jueves, 27 de febrero de 2014

Jerjes conquista el mar



Una de las cosas más difíciles en literatura, a mi juicio, consiste en presentar de forma creíble a los seres anómalos: a los locos, a los discapacitados, a los enfermos terminales, a los retrasados mentales, a todos aquellos a quienes la mala fortuna o el azar ha convertido en personas distintas. La mayor parte de los escritores que han tenido la osadía de asomarse a ese abismo han incurrido en el esquematismo, el brochazo, la mojigatería o el error, tanto por exceso como por defecto. Pero cuando la tarea y el reto son asumidos por un grande, la cosa cambia. Y Óscar Esquivias es un grande, sin duda alguna.
En la novela Jerjes conquista el mar (Ediciones del Viento, 2009) descubrimos a uno de esos personajes singulares: un chico con un cierto retraso, que trabaja en Telefónica junto a Duque, otro joven discapacitado. Ambos han obtenido el trabajo gracias a un Plan de Integración. Su ambiente familiar es sosegado y dulce, aunque no abunden los recursos económicos: su madre cuida de él con gran cariño; y el novio de ésta, Javier, trata a Jerjes con afecto. El muchacho se siente feliz con su empleo y con la amistad de Duque, con quien comienza a vivir una aventura tan ingenua como fértil: la fotografía. Con la cámara que le regala Javier por su cumpleaños, Jerjes y Duque se dedican a tomar instantáneas de las personas que hay en el hotel frontero al edificio de Telefónica, sobre todo de mujeres. No hay en Jerjes obscenidad ni lascivia: sólo candor. Pero todo va a cambiar pronto en su vida con dos detalles que la volverán del revés: primero, la adquisición de un álbum de fotografías en la Cuesta de Moyano (y la posterior aparición de una persona interesada en esas imágenes); y segundo, que una de las mujeres captadas por su cámara en actitudes sexuales comprometidas es una persona muy famosa del mundo del espectáculo.
Con un lenguaje delicioso, unos personajes de auténtica antología (no sólo Jerjes, sino también Calabria Lisardo, la irascible viuda de Infantes, una librera atrabiliaria y de inestable humor), una estructura tan sencilla como eficaz y un sólido ritmo narrativo, Óscar Esquivias convierte esta novela (que fue la primera que escribió) en una delicia. Quienes ya lo admirábamos por Inquietud en el Paraíso (2005), La ciudad del Gran Rey (2006) o La marca de Creta (2008) tenemos una nueva ocasión para sentirnos felices de frecuentar las páginas de un auténtico crack de la literatura.

No se la pierdan.

martes, 25 de febrero de 2014

Libro del desasosiego



Recuerdo que, hacia 1986, cayó en mis manos un ejemplar del Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa, traducido por Ángel Crespo para la editorial Seix Barral y que comencé a leerlo con la curiosidad que se siente por todo a los 19 años. Pero aquella curiosidad se transformó inmediatamente en admiración, en deslumbramiento. Yo no había leído jamás algo así, tan denso, tan profundo, tan visceral, tan desgarrado, tan iluminador. Desde aquel instante lo consideré (y lo sigo considerando, casi tres décadas después) uno de los libros de mi vida. Ahora, la editorial Baile del Sol publica una nueva versión del tomo, ordenada y traducida por Manuel Moya, y no pienso evitar la tentación de comentarla aquí.
¿Acaso no conoce usted el Libro del desasosiego? Pues le recomiendo que se haga con este tomo y se sumerja en él. Jamás habrá viajado por un alma tan interesante, tan rica en matices, tan expuesta como la que aquí nos ofrece el escritor portugués, un hombre que no confiaba demasiado en las bondades de la existencia («Considero la vida un apeadero donde tengo que esperar hasta que llegue la diligencia del abismo»); que tampoco confía demasiado en las virtudes estilísticas de la escritura, aunque se aferre a ella por su valor terapéutico («Esto de nada me sirve, pues nada me sirve de nada. Pero despequeñezco al escribir, como quien respira mejor sin que el dolor haya pasado»); que se observa a sí mismo con desdén estético («Pretendo ser una obra de arte del alma por lo menos, ya que por el cuerpo no lo puedo ser»); que se siente un inadaptado en todo lugar («Tengo frío de la vida»); que desconoce escrupulosamente cuáles son los misterios de su propio interior («Mi alma es una orquesta oculta; no sé qué instrumentos tañen y chirrían, cuerdas y arpas, timbales y tambores, dentro de mí»); que se sorprende de la ligereza con que los demás deambulan por la vida, sin darse cuenta de sus mezquindades, angustias y ciénagas («Me irrita la felicidad de todos esos hombres que no saben que son infelices»); que trata de agazaparse en una soledad huérfana de conexiones con sus semejantes («La más vil de todas las necesidades es la de la confidencia y la de la confesión. Es una necesidad de exteriorización del alma. [...] Explicarse es equivocarse»); y que descree de ciertos mecanismos de comunicación modernos, como la prensa («Leer periódicos, cosa penosa desde el punto de vista estético, también lo es frecuentemente desde el punto de vista moral»). Al final, este alma turbulenta y tímida, herida y maltrecha por las asechanzas reales o imaginadas del entorno, se atreve a concluir: «He pedido muy poco a la vida, pero lo poco que he pedido me lo ha negado». Y en virtud de ese fracaso esencial apunta, en uno de los fragmentos finales del libro: «Escribo con tristeza en mi cuarto apacible, solo como siempre estuve, solo como siempre estaré».

Leer los poemas de Fernando Pessoa es una de las aventuras estéticas más hermosas del mundo. Pero leer las páginas del Libro del desasosiego es aún más conmovedor: supone descubrir los vericuetos espirituales de este escritor lisboeta. Se dijo en su día que Ramón Gómez de la Serna constituía, en sí mismo, toda una literatura. Con Pessoa ocurre exactamente igual.

miércoles, 19 de febrero de 2014

El libro de los pequeños milagros



El asombroso universo de los microrrelatos tiene, al menos, dos virtudes innegables y bien definidas: de un lado, sirven para detectar con un alto índice de fiabilidad a los narradores de mérito, que evitan en ellos el chiste, la boutade, la ocurrencia o el eructo; del otro, permiten distinguir a aquellos críticos que, alejados de las etiquetas convencionales, se aproximan al género con una mirada abierta y receptiva, desprovista de prejuicios. En ocasiones (Ángel Olgoso, Manuel Moyano, Miguel Ángel Zapata, Jesús Esnaola, Fernando León de Aranoa), la calidad de los textos es tan notoria que sólo un exceso de miopía puede justificar su preterición o su desdén.
El malagueño Juan Jacinto Muñoz Rengel, novelista y cuentista de probada excelencia (ha recibido premios, ha sido reseñado en los medios más prestigiosos, ha merecido buenas traducciones y está editado en una decena de países), lanza ahora El libro de los pequeños milagros, un volumen delicioso «que contiene las pormenorizadas y muy veraces micronarraciones de los grandes hechos sobrenaturales y extraordinarios de este mundo» (p.5). En él, divididas en tres secciones (Urbi, Orbe, Extramundi) y un asombroso epílogo (“Índice para la confección de un bestiario”), se nos traslada un centenar de viñetas narrativas, en las cuales descubrimos una proliferación vertiginosa de personajes anómalos: mendigos que disfrazan sus lacras para no parecer histriones; francotiradores ubicuos que se erigen en metáfora de los tiempos que corren; madres de gemelos que, justo a la hora de dormir, susurran cierta frase al oído de uno de ellos; niños que depositan su fervor y su ternura sobre un muñeco de nieve, gólem gélido; y hombres que, tras perpetrar una acción execrable, realizan un descubrimiento atroz, que asalta sus ojos y su ánimo.
Con la complicada sutileza que ha de guiar siempre la escritura de este tipo de textos, Juan Jacinto Muñoz Rengel va eligiendo temas, tallando argumentos, seleccionando vocablos y puliendo el resultado final hasta que lo deja sin aristas ni imperfecciones, inmaculado, esférico. Conforme los lectores avanzamos por las páginas del tomo comprobamos esa sostenida maestría, que se traduce en inquietantes juegos de cajas chinas (como el que vertebra el relato “Reproducción a escala”), retratos de un período de la vida o del espíritu (el magnífico texto titulado “15”), actualizaciones ingeniosas o mordaces de viejas historias (“Hamelín”), refutaciones sorprendentes del antropomorfismo divino (“Tres días”), contundentes parodias de la pedantería literaria (“Persistencias”), horripilancias que estremecen el ánimo del lector (“En mitad de la noche”) y hasta imágenes de zoología moderna, deliciosamente simpáticas o terribles (“Biobuitre”).

Leí hace años una monografía sobre Miguel Hernández (cuyo título no puedo anotar, porque de él y de su autor no guardo memoria), en la que se afirmaba que al poeta de Orihuela le producía fascinación, como a otros muchos vates, la arquitectura férrea del soneto, porque lo obligaba a la disciplina y a la contención. Y que un poeta sin ningún tipo de cauces que lo moderen —continuaba el estudioso— deviene torrente desbocado y sólo ocasionalmente bello. La aseveración era, desde luego, injusta: Lope de Vega («Potro es gallardo, pero va sin freno») y Pablo Neruda constituyen dos ejemplos palmarios. Algo similar, salvando lógicamente las distancias, podría afirmarse de los autores de microrrelatos: el género que han decidido elegir les impone una dictadura espacial muy estricta, muy marcada. Y sólo quienes sean capaces de producir belleza y exquisitez en ese reducido marco alcanzarán el rango de literatura perdurable. Juan Jacinto Muñoz Rengel demuestra en este volumen condiciones objetivas más que suficientes para ser recibido con honores en ese selecto club.

domingo, 16 de febrero de 2014

Edición anotada de la tristeza



Un poeta que entrega al mundo sus primeras publicaciones suele ofrecer en ellas, según una costumbre bastante extendida, o bien calidad o bien originalidad. En el primer bloque se incluirían los autores más apolíneos y en el segundo los más dionisíacos (uso, como es evidente, la terminología que tanto le gustaba a Friedrich Nietzsche). Raros son quienes consiguen el equilibrio entre ambas y modelan una obra que participa con amplitud de ambas. José Alcaraz (Cartagena, 1983) lo ha logrado sin duda en su excelente Edición anotada de la tristeza, un libro original, breve y denso que le valió el premio de Poesía Joven de Radio Nacional de España en el año 2012 y que ahora publica Pre-Textos en elegante formato y con un bello texto de solapa que le dedica el también poeta Juan de Dios García.
Lo innovador del poemario de José Alcaraz consiste en la apuesta visual que nos traslada: los versos están alineados, con barras diagonales separadoras, en la parte inferior de cada página, como si fueran anotaciones eruditas a la parte superior... que está en blanco. Ahí adquiere todo su sentido el marbete de la obra. Pero que nadie juzgue (pues se equivocaría) que se trata de un simple truco de prestidigitación o de un oropel adolescente. José Alcaraz sabe de sobra lo que está haciendo: definir la poesía como una brisa que subraya la realidad o que la perfecciona. A veces, proponiéndonos una aventura casi surrealista, en la que todo queda subvertido por el mágico poder de la fantasía, que nos revela el envés de nuestro mundo («Faltar a clase de Imaginación, / llevar un rascacielos / como justificante, / suspender para el resto de la vida / real»); otras veces, planteando una rebelión que nos otorgue por fin un camino nuevo por el que transitar («Quieren ponernos / una venda en los ojos / y no saben que es la cinta /que vamos a cortar / en la inauguración / de una nueva mirada»); otras, instalándose entre la grisura y descubriendo que también allí puede habitar la luz, de una forma paralela («Día de niebla. / Sí. / Pero tú, / que siempre estás en las nubes, / siéntete como en casa»); otras, recordándonos aquellos horrores que suceden al otro de la lírica pero que condicionan, o deberían condicionar, nuestro espíritu («También cada dos versos / muere un niño en el mundo / a causa del hambre»); otras, llegando a esmaltar auténticos aforismos filosóficos, que serían grabados en mármol si los firmara Cioran («Vaciar relojes de arena en la playa / sería una bella forma de perder el tiempo») o Arthur Schopenhauer («Cada cruz del cementerio, / ¿será una suma del cielo?»); y otras, en fin, obligándonos a volver los ojos hacia nosotros mismos, carne triste condenada a la extinción, sin más compañía auténtica que el vacío («La gente no nace para estar sola. / La gente no sueña quedarse sola. / La gente no admite a la gente sola. / Y lo peor de todo: la gente no sabe / que en realidad está sola»).

José Alcaraz es poeta. Poeta de muchos quilates. No es voz coyuntural o pasajera. Y la intuición pocas veces me ha fallado en el mundo de la literatura. Yo apostaría por él con los ojos cerrados ahora mismo.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Diarios



Hombre culto, hipersensible, espíritu atormentado, desmenuzador implacable de su entorno, cirujano de su alma, observador solitario... Fernando Pessoa (que nació en 1888 y murió en 1935) es uno de los escritores por los que más respeto, admiración y constancia demuestro en los últimos veinte años, volviendo a sus libros de manera periódica y comprando los que aparecen como novedad. El sello Gadir nos presenta aquí, en la traducción de Juan José Álvarez Galán, los raros Diarios del escritor portugués, donde Pessoa anota todo tipo de detalles sobre su salud, sus composiciones literarias, sus lecturas, sus amigos, sus viajes o sus charlas de café. ¿Irregular? Sin duda alguna. ¿Irrelevante? En muchas de sus páginas, claro que sí. Pero se trata de un volumen que se publica para el deleite de quienes nos declaramos pessoanos de pura cepa: gentes que sentimos interés hasta por lo que Fernando comió aquella vez que estuvo celebrando el cumpleaños de una tía suya. Pura mitomanía, que reconozco sin pudor.
Me entero de que en marzo de 1906 estaba pensando en operarse de fimosis (p.20); que en mayo de ese mismo año estaba leyendo a Ramón de Campoamor, el olvidadísimo vate asturiano (p.24); que durante el verano de 1907 lamentó en páginas tristísimas su condición de persona sin auténticos amigos (“Soy tímido, no me gusta dar a conocer mis preocupaciones. Un amigo íntimo es uno de mis ideales, algo con lo que sueño despierto, y sin embargo, algo que nunca tendré”, p.34); que era capaz de colocarse en el lado de los sufridores, por más que el raciocinio le pidiese que fuese duro con ellos (“Nunca olvidarás, cuando ataques la religión en nombre de la verdad, que la religión difícilmente puede ser sustituida, y que los desgraciados hombres sollozan en la oscuridad”, p.36); que pedía a gritos que fuese respetada su condición de isla (“Déjenme llorar”, p.47); que incluso los libros le parecían en ocasiones un modo de sometimiento y de vulneración de la libertad personal (“He descubierto que la lectura es una forma de soñar esclavizada. Si he de soñar, ¿por qué no soñar mis propios sueños?”, p.88); que se siente cercado por un aura de incomprensión que jamás logrará disipar (“Me asedia un vacío absoluto de fraternidad y de afecto. Incluso los que están cerca de mí no lo están, estoy rodeado de amigos que no son mis amigos y de conocidos que no me conocen”, p.91); que le satisface más mantenerse a una cierta distancia de la auténtica existencia (“Siempre procuré ser un espectador de la vida sin involucrarme en ella”, p.95); que en ocasiones le acecha la más dura de las miserias (“En casa, sin cenar porque no tengo dinero”, p.109); que desconfía de la sinceridad de sus semejantes (“El público no quiere la verdad, sino la mentira que más le guste”, p.127); que los políticos le provocan una sana desconfianza (“Las sociedades están dirigidas por agitadores de sentimientos, no por agitadores de ideas”, p.130); o que, en fin, es consciente de que entre los demás y él media un abismo de proporciones insalvables (“No hablamos, yo y los que son mis compatriotas, un lenguaje común. Callo. Hablar sería no ser comprendido. Prefiero la incomprensión por el silencio”, p.141).

Leer a Fernando Pessoa es, al menos para mí, una sana forma de mantener la inteligencia despierta, el lenguaje aquilatado y la sensibilidad afilada.

lunes, 10 de febrero de 2014

Ajedrez para un detective novato



Pues resulta que de repente llega el jurado del XVIII premio de novela Ateneo Joven de Sevilla, compuesto por gentes como Luis del Val o Fernando Marías, y nos dice que Juan Soto Ivars (Águilas, 1985) es el ganador. Y el libro correspondiente, que se titula Ajedrez para un detective novato, ya está editado por el sello Algaida y se encuentra en las mesas de novedades. Es un tomo más bien contundente (casi cuatrocientas páginas) y que se presenta al público con una llamativa portada de estética cómic, en la que figuran un pulpo, una mujer, una piedra de ajedrez y una pistola. Casi nada.
¿Y qué conclusiones se pueden extraer de su lectura? Pues en principio cuatro, aunque seguramente podrían añadirse muchas más.
La primera, que Juan Soto no ha querido construir en estas páginas una historia unívoca o marmórea, con un argumento potente y que avance a paso firme, sino que ha preferido decantarse por la adición de teselas narrativas que, uniéndose entre sí con hilvanes habilidosos, al modo cervantino, construyen la imagen de conjunto y cohesionan el libro. El tema (los diferentes casos que tiene que resolver el protagonista de la narración, cuyo nombre no descubrimos hasta la página 338) se lo permitía desde luego holgadamente.
La segunda, que su sentido del humor es tan iconoclasta como evidente, y le ha permitido introducir en la historia secuencias tan delirantes como un discurso sobre los beneficios y virtudes de una buena defecación (que pronuncia el alocado Patricio Cueto y que se expande por las páginas que van de la 164 a la 169); un lírico excurso sobre las peras, esclafado ante una pobre oyente que se queda estupefacta (página 240); y otras secuencias memorables, que no quiero desvelar para que sean ustedes quienes las valoren y que provocan las delicias del lector más exigente, a quien inducen a las carcajadas.
La tercera, que Soto Ivars demuestra una gran plasticidad a la hora de adornar con recursos literarios esta fabulación. Hay metáforas notables, hipérboles de buen cuño y adjetivaciones meritorias, pero sobre todo llaman la atención algunas comparaciones literarias, a las que dota de sorpresa y brío. Sirvan de reducido ejemplo una muestra axilar («Las calles se pusieron oscuras y peligrosas como los sobacos de Mike Tyson»), otra científica («Esos sabuesos vocacionales y calamitosos se multiplicaban como bacterias en el pañuelo de un tísico») y otra donde se aúnan zoología y retranca («Tenía los ojos abiertos en la oscuridad como un búho recién divorciado»).

Y la cuarta conclusión es evidente: Juan Soto Ivars tiene madera. Vistas las páginas finales de la novela se descubre que quizá le haya faltado cierta garra en la resolución del enigma (el lector es consciente de la identidad del asesino diez o doce páginas antes que el propio detective, que se supone dotado de cierta perspicacia y profesionalidad), pero no se le puede poner ninguna pega al resto: lenguaje incisivo, eficacia en el desarrollo de la trama, solvencia a la hora de introducir referencias culturales en el texto, manejo del humor y del sexo, ritmo adecuado para cada secuencia... Y es que una novela que empieza como ésta («Las mujeres de las que me he enamorado tenían algo en común: el sentido del humor. Todas se reían de mí») necesariamente tenía que resultar interesante.

miércoles, 5 de febrero de 2014

Los matrimonios



En nuestros tiempos de prisas, comunicaciones superficiales y relajación del pensamiento y el análisis, la lectura de Henry James siempre se antoja un bálsamo y una maniobra a contracorriente. Hay en su prosa una voluntad de introspección, de cirugía moral, que anonada. Cada detalle tiene su objeto. Cada adjetivo, su preciso lugar. Y esas virtudes, que se hallan presentes en sus novelas más extensas y populares (Otra vuelta de tuerca, Los papeles de Aspern, La bestia en la jungla), encuentran su acomodo en estas dos novelas inéditas hasta ahora en España y que Traspiés recupera en la traducción de María Teresa Sánchez Montesinos. Se trata de Los matrimonios y de Louisa Pallant, que giran alrededor de las relaciones sentimentales, las conveniencias, la hipocresía, el honor y los mil recovecos que el espíritu humano vincula a esos temas. En la primera nos encontramos con Adela, la temperamental hija del coronel Chart, que acaba de descubrir con estupefacción (primero) y con rabia (después) que su padre está comenzando a interesarse por Mrs Churchley, una dama que le ronda. Viudo desde hace años, su hija piensa que el coronel inflige una grave ofensa a la memoria de su esposa, dejándose seducir por una nueva mujer. Evidentemente, comenzará a mover todas sus fichas, incluso las más innobles, para conseguir que el proyectado matrimonio entre ambos naufrague antes de tiempo. En la segunda (Louisa Pallant) descubrimos un juego no menos misterioso e inquietante, construido con arquitectónica precisión: un hombre soltero de mediana edad y razonable fortuna ha de ocuparse durante unos meses de la tutela de su sobrino Archie, que está a punto de cumplir su tránsito a la mayoría de edad. La tarea, que no le resulta enojosa en sí misma, se complicará cuando reencuentre a Mrs Louisa Pallant, una bella dama que lo rechazó durante su juventud y que ahora está acompañada por su hermosísima, delicada, culta e irresistible hija Linda, de una edad cercana a la de Archie. Dos situaciones, como se puede observar, donde bajo la tensión de los argumentos fulge y se hace dueño de las páginas un profundo buceo en el alma de sus protagonistas, una anatomía minuciosa de sus emociones. El silencio que rodea a sus figuras y la calma con la que se desenvuelven propician que la lectura del tomo sea también pausada, reflexiva y honda. Henry James hace bajar el número de pulsaciones cardíacas. Es un hecho. Aproxímense al volumen, por tanto, los enemigos del estrés y de la superficialidad: el escritor norteamericano les resultará delicioso.

domingo, 2 de febrero de 2014

Cuadernos de Rusia



Lo dice Jordi Gracia en el prólogo, tan sintética como nítidamente: «Una cosa era hacerse socialdemócrata y liberal, tolerante y racionalista desde un pasado fascista, y otra llevar encima el pasado hiperfascista y fanatizado de Ridruejo». No es desde luego una afirmación baladí, ni carente de consistencia, porque recordemos que el soriano Dionisio Ridruejo (1912-1975) fue miembro eminente de la Falange, eficaz Director General de Propaganda del régimen de Franco y voluntario fervoroso en la División Azul. Pero desde los años 40 se produjo en él un giro copernicano, que lo llevó hacia posiciones políticas cada vez más críticas con la dictadura: charlas, clases, declaraciones, artículos en la prensa, fueron cimentando una personalidad disidente, que incluso visitó la cárcel en más de una ocasión, convirtiéndolo en un símbolo de honestidad y de espíritu ético.
En estas 400 páginas que publica de forma exquisita el sello Fórcola nos encontramos con todo tipo de informaciones: la desilusión que embargaba al joven Dionisio con respecto a su país («España se nos ha hecho más agria y triste que  nunca. Casi todas mis ilusiones (nuestras ilusiones) políticas, sociales, estéticas naufragan en una mediocridad perezosa y envanecida que, por lo mismo que simula lo que debería ser y no es, cierra el paso a toda esperanza normal», p.55); las fanfarronadas que escuchó a los voluntarios, que quedaban reflejadas en insulsos ripios cantados («Rusia es cuestión de un día / para nuestra infantería/ [...] Volveremos a empezar, / tomaremos Gibraltar», pp.58-59); ciertas aventuras galantes con chicas alemanas («Parece que las mujeres son generosas con los que van acaso a morir», p.94); escenas de sexo mercenario, de una sordidez lastimosa (vid. p.162); la constatación de que los combates no constituyen una abstracción épica, sino una terrible realidad muy próxima («Ayer una jornada triste y conmovedora. La muerte adquiere para nosotros nombres propios, conocidos y queridos», p.235); la religiosidad que brota en los momentos de mayor dureza bélica («He aprendido a rezar el Padrenuestro, a comprender su perfección, su suficiencia. Nada queda fuera de esta oración divina. Nada es necesario añadir, nada falta. Todo cuanto el alma puede decir y pedir a Dios está en esas palabras», p.340); la brutalidad de las penurias que tuvo que sufrir en el frente ruso, como el resto de sus compañeros («Mi peso al ingresar en el hospital es de 39 kilos», p.358); los poemas que fue componiendo e intercalando en el texto; y un largo etcétera de gran interés.

En la atinada introducción al volumen que escribe el profesor Xosé M. Núñez Seixas, de la universidad Ludwig Maximilian de Múnich, se afirma que estos cuadernos «merecen un puesto de honor en la amplísima literatura memorialística sobre la División Azul» (p.23), aunque tampoco le quede al estudioso ninguna duda acerca de otro hecho: «Del frente del Este, el poeta soriano volvió troquelado por la experiencia de guerra, más maduro y curado de idealismos ingenuos, pero tan fascista o más de lo que era cuando partió para la aventura en el verano de 1941» (p.49). Leamos, pues, estas páginas como el testimonio de un espíritu que portaba en su interior, todavía en una fase secreta o embrionaria, la semilla del cambio. Un escritor francés explicó en una ocasión que, si no tienes paciencia para contemplar a las orugas, nunca conocerás a las mariposas.