miércoles, 29 de enero de 2014

Los niños tontos



He aquí un catálogo de viñetas dulces, amargas, terribles o ingenuas, en las que Ana María Matute dibuja un universo de niños distintos, de niños que habitan en los márgenes y que merecen, por eso mismo, la atención de sus ojos de escritora. Con la palabra (con sus palabras), la narradora barcelonesa nos acerca hasta  la chiquilla inaceptada a la que sí recibe con cariño la tierra de la muerte (“La niña fea”); el chaval inocente y astuto que se hace amigo del demonio para no ser perturbado por sus tentaciones (“El niño que era amigo del demonio”); la pobre niña de la carbonería que, triste de verse siempre sucia, se lava en la tina donde se refleja la bellísima y blanca luna, hasta que la encuentran ahogada (“Polvo de carbón”); el niño al que un gato le arrebata los ojos y que, abandonado por los hombres y sólo despertando la compasión de ciertos animales (un oso, un perro), acaba por morir y sobre sus restos crecen dos miosotis (“El negrito de los ojos azules”); el pobre niño pobre al que apedrean otros más ricos (“El hijo de la lavandera”); un niño iluso que confunden el reflejo de un árbol en una ventana con uno real y cree que los dueños de la casa lo tienen en el salón (“El árbol”); el niño que nunca habla, desatendido y solo en medio de su familia, que encuentra su destino triste al son de las notas de un instrumento musical (“El niño que encontró un violín en el granero”); un niño Jesús que, aburrido, decide acudir a la escuela de la señorita Leocadia (“El otro niño”); la tristeza desolada del niño que, marginado por todos, comprueba con horror que su padre ha matado al único ser que lo miraba con ternura y afecto (“El corderito Pascual”)...
Pero también nos coloca ante los ojos a chicos inquietantes, que dedican su ocio mudo a decapitar insectos y otros animalillos que conservan en una caja (“El niño que no sabía jugar”) o que asesinan desde la ingenuidad a su hermanito recién nacido (“El niño de los hornos”).
Por nostalgia personal le tengo un especial cariño al apunte “Mar”, que leí conmovido en mi infancia: el niño que se va adentrando en el agua para ver hasta dónde le llega. No me resisto a copiarlo: “—¡Voy a ver hasta dónde me llega el mar! —Y anduvo, anduvo, anduvo. El mar, ¡cosa rara!, crecía, se volvía azul, violeta. Le llegó a las rodillas. Luego, a la cintura, al pecho, a los labios, a los ojos. Entonces, le entró en las orejas el eco largo, las voces que llaman lejos. Y en los ojos, todo el color. ¡Ah, sí, por fin, el mar era verdad! Era una grande, inmensa caracola. El mar, verdaderamente, era alto y verde”.
Inolvidable Reina Matute.

domingo, 26 de enero de 2014

Maldito vicio



Me gusta que los años lleguen como ha llegado este 2014: regalándome la posibilidad de conocer a autores interesantes. Así ha ocurrido con Carlos de la Fé. Su nombre me llegó a través del azar (Internet, Facebook, los mecanismos modernos), y de ahí caminé hasta la portada de este volumen lanzado por la editorial Nazarí, de Granada, en su colección Mexuar. En dicha portada, bajo una ilustración muy sugerente y muy perturbadora de Santiago Caruso, se lee lo siguiente: «Las autoridades literarias advierten: Leer microrrelatos puede ser perjudicial para su ignorancia». ¿Cómo no abalanzarse sobre un libro que se presenta de tan seductora manera?
En su interior hallamos 42 propuestas de variadas extensiones pero de similar brillantez, en las que el autor juega caprichosa, voluble, inteligentemente con las palabras y con los temas, dibujando un territorio en el que adquieren una especial importancia los temas derivados del mundo de la literatura y sus conexiones. Así, “All the things you are” nos entrega un pequeño relato donde el escritor habla de la tarea de escribir y de los lectores, en un juego de espejos construido con elegantísima prosa; “Nihil obstat” es una parodia hilarante de los ejercicios que se proponen en los talleres de creación literaria (y de éstos también, obviamente); “Cuento para matar, aDiós” nos desgrana los numerosos inconvenientes (y los insultos que te brotan de la garganta) cuando acabas de dar con la forma de terminar un cuento y, en ese preciso instante, se va la luz y te encuentras imposibilitado; “Gambito de dama” abundará en el siempre difícil equilibrio entre la práctica nocturna de la literatura y las relaciones de pareja; y luego una serie de homenajes deliciosos a Calvino (“Si una noche de invierno”), Hemingway (“Sangre en las rocas”), Cortázar (“Continuidad de las babas”), Gustavo Adolfo Bécquer (“Poesía”), García Márquez y Monterroso (“The Big Sleep”) o Eduardo Mendoza (“Sin noticias de Prug”).
Pero esta colección, desde luego, contiene muchas más cosas: historias de pobreza y Navidad aderezadas con grandes dosis de ironía y que funcionan como un reloj suizo (“Yinguel Bels y Jalo Güin”); enternecedores, bellísimos análisis de la desmemoria y la consunción (“Volver a los diecisiete”); intensos relatos sobre la locura y los laberintos de la mente de un poeta, Leopoldo María Panero, siguiendo el modelo de círculos concéntricos de Dante en su Divina Comedia (“Novísimos infiernos”); etc.
Manejando como armas la ironía, una voluntad libérrima de escritura (las páginas donde nuestro autor se permite juegos, transgresiones y osadías son extraordinariamente magnéticas) y una cultura fresca y rozagante, que le facilita todo tipo de aventuras literarias, Carlos de la Fé consigue una obra rotunda e innovadora, digna de un cronopio, en la que se advierten maneras de auténtico creador y relatos de sólido prosista.

En el epílogo del volumen podemos leer cómo Ángel Olgoso, maestro de la ficción breve, elogia de esta obra «su diabólica habilidad para jugar con el marco narrativo, los recursos, las gradaciones y los finales, para agrietar, perforar o destrozar del figura del escritor o del sujeto cotidiano, para incorporar términos vivos del lenguaje» (p.156). No son elogios casuales ni que contengan hipérbole. Carlos de la Fé se los ha ganado a pulso. Y posiblemente los hará suyos una buena parte del público que se acerque hasta los relatos de este libro.

miércoles, 22 de enero de 2014

Bartleby, el escribiente



Todos escondemos, en mayor o menor medida, un misterio, una sombra, un enigma. Una parte inexplicada que los demás no entienden o no son capaces de asimilar. Y eso puede provocar perplejidades y gestos de desconcierto. Herman Melville (Nueva York, 1819) retrató una de esas nieblas en su novela Bartleby, el escribiente, un texto mítico donde el lector se mueve (como el abogado que lo narra) de asombro en asombro.
Estamos en una oficina legal situada en Wall Street, donde conviven cuatro personas: el letrado que la dirige, un empleado llamado Turkey (tan eficaz y tan pulcro por las mañanas como sucio y frenético por las tardes), otro empleado apellidado Nippers (más joven, temperamental y ambicioso) y un chico de los recados que responde al nombre de Ginger Nut. En aquella oficina se copian y se cotejan documentos y se instruyen procedimientos judiciales. Pero la paz se altera cuando llega a la misma un nuevo colaborador: Bartleby. Es un hombre educado, flaco, pulcro y en extremo puntual, que ni siquiera pierde tiempo en los descansos o en las pausas para la comida. No es un hombre alegre (se nos dice que cumple con su trabajo “silenciosa, pálida, mecánicamente”, p.31), pero el abogado está satisfecho con su presencia. Un día, ante una orden directa que recibe para realizar un trabajo, manifiesta que “preferiría no hacerlo”. Y cunde el estupor en el abogado. ¿A qué vienen esas palabras? ¿Es un desafío? ¿Es una muestra de rebeldía laboral? ¿Un signo de holganza? Aunque intenta convencer al empleado para que abandone esa actitud no ve el modo de conseguirlo, lo que resulta aún más enervante (“Nada exaspera más a una persona seria que una resistencia pasiva”, p.40).
Con el paso de los días y de las semanas, el abogado va intentando comprender la personalidad de Bartleby, ante el que siente una especie de respeto sacro (“Su maravillosa mansedumbre no sólo me desarmaba, me acobardaba”, p.48) y por el que empieza a sentir un intensa compasión (“Parecía solo, absolutamente solo en el universo”, p.62), llegando a conclusiones asombrosas.
Con este relato, donde se ponen a prueba los nervios de los protagonistas pero también los del lector (quien se ve involucrado en la atmósfera de rareza que irradia Bartleby), Herman Melville consiguió una novela moderna, simbólica y llena de lecturas, que Jorge Luis Borges tradujo con la elegancia acostumbrada. Una delicia para la tarde de un domingo.

domingo, 19 de enero de 2014

Doctor Sueño



Danny, el pobre niño que salió traumatizado del terrorífico hotel Overlook después de que su padre John Torrance enloqueciera y tratara de matarlo a él y a su madre (los curiosos pueden refrescar la historia leyendo la espeluznante novela El resplandor o viendo la película homónima, que fue  protagonizada por Jack Nicholson), es ahora un adulto asediado por los peores problemas: ha caído en la misma adicción alcohólica que destrozó a su padre, no encuentro un sentido a su vida, deja que la ira le domine más veces de las que serían aconsejables (deja inconsciente a un hombre en un billar, cuando éste se burla porque ha fallado una bola fácil), pierde empleos con una facilidad pasmosa... Un día, cuando está en casa de una joven drogadicta con la que ha compartido borrachera y sexo, descubre que la chica tiene en su casa un bebé de poca edad, que está a punto de coger un puñado de cocaína de la mesa, creyendo que es azúcar. La pone fuera de su alcance pero, embotado aún por la resaca, coge el dinero de la madre y se va del cuchitril. Esa imagen terrible marcará un punto de inflexión en su vida. Ya no puede caer más bajo. Así que, impulsado por el sentido común y por el remordimiento, comienza a asistir a reuniones de Alcohólicos Anónimos para lograr su rehabilitación.
Durante un tiempo parece encontrar la estabilidad gracias a su trabajo en un centro de cuidados paliativos, donde desarrolla el asombroso poder de confortar a los enfermos terminales, a quienes ayuda en el instante de morir (de ahí que los compañeros comiencen a conocerlo como «Doctor Sueño»). Pero su vida, lejos de normalizarse con ese trabajo y su alejamiento del alcohol, se enfanga cuando descubre que una niña con asombrosos poderes psíquicos, Abra Stone, está siendo vigilada por «una especie de familia Manson paranormal» (p.320) que desea capturarla, torturarla y absorber su vapor interno. Gracias a la inhalación de ese vapor, los componentes del grupo, que se hacen llamar a sí mismos El Nudo Verdadero y que se mantienen vivos durante siglos, reforzarán su poder. Y añadamos una circunstancia inquietante, que enredará a Daniel Torrance en el asunto: El Nudo Verdadero ha decidido instalar su centro de operaciones en el lugar donde antiguamente se encontraba el hotel Overlook, de tal modo que las corrientes psíquicas y el horror lo vincularán sin que pueda evitarlo a la existencia de Abra Stone.

Gracias a esta nueva producción de Stephen King (Portland, 1947) es probable que muchos lectores descubran con sorpresa que el exitoso novelista no se queda anclado en la simple construcción de una trama llena de elementos paranormales, atmósferas empapadas de desasosiego o instantes de auténtico terror psicológico, sino que es capaz de construir personajes mucho más espesos y más profundos de los que uno esperaría encontrar en una novela de estas características. En especial llama la atención el dibujo que nos ofrece del protagonista, Dan Torrance, visitante de muchos infiernos durante su vida y que, dominado por las garras del alcohol (recordemos que el propio Stephen King tuvo problemas etílicos durante bastantes años), incurrirá en bajezas tan nauseabundas que lo perseguirán hasta el final de sus días. Asómense a las 600 páginas de Doctor Sueño y no quedarán en modo alguno defraudados.

miércoles, 15 de enero de 2014

Un niño prodigio



Rozar la gloria y luego ser desposeído de ella. Habitar el paraíso y terminar en el infierno. Un viaje atroz que, no obstante, ha de ser apurado hasta las heces por Ismael Baruch, un niño judío que viene al mundo a orillas del Mar Negro en una familia paupérrima en la que nacen y mueren hijos de forma constante (hasta catorce). El chico, desde su más tierna infancia, ha de cuidar de sí mismo; y eso se traduce en cómo ayuda a los mercaderes de su barrio y cómo bebe con ellos en las tabernas. La miseria, la mugre y el alcohol se mezclan en la vida de este chico de diez años, que conoce el lado más abyecto de la sociedad.
Pero su existencia da un vuelco: uno de aquellos hombres sufre la muerte de su compañera (una fulana a la que maltrataba pero a la que decía querer) y, para aliviar su dolor, le pide al niño que cante. Él improvisa versos y tonos; y lo hace con tan prodigiosa belleza que desde entonces todos buscan su voz y su consuelo.
Un día lo escucha cantar un poeta maldito llamado Romano Nord y se lleva al chico a la casa de su amada, una viuda bellísima y desdeñosa con la que mantiene una relación irregular. La dama, deslumbrada, acogerá al muchacho en su palacio después de firmar una especie de “contrato de cesión” con la familia. Pero dos complicaciones irán tomando forma en este cuadro anómalo: de un lado, Ismael, que se enamora paulatinamente de la princesa; del otro, el paso del tiempo, que transformará al dulce niño poeta en un adolescente despojado de talento...

Con este relato lírico, denso y hermosamente escrito, Irène Némirovsky nos ofrece una inmersión turbadora en el alma humana y en muchos de sus pasillos: el candor, el desdén, la volubilidad, el desgarro, la ternura, la desesperación... Sin duda, un libro memorable.

domingo, 12 de enero de 2014

El corrector



Podríamos hacer un resumen de urgencia, tan tonto o tan insuficiente como todos los resúmenes: se llama Vladimir, tiene 35 años, vive en la costa gallega junto a su actual pareja (Zoe), trabaja como corrector de textos literarios (en los momentos en que se inicia la novela está ultimando las galeradas de la obra Los demonios, de Dostoievski), fue un prometedor literato que se frustró después de un par de novelas (decidió dejar ese camino de su vida), su editor se llama Uribesalgo, su mejor amigo es Robayna, tiene un hijo secreto con otra mujer (fruto de una larga separación de su mujer, que le deparó el conocimiento de otras chicas) y, lo que es más trascendente, acaba de despertar la mañana del 11 de marzo de 2004 y se ha visto inundado con la noticia brutal del atentado de Atocha. Desde el principio la juzga «una errata que, para nuestra desgracia y futura vergüenza, nadie podría ya borrar jamás» (p.19), y no puede evitar que todo lo que ocurre durante las siguientes veinticuatro horas (reflexiones, miedos, llamadas telefónicas, añoranzas) giren alrededor de ese acontecimiento axial que ha sufrido su país, sobre ese punto de inflexión que con total seguridad habrá de cambiarlo.
Siguiendo el hilo de la obra nos encontramos meditaciones interesantes sobre la condición literaria («Donde el escritor encuentra su mayor premio: la dignidad»), sobre la corrupción que se ha vertido sobre los términos más graves y hermosos («Democracia, justicia o libertad. Todas esas palabras, en realidad tan profundas que deberían quemar la lengua del que las pronuncia sin respeto, han perdido su significado»), sobre la aparente vaciedad de las charlas humanas («Para qué demonios le contamos nada a nadie. Nuestros sueños, nuestras pesadillas, nuestras vigilias: para qué, qué sentido tienen: ¿rellenar un hueco?, ¿postergar un tiempo maldito?, ¿aliviar el tedio?») o sobre la raigambre pura de algunos de nuestros sentimientos («Salvo el amor, cualquier negocio de este mundo puede ser aplazado para mañana»).

Pero es que si lo miro desde el punto de vista exclusivamente estilístico, el volumen está adornado de tantas virtudes, de tantas joyas verbales, de tanta precisión y tanta belleza, que siento que he encontrado a otro de esos autores que valen la pena. Procuraré confirmarlo con otros libros suyos.

jueves, 9 de enero de 2014

La vaca sagrada



Diego Pita, que según afirma la solapa de este libro editado por Xordica nació en Santa Bárbara, Estados Unidos, en 1972, nos entrega en La vaca sagrada una breve colección de historias (doce en total) donde los animales adquieren un elevado protagonismo.
En “Spike” nos ofrece la historia de dos gatos: uno gordo y desaforado a la hora de comer (Spike) y el otro añorante de la vida agreste (Woo Woo). Finalmente, ambos son tratados por un psiquiatra. En “El perro sarnoso” descubrimos a un animal agresivo y atrabiliario, que tiene constantes pesadillas sobre su viaje al otro lado de la muerte, donde le esperarán sus rencorosas o justicieras víctimas. En “Walter el cerdo” nos toparemos con un guarro que, tras ser criado con todo lujo de mimos en un piso madrileño, es asesinado por sus congéneres cuando lo llevan de vacaciones a una pocilga. En “Charlie, el hijo de la mona Chita” se nos relata cómo el protagonista sueña con escribir sus memorias, donde contará jugosos secretos, como que el político Winston Churchill no era en realidad inglés, sino malayo. Charlie, que bebe ocho litros diarios de Pepsi-Cola, se casó con una humana, por su buen volumen pectoral, aunque se divorciaron dos años después, dedicándose la mujer a contar su experiencia en platós televisivos. En “La mula Francis” se nos aclara que el célebre animal era hijo de Terry El Capullo y que comenzó a hablar en su intento de parecerse a Billie Hollyday. Y en “El elefante pretencioso”, por ceñirme a los seis primeros, nos comunicará que el proboscidio que lo protagoniza habla varios idiomas, gusta de tomar el té y es aficionado a la lectura de los clásicos victorianos...

Las otras seis historias que completan el tomo disfrutan del honor de no ser mucho peores que éstas. 

lunes, 6 de enero de 2014

Cortázar y los libros



Un viejo proverbio que leí hace años, no sé dónde, afirmaba que no se puede juzgar a nadie hasta que has caminado un buen trecho llevando puestos en los pies sus zapatos. Es una forma de decir que cada uno está dibujado (o delimitado) por sus circunstancias, como bien intuyó el filósofo español José Ortega y Gasset. En la obra que hoy traigo a esta página (titulada Cortázar y los libros, escrita por Jesús Marchamalo y publicada por el sello Fórcola) se juega con un concepto parecido: ¿puede concebirse una imagen fiable de una persona, observando los libros que ha leído, las frases que ha subrayado en ellos, qué autores no aparecen en su biblioteca, qué géneros desdeña o ignora? Tras la muerte del escritor argentino Julio Cortázar en 1984, su antigua esposa Aurora Bernárdez decidió que los libros que éste había acopiado en su vivienda de la parisina calle Martel pasasen a la Fundación March, de Madrid, quedando a disposición de los estudiosos. Ahí fue donde los encontró, escrupulosamente ordenados, el investigador Jesús Marchamalo, que decidió convertirlos (bendito sea) en objeto de análisis. La intención del observador era tan peculiar como fértil: explorar las páginas de esos numerosos volúmenes y descubrir las huellas dactilares de la lectura; comprender qué libros ha manejado y glosado con más frecuencia el narrador argentino; y tratar de extraer conclusiones de esos datos. ¿Por qué no hay obras de Camilo José Cela, ni Ana María Matute, ni Miguel Delibes en los anaqueles? ¿Cuál es la opinión real que Julio Cortázar tenía de su compatriota Jorge Luis Borges, que lo ayudó en sus comienzos pero del que se distanciaba cada vez más desde el punto de vista ideológico? Nos dice el investigador madrileño que el autor de Rayuela “polemiza con frecuencia con los autores a quienes lee, y a través de sus notas establece con ellos un diálogo en el que expresa su conformidad o, lo que es más frecuente, su discrepancia” (p.21). En ese diálogo fluido, antirretórico, visceral y auténtico (en esas curiosas marginalia Julio Cortázar no tenía por qué mentir) descubrimos el profundo afecto que le unía a la obra de Octavio Paz, Federico García Lorca, Pedro Salinas, Edgar Allan Poe, Pablo Neruda o Carlos Fuentes, así como las lúcidas matizaciones que anota en los márgenes de sus obras... Es muy famosa aquella frase escrita por Borges donde afirmaba que un escritor se concentra durante toda su vida en escribir sobre tigres, amaneceres, ríos, sonrisas, libros, árboles, pistolas, nubes y cofres; y que solamente al final, cuando está a punto de morir, descubre que todo ese cúmulo de elementos dibuja la imagen de su cara. ¿Quién nos dice que los subrayados que hacemos en los libros, las notas de lectura que imprimimos en ellos, no constituyen en el fondo nuestra mejor radiografía espiritual? Jesús Marchamalo, acercándose a los libros de Cortázar, nos ofrece un documento curioso y lleno de informaciones pequeñas y deliciosas sobre el Cronopio Mayor del Reino. Interesa leerlo.

miércoles, 1 de enero de 2014

Ajuar funerario



No es la primera vez que incorporo a este Librario íntimo un volumen del peruano Fernando Iwasaki, y sospecho gozosamente (también golosamente) que no será la última. Es un escritor al que admiro. Este nutrido catálogo de microrrelatos salió hace casi una década (abril de 2004) en la editorial Páginas de Espuma, y no ha perdido ni un ápice de frescura, elegancia, contundencia ni brillantez. Manejándose con escalofriante habilidad en el terreno literario (o con habilidad literaria en el terreno escalofriante), Iwasaki nos suministra aquí ochenta y nueve pequeñas maravillas donde exhibe su musculación estilística hasta límites anonadantes y donde nos sorprende con argumentos que dejan al lector con la boca literalmente abierta: de asombro o de pánico.
Nos cuenta acerca de piezas de hotel donde nos esperan el espeluzno y la más atroz condena (“La habitación maldita”); sobre el urinario estrecho, sucio y oscuro de una gasolinera de carretera, donde nos puede estar esperando un horror que carece de forma (“W.C.”); sobre niños que explotan la cama de sus padres metiéndose bajo la colcha y encuentran bajo sus pliegues una inquietante aventura infinita (“La cueva”); sobre chiquillos que, hartos de ser receptores del desdén o las trompadas de sus compañeros, se inventan para sus padres una biografía espuria (“Peter Pan”); sobre monjas que se convierten en crueles perros guardianes que devoran a los intrusos cuando éstos escalan las tapias de su patio (“Dulces de convento”); sobre juguetes en miniatura que se pueden transformar en inquietantes pesadillas (“La casa de muñecas”); sobre unas fotografías de niños muertos que pueden adquirir una dimensión más bien inquietante (“Los ángeles dormidos”); sobre ascensores donde un atasco que se produce un viernes de agosto puede transformarse en un desasosiego (“Familia numerosa”); sobre el cruce y la simbiosis entre el humor y la infidelidad (“A mail in the life”); o, en fin, sobre un padre que, tras depositar a sus hijos en los asientos posteriores del coche, se demora demasiado en preparar el desayuno, mientras la calefacción y el dióxido de carbono realizan su tarea (“Vamos al colegio”).

Fernando Iwasaki consigue que cada relato de este libro alcance la sonoridad perfecta, el equilibrio perfecto, el vocabulario perfecto, el perfecto cierre. Las más importantes pesadillas del ser humano aparecen aquí, dibujadas por un maestro de la literatura.