jueves, 28 de agosto de 2014

Fábula del tiempo



Usando como punto de arranque un conocido verso de Eloy Sánchez Rosillo, el escritor Pascual García bautizó su primer libro de poemas con el título de Fábula del tiempo, donde aceptó el reto de escribir sobre “el agua sucia de los años” (p.19) y establecer su catálogo de erosiones. En la soledad aciaga de las noches (que es una soledad creativa, pero también un emplazamiento cósmico), Pascual se acoda sobre la mesa, observa los folios que enmudecen frente a él y les encomienda una misión salvífica, donde confluyen el exorcismo, el llanto, la desolación y la esperanza: dar cuenta a los demás de su ayer, poblado de amores frágiles, paisajes gélidos, lluvia triste, padres laboriosos, olor a pinos y soledad nevada. Se trata de resumir, esencialmente, “la fábula de un tiempo breve como la propia vida” (p.11).
Enfrentado al dolor del tiempo, el poeta busca recuperar “los años extensos de la juventud” (p.20), aunque la memoria y la inteligencia le pregonen que “nada queda de los días salvo el miedo” (p.34). Precisamente porque esa certidumbre es poderosa en su espíritu, resulta interesantísimo constatar cómo las estaciones del año reproducen numéricamente la temperatura de su corazón: trece veces se menciona el invierno, cuatro el otoño, dos la primavera y una sola vez (p.39) el verano. Y puestos a hablar de temperatura, tampoco parece casual que la palabra frío sea utilizada once veces, y en cambio no aparezca la palabra calor ni una sola vez en todo el volumen.
Libro, pues, invernal; libro de devastaciones y de melancolías, donde se lleva a cabo un balance meditabundo de “las calles que anduvimos y hemos perdido” (p.21), y donde se certifica que “no hay paz para el que asciende por la senda” (p.22). Contra el viento que zarandea al poeta (desde las cumbres de su Moratalla natal o desde las simas del pasado), éste se mantiene firme gracias a dos anclajes humanos esenciales para su equilibrio psíquico: de un lado, la convivencia con su mujer, la excepcional pintora Francisca Fe Montoya; del otro, el reconocimiento tembloroso y viril del amor que siente por sus padres. A la primera le aplaude sus virtudes como amada, compañera y soporte sentimental en el poema “Beatus Ille”; y algo más adelante, en el hermoso poema “Los que ríen”, augura una vejez compartida con ella, donde seguirá brillando el amor y donde ni siquiera los achaques de la senectud les harán olvidar el pleno gozo de haber vivido (de haberse vivido) juntos. En cuanto a sus padres, resulta conmovedor el templado homenaje que les tributa en el poema “Volver” (el más extenso del volumen, con setenta y cinco versos).

Un libro, pues, delicioso, imborrable y perfecto, que nos sitúa ante uno de los mejores poetas vivos que tiene Murcia.

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