jueves, 31 de julio de 2014

Mundos



Leo el libro triste de una mujer triste. Se llamaba Gertrud Käthe Chodziesner, pero adoptó como apellido el nombre de la población donde habían nacido sus antepasados. Era judía y prima de Walter Benjamin: una muchacha silenciosa, tímida, que vivía siempre entre la grisura de los segundos planos. No tuvo nada de suerte en el amor. No tuvo nada de suerte en la literatura (su reconocimiento fue póstumo). No tuvo nada de suerte con la vida, en general: fue asesinada por los nazis. Berta Vias Mahou, traductora y prologuista del volumen, consigna su final en un párrafo apolíneo y espantoso: “Desapareció el 2 de marzo de 1943 en un transporte de judíos a Auschwitz. No se sabe si murió de frío en el camión (los deportados iban en camisa, tal y como los sacaban de las fábricas en las que los tenían trabajando) o si fue gaseada”.
En sus versos (largos, lánguidos, elegantísimos, dulces) nos habla de los amores que no llegaron a fructificar como ella hubiera deseado, porque la distancia o el desdén los erosionaron (“Nostalgia”); de metáforas delicadas que esconden el espíritu de la poeta (“El unicornio”); de mujeres que encuentran en la cocina y sus infinitos pormenores (especias, huevos, frutas, carnes) un espléndido caudal de referencias humanas y culturales, con las que manifestar su amor por el hombre de su vida (“Servir”); e incluso de aquel hijo que pudo haber nacido de su vientre y no lo hizo, porque las presiones familiares la obligaron a abortarlo (“Sin fruto”)... Y aquí y allá, salpicando el texto de joyas, versos que se quedan en la memoria por su difícil y transparente sencillez: de un animal muerto nos dice que “los gusanos roían su mirada rota”; al amante le dice, con los ojos llenos de lágrimas: “Vete, porque te quiero mucho”; o bien le indica que guarde silencio con una fórmula insuperable: “Pongo mi mano para que respire en tus labios”. Y cuando llega el momento de declararle su amor lo hace en el poema “El ángel en el bosque”, cuyo final no me resisto a copiar: “Mírame ahora en la oscuridad, tú, desde hoy mi patria. / Pues tus brazos se erigirán para mí en muros protectores, / y tu corazón será mi aposento y tu ojo mi ventana, / por la que brilla el amanecer. / Y la frente se alza a tu paso. / Tú eres mi casa en cualquier calle del mundo, en cualquier hondonada, en cualquier colina. / Tú, mi lecho, languidecerás conmigo extenuado / bajo el mediodía abrasador, te estremecerás conmigo / cuando azote una tormenta de nieve. / Pasaremos hambre y sed, juntos resistiremos, / juntos un día caeremos al borde del camino, cubierto de polvo, y lloraremos...”.

¿Hacen falta más razones (aparte de esos versos) para leer un libro?

miércoles, 30 de julio de 2014

Libros, buquinistas y bibliotecas




Que Azorín fue un lector voraz de todo tipo de volúmenes era algo que sabíamos de sobra los aficionados a la literatura. Pero el trabajo que ha abordado Francisco Fuster en la editorial Fórcola es, simplemente, impagable: ha rastreado «en los cerca de cinco mil quinientos artículos de prensa que publicó en distintos periódicos de España y Argentina durante sus más de sesenta años de profesión» (p.18) aquellos que el escritor de Monóvar dedicó al mundo de los libros, hasta conformar este volumen, que no duda en definir como «autorretrato de un bibliófilo».
Azorín reivindica en estas páginas dispersas el placer de la lectura («Por gusto han de ser leídas las obras literarias», p.28); señala que el capricho de los eruditos de poner infinitas notas a pie de página con miles de fruslerías filológicas se le antoja «deleznable, frívolo y pedantesco» (p.30); opina sobre las peculiaridades de la cultura española, en comparación con la del resto del continente europeo («Las naciones son grandes —como los individuos— por el espíritu. Grecia, Francia, Italia, Alemania han influido en el mundo por la inteligencia. Cuando toda Europa se renovaba, ¿qué hacía España?», p.32); deplora la falta de instinto comercial y de sano afán propagandístico de la mayor parte de los editores españoles de su tiempo, reacios a las técnicas que permitan difundir y vender mejor los libros; opina sobre la condición enriquecedora de las obras que leemos («Las lecturas que se hacen para saber no son, en realidad, lecturas. Las buenas, las fecundas, las placenteras son las que se hacen sin pensar que vamos a instruirnos», p.85); se sumerge en largas consideraciones sobre la importancia que tienen las lecturas durante la infancia y la adolescencia, indicando que jamás debe vedarse a los niños ninguna obra, que los libros especialmente compuestos para ellos se le antojan una tontería y que la principal virtud que han de atesorar esos primeros volúmenes es abrir para los chavales la puerta de la fantasía («La imaginación es la prenda más exquisita con que cuentan los humanos», p.214) ; y hasta se permite la inclusión en estas páginas de algunas pinceladas teñidas por la misantropía («Las visitas roen nuestro tiempo; por poco que se lleven, siempre se llevan cuatro o seis páginas posibles», p.88).
La obra, como no podía ser de otro modo siendo Azorín su autor, está compuesta en un estilo ágil, de frases cortas y directas, donde el maestro de la generación del 98 no deja de enseñarnos palabras olvidadas o marginales, que él refresca para nosotros. Por ejemplo, ¿han pensado alguna vez cómo se llama esa telita que separa los granos en el interior de una granada? ¿Y saben cuál es el nombre exacto de la telita que separa el huevo de su cáscara (visible cuando el huevo está cocido y le retiramos el envoltorio)? Pues ambos vocablos los tienen en la página 177, tan sonoros como marginales.

Azorín puede encandilar o irritar (algunos críticos opinan que es uno de los estilistas mayores de la prosa castellana del siglo XX; y otros, como Paco Umbral, abominan de él), pero jamás deja indiferente. Súmenle a esa condición única las magníficas fotografías en blanco y negro que completan el volumen y convendrán conmigo en que el delicioso sello Fórcola nos acaba de regalar una obra hermosa y admirable.

lunes, 28 de julio de 2014

Cuentos orientales



Marguerite Yourcenar. No es necesario añadir más sustantivos ni más adjetivos. Una gran dama de la literatura francesa. Una portentosa narradora. Me leo hoy de ella (traducidos por Emma Calatayud) sus Cuentos orientales, un volumen que se inicia con la historia del viejo pintor Wang Fô (a quien el emperador se ha empeñado en cegar y cortar las manos) y que se cierra con la historia de otro pintor, el melancólico y triste Cornelius Berg (que se encuentra decepcionado con la vida y los seres humanos, y se ha entregado a la molicie y el alcohol).
En medio, hay una colección de relatos realmente buenos, de los que cuatro me han impresionado de una forma especial: “La leche de la muerte” (una mujer que es emparedada y solicita que sus pechos queden sin tapar por los ladrillos, para seguir amamantando durante unos días a su bebé, generándose un milagro de incalculable belleza), “El último amor del príncipe Genghi” (un seductor otoñal que, acercándose a los inevitables días de la vejez, se retira a vivir como un anacoreta, mientras es atendido solícitamente por una mujer que lo amó sin esperanza durante sus años más desdeñosos), “Nuestra Señora de las Golondrinas” (de cómo un monje intransigente y circunspecto, que se llama Therapion, en su celo por destruir a las impías Ninfas, tapia su gruta construyendo delante una iglesia. Pero no cuenta con la Virgen María, quien, movida por la compasión, las convierte en golondrinas y deja que la iglesia se llene con sus nidos) y “La viuda Afrodisia” (mujer de un pope que fue asesinado por el proscrito Kostis, al final terminamos descubriendo que ella era en realidad la amante del bandolero, cuya cabeza no duda en robar cuando lo apresan y decapitan).

Para quienes ya conozcan las obras “mayores” de Marguerite Yourcenar (las Memorias de Adriano, Opus Nigrum, etc), aquí se presenta una excelente ocasión de conocer algunas páginas menos populares suyas, aunque no menos brillantes y exquisitas. Realmente hermoso.

sábado, 19 de julio de 2014

La fuerza de los fuertes



La editorial Traspiés, continuando con su excelente colección de libros ilustrados, nos propone ahora un texto del veterano Jack London al que pone formas y colores la joven madrileña Mar del Valle: La fuerza de los fuertes, que traduce Rafael R. Vargas Figueroa y que comienza con un prólogo muy ameno donde se nos explica que el singular escritor de San Francisco fue durante su juventud vendedor de periódicos, hielo y chatarra, contrabandista de ostras, policía marítimo, cazador de focas en la costa japonesa, carbonero, vagabundo (estuvo un mes en la cárcel a causa de tal condición), orador callejero, buscador de oro, corresponsal de guerra... y muy poco después, gracias a la atinada difusión de sus libros, el escritor mejor pagado de su país. Pero el éxito literario, que le llegó a partir de 1903, no impidió que la mala fortuna en otros ámbitos siguiera golpeándole: alcoholismo, incendio de su casa, negocios que nos prosperaban, uremia...
Pero es que luego la historia que tenemos en este tomo es igualmente atractiva: el viejo cavernícola Barba-Larga explica a sus tres nietos, mientras devoran un oso, que en el pasado los miembros de su tribu (los comepeces) actuaban en solitario, sin formar grupo, y eso facilitaba que los enemigos (los comecarne) consiguieran la victoria cada vez que se enfrentaban. Tal situación les obligó a transformar su forma de organizarse y dieron en instaurar algunas importantes reformas: Fuy-Fuy se convirtió en jefe de la tribu, Gran-Manteca se transformó en el líder religioso y Tres-Piernas en el principal propietario de las zonas de cultivo... Pero esta vertebración social trajo consecuencias inmediatas y no demasiado halagüeñas: el hijo de Fuy-Fuy (Diente-de-Perro) consiguió que el cargo de jefe fuera hereditario; Gran-Manteca decretó que las órdenes de Dios llegarían al pueblo directamente a través suyo, sin discusión posible; y Tres-Piernas fue cercando con piedras sus propiedades, para que nadie hollase sus plantaciones. Como se puede observar, la trama de la tribu se va complicando hasta el punto de que «estaba bastante claro entonces que el numeroso grupo de los que no trabajaban se lo comían todo» (p.42). A partir de ese instante, los poderes políticos, económicos y religiosos se van haciendo con el control, sin arredrarse ante ninguna represalia o ningún crimen para mantener su estatus.
La conclusión que nos permite extraer Jack London es tan contundente como nítida: todos los vicios, abusos, extorsiones y monstruosidades de nuestra sociedad (desigualdad social, egoísmo salvaje, plusvalía, monopolios, mentiras institucionales, infravaloración de la mujer, etc) procede de orígenes remotos, que él cifra en una especie de pasado simbólico, cuyas alegorías nos alcanzan.
London, que fue un hombre que trabajó durante mucho tiempo en las capas más bajas de la sociedad y que conocía perfectamente las sevicias que la pobreza inflige a los seres humanos, consignó en La fuerza de los fuertes un mensaje libertario de gran intensidad moral y de notable vigor narrativo: si los avasallados fueran capaces de unirse de una manera eficaz, a los que detentan el poder no les quedaría sino echarse a temblar, porque su imperio de siglos habría llegado a su fin.

Un asombroso libro que, bajo su apariencia ingenua y sus personajes trogloditas, esconde auténtica pólvora narrativa. Muchos harían bien en leérselo, ahora que tantos se habla de indignación y de cambio en el mundo.

martes, 15 de julio de 2014

Los mundos de mi mundo



Al italianista Pedro Luis Ladrón de Guevara Mellado (Cieza, Murcia, 1959) lo conocía por algunos de sus poemas, así que este volumen de relatos que publicó con Huerga & Fierro ha supuesto para mí una novedad formal. Pero en modo alguno una diferencia de brillantez. Si muchos de sus versos de Itinerarios en la penumbra me parecieron fascinantes, no menor alegría me han deparado las nueve historias contenidas en este tomo.
“El cuadro” tiene como protagonista a un profesor y crítico llamado Luis, que se está quedando ciego y que acude hasta el estudio de su amigo Pepe, pintor de renombre, para hacerle un encargo muy especial: un lienzo con el que extasiarse en sus últimos días de vidente, y con el que retener el alborozo y el milagro de los colores. “Memoria de la desmemoria” también está protagonizada por un docente universitario, que recibe a un antiguo alumno y comparte con él unas interesantes (y angustiosas) reflexiones sobre la memoria y sus formoles. “Prisionero de Asoras” nos cuenta el modo en que el aguerrido luchador acaba con la vida de la princesa Dea para cumplir una asombrosa profecía. “Los mundos de mi mundo” nos habla de un hombre en silla de ruedas, de libros y de un baúl adquirido en una subasta. “El vigilante del museo” vuelve al tema del legendario Asoras (en concreto, a su armadura, conservada en un museo). “Por fin despacho” incorpora tintes de humor, sobre todo si pensamos con calma en los meses que permanece el protagonista en su despacho de la universidad sin que nadie se percate: ni sus inexistentes amigos ni sus desidiosos alumnos. Y en “Justicia india” también los vemos: ¿qué mejor forma de vengarse del hombre blanco, aniquilador de sus tribus, que regalarles un vicio absorbente?

Con argumentos construidos con elegancia y redactados con finura, Pedro Luis Ladrón de Guevara consigue en esta obra un libro de cuentos notable, que sin duda merece la pena leer. Buena propuesta para el verano.

domingo, 13 de julio de 2014

Donde aguarda la luz



Cuando se conoce en persona a María José Sánchez Vázquez resulta muy difícil escribir sobre sus páginas (estén escritas en prosa o en verso) sin tener presente de forma inmediata la dulzura inagotable de su compositora, que cautiva de forma indeleble a quienes tienen la suerte de estar cerca de la escritora de Moratalla o conversar aunque sea unos minutos con ella. Sus publicaciones en libro son realmente escasas: una novela de agradable factura que se titulaba El sembrador de sueños (2004) y ahora este poemario que, con el título de Donde aguarda la luz (2014), publica el sello Azarbe. Pero entiendo que son suficientes para hacerse una idea nítida de su calidad literaria.
Muchas son las directrices que se pueden advertir en este poemario. Cuando María José gira su mente hacia el pasado se da cuenta de que las imágenes que en la memoria se almacenan no siempre guardan un orden claro, pero tal vez ahí reside una parte de su atractivo: lo aleatorio puede ser tan lírico como bello («Si se pudiesen etiquetar los recuerdos / con los datos precisos para no ser olvidados..., / sería más fácil acceder a ellos / cuando la mente se hace perezosa, a la fuerza, / y se pierde por entre las estanterías /de un almacén caótico / de experiencias no archivadas. / Pero tal vez sea mejor así. / ¿Acaso sujeta la flor sus pétalos / para siempre?»). De esa forma, avanzando en la vida, parece que el ayer se transmuta en pérdida triste y que el futuro es una grisura inexistente, de la que nada esperamos («La nostalgia terrible de una vida perdida / anida en las arrugas de mi frente, / donde la ilusión se enreda en un turbio laberinto / de esperanzas marchitas. [...] / Porque lo que temí perder, ya lo he perdido / y lo que ansié ganar, ya no lo espero»).
Pero que no nos engañe este lánguido abatimiento de la escritora de Moratalla. Hay un hilo hilvanador que lo une y lo justifica todo, y que todo lo inunda de luz: el amor. Gracias a sus latidos es posible enfrentarse con éxito a las asechanzas del mundo. De ahí que el poemario esté dedicado a Matías, que el padre de la poeta sea homenajeado por su «risa invencible» (“Toda tu ausencia”), que de su madre recuerde con gozo su «destello tallado» (“Memoria de un destello”) y que reserve para su hija María una de las páginas más hermosas del tomo (“El mejor regalo”). En esa misma línea de amor poetizado puede localizarse en las páginas 35 y 36 uno de los textos más destacados del volumen, “La marca”, en el que una mujer descubre en el cuello de la camisa de su amado un rastro de carmín que ella no ha impreso (podría haber salido de aquí, también, un relato breve. Queda cursado el desafío).

Dueña de un estilo sobrio, eficaz y elegante, María José codifica en este libro algunos de los temas más interesantes de la poesía y, en general, del vivir humano (el amor, la melancolía, la amistad, la muerte) y lo hace con una fluida y sorprendente naturalidad, como si nos hablase en voz baja directamente al corazón. Quizá por eso Donde aguarda la luz se lee con tanto agrado.

viernes, 11 de julio de 2014

Inquietud



Cuando están heridas, cuando se ven incapaces de soportar por más tiempo el dolor que transportan en el alma, muchas personas entienden que la familia se puede convertir en un mecanismo de curación. O, al menos, en un refugio en el que recuperar fuerzas. Un pequeño palacete en la campiña francesa, donde vive su anciana madre, es el hogar al que vuelven los dos hijos de la propietaria, que han sufrido angustias indecibles en los últimos tiempos. Olivia se presenta con un brazo escayolado y sus dos hijos, un niño y una niña. Tiene, después de haber convivido durante años con su marido, “la blanca planicie de su espalda cubierta de viejas contusiones ya amarillentas” (p.16). Su madre siempre sospechó que aquel hombre no le convenía, pero ella no escuchó sus recomendaciones. Ahora lo reconoce: “Me he casado con un animal” (p.22). Por el otro lado tenemos a su hermano Marcus, casado con Sophie y que, después de muchos intentos para tener descendencia, han conseguido que les nazca una niña, Alice. Pero ha nacido muerta y ambos están destrozados. Sobre todo la madre, que parece haber enloquecido y no quiere que entierren el cuerpo de su pequeña (lo lleva encima todo el día y lo guarda por las noches en el congelador).
Durante unas jornadas, todos convivirán en el palacete en medio de miradas de extrañamiento, viejos rencores nunca oxidados, habitaciones antiguas y algunas palabras que se callan pero suenan en las cabezas. También aflorarán no pocos secretos (la preocupación que tiene Olivia de que su madre no desherede a sus hijos, aunque a ella la odie; la existencia de una amante de Marcus, con la que se comunica por teléfono; etc), que irán matizando y complicando las horas de la convivencia... Por fin, cuando los hijos de Olivia se suban en un bote y, en medio del lago, descubran que éste hace aguas y comienza a hundirse, todo cobrará un sentido nuevo.

Con menos de un centenar de páginas, esta novela de la joven australiana Julia Leigh (que traduce Cruz Rodríguez Juiz para el sello Mondadori) ejerce sobre el lector un hechizo casi magnético, que la vuelve inolvidable.

miércoles, 9 de julio de 2014

Un hombre afortunado



El doctor John Sassall es un galeno peculiar, que parece vivir fuera de su tiempo, y así nos lo explica John Berger en esta novela, que traduce Pilar Velázquez para el sello Alfaguara y que contiene varias estupendas fotografías de Jean Mohr. El enfoque que adopta Berger para aproximarse a este médico es notable: lo observa en su trato humano, en el modo apacible en que trata de conversar con sus pacientes, tomándose su tiempo. Sin agobios, sin prisas, sin exigencias. De esa manera ellos se sienten relajados y le facilitan el acceso, colaboran en la curación, se abren a quien consideran un semejante “humano”. El doctor Sassall consideraba que tratar de modo acelerado o frío a los pacientes constituía no solamente una crueldad, sino “una forma de negligencia” (p.84).
Su posición de ‘personaje especial’ de la zona se sustenta en el hecho más bien indiscutible de que, siendo distinto, se esfuerza por ser igual. Quizá por eso lo aceptan los habitantes del pueblo. Por eso lo respetan.
Berger, con una prosa sobria y meticulosa, nos va contando algunos de los casos que este doctor atiende en su faceta profesional y humana: un hombre atrapado por la caída de un árbol, que tiene la pierna destrozada y que teme perderla (tras inyectarle morfina y sacarlo de allí, le dice que no la perderá); una mujer del pueblo que contrajo una especie de asma nervioso tras sufrir las insinuaciones sexuales de un hombre; una anciana que sufre un ataque cardíaco, a la vez que neumonía; una chica de 16 años y medidas turgentes, a quien le concede una baja laboral de una semana para que busque otro trabajo que la haga más feliz que el que tiene en estos momentos, en la lavandería; una mujer pobre y que vive con su segundo hombre, la cual le explica al médico que nunca le apetece hacer el amor con él, porque no siente nada; una pareja de ancianos, que se cuidan mutuamente, mientras él parece tener algún tipo de infección (tal vez diabetes); etc.
Ésta es la historia de un hombre peculiar que tuvo un modo peculiar de morir: se suicidó quince años después de que John Berger documentase todas estas prácticas médicas suyas.

Un libro lleno de encanto y que resulta útil para entender algunos laberintos del alma humana.

domingo, 6 de julio de 2014

Ciudades Jirón



Que el primer libro de poesía editado por un autor sea bueno y contenga textos memorables supone una alegría. Que el segundo ratifique y amplíe esa sensación es milagrosamente hermoso. Es lo que ocurre, desde mi punto de vista, con el poeta Alberto Caride (Alcantarilla, 1982), de quien leí con satisfacción su Narciso despeinado (2012) y de quien ahora he devorado con asombro su volumen Ciudades Jirón (2014), editado por Lastura con prólogo de Raquel Lanseros.
Ataviado con maduros ropajes de poeta, Alberto Caride explica a quien le quiera leer y escuchar que la vida, toda vida, es una búsqueda incesante y llena de zozobras, en la cual «solo queda ir tropezando cada vez menos / en las mismas piedras / hasta tener el mapa del fracaso bien aprendido», pero que en ocasiones el descubrimiento de ciertas luces basta para redimirnos de ese légamo gris del que muchos no logran emerger («Has probado la belleza. / No todo el mundo sabe de ella»). Al final, cuando nos encuentre la muerte, cuando nos atrape con su red implacable y se cebe sobre nuestro corazón, quedará al menos la certidumbre de habernos entregado a través de nuestras palabras, que es lo que a la postre importa y queda («Un día ha de morir el poeta, / y no podrá cantar ya la quimera / de los días, aunque recuerde / los miles de versos que ha sido»). La visión final que queda de este poemario está teñida por el dolor, la decepción y la amargura, pero esto solamente indica, a mi entender, que Alberto Caride ha alcanzado ya un nivel de madurez humana lo suficientemente alto como para darse cuenta de que, por decirlo con el argentino Julio Cortázar, vamos derechos hacia un montón de fósforos quemados. El poeta murciano lo dice con otras palabras, aunque el espíritu sea el mismo: «La vida como una eme indefinida, / como un camino entre dos verdades exactas / construido de engaños». O un poco más adelante: «Solo soy tiempo que se gasta».
Pero quedan las ventanas, esas fuentes de oxígeno con las que abrirse a otra dimensión, con las que descubrir grutas de seda en las que refugiarse. Una de esas ventanas esperanzadoras es el amor, que resulta consignado aquí en una multitud de imágenes distintas, como los besos («Solo un beso, / y la vida fue eso en un instante, / y la vida es eso eternamente») o la capacidad de irradiar emoción a otras personas («Dar calor / es una propiedad de los cuerpos vivos y de la poesía»). Dentro de esos poemas dedicados al amor hay dos que me han parecido especialmente hermosos: el titulado “Peep Show” (donde aparecen Inma y la barra del café murciano Zalacaín) y el que cierre la obra, con el rótulo de “Todas las mujeres de mi vida se mueren por ser tú en este momento”, una bellísima declaración de amor, melancolía y tibia venganza contra las torpes predecesoras de su actual amada.

Me dice Alfonso Martínez Martínez, mi librero, que yo he sido la primera persona en adquirir esta obra en su local. No sé si será cierto, pero me alegra que me lo diga. También fui una de las primeras personas en comprar la anterior. Seguro que también haré lo mismo con la tercera.

jueves, 3 de julio de 2014

La extraña



Una de las asociaciones verbales más dolorosas que puedan existir es la que proviene de enlazar las palabras cáncer y mamá. Así que sumergirse en un libro como La extraña, de Elisabetta Rasy (traducido por Pepa Linares), supone una experiencia durísima en la que lo literario, lo psicológico y lo personal se abrazan con tanta energía que es imposible no conmoverse o sentirse golpeado. Y lo es desde el principio, porque la frase con la que se abre el volumen es tan brutal como clarificadora: “No es fácil relacionarse con una persona que se está muriendo, ni para el que muere lo es relacionarse consigo mismo”. La historia que nos cuenta la narradora es descarnada, sencilla, elemental, firme: su madre, de 81 años, ha comenzado a derrumbarse en su lucha contra la enfermedad. Ha perdido el apetito. Ha dejado de cuidar su ropa o sus uñas. Acoge con muy mal humor la presencia de cuidadoras en su hogar. Odia los espejos y se niega a contemplarse en sus láminas delatoras. Se resiste a seguir los tratamientos que le prescriben. Confía más en la sonrisa de los médicos que en su eficacia como profesionales... En suma, se va aislando del mundo que la rodea para proceder a su disolución. Por eso su hija se siente fuera, incapaz de ayudarla de un modo satisfactorio (“Era una extracomunitaria sin permiso de residencia en el país hostil de la enfermedad”, p.33). Y va viendo con amargura y con consternación cómo la anciana se vuelve irritable, se siente defraudada, se hunde en el légamo del abandono. Le resulta difícil reconocer “a ese mutante que ya no era mi madre” (p.62), la cual se encuentra chapoteando “en el desolado territorio que hay entre la vida y la muerte” (p.96).

Escrita con un lenguaje tan asequible como seductor, esta novela de Elisabetta Rasy consigue instalar a los lectores en el centro mismo del desasosiego y les hace sentirse narradores y protagonistas. El único defecto (menor, quizá) que  puede señalarse a este libro son los laísmos que lo afean, los cuales chirrían en un texto que recibió una beca en la Casa del Traductor de Tarazona (“La sonreía siempre”, p.34; “Yo la grité”, p.114). Por lo demás, memorable.

martes, 1 de julio de 2014

Cartas a Japón



En febrero de 1582 partió de Japón la conocida como embajada Tensho que, tras dirigirse hacia el sur, bordear la parte inferior de La India, tocar en la costa de Mozambique, doblar el cabo de Buena Esperanza y detenerse en la isla de Santa Elena llegó finalmente a la Península Ibérica en agosto de 1584. Después de visitar varias localidades (Talavera, Toledo, Belmonte), recaló finalmente en Murcia en diciembre de ese mismo año.
Como homenaje a aquella larguísima expedición, y sobre todo a su estancia en las tierras murcianas de finales del siglo XVI, se ha publicado ahora por parte de la Asociación Ibérica Matsuri Murcia Japón un exquisito volumen en el que se resume la odisea de aquel cuerpo diplomático, con textos de Yukiko Kondo, haikus de Carlos S. Olmo Bau e ilustraciones de diversos y brillantes artistas, entre los que destacan Katarzyna Rogowicz y Juan Álvarez.
En la Carta I del volumen se nos habla de la llegada a Murcia y del asombro de los orientales al descubrir que la palabra “so” es usada en España como grito de parada para las monturas, mientras que en Japón es voz de arranque. O del estupor cuando descubrieron que sus inclinaciones de cabeza no eran tenidas como muestras de cortesía y de agradecimiento por parte de los huertanos, debiendo ser sustituidas por el brazo agitado en alto, al modo español.
En la Carta II se nos habla de cómo les suministran información sobre el aprovechamiento de las aguas en la zona de Murcia, tan habituada a sequías e inundaciones.
En la Carta III se produce la crónica estupefacta de cómo se topan con un raro eremita que vive en los montes, viviendo de lo que le ofrece la naturaleza y de lo que le suministran los caritativos vecinos de la zona.
En la Carta IV nos describe la ciudad de Murcia y sus peculiares comercios, así como el tono excesivamente alto en el que hablan los lugareños, sus largas sobremesas e incluso una indiscreta aventura erótica, descubierta de forma tan accidental como inocente por el narrador de la historia.
En la Carta V se nos trasladan los pormenores de la partida, con la tristeza que sienten por abandonar tierras tan acogedoras. Una fina lluvia los despide. Es como si Murcia les quisiera tributar su don más querido.

Estas deliciosas cartas, junto a los haikus y las ilustraciones, están presentadas en un delicado tomo de manejable formato que constituye, pese a su bajo precio (10 euros), toda una joya bibliográfica.