lunes, 29 de diciembre de 2014

Correspondencia, I



La abultada correspondencia del filósofo Friedrich Nietzsche (1844-1890), que recopilan el sello Trotta y la Fundación Goethe en una monumental edición en seis tomos (los cuales iré reseñando gradualmente), se abre con la etapa que va desde 1850 a 1869. El traductor de este primer volumen es Luis Enrique de Santiago Guervós, quien incorpora 1373 enjundiosas notas eruditas a las 633 cartas del pensador alemán.
Nos enteramos en estas páginas, por ejemplo, de que un jovencísimo Friedrich, apenas llegado a la pubertad, ya estaba dándole vueltas a la confección de su biografía (carta 18); o descubrimos contrastes igualmente juveniles, donde a la noticia más terrible sucede una petición nimia, casi irrespetuosa (“Aquí en Pforta, el viernes, ha muerto un alumno tras largos y atroces dolores. Le darán sepultura el domingo. Enviadme también una cucharita de café de plata; seguro que no se perderá, me hace muchísima falta para cuando tomo mi leche”, carta 27); o nos iremos enterando de las precoces molestias físicas del filósofo, que se ceban con sus pies (carta 50), su vientre (carta 59), su garganta (carta 205), su cuello (carta 209), su pecho (carta 350), su oído (carta 355), sus muelas (carta 458), su reumatismo (carta 469) ... y sobre todo su cabeza, que lo tiene martirizado durante largos períodos de tiempo. Notable fue también el enojoso accidente que tuvo durante su servicio militar: tras caerse de un caballo y golpearse con fuerza en el pecho se provocó una herida muy profunda, y le extrajeron de allí “cuatro o cinco tazas de pus” (carta 565). Fue un quebranto de salud que le duró meses.
También comprobaremos cómo, estudiante alejado de la casa familiar, Friedrich Nietzsche se ve impelido a enviar de continuo ropa sucia a casa, pedir que le compren comida, libros y utensilios de escritura, o interesarse por la salud de los diferentes parientes. El apartado sin duda más molesto (y su incomodidad va aumentando conforme pasan los meses) es la cuestión económica: a pesar de no ser dispendioso y de vigilar con escrúpulo sus gastos, Nietzsche se ve obligado a pedir constantemente dinero a su madre.
Sus inquietudes intelectuales son también precoces e intensas: nos habla de sus lecturas latinas, del interés por los más selectos músicos (Bach, Mozart) y por los libros mejores (al cumplir 15 años pide que le regalen Don Quijote de la Mancha, según consta en la carta 87), y también del temor que siente a la hora de tener que especializarse en el futuro en alguna disciplina, quitándole tiempo y entusiasmo a otras. En esa atmósfera intelectual es decisivo el momento en que conoce a Richard Wagner, en noviembre de 1868. Desde el principio se le antoja “la más evidente ilustración de lo que Schopenhauer llama un genio” (carta 604). Y también resulta significativo el momento en que Nietzsche, tan concentrado siempre en la exquisitez y el estudio, se queja del ambiente universitario que vivía en Bonn (“Me disgustaba profundamente una vida ociosa entre hombres penosamente groseros”, carta 523).
Como anécdota curiosa se registra la primera borrachera del filósofo, que se produjo en abril de 1863 y de la que dio cuenta a su madre en la carta 350, con líneas abochornadas. Y como detalle revelador, una confesión de índole íntima: en la carta 478 nos deja bien claro uno de los ejes que constituyen su vivir: “Mi principio de no abandonarme a las cosas y a los hombres más tiempo de lo que sea necesario para conocerlos”.

Buen e ilustrador arranque. Veremos qué nos deparan los siguientes volúmenes.

sábado, 27 de diciembre de 2014

La nueva madre



Las más fértiles historias infantiles de todos los tiempos (pensemos en Peter Pan, Pinocho, Alicia y otras por el estilo) esconden en su seno una lectura doble o múltiple, que las vuelve sorprendentes o inquietantes: desde el contenido sexual larvado de Caperucita hasta el trasfondo alquímico de Blancanieves. De ahí que su vigor narrativo o psicológico no se reduzca con el paso de los años, sino que se encuentre en constante ampliación, ofreciendo matices que el niño no percibe y que para el adulto son más que evidentes, a poco que reflexione sobre ellas.
La londinense Lucy Clifford (1846-1929) nos ha dejado algunas muestras sin duda magníficas de esta tendencia, de las que puede servir como ejemplo La nueva madre, que la editorial Traspiés acaba de presentar en España, traducida e ilustrada por el novelista leonés Federico Villalobos. La historia que nos traslada es tan sencilla (aparentemente) como removedora. Estamos en una casita cercana a un bosque de abetos. Allí vive una familia formada por una madre, dos hijas pequeñas y un bebé. El padre se encuentra lejos, navegando por alta mar. Un día, mientras visitan el pueblo para comprobar si tienen carta, las niñas encuentran a una adolescente de aspecto desgreñado que porta un instrumento musical al que llama zímpano, el cual cobija en su interior unas figuras danzantes. Pero, aunque las niñas sienten una extraordinaria curiosidad por esas figuras, la muchacha se niega a enseñárselas, con la excusa de que son niñas buenas. Solamente lo hará si se portan mal. Ellas, al principio, se niegan a cumplir ese requisito (y más cuando su madre les dice que, en caso de que se vuelvan malas, tendrá que abandonar la casa y dejarlas en manos de una madre nueva, que tiene los ojos de cristal y un rabo de madera); pero finalmente sucumben. El pánico surgirá cuando comprueben que su madre, con todo el dolor de su corazón, cumple su palabra y se va. Y llega la misteriosa, terrible, inquietante mujer de los ojos de cristal y el rabo de madera, con el que destroza la puerta para entrar en la casa.

Pocas veces he leído una historia tan turbadora, tan desasosegante y con un final tan turbio, sujeto a muchas discusiones psicológicas. No cabe duda de que la publicación de este relato aterrador y cenagoso es un acierto (uno más) de la editorial Traspiés.

jueves, 25 de diciembre de 2014

Monasterio



Saber quiénes somos es un ejercicio de aprendizaje más complicado de lo que parece. ¿Somos quienes nos dictan que somos? ¿Somos aquellos que fuimos al nacer? ¿Nos sentimos confortables en la religión, la lengua, la nacionalidad o la familia que el azar nos impuso desde el momento en que vinimos al mundo? ¿O quizá nos sentiríamos mejor (y en qué medida) liberándonos de esos corsés? ¿Hacia qué espacios nos conduciría la nueva luz?
El escritor guatemalteco Eduardo Halfon (1971) acaba de publicar en Libros del Asteroide su obra Monasterio, donde los elementos autobiográficos y narrativos se mezclan en una fértil combinación literaria que sobrecoge a los lectores. Nos habla de dos hermanos que acuden a Israel para asistir a la boda de su hermana, que se ha convertido en una judía recta y ultraortodoxa; y uno de ellos, llamado Eduardo (aunque su nombre judío es Nissim), vive en la constante duda de su propia identidad religiosa. ¿Se siente judío o dejó de experimentar esa pulsión hace ya años? ¿Salir de esa etiqueta es una traición o un modo de liberarse? El choque con el ambiente que ve en Israel (con su hermana y su futuro cuñado absortos en un mundo de ritos mecánicos y absorbentes; con el ambiente duro y amurallado de la ciudad; con su tensión armada; con sus inquinas difícilmente disimulables) sólo se verá atemperado por el reencuentro con Tamara, una chica hippie a la que conoció en Guatemala en un bar escocés y que ahora trabaja como azafata en Lufthansa. Ante ella tendrá también que reflexionar sobre su pensamiento religioso y sobre su esencia misma. Toda la tristeza del desarraigo, del disimulo, de la incomodidad y el fingimiento, flotan en las historias que van apareciendo por estas páginas, sobre todo en la zona final del libro, donde se nos desgranan las existencias malbaratadas de unos seres que tuvieron que mentir o camuflarse para salvar sus vidas: el hombre que suplantó una identidad que no era la suya para escapar del horror de un campo de concentración; el niño que fue disfrazado de niña por sus padres y recluido en un monasterio católico, con su nombre auténtico escrito en la palma de la mano (nombre que se borró tras muchos días de mantener la mano cerrada y apretada)... Tantas lágrimas. Tanta valentía forzosa. Tanta melancolía.

Monasterio es, en mi opinión, uno de los libros más líricos, emocionantes y cuajados de 2014.

lunes, 22 de diciembre de 2014

La memoria del barro



Fue allá por el año 2006 cuando leí La memoria del barro, la novela con la que debutaba en el mundo narrativo Paco López Mengual, y recuerdo que aquellas páginas, desde el principio, me sorprendieron y me maravillaron: no sólo porque la historia que iba contando en ellas era atractiva, sino porque su estilo mostraba a un narrador de primera categoría, capaz de combinar la elegancia con el humor, la fidelidad histórica con la imaginación, lo literario con lo oral. Ahora, cuando la obra es oportunamente reeditada por La Fea Burguesía y la vuelvo a leer, me doy cuenta de hasta qué punto todo el universo narrativo de Paco López Mengual estaba ya escondido, camuflado, insinuado, en este breve tomo: aquí está el gusto por contar historias; aquí está la voluntad de que las ignominias del tiempo no sean olvidadas; aquí está el análisis del alma humana a través de las personas más humildes; aquí están la zumba, la ironía, la sonrisa, la retranca; aquí está la guerra civil; aquí están los ideales de justicia... Pero es que, hilando más fino, podemos constatar que en esta obra ya nos adelantaba incluso a algunos personajes, que irían apareciendo en sus libros posteriores: por ejemplo, cuando nos habla del bandolero Hilarito y del presuntuoso galán llamado El Querido, que luego han rebrotado en dos historias de su reciente volumen La pistola de Hilarito.
En esta novela simpática, amena y profunda se nos habla de una figura religiosa, un Niño Jesús que esculpió Roque López, discípulo de Salzillo; y se nos cuentan las peripecias que atravesó esa figura desde su origen hasta la actualidad: cómo el conde de Floridablanca sugirió que le pusieran en la corona una flor de lis (homenaje a los Borbones); cómo Emilio Funes recibió con toda seriedad de manos de un párroco un documento donde éste le aseguraba una plaza en el Cielo; cómo la niña Elena Cornejo se enamoró de la belleza de aquel Niño y aprovechó el descuido de sus cuidadores para ponerle un anillo de compromiso en el dedo y besarlo en los labios; cómo una Virgen comenzó a tener la regla en una pequeña iglesia de la localidad, ante la estupefacción de clérigos y seglares... Mil anécdotas contadas con desparpajo, prosa excelente y buen sentido del humor, que mantienen en todo momento la atención de los lectores.
Humor que, por cierto, también aparece en la figura de esa curandera que, para garantizar que una pareja tenga hijos, no tiene mejor ocurrencia que freír vello púbico de ambos en aceite de oliva. O en esa explicación que nos da cuando habla de la Cofradía del Santo Reproche, cuyos miembros reciben en el culo una escarificación cada vez que desfilan. Pronto corre el rumor de que rozándose con ellas se obra el perdón de los pecados, lo que da lugar a situaciones bien chocantes. Pero dejemos que sea el propio Paco quien lo cuente: “Corría entre las mujeres mundanas la quimera de que restregando su coño por una de aquellas flores de lis, podían purificar la parte más pecadora de su cuerpo; y es que basaban esta delirante práctica en el hecho de que las escaras, producidas por el fuego en el asiento de los penitentes, era cicatrizadas a base de agua bendita, recogida de las pilas de Nuestra Señora del Rosario. Que se sepa, al menos dos de los miembros de la hermandad fallecieron por acudir a las casas de lenocinio, sin esperar siquiera a tener secas las heridas. El roce de la flor de lis con la flora y fauna que habitaba en el sexo de estas señoritas produjo tal infección que les envió directamente al cielo”.
Una novela para sonreír, para pasear por la historia de Murcia en los últimos doscientos años y, también, para aprender algunas lecciones de melancolía.

sábado, 20 de diciembre de 2014

El imperio de Yegorov



Estamos en el año 1967, cerca del río Mekeo (situado en Papúa-Nueva Guinea), y acompañamos al antropólogo japonés Shigeru Igataki y sus hombres en una incursión científica que tiene como objetivo desvelar las costumbres de los hamulai, un pueblo alejado de la civilización y que sobrevive en condiciones casi animales, quizá incluso canibalescas. Después de unas jornadas agotadoras, en las que tienen que matar serpientes venenosas, hacerse entender por los nativos más refractarios a la comunicación (les ayuda un misionero catalán al que encuentran por aquella zona, el padre Ernest Cuballó) y vencer la hostilidad del medio, alcanzan su meta y se instalan entre los hamulai con la pretensión de estudiarlos. Hasta aquí, como es fácil constatar, parece que estuviéramos leyendo una crónica publicada en el National Geographic o el diario de algún aventurero decimonónico; pero un desagradable acontecimiento quiebra la tranquilidad del grupo: la bella Izumi Fukada, después de comerse un pescado casi crudo, comienza a experimentar un doloroso trance, en el que su vientre se hincha y la sitúa al borde de la muerte. Por fortuna, una indígena machaca unas flores amarillas y ofrece esa pasta (mezclada con su propia saliva) a la enferma, quien de inmediato recobra la salud.
Este es el arranque de El imperio de Yegorov, la última entrega literaria de Manuel Moyano. Como se puede observar, ésta muestra desde el principio una acción enigmática, que pronto se irá trufando con más detalles jugosos: el matrimonio entre Shigeru Igataki e Izumi Fukada; la sorprendente belleza de la mujer, que la edad no mengua por muchos años que pasen; un pingüe negocio relacionado con una sustancia llamada elatrina; personajes del mundo del cine y la canción que comienzan a adquirir una longevidad sospechosa (y que tienen, de forma unánime, un extraño color amarillento en los ojos); vagabundos, senadores, investigadores privados y periodistas de investigación que empiezan a morir en extrañas circunstancias; un misterioso potentado ruso que aparece en la zona final de la narración y que no muestra escrúpulos de ningún tipo (chantajea, mutila, extorsiona, mata)... Es muy evidente que Manuel Moyano ha distribuido por esta historia un elevado número de imanes narrativos y psicológicos, con los que intentar atar y retener la atención de los lectores.

Después de tantos años conociendo al cuentista y ensayista Manuel Moyano (Córdoba, 1963) y siguiendo su limpia trayectoria literaria resulta que el narrador andaluz me sorprende con esta obra y me deja sin palabras, porque es llamativo que en este volumen Moyano rompa de forma tan radical con sus códigos. En primer lugar, nos entrega una novela (no muy extensa, pero novela al fin y al cabo), género en el que apenas se ha prodigado. En segundo lugar, la acción presentada se expande hacia el futuro (mediados del siglo XXI), lo que la convierte también en un texto anómalo en su trayectoria. En tercer lugar, el narrador ha preferido potenciar esta vez muy notoriamente los aspectos argumentales y arquitectónicos por encima de los estilísticos. Tres significativas rupturas. En todo caso, el experimento ha tenido que ser satisfactorio para el escritor: la obra, guiada por una mano eficaz, ha quedado finalista en el premio Herralde, convocado por la editorial Anagrama. Un impacto publicitario que determinará el futuro narrativo de Manuel Moyano. Seguiremos con ojo atento sus siguientes pasos. Como siempre.

martes, 16 de diciembre de 2014

La escuela de las mujeres



Comenté hace bien pocas fechas, en esta misma página, aquella deliciosa pieza de Molière que se llama La escuela de los maridos; y hoy, como contrapunto, le uno hoy La escuela de las mujeres, una pieza que se llevó a los escenarios en los últimos días de 1662, en la que Molière nos muestra una historia de similar textura, aunque con un final menos logrado. En ella conoceremos a Arnulfo, que es un experto en burlarse de los maridos cornudos y que tiene a gala ser capaz de proteger su frente de los adornos innobles. Tan jactancioso personaje (nadie está libre de sufrir afrentas que no espera o no merece) se verá inmerso en unos incidentes que pronto lo sobrepasarán y que lo pondrán en aprietos: el joven y atractivo Horacio ha decidido poner cerco a la bella Inés, a quien Arnulfo cobija en su casa como quien custodia una joya de enorme valor. La muchacha, lela y hacendosa, irá avispándose de una forma espectacular gracias al amor, maestro insuperable de comportamientos, como bien nos explicara el Fénix de los Ingenios en varias de sus comedias.

Esta pieza presenta a unos personajes quizá más elaborados y firmes que la primera, de eso no me cabe la menor duda, pero estimo que está resuelta con más brusquedad y de un modo notoriamente más artificial, en una escena IX del acto V (con esos parlamentos entrecortados y más bien artificiosos entre Oronte y Crisaldo) que sorprende por su condición abrupta y casi arbitraria: Molière despacha el asunto como quien remienda una toga de seda con una aguja de coser esparto.

domingo, 14 de diciembre de 2014

El nervio de la piedra



Si tuviera que condensar en unas pocas líneas qué nos cuenta el nuevo poemario de Isabel Martínez Barquero reconozco que tendría serios problemas para lograr mi objetivo. No creo que la poesía, en general, admita ser explicada de un modo rectilíneo y nítido, porque siempre nos dejamos fuera el aliento del misterio, la magia de la luz lírica; pero es que los poemas que se cobijan dentro del volumen El nervio de la piedra (que nos entrega el sello Ediciones Oblicuas) son mucho más escurridizos aún, porque incorporan una larga serie de imágenes oscuras, inestables o ambiguas, que difuminan sus contornos y los vuelven proteicos, galvánicos. Así, cada texto de los que componen el volumen queda abierto a múltiples interpretaciones, que provocan el pasmo y la intriga de los lectores, por su condición líquida y misteriosa. ¿Qué ha querido decir exactamente la autora en este poema? ¿Qué ha querido consignar o denunciar en este otro? ¿Cuál será la interpretación más adecuada para el de más allá, que parece una auténtica bajada a los infiernos? Quizá sólo ella lo sepa. Y en ese cofre enigmático se esconde la llave última para El nervio de la piedra. En ocasiones, las líneas esconden menos niebla, y entonces sonreímos, porque creemos acceder al fondo estricto de la comprensión. Puede servir como ejemplo la composición que ocupa la página 33, “Hipocresía cotidiana”, cuyos versos rezan de este modo: “Una vez más, / se derogan soles / en avenidas oscuras, / se desfiguran días / en modelar nuevas formas, / impávidas máscaras / para la ardua tarea de esconderse”. Pero lo más frecuente es, como digo, que el sentido de las palabras juegue al escondite con quien las recorre, y que debamos confiarlo todo a la intuición anímica. Julio Cortázar le escribió una vez a José Lezama Lima que, leyendo con fervor y con gran interés unos versos suyos, se había sentido perdido y confuso, porque no lograba situarse en el mismo ángulo de interpretación que el poeta cubano. “Excéntrico a ese punto” (le decía) “todo el sistema se me escapa”. Sumérjase el lector de poesía en las páginas de Isabel Martínez Barquero y pruebe a encontrar su propia versión del contenido. Puede ser una aventura tan sugerente como enriquecedora.

jueves, 11 de diciembre de 2014

Los ojos de la niebla



Raquel Lanseros sabe muy bien lo que se hace. Y lo demuestra de la mejor manera posible: escribiendo libros sabios y llenos de belleza, donde asistimos al despliegue de una visión lírica espectacular y de unos modos literarios que anonadan por su hermosura y perfección. Si su Diario de un destello obtuvo el accésit del premio Adonais, con Los ojos de la niebla recibió el XXII premio Unicaja de poesía, que publicó Visor con su habitual elegancia. Y es una felicidad decir que las páginas de este volumen son tan brillantes como todas las publicadas por su autora, que constantemente se aquilata y acendra.
Raquel Lanseros, dueña de un espacio verbal y sentimental de gran vigor, se aproxima con infinito mimo a una serie de personajes erosionados por su circunstancia: el desengaño amoroso de una joven que, sin desearlo, descubre con languidez “cómo el alma dibuja / serenas cicatrices sobre viejas heridas”; el fervor mudo con el que una anciana arregla los aledaños de una sepultura; el llanto milenario de una mujer cuando ve marcharse los trenes, los infinitos trenes (el amor, la vida); la sonrisa de una antigua lectora de Kundera, que jamás pudo imitar a su personaje Sabina porque “nunca ha conseguido enfriar su corazón”; ese hombre que pasea su anonimato por Manhattan; la historia de esa mujer que, a una hora destemplada, acude a la oficina con pasos grises sobre el asfalto gris, mientras recuerda a los hombres que han hollado o acariciado su vida (“Ella quiso a uno de ellos más que a sus propias manos. / Pero ya no lo ama”); o el impresionante poema con el que se cierra el libro: un texto sensible, conmovedor y emocionado que tiene como protagonista a Beatriz Orieta, una maestra nacional muerta a los 26 años en una época difícil (1919-1945), y que ahora yace enterrada junto al hombre que la amó.
En este vademécum de erosiones, en este catálogo de existencias golpeadas y dolientes, descubrimos la otra gran virtud de Raquel Lanseros: su honda humanidad, la cercanía celayiana de quien siente cerca de sí a los que sufren y la inmediatez nerudiana con la que los envuelve con su mirada compasiva y poética. Ella, como todos los creadores auténticos, posee el don de la palabra, pero sobre todo el don de la mirada. Sabe ver a su alrededor y sabe ver en sus interiores. De ahí que los demás se le conviertan en espejos, lágrimas, futuros y metáforas. Es decir, materiales emocionales con los que sustentar el edificio de sus versos.

Todos los idiomas de la poesía y todos los dialectos del alma humana caben en los libros de Raquel Lanseros. No dejen que el fulgor de la belleza pase inútilmente ante ustedes.

domingo, 7 de diciembre de 2014

La escuela de los maridos



Pocas informaciones son necesarias cuando hablamos de Jean-Baptiste Poquelin, más conocido por su seudónimo literario: Molière. Enfant terrible de la escena francesa de su tiempo, fustigador implacable de hipocresías y de comportamientos pedantes, enemigo acérrimo de los matrimonios concertados, burlón frente a los médicos palabreros y martillo de burgueses infulosos, el gran Molière es conocido sobre todo por piezas como El médico a palos, El enfermo imaginario, El burgués gentilhombre o Tartufo, pero su producción incorpora también otras composiciones que, sin ser tan conocidas ni tan perfectas, suelen reeditarse de vez en cuando para alegrías de los lectores.
Es el caso de La escuela de los maridos, una obra estrenada en 1661, en la que nos encontramos con la repelente figura del obsesivo Sganarelle, que está empeñado en controlar al milímetro a su tutoranda, la hermosa y jovencísima Isabel, de cuya virtud no tiene dudas y que resguarda entre algodones para convertirla en su esposa. En su opinión, la forma más adecuada para asegurarse la fidelidad de una dama es fiscalizar sus movimientos, visitas y horarios, para ayudar al fortalecimiento de su entereza y su virtud.  Pero los evidentes excesos de su vigilancia incomodan a su hermano Aristo y también a la doncella Lisette, que intentan hacerle ver que el mejor camino para ganarse el corazón de una mujer no es desde luego ése, sino que es confiar en ella y permitirle el limpio ejercicio de la libertad. “Lo más seguro, a fe mía (son palabras de la sirvienta), es confiar en nosotras; el que nos presione se pone en un peligro extremado, pues nuestro honor siempre quiere guardarse por sí mismo. Es casi inspirarnos deseo de pecar poner tanto cuidado en tratar de impedírnoslo” (acto I, escena II). Con lo que no contaba Sganarelle, desde luego, es con la capacidad que tiene el amor para volver espabiladas  e ingeniosas a sus presas, como ya demostrara Lope de Vega en su deliciosa pieza La dama boba, de feliz memoria. Pero pronto tendrá ocasión de comprobarlo de la forma más desagradable.

Acérquese a estas páginas de Molière quien aún no las conozca, porque sin duda disfrutará con ellas.

jueves, 4 de diciembre de 2014

Los tigres devoran poetas por amor



La imagen más nítida que me viene a la memoria cuando pienso en Alberto Soler es la de un muchacho incansable, que subía y bajaba del escenario donde se estaban celebrando los actos del Premio Mandarache, de Cartagena, y que hablaba con unos y otros, dirigía a todo el mundo sin perder nunca la sonrisa, recomendaba educadamente, planificaba con inteligencia y velaba por que todo funcionase con la perfección de un reloj atómico. Ahora, el recién nacido sello editorial Balduque apuesta por otra vertiente de Alberto: su condición de poeta. Y nos coloca en las manos el volumen Los tigres devoran poetas por amor, que se abre con un verso reverencial (“A veces no ves hasta que miras con palabras”) y que se cierra con uno metafísico (“Merece el riesgo correr la pena”). En medio, toda la magia sonora y anímica de una voz auténtica.
En estas páginas breves, deliciosas, depuradas con esmero, Alberto Soler (Cartagena, 1980) nos entrega instantes de altísimo interés, como cuando nos ofrece su definición de lo que es un poeta (“Que no es títere del verbo, / ni de su física prisionero, / ni de alientos divinos traductor / sino motor de su propia y ajena / hermosa obsesión”) o, más ampliamente, de lo que entiende por ser humano (“Nada es un hombre / sino la magnífica ruina de lo que quiso ser”). Todo en este libro, o así se me antoja, es transparencia noble, apertura de ventanas íntimas para que los lectores podamos asomarnos con libertad al interior de su alma. Y en ese sentido ­–dejando a un lado la pura expresión verbal, que es espléndida– yo no dudaría en etiquetar esta obra como egregia e impresionante. Porque, además, Alberto Soler elige para sus versos una dicción pura, limpia, descarnada, vehículo idóneo para mostrarse. Acudamos a la página 41 y se podrán leer allí los nueve venablos que el poeta dedica a los vates infulosos: “No eres especial. Ese poema es una mierda”; “Tu tristeza es muy honda. Vale”; “¡Menos trascendencia y más cerveza!”; “Estás solo. Oh, sí, el drama. Venga”; “Está lloviendo. No, mejor no escribas”; “¡Melancolía para todos!”; “Eres muy sensible pero muy cargante”; “¡No nos importa!”; “La poesía es más un buzón de sugerencias / que una ventilla de quejas”.

Pero basta. No desvelaré más. No es mi intención. Lea este libro quien quiera conocer a una persona. Saldrá, se lo aseguro, encandilado con un poeta.

martes, 2 de diciembre de 2014

La pistola de Hilarito



Recuerdo que mi abuela Esperanza, ya nonagenaria, solía contarme historias cuando yo era niño. Se instalaba en su mecedora, yo me sentaba a sus pies... y daba comienzo el relato del día. Por desgracia, nunca tuve ni la memoria ni la precaución de ir grabando en mi mente aquellas aventuras singulares, aquellos hechos inauditos, aquel tropel de personajes rocambolescos o magnéticos que me mantenían embobado y que ahora se ha tragado inevitablemente el olvido. Luego, de mayor, he seguido conociendo a otras personas que relatan de forma oral con maestría insuperable (me viene a la memoria mi amigo Paco Ros, de Mula); pero tampoco, ay, he tomado nunca notas de sus narraciones.
Por suerte para los lectores y curiosos, Paco López Mengual ha tenido la enorme generosidad de reunir en un delicioso volumen catorce historias que escuchó o vivió durante los años de su infancia, en un libro que ha titulado La pistola de Hilarito (y otras historias que me narraron). Aquí nos topamos con ladrones temerarios y bravucones, que protagonizaron anécdotas sonadas antes de morir a traición (Hilarito); judíos que intentaron defraudar al Erario Público y que pagaron muy caro el intento (Sión); pueblerinos que se obstinaron durante toda su vida en encontrar tesoros legendarios de los moros, excavando sin cesar larguísimas galerías subterráneas (el tío Pilín); muchachas que vinieron hasta Molina para trabajar como telefonistas y que encontraron la muerte de la forma más misteriosa (Lolita Cuenca); atractivos seductores que fueron apuñalados en madrugadas de aguacero y que dejaron una misteriosa herencia de burbujas rojas cada vez que vuelve a llover en la misma zona (El Querido); pequeñas vasijas encontradas en un pósito y que contienen, mezclado con la tierra, un buen caudal de oro que la hace brillar en la noche; un sacerdote ultraortodoxo que consigue arruinar con sus malas artes un baile de máscaras que se celebró en el casino de Molina en 1948; la asistencia de medio millar de molineros a la última ejecución pública que tuvo lugar en España, el 23 de octubre de 1896; el caso documentado de un habitante de la región de Murcia que, allá por los finales del siglo XVIII, fue operado por el doctor Correa, en Madrid, de unos llamativos cuernos que le salieron en la frente y que le tuvieron que ser cortados; la historia de Antonio el de la Torrealta, un muchacho bobo, pobre y aquejado de gigantismo, que terminó muriendo en circunstancias bien tristes; o los macabros acontecimientos que tuvieron lugar en el callejón de las calaveras, con alguna muerte enigmática incluida.

Personalmente, reconozco que he sentido debilidad por la hermosa historia de los amantes de Molina, que entiendo que el autor podría exprimir en forma de novela, porque los resultados serían maravillosos. Lanzado queda el guante, que espero que Paco López Mengual recoja. 

domingo, 30 de noviembre de 2014

Vida, poesía y locura de Friedrich Hölderlin



Leo un testimonio más estremecedor que exacto, por lo que indican las notas de los traductores (Anacleto Ferrer y Txaro Santoro): el volumen Vida, poesía y locura de Friedrich Hölderlin, de Wilhelm Waiblinger. Parece ser que este joven escritor visitó algunas veces al poeta de Lauffen y que fue dejando notas no muy rigurosas sobre éste (fallos de cronología, algunos errores, etc). Pero salvando estos escollos eruditos descubrimos en este volumen impagable una amalgama de detalles sobre Hölderlin que enriquecen nuestro conocimiento sobre él: que tuvo que sufrir en Tubinga a unos profesores lamentables, que agriaron su juventud estudiantil; que mostró algunos comportamientos huraños durante su etapa universitaria; que estaba totalmente desprovisto de sentido del humor, el cual habría servido, a juicio de Waiblinger, como “contrapeso a la disposición que inevitablemente le conducía a la ruina” (p.18); que sus amores por Susette Gontard fueron interrumpidos por el marido de la dama, que los descubrió y separó; que durante los años que pasó en casa del carpintero Ernst Zimmer, aquejado por la locura, engalanaba a sus visitantes con los títulos más estrafalarios (“Vuesa Majestad”, “Reverendo Padre”, etc); que llevaba las uñas terriblemente largas (“Se las deja cortar con sumo disgusto y para convencerle son necesarias un sin fin de artimañas”, p.35); que a veces se queda tumbado en la cama durante días, para manifestar su disgusto por haber sido contrariado; que se fue quedando cada vez más delgado durante sus años finales; que su mayor angustia es que se mostraba incapaz de hilvanar las ideas con fluidez, perdiéndose en un cenagal de imágenes inconexas o embrolladas; y que, en fin, durante sus últimos años tocaba compulsivamente el piano, sin mucho sentido.

En todo caso, lo más importante de Hölderlin también lo advirtió Waiblinger, y lo dejó anotado en su diario con fecha 9 de agosto de 1822: “El Hiperión merece tanta inmortalidad como Werther”. Así es, sin duda.

jueves, 27 de noviembre de 2014

La puerta trasera del paraíso



Rara será la persona culta que ignore que el caravaqueño Luis Leante es el único murciano que ha obtenido en la historia el premio Alfaguara de novela, con su obra Mira si yo te querré. Pero sí que es probable que algunas de esas personas no se hayan enterado de que, mientras se hacía público el galardón, estaba editándose una novela juvenil del mismo autor, que pasó bastante inadvertida como consecuencia del enorme impacto mediático derivado de la primera. Esta obra, que a mí me gustó muchísimo desde sus primeras páginas, se titula La puerta trasera del paraíso y nos cuenta una emocionante aventura que se inicia en las arenas de Khassar, en pleno desierto del Sáhara (donde viven los esposos Fatma y Brahim), y que termina en España.
El protagonista principal se llama Joaquín, y es un adolescente que tiene en Mario a su mejor amigo. Comparten instituto, comparten inquietudes, y se van acompañando y enriqueciendo el uno al otro durante los años porosos y fértiles de la pubertad. Un día, después de un accidente de coche en el que resulta atropellado un árabe llamado Ahmed, Joquín comienza a descubrir cosas que ignoraba sobre sus orígenes, secretos ocultos en su historia familiar. E iniciará una búsqueda que lo llevará hasta Alicante, donde tiene la seguridad de que se encuentra su auténtico progenitor, un saharahui que trabaja en el Gran Circo Ruso y que se encuentra muy enfermo. Buscando a ese hombre, el adolescente se buscará a sí mismo, y no le importará sufrir penalidades junto a su amigo Mario (dormir a la intemperie, ser víctimas de un robo, sufrir amenazas por parte de varias personas), porque intuye que sólo reuniendo todas las piezas del puzle conseguirá completar su corazón.

El lenguaje está muy bien adaptado a la condición de sus protagonistas (el autor reproduce el léxico y la sintaxis de los jóvenes con gran verismo), pero eso no significa que en ningún momento Luis Leante se permita la equivocación de rebajar el nivel de su exigencia literaria: no hay página alguna en la que flaquee el estilo, ni en la que renuncie a la exquisitez. Y eso es más de lo que puede pregonarse de muchas otras novelas juveniles que, con la excusa barata de su “público potencial”, se humillan hasta cotas abisales. El lector de Luis Leante puede coger sin ningún rubor La puerta trasera del paraíso: no le defraudará. 

martes, 25 de noviembre de 2014

Anillos para una dama



Se pueden tener reservas (y yo reconozco que siempre las he tenido) acerca del personaje Antonio Gala. Se pueden tener también reservas acerca de la valía de sus novelas y de buena parte de su poesía (también he comentado sin tapujos la condición invertebrada, fofa y ñoña de varios de sus libros narrativos y líricos). Pero cuando se lee Anillos para una dama hay que tener la misma gallardía y aplaudir con honestidad su espléndido vigor literario. Hoy lo hago, sin que me duelan prendas.
Estamos en el año 1101, en Valencia, donde la viuda del Cid, doña Jimena, vive con amargura su condición de mujer amargada, que jamás fue feliz con su esposo (“Me han prestado esta vida que no me gusta. Se han llevado la mía”) y que intenta que su hija María no repita su tristeza de mujer inmolada en nombre de la Historia (“Agarra con los dientes tu vida, la que creas que es tu vida, y que te maten antes de soltarla... ¡Vive, María, vive!”). Además, tiene por fin el valor de enfrentarse a Minaya y pedirle que reconozca por fin que siempre ha estado enamorado de ella. El guerrero, cabizbajo, musita que no podía actuar de un modo distinto al que actuó (“Cualquier destino, por extraño que sea, se define en un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”)... Ahora, con la ciudad de Valencia cercada por las tropas de Mazdalí, ni siquiera los rezos parece que vayan a servir de mucho (“Dios ya sabe, sobre poco más o menos, lo que tiene que hacer. Y no creo que mude de opinión porque tú se lo pidas”): es hora de abandonar la plaza y volver a Castilla. El rey Alfonso, que juzga la figura del Cid de un modo muy objetivo (“Ni siquiera fue una persona: fue un acontecimiento”), trata de impedir que Jimena y Minaya contraigan matrimonio, porque ese enlace destruiría la imagen inmaculada de la viuda y del guerrero castellano, al que necesita idealizado, porque le resulta útil para sus manejos políticos. Jimena, en medio de esa lucha de intereses, planta cara al rey (“Tú a ti te llamas patria; a tu voluntad, patria; a tu avaricia de poder, patria...”) y al obispo Jerónimo (“Cuando decís Dios o cuando decís patria es que vais a pedir algo terrible. Vais a pedir la vida”).

En suma, la aproximación teatral a una vida hueca o huera, calcinada por meros intereses estratégicos, que Antonio Gala acomete con excelentes movimientos escénicos, parlamentos llenos de inteligencia e incluso anacronismos llenos de humor y premeditación (Constanza sirve café en la página 43, habla de los que se queman a lo bonzo en la página 46 o alude a los petardos de Valencia en la página 77), que convierten la obra en una pieza fantástica. Muy recomendable.

domingo, 23 de noviembre de 2014

Cita con los clásicos



La metaliteratura (es decir, la utilización de la literatura para hablar de literatura) sólo se antoja valiosa cuando concurren en ella dos circunstancias: que hayamos leído previamente la obra sobre la que se diserta y que el autor de las páginas despliegue una cierta brillantez estilística. Por esta razón indiscutible, el 95% de los títulos que expelen las prensas universitarias son maravillosa materia prima para las chimeneas navideñas. Y por esta razón, también, Cita con los clásicos, del escritor norteamericano Kenneth Rexroth (un tomo que traduce Federico Corriente para el sello Pepitas de calabaza), es un texto admirable, que merece ser leído.
En sus páginas nos explica que los libros clásicos son inmortales porque «fijan los arquetipos de la experiencia humana creando personajes a la vez concretos y universales» y que los más representativos «son tragedias, porque la vida es trágica». A veces, nos dirá, la causa de esa consagración canónica literaria es noble y decantada; en otras, atrabiliaria («El tamiz de la historia, igual que el gusto de políticos, clérigos y rectores de universidad, ha sido programático», p.53). A partir de ese punto, Rexroth elaborará sesenta discursos de gran penetración intelectual y filosófica, donde la atención al argumento de las obras es siempre residual, en beneficio de una exégesis culta y sus conexiones multiculturales.
A veces, construirá elogios hiperbólicos sobre obras antiguas (nos dice que Edipo rey «quizá sea la obra teatral más perfecta jamás escrita», p.67); formulará juicios polémicos, susceptibles de levantar no pocas ampollas entre ciertos lectores de este volumen (afirma que los filósofos «son una secta cuya influencia es proporcional a su impotencia», p.92); denigrará a personajes de gran alcurnia, a quienes normalmente se les considera adornados con todo tipo de virtudes elogiables (Séneca se le antoja «uno de los mayores hipócritas de la historia», p.117); dibujará frases de enjundiosa profundidad, que sorprenden por su penetración (por ejemplo, cuando nos explica que, a su juicio, Baudelaire «vivió en una crisis permanente del sistema nervioso moral», p.270); derribará mitos políticos que para muchas personas continúan aureolados por la luz de la santidad laica («Se ha comparado a Marx con los profetas hebreos, pero se parece mucho más a los autores del Apocalipsis», p.277); o, en fin, se atreverá a darnos recetas graciosas e irregulares sobre la forma en que debemos leer una obra clásica («La guerra de las Galias se puede terminar en dos veladas tranquilas acompañadas con oporto, galletas saladas y una gruesa rebanada de queso Caerphily, y es así como debe hacerse», p.114).

Cita con los clásicos es un volumen erudito, en el que se tienden lazos entre siglos y géneros, se ausculta el corazón de las obras analizadas y se edifican teorías explicativas sobre sus mil matices y ramificaciones. Absténganse por tanto de acercarse a ella los curiosos sin preparación. Rexroth no escribe para lectores iniciales, que pretendan obtener de sus líneas un resumen de la obra o una enumeración de sus características superficiales, con vistas a elaborar un trabajo sobre las mismas o a adquirir un rápido barniz cultural,  sino que lo hace para iniciados que quieran dar otra vuelta de tuerca al monto de sus lecturas, ya efectuadas y reposadas. Nunca fue tan verdad aquel rótulo que recordaba Julián Marías en uno de sus ensayos: «Nur für Leser». Sólo para lectores.

jueves, 20 de noviembre de 2014

Los mares del miedo



Una doble suerte tenemos los lectores de Antonio Gómez Rufo: de un lado, la excelencia incuestionable de su prosa (es, no me cansaré de repetirlo, uno de los mejores escritores de España); y de otro la fecundidad versátil de su pluma, que nos permite encontrar un nuevo libro suyo en las mesas de novedades de las librerías o en las bibliotecas cuando aún no se ha extinguido el placer que nos provocó el anterior.
Un ejemplo de novela excepcional (uno entre varios) es Los mares del miedo, que está ambientada entre los siglos XVI y XVII y que pone en relación a tres personajes subyugadores: don Fernando Ruiz de Alcalá (médico obsesionado por la cura de almas, la eliminación de los miedos humanos y la reflexión sobre la circularidad del tiempo), doña Clara (su intenso amor imposible, que ni la muerte atina a desbaratar) y Ben Al-Razí (sabio morisco que acompaña y nutre la vida y la inteligencia de don Fernando durante años, hasta su bochornosa expulsión de España por Felipe III). Con ellos, y con el manejo de los tres vectores que cruzan la obra (ciencia, amor y amistad), Gómez Rufo articula su texto alrededor de una tesis básica, auténtico aleph mental del protagonista: “Existe un único miedo, el miedo a la muerte, frente al cual todos los demás son miedos menores que encubren el gran temor, el verdadero” (p.211).

Y para descubrir la causa y la más eficaz neutralización de ese miedo cerval acude a la Teología, a la Alquimia y a la Anatomía, hasta que una jornada descubre en el cerebro humano un pequeño espacio que compara con una “minúscula pepita de oro” (p.374), donde pudiera estar la morada del alma (el místico sufí Ibn Arabí afirmó una vez que había oro en el cerebro humano). Todo esto lleva a don Fernando Ruiz de Alcalá, sanador de miedos, cirujano del espíritu, a elaborar una arriesgada, lírica e impactante teoría científica sobre la transmigración de las almas. Pero dejo en sus manos, querido lector, descubrir en qué consiste ésta y cómo trata el doctor de probarla. Ya me contará.

martes, 18 de noviembre de 2014

La clave secreta del universo



Sólo existe una tarea más compleja que estudiar los entresijos cuánticos e infinitos del universo, y es tratar de explicárselos de forma seria y profunda a personas sin una especial preparación científica. ¿Cómo conseguir que alguien con un cerebro normal (y entiéndase que no hay burla en mis palabras) comprenda lo que son las supercuerdas o los agujeros negros, las supernovas o las galaxias elípticas gigantes?
Lucy Hawking, auxiliada por los conocimientos de su padre (el célebre matemático y físico teórico Stephen Hawking, cuya Historia del tiempo fue hace años un inesperado best-seller) y con el apoyo de Christophe Galfard (famoso por sus tareas de divulgación), ha construido una novela para tratar de conseguir ese arduo propósito. Y a fe que lo ha conseguido. Su protagonista es George, un chico que, aherrojado por unos padres refractarios a todo adelanto que provenga de la ciencia (practican una suerte de ecologismo extremo, que los lleva a despreciar el mundo tecnológico y sus presuntas bondades), termina descubriendo que junto a él vive Eric, un investigador que, aparte de una hija simpática y fantasiosa, posee un ordenador ultramoderno (“Cosmos”), que habla y está dotado con capacidades tan increíbles como hacer que sus usuarios viajen virtualmente por el espacio. Gracias a las enseñanzas de Cosmos y Eric, el muchacho irá enamorándose del mundo de la ciencia, que le ayudará a superar sus problemas personales (entre los que se incluyen no sólo las relaciones con sus padres, sino también con sus compañeros de aula).
Pero como toda novela que se precie, La clave secreta del universo nos presenta una figura antiheroica, que sirve como contrapeso de la narración y que la vuelve mucho más interesante, porque la dota de aire policíaco: la de Graham Ripe, un desagradable profesor que parece divertirse humillando a sus alumnos y que, sin que al principio adivinemos muy bien las razones, se empeña en atosigar a George y trata de descubrir lo que éste sabe sobre el misterioso ordenador Cosmos. Algo trama (y nada bueno) el mefistofélico personaje.

Lucy Hawking, con una evidente habilidad, construye una novela seria, muy solvente, muy bien organizada, donde mediante dibujos, cuadros sinópticos, explicaciones sencillas y hasta un bloque fotográfico impresionante (compuesto por 32 páginas a todo color), nos invita a pasear por los pliegues más oscuros del universo, haciendo que nuestra curiosidad se despierte y quede excitada por el deseo de saber. Quizá el detalle que más conviene subrayar de este volumen es que Lucy Hawking no se ha limitado a hilvanar con mayor o menor pericia secos conceptos del mundo científico sino que, realmente, ha edificado una novela, donde los personajes son creíbles y donde la ficción envuelve la aspereza técnica con agradables dosis de misterio. El peso del apellido Hawking no debe empañar el mérito del nombre Lucy.

domingo, 16 de noviembre de 2014

Palabra sobre palabra



Y de repente, a los 48 años, me digo que quiero volver a Ángel González. Sin más razón que el puro gusto. Porque quero e dame a gaña, como escribió Celso Emilio Ferreiro. Porque tras muchos poemas suyos leídos, releídos, recitados en clase o susurrados en soledad en mi despacho, de madrugada, quizá sea tiempo de bañarme de nuevo en sus aguas llenas de hermosura, de sencillez, de brillos inusitados, de grandeza, de juegos verbales, de Poesía. Porque el ovetense Ángel González me ha dicho en muchas ocasiones (como Neruda, Benedetti o Celaya) su verdad en verso. Y le debo la vida. Como se la debo a todos los escritores que han sabido emocionarme y me han puesto la piel de gallina, el corazón del revés, el cerebro a punto de ebullición, los ojos acosados por el temblor, la garganta llorosa. Porque vivir sin poesía, sin literatura, sin libros, no hubiera sido vivir. Y eso me lo explicaron y me lo demostraron gentes como Ángel González. Y les debo la vida.
Ahora, en sus palabras viejas y nuevas, me recuerda que para que él se llame Ángel González han tenido que aliarse espacios, gentes y tiempos desde épocas remotas; y que “para vivir un año es necesario / morirse muchas veces mucho” (Cumpleaños); y que pueden escribirse para la eternidad poemas tan hermosos como Muerte en el olvido, Mientras tú existas, Cumpleaños de amo o Me basta así; y que un poeta puede darnos sentencias memorables, como que “mañana es un mar hondo que hay que cruzar a nado” o que “somos invulnerables de tanto vulnerados”; y nos pregonará que en ocasiones nos encontramos en la vida “cerrada la esperanza, el miedo abierto”; y que “los problemas son prolíficos como ratas”; o nos dibujará su pensamiento religioso de una forma nítida (“Buda, Yahvé, Mahoma –vaya trío–, / todo lo que en la sombra manipula, / compromete, corrompe, traza, borra / el devenir de la existencia humana”); o nos dejará docenas de juegos de palabras, como cuando nos habla de unos nudistas que pasean por la playa, a los que define como “almas en pene”...
Y de pronto caer en la cuenta de que es imposible condensar todo eso en una treintena de líneas, ni siquiera en un centenar, y que en realidad tampoco quiero hacerlo, porque me gusta que los versos y las imágenes de Ángel González sean expansivos, se dilaten, se iluminen, tracen dibujos en mi memoria, instalen mojones en mi corazón. Y que si lo dejo todo así, envuelto en niebla y en amor de lector agradecido, lo mismo dentro de veinte años vuelvo otra vez y me baño en su río de adjetivos dulces y de sustantivos vigorosos como quien descubre América o el Mediterráneo.

Quedo emplazado, pues. Y que continúe la Poesía.

jueves, 13 de noviembre de 2014

El vaso de plata



Antoni Marí (Ibiza, 1944) pertenece a esa estirpe de escritores cuyos libros han circulado durante mucho tiempo de mano en mano por cauces minoritarios. A mí me lo dio a conocer hace ya muchos años mi amigo Pepe Colomer, hombre de plurales sabidurías y de fervorosa generosidad proselitista, que también me ha ido “presentando” con entusiasmo a José Carlos Llop, Enric Soria y otros talentosos escritores, no habituales en las listas de los libros más vendidos. Y el volumen con el que me abrió las puertas de Antoni Marí fue, precisamente, El vaso de plata, que leí con reverencia en la vieja edición de 1992.
Más tarde, el sello Libros del Asteroide volvió a lanzar la obra, con un prólogo breve y atinado de Ignacio Martínez de Pisón. Y no creo que ningún lector interesado en la Belleza deba perder la ocasión de incorporar estos catorce cuentos a las baldas de su biblioteca, porque estamos ante una obra de exquisita factura, interna y externa. Interna, porque cada uno de los relatos está construido con inusitada perfección formal (invisible, pero poderosa); y externa, porque ha tenido la sagacidad de insertarlos dentro de una estructura orgánica: las obras de misericordia (corporales y espirituales) de la religión católica. De tal modo que los relatos se titulan “Dar de beber al sediento”, “Dar de comer al hambriento”, “Vestir al desnudo”... y así hasta “Rogar a Dios por los vivos y por los muertos”, que completa el tomo.
Ese hilo vertebrador (argumental) se completa con la figura de Miguel, que va apareciendo en los cuentos, y del que poco a poco se nos van facilitando datos biográficos y psicológicos, que lo convierten en protagonista de lo que, en el fondo (Martínez de Pisón acierta a verlo), no es sino una novela de aprendizaje: hijo de un registrador de la propiedad, con amplios estudios universitarios, andarín (por obligación), navegante (por devoción), que veraneó durante su infancia en la finca del abuelo Juan, que tomó clases de piano y de solfeo con doña Herminia, que se fue a preparar un proyecto de investigación en el extranjero, etc. Pinceladas que la imaginación de los lectores irá uniendo en un retrato profundo y nítido, revelador y perfecto.

Jorge Luis Borges, siempre tan plástico, dijo una vez que una obra literaria no es sino una ocasión para la belleza. Y acertó con la fórmula. El vaso de plata es una de las formas que ha elegido lo Espléndido para volverse tinta.

martes, 11 de noviembre de 2014

Hablar durante las comidas



Érase una vez un lugar llamado Los Olmos. Érase una vez un lugar llamado Puerto Errado. A quienes conozcan un poco la obra narrativa de Pascual García estos nombres les resultarán habituales, incluso familiares. Están en otros libros suyos. Son dos puntos destacados y significativos de su geografía literaria. Dos reductos montaraces, abruptos, en los que viven hombres silenciosos y mujeres abnegadas, curtidos por el frío y las ventiscas, que intentan sobrevivir en medio de condiciones muy duras. Ahora, en este volumen donde se alinean cuarenta y un preciosos cuentos, los vemos reaparecer como telón de fondo en varias de las historias.
Fiel a su condición, el autor de Moratalla mantiene los núcleos de su estilo literario: la excelencia de la forma, la brutalidad desnuda de sus escenarios, la finura con la que penetra en el alma de sus historias y las convierte en pequeños diamantes de recuerdo imborrable... Pascual García es uno de los mejores cuentistas que conozco, y les aseguro que conozco a muchos, en persona o por sus libros. Hablar durante las comidas es una demostración más de que se ha erigido ya en un maestro del género. Y un maestro que no elude ningún tema, de los muchos que componen el intrincado laberinto del alma humana: el amor, el odio, la venganza, el dolor, la soledad, la envidia, los celos, la frustración, la derrota, la muerte... Para todos esos estados existe un cuento en este tomo, que le sirve como ejemplo. Porque Pascual García se propone, ante todo, diseccionar el interior de sus personajes, ofrecernos sus entrañas y que leamos en ellas, como si fuéramos arúspices, los mil recovecos que cobijan. De ahí que se fije en sus personajes con atención y los someta a un análisis bien detallado. No le interesan los muñecos de cartón piedra. Él quiere seres vivos moviéndose por sus páginas. Y esos seres vivos, con los que establecemos como lectores unos vínculos de atracción y de repulsión, son observados por el microscopio privilegiado (o por el bisturí privilegiado) que es siempre la literatura.
En el cuento “Desahucio” nos encontramos con uno de esos temas que tan de actualidad se han puesto últimamente; en “La extraña pareja” nos acerca hasta un matrimonio que viaja en tren hacia el lugar donde el marido tendrá que ingresar en un centro sanitario, del que quizá no salga; en “Errabundo y sin consuelo” constatamos que un teléfono puede convertirse en una válvula de escape con la que huir de la tristeza y encontrar una luz al final del túnel; en “Algún día” se nos hablará de un noviazgo antiguo, rural, que lleva camino de eternizarse; “Objetos perdidos” tiene una carga simbólica importante, que los lectores descubrimos casi línea a línea, y que nos conmueve y perturba al final; “Un futuro prometedor” nos habla de una mujer que perdió al amor de su vida y que ahora trata de refugiarse en los éxitos de su trabajo, para no descubrir que el desierto inunda su corazón y su futuro; “Me alegro de verte” nos habla de una ilusión vana, en la que un anciano busca su pasado en el presente, ignorando que es imposible desandar ciertos caminos... Son más de cuarenta, como les digo, las historias que Pascual García nos propone en este volumen, y ninguna atesora menor calidad que las demás. Es un tomo sorprendentemente homogéneo y decantado.

Pero hay una cosa que está bien clara: este libro, como todos los libros, sólo cobra vida y autenticidad cuando los lectores lo cogen entre sus manos y van empapándose de sus historias por ellos mismos, sin la intermediación de nadie. Así que entiendo que mi misión ahora es callarme y dejar que sean ustedes mismos quienes lo abran y entren en el mundo de Los Olmos, de Puerto Errado y de estos hombres y mujeres macerados por el dolor, la melancolía, la nostalgia y la soledad.

sábado, 8 de noviembre de 2014

El coleccionista de libros



La controversia se ha mantenido en pie durante siglo y medio y por ahora no lleva camino de extinguirse o aclararse: ¿fue William Shakespeare, realmente, el autor de las obras que se le atribuyen? ¿O, por el contrario, salieron éstas de la pluma de Roger Bacon, Edward de Vere o Christopher Marlowe? Los famosos “años perdidos” del cisne de Avon, su escasa formación académica y la desconcertante ausencia de manuscritos del dramaturgo isabelino constituyen los núcleos sobre los que se ha vertebrado la famosa “duda razonable”, en la que han militado catedráticos, traductores, historiadores e incluso actores de prestigio, como Derek Jacobi. ¿Pudo alguien como el insignificante Will Shakspeare (así firmaba) atesorar conocimientos de leyes, psicología, teología, astronomía y otro buen caudal de materias dispares, sin que tiemblen al pensarlo la lógica o el sentido común?
Charlie Lovett acaba de ver publicada en lengua española su novela El coleccionista de libros, que ha traducido Damià Alou para el sello Plaza & Janés, en la cual se aborda una hipótesis tan sugerente como magnética: ¿qué ocurriría si, de pronto, apareciese una demostración manuscrita de que el misterioso William Shakespeare sí que fue en verdad el autor de sus obras? Peter Byerly, un tímido experto en libros antiguos, se encontrará con ese valioso documento: una edición del Pandosto de Robert Greene, en el que Shakespeare se inspiró para componer su Cuento de invierno. Lo singular es que en los márgenes del documento William fue realizando anotaciones de su puño y letra, con las que ir perfilando los matices de su obra. Anonadado, Byerly siente que su cabeza se convierte en un torbellino cuando calibra las consecuencias de dar a conocer este hallazgo a la comunidad científica. Pero lo que no sospecha es el conjunto de perturbaciones que comenzarán a generarse alrededor del manuscrito: vecinos iracundos, pasadizos subterráneos, tumbas con sorprendentes papeles en su interior, traiciones, asesinatos...
Para construir la arquitectura de esta trepidante novela, Lovett se sirve de varias franjas temporales que va alternando en su narración: una de ellas se centra en los años en que vivió William Shakespeare; la segunda gira en torno a 1870, etapa en la que el acuarelista Gardner se convierte en pieza clave para la historia del documento shakespeareano; la tercera se localiza en los años 80 del siglo XX, cuando Peter Byerly comenzó a interesarse por el mundo de los libros antiguos y conoció a la mujer de su vida, Amanda; y la cuarta ocurre en 1995, el año en que los acontecimientos finales de la novela tienen lugar...

Con un estilo tan sobrio como eficaz, Lovett consigue edificar una novela equilibrada y firme, de la que resulta difícil desengancharse y en la que los lectores conocerán con cierto lujo de detalles dos historias paralelas y en cierto modo complementarias: de un lado, el modo en que se fragua una historia de amor tan hermosa e intensa como breve (la que une a Peter y Amanda); del otro, la minucia que Lovett pone en describirnos el mundillo que rodeó a Shakespeare durante su vida en Stratford: los desdenes que sufrió por ser hijo de un guantero, la forma en que le prestaron el Pandosto para construir su obra Cuento de invierno, los hábitos etílicos y prostibularios de los autores que lo rodeaban, etc. Léanla. Disfrutarán.

jueves, 6 de noviembre de 2014

Juana la Maliciosa



Si analizamos con cierto detenimiento la conocida frase de José Ortega y Gasset, “Yo soy yo y mi circunstancia”, quizá lleguemos a la conclusión de que los elementos que rodean nuestro vivir son los que determinan en realidad el exacto rumbo de nuestros pasos. Que todo aquello que flota y late a nuestro alrededor (circum stantia) nos condiciona, nos impele, nos fija. Juana, protagonista de esta novela de David Bowman, es una jovencita que ha sido golpeada por el azar desde muy pequeña: su madre muere en un accidente automovilístico; su padre se ve zarandeado por la depresión y se suicida en el lugar donde conoció a su esposa... Son ingredientes que volverán amarga su adolescencia y que la llevarán a un estado de confusión o zozobra en el que se descubrirá a sí misma. Pero esa operación de descubrimiento no será sencilla, ni tampoco agradable, porque todo acabará girando, sin que Juana lo impida, alrededor del sexo. Y en ese territorio se pueden experimentar tantas alegrías como decepciones. Primero se adentrará en una tibia tentativa lesbiana (con una compañera de campamento); luego probará con un chico, en una discoteca; después será el turno de su primo Fernando; más tarde, el rico, manipulador y caprichoso Adrián; por último, El Gran Tagomago (que cuenta la historia de forma oral a un oyente, el cual nos la traslada a nosotros). Juana, aunque considere inocentemente que controla la temperatura y la frecuencia de sus aventuras, se irá degradando en esas etapas, se irá cosificando de forma paulatina. Adrián y Jaume (El Gran Tagomago) dirán que la aman, y quizá lo hagan a su modo, pero utilizan su cuerpo para experimentar y obtener beneficios con él, dejándola al margen. Juana la Maliciosa es la crónica de un aprendizaje y de una forja: las que tiene que acometer una chica salvajemente atractiva en un mundo de depredadores que la circundan y de los que tiene que protegerse (esquivándolos, utilizándolos, conociéndolos). David Bowman ha logrado en esta novela un texto fluido, seductor, lleno de páginas galvánicas, donde encontrará alimento el buscador de emociones fuertes (sexo en grupo, mujeres atadas, sadismo), pero donde también disfrutará bastante el degustador de buena literatura, porque se maneja con soltura en la narración y logra que camines de su mano por los meandros de su historia, ambientada en lugares tan cambiantes como Ibiza, Valladolid, Jordania o Madrid. Realmente entretenida.

martes, 4 de noviembre de 2014

Una historia: dos relatos



Un escritor, a veces, se ve asaltado por la realidad, y entonces es ésta la que le dicta lo que debe escribir. Le ocurrió en una ocasión a Imre Kertész, premio Nobel de Literatura en 2002. Por motivos profesionales, se vio impelido a realizar un viaje en tren en dirección a Viena; y este detalle, que para cualquier otro escritor occidental supondría una mera anécdota, se convirtió para el narrador húngaro en el inicio de una pesadilla. En efecto, un aduanero puntilloso y con ganas de incordiar lo sometió a un humillante acoso de preguntas e insidias, que terminó cuando le requisó el dinero y el pasaporte, indicándole después que, por no llevar documentos, debía bajarse del tren. Kertész intentó protestar educadamente, pero lo único que consiguió fue que le extendieran un inútil recibo, y que le permitieran subir en un viejo tren que lo devolvió a Budapest, después de pagar una cierta cantidad de dinero suplementaria. Esa ceremonia vejatoria aniquiló anímicamente al escritor, que llegó a sentirse como un cadáver (“He perdido mi capacidad de aguante, ya no me pueden herir más”, p.40).
Un tiempo después, al también húngaro Péter Esterházy le ocurrió algo de similar tono. Él no iba leyendo en el tren el Diario de un genio, de Salvador Dalí, como hacía Kertész, sino una novela de Malamud (“No era muy buena, pero me permitía sentir la presencia continua de un verdadero escritor”, p.67). Pero las restantes circunstancias son prácticamente idénticas: una extorsión, una humillación, un malestar. Y las reflexiones posteriores.
La diferencia entre ambas historias (o, mejor dicho, entre los dos relatos de la misma historia, porque en el fondo es de lo que se trata) es que Kertész nos describe la situación con una mayor dosis de angustia, en tanto que Esterházy echa mano de una cierta cachaza humorística y se planta ante los hechos con una mayor frialdad distante, con cierta ironía digestiva. Dos maneras complementarias de ver un suceso que, si nos imaginamos a nosotros mismos como sus protagonistas, nos provocará un escalofrío.
Es inevitable que, en este tipo de casos, se piense en el checo Franz Kafka (como de hecho hacen los dos), pero también que se constate que por debajo de la piel aparentemente normal de nuestras sociedades, late siempre la inminencia del horror, la posibilidad del caos, la sospecha de que pueda advenir el terremoto que las perturbe. Vivimos instalados en una normalidad quebradiza, mercúrica, que aceptamos como estable pero que se puede quebrar de un momento a otro; y ésta puede ser la lección profunda que deberíamos extraer de estos dos relatos que el sello Galaxia Gutenberg–Círculo de Lectores nos ofrece en un solo tomo de letra muy agradable, con la traducción de Adan Kovacsics. Una lección moral que no deberíamos dejar de leer.

domingo, 2 de noviembre de 2014

San Manuel Bueno, mártir



Ángela Carballino, una criatura que vino al mundo en la pequeña aldea de Valverde de Lucerna y que salió de allí durante unos años con la intención de estudiar en un colegio de monjas (“Pensando en un principio hacerme en él maestra, pero luego se me atragantó la pedagogía”), vuelve a su pequeño hogar, donde conoce en profundidad al cura del pueblo, don Manuel Bueno. Ahora, casi cuatro décadas después, nos deja un memorial donde intenta reconstruir el pensamiento, las torturas interiores y el devenir de este hombre atribulado, en el que descubrió una verdad terrible: don Manuel carecía de fe. Seguía ejerciendo su trabajo con la ilusión de que los habitantes del pueblo sí que creyeran “en todo lo que cree y enseña a creer la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica, Romana”, pero él mismo ignoraba las mieles de la esperanza.
Ángela y su hermano Lázaro, testigos directos y privilegiados de esta zozobra, no conseguirán reducir la angustia anímica del párroco, que sus conciudadanos desconocen. Y cuando fallece (emotiva decisión la de hacerse enterrar envuelto en unas tablas hechas con la madera del nogal a cuya sombra pasó su infancia), los dos hermanos quedan tan confusos como huérfanos.

Temáticamente, esta obra de Unamuno se ha ido empapando de un cierto olor a rancio, que desde luego no ayuda nada a su valoración actual. Alejados los lectores de esta especie de bucolismo arcangélico y ñoño que rodea a Valverde de Lucerna, resulta que sus personajes y su trama (aparte de poco originales ya de por sí) se tornan tediosos y de cartón piedra, como estampitas de Espigas y azucenas iluminadas por un rompimiento de gloria. De ahí que la obra ingrese en algunos instantes en la peligrosa zona del bostezo. No obstante, desde el punto de vista estilístico (si aceptamos perdonar su notorio abuso de referencias bíblicas), la novela sigue siendo agradable.

jueves, 30 de octubre de 2014

Cuentos romanos



El modo en que algunos autores llegan a tus manos es de lo más azaroso. Tras muchos años leyendo elogios sobre Alberto Moravia, y sin haber leído ninguno de sus libros, un día me encontré con uno de ellos en un mercadillo solidario de la universidad de Murcia: Cuentos romanos. Era un volumen denso y extenso (508 páginas de apretada tipografía) que conservaba aún perfectamente legibles los sellos de la biblioteca de la que alguien, desaprensivo, lo sustrajo. Resultaba impensable comprarlo y devolverlo, porque estaba ya muy ajado; pero sí juzgué que debía comprarlo y colocarlo en mi propia biblioteca, redimiéndolo así de la buhonería trashumante y de las inclemencias del tiempo.
El contenido de la obra, que fui degustando con pausa, me satisfizo. No eran en modo alguno relatos vanguardistas, ni cuidadosamente literarios, sino más bien trocitos de la ciudad en los que algunos de sus habitantes (casi todos de clase media y baja) paseaban, se enamoraban, estafaban, vendían, contraían deudas, se casaban, se divorciaban, paseaban en bicicleta, acudían a la playa, entraban en iglesias y se tumbaban en el césped para mirar pasar las nubes. Gentes sin brillo que poblaban historias cotidianas y sencillas. Gentes grises que, salvo en las manos de algunos escritores o cineastas, pasarían por el mundo sin dejar ni la huella más modesta. Y me pareció que Moravia los retrataba con una curiosa mezcla de respeto, humor y fidelidad.
Leyéndolos en pequeñas dosis (cada día, un relato), descubrí a muchos tipos que me llamaron la atención: aquel hombre que, recién salido de la cárcel, se aboca a un crimen que lo devuelve de inmediato a prisión (¡Hasta la vista!); el empleado de una hostería que está a punto de cometer un asesinato, que por fin no ejecuta (Lluvia de mayo); la historia de un cincuentón que canta por los restaurantes y que una noche, advirtiendo su condición patética y fracasada, se ahorca (El payaso); el librero que, invitado a una fiesta de comerciantes, lleva como regalo cuadernos y tinteros para aumentar el nivel cultural de sus vecinos (El pic-nic); la chica que, amargada por no tener hijos, hace la vida imposible a su joven esposo, hasta que finalmente se deja matar en un bombardeo en 1943 (Caterina); el muchacho que descubre con tristeza que sus presuntos amigos no lo son tanto (Los amigos sin dinero); el joven que reencuentra a su exnovia, convertida ahora en una cantante cabaretera, buscona y zafia (Bu bu bu); ese marido y esa mujer que, hartos de pasar hambre, entran a robar en un templo religioso y se llevan una sorpresa (Ladrones en la iglesia); un joven basurero que, lamentándose de su oficio, yerra y pierde al amor de su vida (Te toca a ti); el tapicero maduro que, casado con una muchacha más joven, recibe telefonazos donde se le cuenta cómo ella lo está engañando (¡Tómate un caldo!); ese pobre que, impulsado por la crueldad del hambre, entra a comer en el restaurante de un antiguo compañero de armas, más pobre aún que él (Rómulo y Remo); el joven gordo cuya novia lo abandona por su amigo, menos propenso a las magras (El apetito); ese vigilante de almacén que custodia a la esposa de un maleante y el género robado, y que termina enamorándose sin esperanza de la mujer (El guardián); la pareja de ladrones que, intentando apoderarse del anillo de un muerto, provocan una situación tragicómica (La nariz)...

Me ha encantado esta primera incursión en la narrativa de Alberto Moravia, y sin duda repetiré.

martes, 28 de octubre de 2014

Madera de boj



Después de pasar la última página de Madera de boj y de quedarme pensando en lo que había leído llegué a una conclusión: este libro de Camilo José Cela es una absoluta mierda. E insisto: este libro. Al gallego lo he admirado por muchas obras y tengo en mis estanterías no menos de cincuenta de ellas. Pero sería un falso y un hipócrita si cantara las presuntas virtudes de este volumen.
Primer escollo que yo veo en el libro: ese catálogo de aforismos tontucios que Cela va esclafando aquí y allá, sin ton ni son (“Los que mejor y más cadenciosamente mueren son los negros”, p.21; “Los muertos se tiran muchos pedos”, p.59; “Los jorobados tienen mucha afición a masturbarse delante del espejo”, p.133; “Un hombre con los pies planos no tiene obligación de amar al prójimo ni de honrar padre y madre”, p.191; “A un hombre murmurador se le debe escarmentar cortándole la lengua y metiéndosela por el culo”, p.262; etc.), que dan más vergüenza ajena que sensación de “ingenio literario”.
Segundo escollo: Cela enumera ráfagas de anécdotas, amontonamientos de minucias argumentales, trozos de vidas inanes e instantes grises de vidas grises. ¿Voluntad sociológica del Nobel gallego? Qué va. Son como trocitos recuperados de un naufragio general. Pero es inútil tratar de que encajen entre sí como un puzle.
Tercer escollo grave: esa técnica que mezcla el collage, el barullo, el chiste, la zumba y el caleidoscopismo queda sorprendente (o chocante, o simpática) la primera vez, pero luego se vuelve sospechosa y un pelín repetitiva. Y no digamos cuando se prodiga de forma inalterada durante más de trescientas páginas.
Cuarto escollo: no se engancha uno con este libro, porque te das cuenta muy rápido de que podrías haber parado en la página 100 y que no te habrías perdido nada importante de la historia. O que el volumen podría prolongarse durante 700 páginas más y tampoco nada se vería alterado en su atractivo literario o en su argumento.

En fin. ¿Para qué seguir “analizando” esta pavada? Cela, con su artería de zorro viejo, dice en la página 294 que “la vida no tiene argumento”, y quizá considere que esto es suficiente excusa para disculpar la monotonía de su obra. Pero ignora (o finge ignorar) que el novelista realiza siempre una intromisión artificial en la vida: construye cosas. Y en esa selección y en esa disposición de materiales (tomando, desechando, ordenando) no viene mal un hilo hilvanador, un trabajo subterráneo que se termine convirtiendo en base firme, en una arquitectura. Camilo José afirmaba que eso no era moderno, pero yo opino que se le notaba el truco (y quizá la impotencia). En esta entrega, desde luego, se equivocó. Y defraudó.