miércoles, 12 de febrero de 2014

Diarios



Hombre culto, hipersensible, espíritu atormentado, desmenuzador implacable de su entorno, cirujano de su alma, observador solitario... Fernando Pessoa (que nació en 1888 y murió en 1935) es uno de los escritores por los que más respeto, admiración y constancia demuestro en los últimos veinte años, volviendo a sus libros de manera periódica y comprando los que aparecen como novedad. El sello Gadir nos presenta aquí, en la traducción de Juan José Álvarez Galán, los raros Diarios del escritor portugués, donde Pessoa anota todo tipo de detalles sobre su salud, sus composiciones literarias, sus lecturas, sus amigos, sus viajes o sus charlas de café. ¿Irregular? Sin duda alguna. ¿Irrelevante? En muchas de sus páginas, claro que sí. Pero se trata de un volumen que se publica para el deleite de quienes nos declaramos pessoanos de pura cepa: gentes que sentimos interés hasta por lo que Fernando comió aquella vez que estuvo celebrando el cumpleaños de una tía suya. Pura mitomanía, que reconozco sin pudor.
Me entero de que en marzo de 1906 estaba pensando en operarse de fimosis (p.20); que en mayo de ese mismo año estaba leyendo a Ramón de Campoamor, el olvidadísimo vate asturiano (p.24); que durante el verano de 1907 lamentó en páginas tristísimas su condición de persona sin auténticos amigos (“Soy tímido, no me gusta dar a conocer mis preocupaciones. Un amigo íntimo es uno de mis ideales, algo con lo que sueño despierto, y sin embargo, algo que nunca tendré”, p.34); que era capaz de colocarse en el lado de los sufridores, por más que el raciocinio le pidiese que fuese duro con ellos (“Nunca olvidarás, cuando ataques la religión en nombre de la verdad, que la religión difícilmente puede ser sustituida, y que los desgraciados hombres sollozan en la oscuridad”, p.36); que pedía a gritos que fuese respetada su condición de isla (“Déjenme llorar”, p.47); que incluso los libros le parecían en ocasiones un modo de sometimiento y de vulneración de la libertad personal (“He descubierto que la lectura es una forma de soñar esclavizada. Si he de soñar, ¿por qué no soñar mis propios sueños?”, p.88); que se siente cercado por un aura de incomprensión que jamás logrará disipar (“Me asedia un vacío absoluto de fraternidad y de afecto. Incluso los que están cerca de mí no lo están, estoy rodeado de amigos que no son mis amigos y de conocidos que no me conocen”, p.91); que le satisface más mantenerse a una cierta distancia de la auténtica existencia (“Siempre procuré ser un espectador de la vida sin involucrarme en ella”, p.95); que en ocasiones le acecha la más dura de las miserias (“En casa, sin cenar porque no tengo dinero”, p.109); que desconfía de la sinceridad de sus semejantes (“El público no quiere la verdad, sino la mentira que más le guste”, p.127); que los políticos le provocan una sana desconfianza (“Las sociedades están dirigidas por agitadores de sentimientos, no por agitadores de ideas”, p.130); o que, en fin, es consciente de que entre los demás y él media un abismo de proporciones insalvables (“No hablamos, yo y los que son mis compatriotas, un lenguaje común. Callo. Hablar sería no ser comprendido. Prefiero la incomprensión por el silencio”, p.141).

Leer a Fernando Pessoa es, al menos para mí, una sana forma de mantener la inteligencia despierta, el lenguaje aquilatado y la sensibilidad afilada.

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