resumirnos una historia inquietante, con fotogramas sinópticos y encadenados; Elías Meana Díaz (“Filipinas, 1898”) nos relata el sofoco de una rebelión a bordo del vapor Sámar; Ewal Carrión (“Golpes”) condensa con gran eficacia lírica una historia de amor, violencia y hospitales; Felipe Julián Hernández Lorca (“Las higueras del Batán”) agavilla un manojo de edenismos recuperados por el narrador desde su otoño vital; FSusano García (“Curiosity”) rinde un eficaz tributo, de corte futurista, a Ray Bradbury; Joaquín García Box (“El guardián del oxígeno”) pone ante nuestros ojos un relato que parece el preámbulo de una narración más extensa, de ambiente apocalíptico y futurista; María José Sánchez Vázquez (“La carta”) se decide por la languidez en unas líneas     que nos reservan para el final su luz más triste; Manuel Moyano (“Hogar”) nos deja una muestra de sus habilidades como microrrelatista; Manuela Sánchez Ibáñez (“Insomnio”) nos habla de amistades, pasado y presente dándose la mano en una historia múltiple; María Jesús Muñoz Bó (“Un montañero tenaz”) eriza nuestra piel con la historia de un personaje inquietante, cuya anomalía se irá revelando paso a paso; María Valgo (“Último día de Sarita”) construye un enigmático relato de iniciación o clausura; Paco López Mengual (“Zapatos”) nos propone una historia de soledades y amarguras, donde brilla su prosa excelente; Pedro Brotini consigue en “Cinco palabras” uno de los textos más memorables del tomo: la crónica de una felicidad efímera al borde de una trinchera; Rafael Rabadán (“Contador”) nos habla de un huracán de tiempo y sensaciones, concentrándose en una mirada ansiada y eludida; Santa Cruz García Piqueras ofrece en “Una mujer llama” un alegato contra la llamada violencia de género; Teresa Soriano Oms (“Un día triste”) juega con el candor de una niña, que la protege de una verdad cruel y terrible; y Yolanda Noguera, en el texto que cierra el volumen (“Cantos de sirena”) dibuja una dulce historia de amor y adolescencia, juguetona o malévolamente inconclusa.

Veintiún ocasiones para disfrutar de buenos relatos, que no sería mala idea que usted tuviese en la mesilla de noche.

domingo, 25 de enero de 2015

Como la sombra que se va



Lo dice el propio Antonio Muñoz Molina en la página 453 de la novela: «La literatura es querer habitar en la mente de otro, como un intruso en una casa cerrada, ver el mundo con sus ojos, desde el interior de esas ventanas en las que no parece que se asome nunca nadie. Es imposible pero uno no renuncia a esa fantasmagoría». En ocasiones, la literatura es también el reino del azar, de las conexiones inesperadas, secretas o reveladoras, un universo de chispazos que se entrecruzan para formar dibujos que sólo desde una larga distancia seremos capaces de interpretar convenientemente.
En el mes de enero de 1987, un funcionario del ayuntamiento de Úbeda aficionado a la escritura visitó Lisboa para documentar los detalles de una novela que, concebida originalmente con el título de El invierno en Florencia, terminaría por ambientarse en la capital portuguesa. Su nombre era Antonio Muñoz Molina. Estaba casado y tenía dos hijos. Comenzaba a descubrir que su vida y su trabajo no le complacían. Las jornadas que estuvo solo en Lisboa le sirvieron para respirar una libertad que sus pulmones pronto le reclamarían con carácter definitivo. Años después, convertido ya en un autor consagrado y de éxito internacional, el jienense descubrió con estupor que James Earl Ray pasó también diez días en Lisboa mientras esperaba conseguir un visado que lo llevase hasta Angola. Para muchos, el nombre de este oscuro norteamericano no significa gran cosa, salvo que añadamos a continuación el nombre de la persona a quien asesinó de un disparo, en abril de 1968: Martin Luther King.
Durante más de 500 páginas, Antonio Muñoz Molina nos va contando en este volumen, editado por Seix Barral, dos historias de forma alterna: de un lado, los pormenores biográficos y sobre todo psicológicos del magnicida de Illinois, cuyo deambular persigue y documenta por varios países; de otro lado, su propio camino como escritor, que comenzó a llenarse de éxitos precisamente con la publicación de su novela El invierno en Lisboa, y que pronto se iría completando con el abandono de su trabajo burocrático, el alejamiento de la bebida, la separación de su primera mujer y otros avatares.
Pero lo importante, como casi siempre en los libros de Muñoz Molina (y de todos los buenos escritores), no es lo que cuenta, sino el modo magistral, hipnótico, en que lo cuenta. En Como la sombra que se va hallamos una prosa silenciosamente perfecta, que nos transporta como lo haría un tornado: alzándonos del suelo y rodeándonos de miles de detalles con los que, como en un singular caleidoscopio, tenemos que reconstruir la historia. Lados conocidos de James Earl Ray; lados oscuros; lados conjeturales... Todo se aúna para embriagarnos y para situarnos en los Estados Unidos de 1968, donde el reverendo Martin Luther King vivió su particular Gólgota (admirable resulta, dentro de la novela, el capítulo 25, que centra el foco narrativo en sus miedos, su fortaleza, sus dudas, sus contradicciones, su amor por Georgia Davis). Y, por supuesto, siguen apareciendo esos adjetivos maravillosos, que Antonio Muñoz Molina desliza con una elegancia incomparable: “La lupa exigente del recuerdo”, “Todo el mundo aguardaba con una paciencia inerte”... ¿Que su prosa espiral y digresiva convierte la novela en un artefacto moroso, y que de esa manera se demora, se ralentiza la acción? Sin duda. Pero quién en su sano juicio busca acción en una novela de Muñoz Molina. Se busca la brillantez, el fulgor, la sorpresa, el estilo. Y de eso hay a raudales en Como la sombra que se va.

«Ni un solo día en mi vida me he sentado a escribir sin una sensación abrumadora de imposibilidad y desánimo», explica el novelista en la página 259. Por suerte para los lectores, su tesón siempre ha tenido más fuerza que sus vacilaciones. Y eso nos permite seguir disfrutando a este futuro premio Nobel de Literatura. 

jueves, 22 de enero de 2015

Ficción Sur



Las antologías son como los jardines. Si paseamos por su interior nos podemos encontrar flores de agradable perfume, parterres cuidadísimos, árboles de recortada estatura e incluso lagos de aguas limpias donde se solazan unos patos o unos peces de colores; pero también podemos encontrarnos bolsas tiradas por el suelo, mendigos malolientes tumbados en los bancos y excrementos de perros, a los que sus amos pasean con incivilizada despreocupación. La editorial Traspiés sacó en 2008 un volumen que se acercaba más, mucho más, a la visión idílica que ofrecí en la primera descripción que al estropicio de la segunda. Lo coordinaba el narrador Juan Jacinto Muñoz Rengel, llevaba por título Ficción Sur y era un trabajo (lo sigue siendo) delicioso y recomendable, donde se nos ofrecía un panorama de la mejor narrativa breve andaluza de los últimos años, en un desfile cronológico que se iniciaba con Pilar Mañas (1952) y concluía con Cristina García Morales (1985).
Dice Muñoz Rengel en el prólogo que el único nexo entre los autores de estas historias es que todos ellos quieren “recrear y deleitar a aquel que se aventure a leerlas”. Y a fe que lo consiguen... Felipe Benítez Reyes dibuja en el aire las volutas de una viñeta lírica llena de estimulaciones sensoriales (“El vendedor de zumo de naranja”); Hipólito G. Navarro, con “Inconvenientes de la talla L”, nos traslada la ensoñación romántica de un currante, tan espléndida como en él es costumbre; Ángel Olgoso aporta ocho minitextos de excepcional factura, que nos revelan la enorme eficacia de su prosa; Fernando Iwasaki (“La española cuando besa”) nos da un relato lleno de sexualidad y buen humor, narrado desde múltiples perspectivas; Guillermo Busutil roza los límites de la perfección en su cuento “El salto del Ángel”, tan emocionante como bien escrito; Manuel Moyano nos regala en “El extraño caso del señor Valbuena” la historia de un amnésico fingido, que reniega de la grisura de su cotidianeidad merced a un subterfugio fantasioso; Félix J. Palma esculpe en “Margabarismos” unas páginas soberbias, ingeniosas, llenas de aciertos literarios y casi con vuelo de novela corta; Andrés Pérez Domínguez consigue conmovernos en “El cumpleaños” con el triste patetismo de su protagonista, que se desliza finalmente hacia la ternura anónima...

Todos los relatos, de una u otra manera, aportan al lector buenos motivos para sentirse satisfecho al concluir el volumen, y es una tributo gozoso que, como al principio comentaba, adorna a muy pocas antologías. La editorial Traspiés y Juan Jacinto Muñoz Rengel hicieron, sin duda, un trabajo excepcional, que merece un aplauso.

lunes, 19 de enero de 2015

Correspondencia, II



En este segundo volumen de la abundante correspondencia del filósofo alemán Friedrich Nietzsche, publicada por el sello Trotta, encontramos 411 cartas que traducen José Manuel Romero Cuevas y Marco Parmeggiani. Un rico aparato de 1260 notas, humanas y eruditas, completa el volumen.
El joven profesor (aún no ha cumplido los treinta años), que está compaginando el trabajo en la universidad de Basilea y en un instituto por un sueldo más bien reducido, nos va explicando en estas páginas sus trabajos sobre las Coéforas, Homero, Esquilo o la gramática latina (disciplinas que debe impartir). Y leemos que, en vista de sus nuevas inquietudes intelectuales, llega a postularse como profesor de Filosofía para la citada universidad, intentando que uno de sus amigos cubra su vacante de Filología. Al no lograrlo, queda francamente abatido. Poco a poco, se nota en sus misivas que va distanciándose de Basilea, y que acaricia la posibilidad de dejar la enseñanza para dedicarse al pensamiento filosófico fuera de las aulas, con el dinero ahorrado (tálero a tálero) durante sus años como docente.
Entre las peticiones curiosas que Nietzsche realiza en sus cartas están las de solicitar a su madre y su hermana que le hagan llegar unos calzoncillos de piel de ciervo (carta 29) o que le encarguen trajes nuevos en su sastre de costumbre. También les da las gracias por el envío de algunos presentes tan poco esperables y tan poco intelectuales como un salchichón (carta 397).
El tema de la salud aparece también con cierta periodicidad. Tras redactar una curiosa anotación médica (“Hay aquí mucho viento y produce mucho dolor de muelas”, carta 2), se quejará de “dolores hemorroidales” (carta 122), un herpes en la nuca (carta 220), molestias estomacales (carta 230) y, sobre todo, de un persistente problema con los ojos, que le obligará a utilizar a algunos amigos a la hora de componer cartas o redactar trabajos.

Pero sin duda los dos grandes temas estelares de este volumen son Richard Wagner y la aparición del libro El nacimiento de la tragedia. Sobre el músico se manifiesta Nietzsche con exagerada vehemencia, aclarando que “en su cercanía me siento como en la proximidad de lo divino” (carta 19) y llegando a escribir líneas como éstas: “Me estremezco siempre con la idea de que podría haber quedado excluido de su camino; y entonces de verdad no habría merecido la pena vivir” (carta 309)... En cuanto a la publicación de su primer volumen de importancia (El nacimiento de la tragedia), nos dirá que se siente ilusionado a la hora de su aparición (“Tengo la mayor confianza en el escrito: se venderá mucho”, carta 168), se preocupará minuciosamente de que lleguen ejemplares a los críticos y profesores más adecuados a la hora de promocionarlo... y se sentirá molesto cuando no reciba los elogios que él entiende justos. Así, le escribe a su amigo Friedrich Ritschl, asombrado de que no le haya dado sus opiniones sobre la obra (carta 194). Lo que no sabía es que Ritschl había escrito en su diario que le parecía una “ingeniosa borrachera”. Y tras esta carta de Nietzsche, en la cual el filósofo se mostraba convencido de la importancia suma de su libro, escribió: “Megalomanía” (nota 538). También es interesante observar cómo Nietzsche no encajaba demasiado bien las críticas negativas. Después de recibir un varapalo muy duro por parte de Wilamowitz, Nietzsche lo insulta en sus cartas, incita a su amigo Rohde para que escrita contra él refutándolo (incluso se permite indicaciones muy precisas sobre qué cosas debe decirle e incluso con qué intensidad y en qué orden) y, tras todo eso, asombrosamente hipócrita, escribe a Gustav Krug (carta 242) diciéndole que él no tiene “nada que ver con este castigo” y a su madre (carta 262) explicándole que esa polémica le “interesa poco”. Debilidades humanas, demasiado humanas, sin duda. En todo caso, era consciente de la importancia de su obra, porque le escribe a su amigo Carl von Gersdorff estas nítidas palabras, en relación con El nacimiento de la tragedia: “Cuento con una andadura lenta y silenciosa a través de los siglos, te lo digo con la máxima convicción. Pues aquí han sido dichas por primera vez algunas cosas eternas: eso debe tener resonancia” (carta 197).

domingo, 18 de enero de 2015

Vida del risueño maestrillo...



Se suele decir que determinados escritores, cuando cambian su nombre por otro para firmar sus obras, adoptan un seudónimo. Lo han hecho a lo largo de la Historia Clarín, Azorín, Fernán Caballero, Tirso de Molina, Pablo Neruda, Novalis y miles de autores más. Se podría decir, aplicando similar criterio, que también lo hizo un alemán llamado Johann Paul Friedrich Richter, cuando decidió publicar sus libros como “Jean Paul”; pero yo me atrevería a disentir. Y disentiría porque lo que en realidad hizo Richter fue no tanto buscar un seudónimo como descubrir su auténtico nombre, nacido de la profunda admiración que sentía por el filósofo Jean-Jacques Rousseau (¿por qué ha de ser más auténtico el nombre que nuestros padres nos ponen sin consultarnos que el nombre que elige nuestro corazón o nuestra mente, ya en la edad adulta? Sírvanos el ejemplo murciano del poeta Soren Peñalver).
Pues he aquí que Jean Paul, que atravesó durante su juventud graves problemas económicos (con apenas 21 años estaba huyendo de sus acreedores) y que pese a las bondades de su pluma fue observado con distante frialdad por los escritores consagrados de su país, como Goethe y Schiller, se decidió a publicar en la última década del siglo XVIII una obra realmente curiosa, titulada Vida del risueño maestrillo Maria Wuz de Auenthal. Y es la editorial Velecío la que, desde 2008, ofrece esta obra para el público español en al traducción de José Miguel Mínguez, en un delicioso formato de bolsillo.

Se nos cuenta ahí la historia de un muchacho que, dada su situación de extrema pobreza, tiene que copiarse a mano los libros que le interesa conservar, porque de otro modo le sería imposible atesorarlos (“Su recado de escribir era su imprenta de bolsillo”, p.21). Y lo más curioso (y que lo convierte en un anticipo del Pierre Menard de Jorge Luis Borges) es que tenía la impresión de que esas obras es como si hubieran sido paridas por su mente. Años más tarde, enamorado de una muchacha y deseoso de casarse, decide seguir los pasos de su padre y hacerse maestro. Pero se le somete a pruebas durísimos con el objetivo de desanimarlo: recitar el padrenuestro en griego; hablar sobre todos los libros de la Biblia y sobre sus personajes; catequizar a un pilluelo de la calle, sin más instrucción que un borrico; y, finalmente, “meter las puntas de los dedos en cinco recipientes de agua caliente, seleccionando aquel cuyo contenido era apto para el bautismo” (p.49). Todas esas pruebas y muchas más formarán parte de su proceso educativo, emocional y vital, que se nos relata con la prosa llena de fintas y meandros de quien ha sido definido como “el rey de la digresión”. Y es que Jean Paul supo trazar caminos nuevos para la literatura de su época. Disfrutará quien sepa ver, entre la maraña de patitas, el cuerpo de la escolopendra.

jueves, 15 de enero de 2015

Conversación con la intemperie



Para conocer bien un paisaje no basta con mirar un solo árbol, una sola montaña o una sola flor: hay que dirigir la vista a múltiples lugares, recrearse en todos los rincones que nos ofrece y, finalmente, decidir lo que opinamos sobre el mismo. Igual ocurre con la literatura de un país. El prestigioso sello Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores editó hace seis años (2008) la enorme antología Conversación con la intemperie, preparada por Gustavo Guerrero, con el sano propósito de que conozcamos mejor la poesía venezolana. Y lo hace con un muy agradable paseo que incluye a autores vivos y muertos, clásicos y renovadores, que completan una escrupulosa panorámica de la lírica de Venezuela en el siglo XX.
En este muestreo encontramos por ejemplo a José Antonio Ramos Sucre (1890-1930), poeta de sensibilidad exacerbada (“El mundo lastima cruelmente mis sentidos y la vida me aflige”, p.33), que utiliza un amplio léxico luminoso y que recurre a la autoafirmación constante (repite centenares de veces el pronombre “yo” en sus composiciones); a Vicente Gerbasi (1913-1992), letánico y rotundo, con sus largos poemas de respiración épica, sus invocaciones a la niñez (“Te amo, infancia, te amo”, p.151) y el adelgazamiento de sus versos en la senectud; a Juan Sánchez Peláez (1922-2003), al que Álvaro Mutis definió en su día como “el secreto mejor guardado de América Latina”, y que maneja un ritmo sincopado en buena parte de sus composiciones, dotándolas de un ritmo febril; a Rafael Cadenas (nacido en 1930), autor de volúmenes tan deliciosos como Una isla, de versos de plástica belleza insinuante (“Orgía vegetal. Una mujer desnuda se acuesta bajo la lluvia”, p.349) y de reflexiones de espesor filosófico (“La palabra no es el sitio del resplandor, pero insistimos, insistimos, nadie sabe por qué”, p.354); a Guillermo Sucre (1933), gran estudioso de la obra lírica de Borges y que se propone “escribir algo torrentoso y deslumbrante” (p.419), aunque sabe que “cada palabra desplaza a otra que nunca logramos decir” (p.477); y, por fin, a Eugenio Montejo (1938), al que Gustavo Guerrero define en el prólogo con el atinado rótulo de “orfebre de las emociones” (p.27), y que busca su fuente de inspiración en lugares tan variados como su propia vida (la muerte de su hermano Ricardo), la mitología (Orfeo), los paisajes urbanos (Caracas) o el mundo cultural (Pessoa), y que llega en sus penúltimos poemas a un telurismo sorprendente (“Alguna vez escribiré con piedras, / midiendo cada una de mis frases / por su peso, volumen, movimiento. / Estoy cansado de palabras”, p.564).
En suma, un manual cuidadosamente preparado para que, desde este lado del océano, refresquemos o descubramos la maravillosa poesía venezolana del siglo XX. Una bellísima propuesta.

martes, 13 de enero de 2015

El devorador de calabazas



Somos náufragos que lloran, animales perdidos en la selva, naipes erosionados por el viento. La joven señora Armitage lo va a ir descubriendo poco a poco, con nitidez y certidumbre de navajazo. Su vida es tan peculiar como insatisfactoria: en su infancia se enamoró primero de su tío Ted y más tarde del hijo del clérigo local; su amiga Ireen resultaba tan coqueta que se atrevió incluso a mostrarse melosa con su padre; y ella misma, cuando todavía no ha llegado a los dieciséis años y se siente especialmente sola, llama una tarde por teléfono al señor Simpkin (un hombre bajito, grueso y alopécico, amigo de su padre) y se cita con él para ser besada y manoseada a las afueras del pueblo, en un lugar llamado Sam’s Lane. Más tarde, la muchacha iniciará su particular odisea genésica, que la llevará a tener hijos compulsivamente con varios hombres, hasta que estabiliza su vida (o eso cree) junto a Jake, un guionista de cine que goza de poco éxito. Mrs. Armitage tiene muy claro cuál es su máximo objetivo (“Quiero encontrar el modo de ser feliz, sea cual sea”), pero ignora por qué senderos se llega a ese presunto estadio de felicidad.
Cuando las tornas profesionales cambian y la fortuna comienza a sonreír a Jake Armitage, la vida del matrimonio empezará a sufrir las terribles erosiones de la infidelidad. Un día, después de abrir en un instante de flaqueza y de aburrimiento una carta dirigida a su marido, descubre que éste se ha estado acostando en su propia casa con una muchacha llamada Philpot; y que actualmente lo hace en un hotel con Beth Conway, esposa de su amigo Bob. Y el mundo, de un modo súbito, inevitable y cruel, se tambaleará ante sus ojos. Ya no sabe en qué creer. Ya no sabe qué sentir. Ya no sabe dónde encontrar la paz o en qué refugio cobijarse. La torre que edificaron con el dinero derivado del éxito le sirve ahora para esconderse del mundo y de sí misma, en una ceremonia que tiene más de tregua que de solución. Ni siquiera su exmarido Giles (que la acoge en su casa durante unos días y que la escucha con paciencia y con amor) puede servirle para encontrar las respuestas que tanto necesita. En esa búsqueda llena de lágrimas, la señora Armitage está sola y lo sabe, lo que no resta ni un ápice de dolor a su estado. “No se aprende nada (deduce entre las páginas 179 y 180) lastimando a los demás; sólo aprendes cuando te lastiman a ti”.
Dueña de un estilo sorprendente, lírico y engarzado sobre frases cortas, la galesa Penelope Mortimer trasvasa a esta novela con gran amargura algunas experiencias personales que sin duda la marcaron profundamente (fue madre de seis hijos con cuatro esposos distintos; asistió a un psicoanalista para intentar resolver sus problemas; se esterilizó, sin saber que su marido tenía una amante, a la que terminó dejando embarazada; acarició la idea del suicidio). Y sorprende que tuviera fuerzas para enajenarse de un modo tan eficaz y literario. De hecho, las imágenes que pueblan la novela exhiben un vigor inaudito: nos dice nuestra narradora que se siente pequeña y perdida “como un pedazo de algodón atrapado en una rama, un fragmento de porcelana en la hierba”; o nos explica que tras descolgar el teléfono “el auricular yacía como un feto deforme sobre la mesa”; o desliza sentencias que sólo una mujer podría escribir sin recibir más tarde una descarga de fusilería, y que serían impronunciables con los términos cambiados (“Un hombre tiene que estar borracho o loco o desequilibrado por el talento para comportarse como una mujer”).

Esta obra, traducida por Magdalena Palmer para el sello Impedimenta, que dirige con sabiduría Enrique Redel, constituye un documento impagable sobre la condición humana, sobre el desconcierto que nos sobrecoge cuando nos descubrimos traicionados y sobre los dolores que se llevan escondidos para siempre en el corazón.

sábado, 10 de enero de 2015

Diarios amorosos



Traigo hoy a esta página un volumen impresionante, no sólo por la gran envergadura que presenta (764 páginas de gran formato, encuadernadas en tapa dura), sino por su interior. Contiene dos obras de Anaïs Nin: Incesto, que son sus diarios comprendidos entre 1932 y 1934, y Fuego, donde recopila los que escribió entre 1934 y 1937. La editorial Siruela ha tenido la feliz idea de unirlos en un solo tomo, con introducciones de Rupert Nole, unas interesantes notas biográficas de Gunther Stuhlmann y una meticulosa traducción del inglés a cargo de José Luis Fernández-Villanueva Cencio. Y valga un aviso previo para lectores despistados: quien se acerque hasta este libro buscando secuencias de tipo pornográfico, descripciones sexuales de alto voltaje y chapoteos genitales de elevada puntación en la escala Richter se van a llevar una buena decepción.
Y van a llevársela, entre otras cosas, porque la cosmopolita Anaïs Nin, que nació en 1903 y que fue bautizada con el nombre de Ángela Anaïs Juana Antolina Rosa Edelmira Nin Culmell, hija del pianista Joaquín Nin (de origen catalán), fue una mujer compleja y llena de matices, que vivió en Estados Unidos, Francia y Cuba, y que afrontaba la escritura de sus diarios como un ejercicio de introspección, como una enjundiosa búsqueda de sí misma a través de sus relaciones (sexuales, pero también psicológicas) con las personas de su entorno. Hay, desde luego, fogonazos de sexo duro (en la páginas 21 y 22 nos explica una escena con su marido: “Hugh me tira sobre la cama, loco de celos, me folla delirante y me rasga el vestido para morderme los hombros”; en la página 476 nos explica que ha experimentado un “orgasmo en el tren mientras leía un libro pornográfico”; o las explícitas palabras con las que se define en la página 663: “He sido una mujer con las piernas separadas y que he gritado de voluptuosidad”), pero lo más trascendente de esta obra no hay que buscarlo en esas líneas encendidas o lúbricas, sino en las observaciones que Anaïs efectúa sobre quienes la rodean: el  banquero Hugh Parker Guiler (que fue su primer marido), Henry Miller (con el que vivió una tórrida aventura sexual, que incluyó a su pareja June, con quien Anaïs Nin mantuvo también relaciones lésbicas), el doctor Allendy (que tuvo a Anaïs como paciente en el año 1932), el doctor Otto Rank (cuyos escritos sobre el incesto fueron leídos con interés por Anaïs, de la que se dijo que había mantenido ese tipo de relaciones con su padre) y otros muchos intelectuales, pintores, psicoanalistas, agitadores políticos, banqueros o filósofos, que van salpicando las páginas.

Anaïs Nin, que se manifiesta habitualmente como una mujer fuerte y de gran vigor, capaz de manejar las riendas de su vida en todo momento, también se ve abocada en ocasiones a la debilidad, y no tiene problemas en reconocerlo (“Necesito caricias. Soy una mujer”, p.40). Y tampoco tiene reparos en darse cuenta de los instantes en que su promiscuidad puede convertirse en un grave problema (“Bailo en la cima de un volcán”, p.661). Añadamos a todas estas informaciones una interesante selección fotográfica (destacan, además de las imágenes de Henry Miller, aquéllas donde aparece Anaïs con un velo cubriendo la mitad de su rostro o ataviada de bailarina) y obtendremos un volumen digno de ser leído.

jueves, 8 de enero de 2015

El fin del mundo



Escribir un libro donde se repasen las profecías que han tratado de sembrar el miedo entre los seres humanos desde el comienzo de los tiempos, y hacerlo además con gracia, objetividad, espíritu crítico y buen humor, no está al alcance de cualquiera. El periodista y escritor menorquín Pedro Palao Pons lo logra en su volumen El fin del mundo, publicado por el sello Zenith, donde nos invita a acompañarlo en un vertiginoso recorrido que nos transporta por las principales culturas de la Historia (los mayas, los incas, los musulmanes, el cristianismo, la clasicidad grecolatina, etc), y donde, al fin, nos deja asombrados de datos, perplejos de lectura y enriquecidos de interrogaciones. Y está bien que sea así, y es razonable. El autor, con altas dosis de sentido común, nos dice que “este libro es un largo viaje a través de visiones, percepciones y personajes cuyas afirmaciones, siniestras o no, como poco nos dan que pensar” (p.15). En efecto, el ser humano es el animal que alza el dedo y se mira en los espejos formulándose preguntas. Ahí radica su esencia. En conocer el pasado, transitar por el presente y sentir la impronunciable tentación de adivinar lo que el futuro le depara. Por ello, Pedro Palao revisa los intentos de algunos seres humanos por pintar (normalmente con colores tétricos y pinceladas bruscas) los avatares que el porvenir nos reserva: las visiones tremebundas de Juan (reunidas en el Apocalipsis); el vaticinio maya acerca del año 2012; las enigmáticas cuartetas de Nostradamus; las elucubraciones acerca de un supuesto planeta gigante (al que se conoce como Marduk o Hercóbulus), que al parecer pronto llegará a colidir con el nuestro; los desvaríos de san Clemente o de Rasputín; la famosa lista de papas de san Malaquías, próxima a su fin; las extrañas visiones de los indios hopi; o los “signos” más recientes, como la estación orbital MIR o el atentado del 11-S en la ciudad de Nueva York.
Todo es analizado, desmenuzado y pasado por el tamiz de la inteligencia del autor del libro, que manifiesta sin ambages que su objetivo no es deslumbrar a los lectores, sino intentar en la medida de lo posible “saber qué podemos aprender de las profecías” (p.148). Y no sólo eso, sino que invita a cada uno de esos hipotéticos lectores “a que comparta conmigo el descreimiento, la falta de obsesión, la perspectiva” (p.221), porque únicamente de esa manera se ingresa en el análisis serio de las profecías y de sus posibles verdades ocultas.

No estamos, pues, ante un libro mendaz, oportunista o pirotécnico, sino ante la obra mesurada de un buen conocedor de la materia, que ha documentado y medido cada una de sus afirmaciones para rendir pleitesía solamente a la verdad. O a la apariencia de verdad. Y esto, tan infrecuente, es digno de elogio.

martes, 6 de enero de 2015

Vigilia del asesino



El problema de los buenos libros de poesía es que, una vez leídos, no sabes qué escribir sobre ellos, porque el autor o autora, con la genialidad de su voz, ya ha superado estilística y emocionalmente cualquier comentario que tú, con la mejor de las intenciones, pudieras añadir a sus palabras. Los buenos poetas (ignoro si se ha dicho, pero es verdad) invalidan o calcinan a sus escoliastas. Ocurre con Vicente Aleixandre, ocurre con Luis Cernuda, ocurre con Quevedo: devoras sus obras y, cuando te planteas qué vas a poner en la reseña, te anonada la vaciedad (y la vacuidad) de tus frases, la torpeza de tus juicios, la más que posible miopía de sus apreciaciones.
José Óscar López (Murcia, 1973) ha publicado en el sello Celesta un magnífico libro de versos que lleva por título Vigilia del asesino, y mi cuaderno de lectura se encuentra apelotonado de filamentos con los que, teóricamente, debería tejer esta reseña, pero me da la impresión de que no voy a hacerlo. Lo que sí sé seguro es que he subrayado en rojo bastantes líneas, donde el poeta nos habla de lucidez y de zozobra (“Mis ojos arden de todo aquello que he visto. / ¿Sabes qué he visto? He visto el mundo. / He visto el mundo y tengo miedo”); nos explica que toda tentación fugitiva está condenada al fracaso (“Cuanto más huyo, más / me hundo en mi propio lodazal”), porque supone una escisión tan dolorosa como imposible del yo (“Mientras me voy dejando atrás a mí / mismo, mi verdadera huida”); se permite sarcasmos que incorporan una brizna de humor (“Si hoy viviera Dante, / no dividiría el infierno en círculos sino en rotondas”); nos plantea ocultaciones que son en el fondo pudorosas revelaciones (“Tapo mi rostro para hacerme un nuevo rostro”); nos informa acerca de sus pensamientos vacilantes, que le impiden el sosiego (“Estoy confuso y sé que otro paseo / no va a solucionarlo. / Quedarme aquí, en mi habitación, / tampoco arrojaría resultados”); susurra ciertas oraciones de temblorosa inquietud (“Repito como un mantra: tengo miedo, / señor, de los creyentes, / porque poseen tu verdad / de forma más fehaciente / que tú mismo”); nos declara su verdad esencial (“Sigo soñando todavía, / no supe hacer nunca otra cosa”)... Y, sobre todo, nos pide que nos sumerjamos en sus versos, en sus adjetivos, en sus imágenes y en sus metáforas con ansia y con voluntad de entender, porque de lo contrario nos estaríamos perdiendo lo más importante del volumen (“Todo lo que se ve / y puede oírse, aquí, es desperdiciado / si no vas a apurarlo con codicia”).

Vigilia del asesino es un excelente libro de poemas. Decirlo como crítico me parece pobre. Ponerle quinientas palabras técnicas para epatar a los lectores, también. Buscarle fuentes literarias en las que anclar sus vectores líricos, igual. Lo diré entonces solamente como lector: alegría de que existan libros así.

domingo, 4 de enero de 2015

Todo un placer



Decía el ruso Evgueni Evtushenko, en su libro Autobiografía precoz, que contra las injusticias sólo se puede luchar de una forma: cometiendo las injusticias contrarias. Y aunque la tesis es sumamente discutible la verdad es que ha tenido un buen número de seguidores. La editorial Berenice reedita un volumen que ya sacó en 2005 y donde, con un prólogo estupendo de Elena Medel (que ésta insiste en que nació “con afán más panorámico que enciclopédico, con alma más de guía turística que de médico forense”, p.20), se recopilan diez relatos eróticos de otras tantas mujeres representativas de la actual literatura española. Y sí, han leído bien: solamente mujeres. ¿Una insensatez? ¿Una visión sesgada? ¿Un desafío? ¿Un error? Probablemente es algo más sencillo que todo eso: la voluntad de ofrecer un muestrario de lo que ellas son capaces de ofrecer cuando se ponen a hilar palabras y a encadenar párrafos. Y que nadie incurra en la bonita mentira falsaria de decir que la crítica literaria no se ha dejado nunca influenciar por el sexo, y que las mujeres han tenido las mismas oportunidades que los hombres. Incluso los estudiantes más escrupulosos de nuestros institutos afirmarían, después de conocer los temarios de la asignatura de Lengua y Literatura, que solamente han escrito en España, siendo mujeres, santa Teresa de Jesús, Rosalía de Castro, Emilia Pardo Bazán y poco más. Intenten ustedes enumerar las mujeres escritoras anteriores al siglo XX que les vengan a la cabeza y la demostración estará completa.
Ahora, en estas páginas, vemos cómo Espido Freire nos muestra en el relato “Pájaros” un intento de venganza que se resuelve de modo imprevisto; y nos dejaremos excitar por esa historia malévola que Paula Izquierdo construye en “Frente al espejo”, en el que una mujer observa a un mecánico masturbándose, tal vez con voluntad exhibicionista; y asistiremos en “69, amor” a las confesiones de un pobre infeliz que se trae a una caribeña llamada Lolita a este lado del océano, tan sólo para descubrir la humillación lacerante de la soledad en compañía... Pero es probable que los tres relatos más logrados sean “Playa Monza”, de Esther García Llovet (edificado sobre habilidosos ejemplos de flash-back y explícitamente sexual); “Lycoris”, de Ana Prieto Nadal (las bellísimas confesiones de una chica enamorada de su mejor amiga, en un texto lírico y arrebatadoramente poético); y “Variaciones sobre el montaje de una mujer articulada”, de Care Santos, que nos produce escalofríos mientras nos introduce en la mente de un maníaco que padece fijación con las muñecas, y que borra los límites entre la realidad y el horror, entre el látex y la piel, entre el placer y la tortura.

La portada del libro, eso sí, podrían habérsela ahorrado: una gazmoña estampa en blanco y negro que da vergüenza tener entre las manos mientras los demás te miran leer. El resto, perfectamente elogiable.

jueves, 1 de enero de 2015

Breve historia del mundo



Uno de los mejores escritores murcianos del siglo XX, Miguel Espinosa, escribió en uno de sus libros (Reflexiones sobre Norteamérica) que la Historia surge cuando un día sucede a otro día; es decir, cuando el hombre se revela como “animal de memoria”. Es una magnífica definición, si lo pensamos bien. Somos, en verdad, animales de memoria. Los únicos animales con memoria. Se podrá alegar que no, que existen otros animales que también la tienen. Un perro, por ejemplo, es capaz de reconocer perfectamente a su amo. Pero no me refiero a esa memoria corta y caduca, sino a otra memoria: a la que nos permite recordar lo que le ocurrió a otros antes de nosotros. Ésa es la auténtica memoria, y sólo la poseemos los seres humanos. Un perro no sabe quién era el amo de su padre; ni tiene idea de dónde nació su abuelo; ni qué vacunas le pusieron a su madre. El perro, más que memoria, tiene recuerdos. Y esos recuerdos mueren con él. Lo que diferencia a la especie humana de los demás seres es que nosotros sabemos quiénes somos o de dónde venimos, desde el punto de vista histórico. Este libro de Gombrich, Breve historia del mundo, que acaba de reaparecer en el sello Booket, tiene como misión ofrecernos una síntesis de un tema que en verdad resulta inabarcable: toda la memoria de toda la humanidad. El proyecto era inmenso, rigurosamente imposible de llevar a cabo; pero hay que reconocer que supo resolverlo con elegancia, con gracia y con sencillez. Avanzó desde los diplodocus hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Ni más ni menos. Y todo eso en poco más de trescientas páginas. Dando un paseo por esta obra descubrimos miles de detalles fascinantes, como cuando explica quién era aquel comerciante alemán llamado Schliemann, que leía con devoción las obras de Homero y que opinaba que las ciudades mencionadas por el poeta en La Ilíada y La Odisea habían existido realmente. El resto del mundo se lo tomó a broma y se burlaron de él. Pero el tenaz Schliemann no se dejó amedrentar por esas burlas. De pequeño había leído La Ilíada con gran entusiasmo y cuando fue adulto empleó una buena parte de su fortuna en comprar la colina de Hissarlik, en Turquía, donde calculaba por sus lecturas de Homero que debían de encontrarse los restos de Troya. Y los encontró. Excavó con su equipo y, en 1870, encontró los restos de la mítica ciudad. Pero eso no fue todo: leyendo al historiador antiguo Pausanias encontró también grandes tesoros en Micenas y en Tirinto... Otro episodio que atrajo mi curiosidad en este libro fue el protagonizado por el emperador chino Ch’in Shi Huant Ti. Y lo hizo por su orden de quemar todos los libros de Historia del país. Este emperador es famoso también por haber iniciado la construcción de la Gran Muralla, de la cual dice Gombrich que mide más de dos mil kilómetros. Sí, efectivamente, mide más de dos mil kilómetros: en concreto, ocho mil ochocientos. La medición final la realizaron en abril de 2009 unos cartógrafos chinos y la noticia salió publicada en todo el mundo. Algunos medios aprovecharon para desmentir una leyenda urbana bastante extendida, que afirmaba que era la única edificación humana visible desde la luna. Bien, todos los astronautas que han sido preguntados por el tema (desde Neil Armstrong en adelante) han dicho que no fueron capaces de apreciar esa muralla sobre la superficie del planeta Tierra. Y la explicación es muy sencilla: aunque mida casi nueve mil kilómetros, su anchura no supera los cuatro metros, así que desde el espacio ni siquiera tendría el grosor de un cabello. Imposible apreciarla... ¿Es necesario seguir? Creo que no: Atila, las Cruzadas, Hernán Cortés, Napoleón... La lista de personajes y sucesos de este libro es enorme. Y será cada uno de sus lectores quien elegirá sus secuencias favoritas. Pero no puede caber duda de una cosa: el libro, en su conjunto, es una auténtica maravilla que conviene tener siempre a mano. Una lectura deliciosa y enriquecedora.