sábado, 28 de septiembre de 2013

La caricia del escorpión



Hay fábulas que, por su trasfondo ideológico, resultan destructoras; y que, lejos de la moraleja educativa que de estos productos suele esperarse, nos traen la angustia, la desazón y la desconfianza. Una de ellas (quizá la más terrible de cuantas se hayan escrito nunca) tiene como protagonistas a un escorpión y a una rana. Y el argumento, a fuerza de simple, es macabro. El escorpión necesitaba cruzar al otro lado del río y, como ignoraba la forma de conseguir su propósito, le pidió ayuda a la rana, puesto que él no sabía nadar. La rana (creo que será innecesario subrayarlo) se asustó mucho con aquella petición: ¿y si el escorpión le picaba durante el trayecto? Pero éste replicó con una sonrisa: “Eso es imposible. Ten en cuenta, querida amiga, que si hiciera eso nos ahogaríamos los dos”. La rana, aunque temerosa, quedó convencida por la fuerza inapelable de dicha réplica, y aceptó cargar con el arácnido. Pero cuando se encontraban ya a mitad de río, el escorpión sintió la necesidad de picar a su montura; y lo hizo, hundiéndose ambos en las profundidades. Había actuado la voz de la sangre, que impedía al alacrán a fulminar a sus enemigos con la potencia de su veneno. Moraleja: nadie puede ir contra su propio ser, porque los instintos terminan aflorando.
Esto le ocurre también al protagonista de esta narración, Juan Filolao, un hombre que se define a sí mismo como “medio autista” y que buscó en las matemáticas su especialísima visión del orden universal. El mundo siempre le ha parecido caótico, desagradable, repulsivo. Y sólo en las ideas sublimes de Pitágoras ha visto la luz y la constitución de una cierta paz armónica. Juan es consciente de ser un “bicho raro”, un marginal del espíritu, un inadaptado. Y no parece que estas certidumbres lo acongojen mucho. Él pasa por la vida como quien espera un tren diferente al que esperan el resto de los seres humanos. De hecho, y para que nos hagamos una idea más completa de este densísimo personaje, Juan Filolao afirma que trabaja como profesor de secundaria sólo porque debe ganarse la vida de alguna manera (el contacto diario con sus alumnos y con los compañeros y compañeras de trabajo se le hace penoso, como constata en el capítulo XI). Y lo mismo podríamos decir del amor. Juan afirma que convive con Candela por rutina (al principio) y por interés (más adelante): quiere descubrir tan sólo si la soledad compartida sirve como mitigación para los dolores de la existencia, como un bálsamo que le haga más soportable el tránsito por el mundo. Pero nada más. No cobija otras esperanzas, ni tampoco otros más románticos sueños. En el colmo del pragmatismo descreído, el personaje dice que “el enamoramiento es, ante todo, una creencia”. Y para ratificárselo a sí mismo (y también para paliar los fracasos sexuales que tiene con Candela), termina obsesionándose con una prostituta, que le da placer y conversación durante muchas noches, sin pedirle nada a cambio (esta prostituta se llama, con un humorismo nominal francamente dudoso, Auxiliadora; y es murciana). Sólo arrostrando esos infiernos parciales de su trabajo y de su matrimonio, Juan se purificará para ver si consigue llegar a la casilla final de la rayuela, a la respuesta que tan agónicamente busca y que quizá le otorgue la paz.

Como cierre, podemos concluir que Ignacio García-Valiño (Zaragoza, 1968) supo redactar aquí una novela intensa, digna y muy bien cuajada, con la que mereció ser finalista del premio Nadal de 1998, inaugurando una trayectoria que después, lamentablemente, no ha tenido excesiva continuación.

martes, 24 de septiembre de 2013

Un calor tan cercano



“Vivir consiste en perder a menudo, ganar de vez en cuando, pero casi nunca en saber”. Con esta lánguida frase podría ser resumida la experiencia vital de Manuela, una mujer que se busca a sí misma en el dolor de la memoria, justo después de enterarse de que su madre acaba de fallecer en Barcelona. El tema no es, desde luego, nuevo en la historia de la literatura española (sin ir más lejos, ahí estaba la insulsa Elena de Juan José Millás, depilándose en la primera página de La soledad era esto, y que recibió la misma noticia con más perplejidad que dolor). Y tampoco es nuevo el tono narrativo que Maruja Torres elige para entregarnos su historia: una secuencia introductoria en presente (1987), un largo paréntesis remedando la técnica del flash-back (1954), y una nueva cala en la actualidad, retomando el hilo de la primera parte. Y es que parece que, inevitablemente, cuando una persona se enfrenta a los sucesos infantiles que han fraguado su vida, para extraer de ellos una orientación o un asidero, suele encontrar en su indagación retrospectiva las indelebles huellas de la nostalgia o las férreas huellas de la frustración.
El problema es que, por excesivamente sabido (Laforet, Francisco Umbral, Ana María Matute, Luis Landero, etc), este tema sufre el peligro de no conmover al lector, impasible ante lo que considera cosas ya leídas. Y si, como en este caso sucede, resulta que las acciones se enmarcan en una España mediofranquista, con botellas de Anís del Mono, raciales tonadillas de Concha Piquer, aparatos de radio sintonizados por la noche, procesiones del Corpus, señoritas snobs del Auxilio Social y entonaciones varias del Cara al sol, entonces los lectores (más bien asqueados por la nomenclatura de aquella época demencial y turbia) pueden sentirse ya asaltados por el resentimiento, el tedio o la desconfianza.
Maruja Torres lo sabe, como inteligente narradora que es, y sólo utiliza estos condimentos reales de su vida (no olvidemos que nació en 1943). No son, en su caso, unos tópicos rancios de sobada manipulación, ni son tampoco las nostalgias mercantilizadas que tantas veces se han usado para convertir el rencor o la altanería en pingüe negocio editorial (sólo tendría que referirme al enmohecido Fernando Vizcaíno Casas para ilustrar cuanto digo), sino que constituyeron el paisaje auténtico de su infancia barcelonesa.
Maruja Torres, además, nos lo refiere todo con los ojos ajenos a todo politicismo. Es verdad que la existencia de Manuela está supeditada a unos prestamistas llamados Los Nacionales, y que a su padre se le menciona como rojo, y que hay entonaciones del Cara al sol para recibir a los voluntarios de la División Azul; pero son simples pinceladas del entorno, puras coyunturas de época, que no transforman la novela en algo engagé, sino que se limitan a enmarcar el cotidiano vivir de Manuela, la niña abandonada por su padre y criada por sus tíos, que la acogen con desigual interés.

Con todo, lo más emocionante y más conseguido de esta novela de Maruja Torres es, aparte del lenguaje (que en todo momento guarda un sano equilibrio entre lo coloquial y lo lírico, sin desmandarse por ningún extremo), su perfecto final. Ahí es donde la pluma ha sido más tensa y más densa; ahí es donde ha brillado con más fuerza la sabiduría narrativa de Torres, que ha sabido imprimir el justo tono de languidez y de melancolía para conmover a los lectores sin deslizarse por el columpio de la lagrimita facilona. Un acierto, pues, el sereno tono de las últimas seis páginas, que suponen el brillantísimo remate a una narración atractiva.

domingo, 22 de septiembre de 2013

Mi papá me mima



Tener un hijo es, quién lo duda, una de las experiencias más hermosas, pero también más desasosegantes, que pueda vivirse. Madrugadas de sueño guadiánico, cambios de pañales en los momentos y lugares más inoportunos, llantos sin explicación, erupciones cutáneas, percentiles, intolerancias, fiebres altísimas en un día en el que no puedes faltar al trabajo de ninguna manera... Y para nada de todo esto disponemos de un manual adecuado de instrucciones, de un plano que nos oriente, de un bálsamo que nos reconforte.
Patxi Irurzun, padre doble que visitó esta página hace bien poco con su libro de relatos La tristeza de las tiendas de pelucas, vuelve ahora con este tomo de artículos que iban siendo publicados mensualmente en la revista Guía del niño y que ahora tenemos reunidos gracias a Ediciones B. Después de definirse con varias fórmulas simpáticas (padre becario, padre con la letra L) y de admitir que lo más importante de este estado es la disposición constante a aprender y a rectificar, el autor nos va comunicando todo tipo de experiencias con sus hijos, que a muchos otros padres les resultarán conocidas: ese niño estreñido que, en la mismísima la consulta del pediatra (a donde se le ha llevado en el límite de la preocupación), decide poner fin a su retención intestinal de forma oceánica y estruendosa; la curiosa afición cromática de H, el hijo de Patxi Irurzun, que es capaz de otorgar colores distintos a sus ventosidades («Uno peo verde, uno peo azul»); los singulares apuros que pasa un padre cuando no tiene a mano, en el más casto de los sentidos, la teta de su esposa, mientras el hijo la pide en medio de una rabieta descomunal, porque necesita suministro lácteo; la crónica de un viaje familiar a Port Aventura, con su recuento de incidencias: «H ha pedido agua en diez ocasiones, hemos parado a hacer pis cuatro y otra para cambiarle de ropa porque finalmente ha preferido mearse encima, todo ello sin contar que además ha jugado tres veces al Gran Houdini, dos a Full Monty, y otra a convertir en confeti un mapa de carreteras» (p.35); o ese desafortunado golpe en los testículos del autor, que  lo convirtió, mientras estaba guardando cola junto a una barandilla en Eurodisney, en un padre volador durante cuatro metros, con el resultado de varias contusiones y una costilla astillada.

Los dos grandes protagonistas de esta obra son, sin dudarlo, el humor y la ternura. Porque al final, después de enfermedades, agobios, traspiés, apuros en la cartera, alteraciones de horario y sueño omnipresente, lo que queda es hermoso e impagable. Queda la sensación de haber erigido una vida (en este caso, dos), de haber estado ahí para alimentar, limpiar, vestir, proteger, alegrar y educar a unos locos bajitos (como decía Joan Manuel Serrat) que tarde o temprano emprenderán su propio camino sin nosotros. De ahí que Mi papá me mima se convierta en un hermoso tarro de formol hecho con tinta, donde las palabras retienen la magia y la dulzura de anécdotas, risas, chichones, bochornos, abrazos, aprendizajes y besos. Tanto para las criaturas como para los padres. «Me pregunto qué recordará H de mí, cuando sea mayor», escribe Patxi Irurzun en la página 135. La respuesta es sencilla: recordará el amor. Y este libro rebosa de él.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Los infiernos de Orfeo



El portugués Fernando Pessoa, que algo sí que sabía acerca de poemas y de la belleza del mundo, dictaminó en una de sus sentencias más célebres que ser poeta es una maravillosa forma de estar solo. Luego, el murciano Eloy Sánchez Rosillo utilizaría la frase para ponerle nombre a su primer poemario. Pero un poeta también es (y sobre todo, diría yo) una manera de mirar el mundo, de contemplar el alrededor, de indagar en el dentro. Al principio, cuando es joven e indocumentado (parafraseo a García Márquez), uno cae en el error de considerar que el poeta es la persona que dice muy bien las cosas, entregándose a una especie de alambicamiento o de orfebrería verbal que le pone palabras, colores y volutas a todo lo que desea. Luego, conforme va aprendiendo, se da cuenta de que los poetas son en realidad unos espectadores especiales del mundo. Unos seres que son capaces de mirarlo de una manera otra y que, por tanto, no necesitan ponerle un forro de palabras a todas las cosas, sino que saben encontrar siempre el equilibrio mágico entre la pirotecnia y la sobriedad, entre los oropeles y la desnudez, entre los brillos y las oscuridades.
Así se me representa, desde que lo leo, el vate Joaquín Piqueras: un buceador de desgarros, un contable de lágrimas. Alguien que mira su entorno con lucidez y nos transmite su opinión y su diagnóstico.
En esa órbita se encuentra el volumen Los infiernos de Orfeo, por el que se le concedió el premio Antonio González de Lama correspondiente al año 2009 y que publicó la Diputación Provincial de León con el número 148 de su colección de poesía. Concebida con espíritu musical, esta obra se articula en dos caras (A y B, como los discos clásicos de vinilo) y contiene dieciocho composiciones (“pistas”), donde nos encontramos con dos figuras nucleares que sirven de hilván para los diferentes poemas: el músico Martín Orfeo y su amada Eurídice García. Su historia y los mil matices que la tejen y destejen salpican las páginas de este libro con abundantes referencias musicales, cinematográficas y literarias (los nombres de César Vallejo, Gustavo Adolfo Bécquer, Ángel González, Charles Baudelaire, Julio Cortázar, Francisco de Quevedo, Émil Michel Cioran o Jaime Gil de Biedma son citados explícitamente), así como con inteligentes y significativas inserciones intertextuales en cursiva (desde Garcilaso de la Vega a Joaquín Sabina). Llama mucho la atención el logrado tono invocativo, casi whitmaniano, con el que Joaquín Piqueras adereza las composiciones, así como la utilización de ciertos recursos retóricos, magistralmente dibujados: la paronomasia (“Hemos nacido para ser estrellas, / si no en el cielo, / sí en el cieno de los programas de televisión”), el paralelismo (“Carne con 0% de materia grasa, / carne con 0% de materia gris”), los juegos de palabras (“Noches de cama a polvo revertido”), las metáforas (“El silencio hueco de las horas”), etc. Igualmente incorpora Joaquín Piqueras a sus poemas elementos actualísimos, como las menciones del carné por puntos, la Educación para la Ciudadanía o la óptica Visionlab, que convierten los textos en frescas representaciones de la modernidad. Y si los lectores me permiten un consejo, yo les diría que acudan a la pista 5 de la cara B. Me parece el poema más cuajado de un volumen sin duda espléndido y memorable.

No es la primera vez que realizo una reseña de este escritor, y me alegra pensar que probablemente tampoco será la última. No andamos tan sobrados de auténticos poetas en el mundo en que vivimos como para permitirnos el lujo de acercarnos a ellos con cuentagotas. Hay que convertirse en seguidores fieles de quienes han logrado acercarse a la Belleza. Cada libro que se publica de Joaquín Piqueras es una nueva demostración de que su valía lírica no es fruto azaroso de la casualidad, ni una orquestación trabada por intereses editoriales ajenos a la órbita literaria, sino la feliz conjunción entre el trabajo y la inspiración, entre el mármol y el viento. Cada entrega lírica de Joaquín Piqueras es una fiesta para la sensibilidad de los lectores. Así lo pienso y así me gusta pregonarlo por si los demás quieren unirse a la ceremonia de su lectura.

domingo, 15 de septiembre de 2013

Lo que sueñan los insectos



En el mundo de la literatura soy francamente exigente. Siempre lo he sido. No porque me guste afiliarme a la aspereza, me llame la atención ejercer la crueldad del dictamen o me tiente el sarcasmo, sino porque entiendo que en medio de tantos millones de libros como hay en el mundo sólo me será dado leer unos pocos miles (en el mejor de los casos), y que eso me obliga a ser selectivo. De ahí que únicamente me gusten un tipo de libros: los buenos. A partir de ahí, me importa más bien poco que sean líricos, realistas, intelectuales, esotéricos o de ciencia-ficción. O, como en este caso, de terror.
Yo no conocía a Javier Quevedo Puchal hasta hace unas semanas, pero una feliz coincidencia internética (Facebook) me lo acercó. Y el título de su última novela (Lo que sueñan los insectos, editado por el sello Punto en Boca) me pareció tan llamativo que me dije que tenía que hacer el intento de leerlo. Así ha sido. Y el resultado es de nota.
Déjenme que les ponga un poco en situación... Milena es una chica muy especial, que procede de una familia resquebrajada y que se dedica a una labor más que chocante: identifica, neutraliza y ahuyenta a los demonios que acechan a otras personas. No es una psíquica, ni tampoco una exorcista, pero sin duda participa de ambas habilidades. Está casada con Diego, un antiguo celador que cuidaba de la madre de Milena en el centro psiquiátrico donde está alojada. Es, también, una persona famosa en el mundo de la imagen (tiene un programa de televisión) y de la literatura (sus libros son conocidos por el público). Pero es esencialmente una muchacha insegura, con lagunas interiores y anteriores, que le impiden ser feliz del todo, como quisiera.
De otro lado tenemos al catalán Didac Sardà, un antiguo productor cinematográfico cuya hija Isabel (quizá la mejor amiga que Milena haya tenido nunca) desapareció hace años, sin que haya vuelto a saberse nada de ella. Todo el mundo, desde la familia hasta la policía, ha desistido de encontrarla. Pero el señor Sardà ha recibido una visita muy especial, que le hace sospechar que su hija pudiera estar viva o al menos necesitando ayuda urgente. Y sólo se le ocurre una persona que le pueda echar una mano en ese asunto: Milena.
Con ese arranque narrativo tan sugerente (que pronto se poblará de personajes estrafalarios, secretarios melosos, grupos satánicos dominados por el fanatismo, dragqueens, detectives ineficaces y ginecólogos con problemas de conciencia), Javier Quevedo Puchal construye una novela muy bien escrita, muy creíble (aunque trate de demonios, visiones infernales y crímenes rituales de lo más aterrador) y donde se realiza una aproximación muy inteligente hasta los miedos, las orfandades, las esperanzas, las ambiciones y las cautelas del ser humano.

Que nadie espere (aunque de todo eso hay en la obra, como es lógico) borbotones de sangre, víctimas con el cuello quebrado o ensartadas con cuchillos, grabaciones magnetofónicas inquietantes o macabras y demonios que mastican repugnantemente brazos y piernas de bebés, mientras permanecen sentados sobre un montículo de cadáveres. En Lo que sueñan los insectos hay mucho más. Sin duda mucho más que eso. Les puedo asegurar que no estamos ante un buen novelista de terror, sino ante un buen novelista. Y punto.

viernes, 13 de septiembre de 2013

Viaje por el Sáhara Occidental



Reconoceré, como arranque, que jamás he sido una persona especialmente informada sobre el mundo saharahui. Tengo amigos que se mantienen mucho más cerca de ese ámbito (con el ejemplo conocido y alfaguárico de Luis Leante), que a mí me ha quedado más lejos. Por eso cuando cayó en mis manos esta obra del escritor e ingeniero Mariano Sanz Navarro me pareció que podría resultar poco interesante para mí. Pero me equivocaba; y aquí quiero declararlo. Viaje por el Sáhara Occidental ha sido finalmente un libro enriquecedor, en el que he descubierto paisajes, aprendido costumbres, constatado similitudes con nuestro país y apreciado diferencias culturales, que iban de lo curioso a lo intrigante. Las estupendas fotografías de Gonzalo Sánchez Álvarez-Castellanos han servido no poco para completar ese panorama de agrado.
Se nos cuenta en estas doscientas páginas cómo los citados Mariano Sanz Navarro y Gonzalo Sánchez se desplazaron hasta el desierto africano en compañía del profesor Alejandro García y cómo recorrieron un largo viaje para ir conociendo de cerca y en profundidad los problemas que aquejaban a esa cercana y en buena parte desconocida zona del globo terráqueo. Iniciaron así su particular Badía (el viaje continuo y tenaz de los beduinos), que queda aquí bien documentado.
Muchos son los elementos que integran el volumen: referencias históricas desde el siglo VIII hasta la actualidad (que nos permiten conocer mejor cómo se ha llegado a construir la realidad saharahui), notas semánticas para neófitos (nos explica que Gibraltar viene de Yabal Tarik, la montaña de Tarik), descripción de las pillerías habituales de los guías turísticos (p.34), aproximaciones lúcidas al fenómeno del Frente Polisario, algún desagradable incidente en el Instituto Cervantes de Rabat (p.52), la información de que es costumbre poner a los camellos un saquito colgante contra el mal de ojo (p.80), etc.
Algunos de los rasgos verbales de la obra también son muy notables, porque el autor recurre a los destellos de humor para adobar sus páginas. Así, cuando alude a la necesidad de ingerir vino “por si las dificultades de engrase” (p.21); cuando maneja ciertas hipérboles jocosas (al hablar de “dos guantazos capaces de nublarle la vista a un elefante”, p.52); cuando constata que un halconero saudita con el que se cruza en la recepción de un hotel “va un poco piripi” (p.106); o cuando, en fin, no duda a la hora de emplear fórmulas coloquiales para decirnos que una comida a la que está asistiendo “es de alto copete” (p.133). Por cierto, aquellos que quieran conocer una interesante opinión sobre el regateo (que se adentra más en interpretaciones psicológicas que en las económicas) haría muy bien en consultar la página 146, donde Mariano Sanz Navarro se lo explica con buen tino y buena prosa.

Únase a todo lo anterior un caudaloso torrente de datos culinarios, geográficos, arquitectónicos o funerarios, y tendremos una idea aproximada de las notables maravillas que este libro incorpora. Buen trabajo para conocer con más detalle a nuestros vecinos del sur.

martes, 10 de septiembre de 2013

Las mujeres de los nazis



Leyendo los libros que no están en las listas de bestsellers es donde, por regla general, se aprenden más cosas interesantes. Cuando estaba en pleno período de documentación para mi novela El globo de Hitler me encontré con una obra de ensayo de Anna Maria Sigmund que llevaba por título Las mujeres de los nazis. La traducía Carlos Fortea para el sello Plaza & Janés.
En ese volumen descubrí, aparte de muchas cosas sabidas, infinidad de detalles que me parecieron llamativos sobre el universo del nacionalsocialismo alemán, visto a través de las mujeres que compartieron o padecieron sus vidas: esposas fanáticas que se entregaron en cuerpo y alma al proyecto nazi; amantes más o menos abnegadas, silenciosas o rebeldes; hijas que continuaron la labor inicua de sus padres (o que abominaron de ella atronadoramente)... Por supuesto, una de las estrellas del volumen era, como no podía ser de otro modo, Eva Braun, la compañera y durante unas horas esposa de Adolf Hitler. Hija del pobre maestro Friedrich Braun y de la modista Franziska Kronberger, estudió con las monjas en Beilngries y trabajó como aprendiz de fotografía en el estudio de Heinrich Hoffmann (donde conoció a Hitler, por cierto). Cuando la relación con el líder nazi se consolidaba, éste encargó a su secretario Martin Bormann que rastrease en el árbol genealógico de la chica, para ver si tenía ascendientes judíos. Eva fumaba muchísimo y eso siempre chocó con el temperamento antitabaco del absorbente Adolf Hitler.
Con respecto a la esposa de Heinrich Himmler, brutal jefe de las SS, se nos dice que tenía dominado por completo a su marido, que la obedecía con miedo y con parálisis conejil.
Por su parte, Carin, la esposa de Hermann Goering, fue enterrada cinco veces, por diversos avatares históricos que la escritora explica con asombroso detalle y que resultan chocantes de leer.
En cuanto a Magda Goebbels, otra de las piezas claves del nazismo femenino, se nos comenta que fue hija de una criada y que se educó con las ursulinas. Su hijo Helmut, el único varón que alumbró, “parecía lento y tuvo dificultades en el colegio” (p.102). Consciente de que su marido Joseph tenía una aventura erótica con la actriz Lida Baarova (de nacionalidad checa), decidió adornar su frente con una testuz adecuada y no pudiendo esperar la colaboración genital de Adolf Hitler, de quien siempre estuvo enamorada, buscó la compañía de Karl Hanke, secretario de Estado.
Con todo, hay un personaje femenino en el volumen que resulta prácticamente desconocido pero que llamó mucho mi atención: Liesl Ostertag. Era una chica muy joven, criada de Eva Braun, que se ofreció para llevarse a los hijos de Goebbels a Baviera y salvarlos de la aniquilación. Pero sus padres se negaron. Y, como se sabe, la propia Magda terminaría envenenándolos sin compasión.

Un libro de lectura amena, estremecedora y rica, que suministra un aporte de conocimientos nada desdeñable sobre el mundo nazi.

domingo, 8 de septiembre de 2013

El teatro de la luz



Sobre los albores del mundo del cine se han elaborado películas más que admirables (tanto modernas como antiguas), pero quizá no tantas producciones literarias que merezcan la pena y que sean capaces de instalar a los lectores en ese territorio mágico de los inicios del celuloide. Mas he aquí que el joven escritor Juan Vico acaba de entregarnos una de ellas, que recibió el premio MonteLeón de novela corta y que ahora publica con elegancia incuestionable el sello Gadir.
Dice el protagonista de la misma que su mayor deseo, su mayor ambición, sería «poder captar la realidad como lo hace una cámara de cine» (pp.42-43); y lo cierto es que ese anhelo parece resultar determinante para adoptar el estilo que el novelista utiliza a la hora de configurar sus páginas, puesto que las redacta con frases cortas, casi telegramáticas, rápidas, líricas, llenas de misterio y elipsis. Como si fueran (lo ha declarado su personaje) fotogramas de una película que hemos de visionar.
Era todavía muy pequeño cuando Mauricio fue llevado al cine por sus padres. Y aunque para ellos la experiencia no resultó todo lo grata que esperaban (el padre, especialmente, considera que el auténtico arte está en el teatro, y no en ese mundo moderno de imágenes que se mueven), el niño sí quedó atrapado por la magia de los Lumière. Y siguió estándolo en su adolescencia, cuando algunas proyecciones en blanco y negro nutrieron sus fantasías eróticas iniciales. Por fin, la aparición en Barcelona de Emilio Ciret (un chico que ha estado trabajando en el mundo del cine, en Francia) supone un auténtico punto de inflexión en su vida. A su lado comenzará a perfilar la idea de llevar a la pantalla las aventuras de Puñal de Plata, una especie de Fantômas a la española. Ciret quiere que Mauricio sea quien elabore los guiones, tarea que él aceptará entusiasmado.
Pero lo que parecía un asunto fácil se complicará casi desde el principio: Emilio Ciret quiere impregnar sus proyectos cinematográficos de autenticidad, y para eso busca entre el lumpen barcelonés a una serie de personas que lo ayuden. No pretende filmar historias inventadas, sino casos auténticos llenos de truculencia y de mugre. Y entre sus asesores recabará la colaboración de Malarrasa, un tipo patibulario y agresivo al que prometen un buen papel en la película pero que no dará más que problemas. Margot, una prostituta sordomuda, será otro de los seres de ese submundo catalán que tendrán una importancia decisiva en los sucesos que aquí se narran.

Si es verdad que todo creador necesita encontrar su propia herramienta de lenguaje (digámoslo así), está claro que cada uno buscará la suya de una forma personalizada, tenaz y firme: Miguel Ángel Buonarrotti se peleará a martillazos con sus bloques de mármol, para exonerar de ellos sus figuras legendarias; Vincent Van Gogh se torturará indagando en su universo de colores, para convertir su alma en líneas curvas polícromas; el irlandés James Joyce explorará sin fin en el orbe de las palabras y sus proteicas combinaciones... Mauricio pretende encontrar la suya en el mundo de las imágenes cinematográficas ya desde la juventud. Y también desde la juventud la busca el catalán Juan Vico en el planeta de la literatura, en el que acaba de desembarcar con una solvencia notable y muy prometedora.