sábado, 31 de agosto de 2013

Las batallas silenciosas



Cuando en una colección de cuentos se combinan una buena escritura y unos argumentos atrayentes y variados, el resultado final tiene que ser espléndido. Y es sin duda lo que ocurre en Las batallas silenciosas, de Juana Cortés Amunarriz, un volumen editado por Baile del Sol (con espléndida portada, por cierto). Hay en ellos una adecuada mezcla de humor, surrealismo, psicología, homosexualidad, terror, violencia, aventuras eróticas esporádicas y conflictos familiares de múltiples ramificaciones, que hacen que la lectura se convierta en una expedición alucinante por muchos rincones del alma humana. Decía el curioso poeta Ricardo Zelarayán, en su volumen La obsesión del espacio (Buenos Aires, 1972), que la palabra ‘misterio’ hace ya bastante tiempo que no explica nada. Y es verdad. Pero como nuestro interior, nuestras reacciones, nuestros impulsos, siguen siendo en lo hondo un misterio conviene que mantengamos activa la palabra.
Un simple paseo por los buenos relatos de este tomo nos dejará ver cómo una historia de amor puede mezclarse con el azar y con el desequilibrio psíquico, para producir resultados más que sorprendentes (Gunter); cómo un chico de 12 años puede tener auténticos problemas para admitir que su madre, tras el abandono del hogar por parte de su marido, reorganice su vida sentimental con una persona que, a juicio del hijo, no es la más adecuada (Gilda en casa); cómo un viaje cotidiano en el vagón del metro puede convertirse en una deliciosa narración de amor, maltratada por el sentido común y por una equivocada decisión unilateral (Diálisis de amor); cómo una mujer puede desarrollar un miedo terrible a causa de las herencias genéticas, mientras piensa a la vez en su padre y en su hijo (Ojos azul hielo); cómo dos hermanas gemelas, que han tenido una suerte matrimonial muy distinta, tienen que tomar una decisión importantísima, impulsadas por el hecho de que el marido de una de ellas (la cual acaba de descubrir su condición de futura madre) le propina unas palizas estremecedoras (Resurrección); o cómo una muerte en la familia impulsa a una mujer a abordar una reconciliación que ha postergado durante demasiado tiempo (La misma luz, los mismos colores).
Juana Cortés Amunarriz consigue, con el vigor elegante de su estilo, que los lectores resulten atrapados por todas las historias del volumen, aunque éstas se adentren por cauces surrealistas o terroríficos. En el primer caso, puede servir como muestra el relato que abre el tomo, El corazón en un puño, en el que la mujer protagonista exige a su marido la amputación de una de sus manos, para concederle el divorcio que éste tanto anhela; en el segundo anotaría Los tres pies del gato, donde observaremos que la vida de un joven matrimonio se ve alterada de un modo profundo cuando la mujer se empeña en recoger de la calle un gato enorme con la peregrina idea de que se trata de su hermano José Antonio, que se fue del hogar familiar muchos años atrás.
Si buscan ustedes descubrir a una cuentista nueva y con excelentes ideas en la cabeza, que les relate historias inesperadas, sólidamente construidas y con un gran brillo literario, tengo el gusto de presentarles a la premiada, exquisita y más que sorprendente Juana Cortés Amunarriz. Si buscan y leen esta obra que hoy comento les aseguro que me darán la razón.

jueves, 29 de agosto de 2013

Venganza tardía



El espacio de vida que se desarrolla en la escuela y el instituto no siempre deja recuerdos agradables en las personas. Hay, desde luego, momento inolvidables de camaradería, amistad, diversión y sonrisas; pero también episodios agraces, frustraciones, traumas y quistes que se insertan en el alma y te acompañan hasta el final de tus días. Ernst Jünger, el longevo escritor de Heidelberg (murió rozando los 103 años), fue un estudiante mediocre, revoltoso, inestable y que mereció la expulsión de varios colegios durante su infancia. Jamás mostró gran entusiasmo por el estudio. Pero en este libro, que titula significativamente Venganza tardía y que traduce Enrique Ocaña para Tusquets, comprendemos con más detalle los motivos que lo llevaron a comportarse como lo hizo.
El protagonista de esta biografía emocional es Wolfram, un niño que se siente incómodo en la escuela, porque no le gusta que todo esté basado en la memoria y la repetición. Él es un gran lector (en especial, le entusiasman Daniel Defoe y Karl May, aunque siendo un poco mayor se adentra en la poesía de Schiller, cuyos versos llega a copiar a mano con gran fervor) y su mundo de fantasía se ve cercenado, cohibido, por la reglamentación excesiva de los profesores, que no atinan con la forma de hacerle feliz ni de suministrarle los elementos que necesita para aprender con gusto. Tampoco en casa, dicho sea en honor a la verdad, alcanza niveles de comprensión óptimos: un día, después de dibujar unos patos más grandes que las ovejas que tienen al lado, recibe una observación crítica de su madre, que le pregunta la razón de ese desequilibrio. El chico replica que los pinta más grandes “porque son mis preferidos” (p.19).
Hasta tal punto llega su desconexión con el medio estudiantil que Wolfram empieza a tener “desconexiones”. Es decir, episodios en los cuales se abstrae de la realidad hasta tal punto que comienza a ponerse en peligro (está incluso a punto de ser atropellado por un cochero). Burbujas que le permiten instalarse en su propio yo, ajeno a las invasiones no deseadas del entorno.
En ese entorno destaca por su acrimonia el profesor Hilpert, un energúmeno de mirada paralizante que le imparte matemáticas y que lo tiene intimidado hasta llegar a provocarle tartamudeo; y cuando es sustituido (por su alcoholismo), la persona que viene a desempeñar la tarea de maestro no es mejor, ni mucho menos: el profesor Corax, un filólogo detestable.
¿Wolfram y Ernst son la misma persona? Según las detalladas observaciones que se pueden leer al final del tomo, en la sección “Notas”, parece indudable que así es. Ambos escuchan voces imaginarias, sufren en la escuela, coinciden en sus gustos literarios, tienen parientes idénticos... Para que la identificación fuera del todo exacta, tendríamos que saber si Ernst consideraba que su plato favorito era la sopa de guisantes con salchicha (como afirma Wolfram en la página 60) y si Wolfram, con el paso de los años, se convertiría a la juvenil e irresponsable edad de 46 años en capitán del ejército nazi ocupando París (como hizo Jünger).

El final de este breve volumen es apoteósico, pero les dejaré que lo descubran por sí mismos.

sábado, 24 de agosto de 2013

Pretérito imperfecto



El autor de este generoso tomo (generoso por su volumen de 543 páginas, aunque sólo es un adelanto de sus Memorias Completas, y también por su profundidad), el psiquiatra Carlos Castilla del Pino, nos advierte en sus primeras páginas que su tío Antonio estuvo más de treinta años sin querer salir de una habitación, y que su prima Dolores era catatónica. Con este bagaje, no es raro que nuestro hombre eligiese la profesión que luego desempeñó, y que lo ha convertido en una figura puntera.
Definiéndose desde su juventud como monárquico, antimilitarista y anticlerical, Carlos Castilla del Pino tuvo que enfrentarse a una época difícil (que comprende la república, la guerra civil y la dictadura), en la que dominaban otros vientos distintos al suyo, y en la que era necesario defenderse de las asechanzas externas con la bandera de la honestidad y del rigor. A bordo del navío de este colosal Pretérito imperfecto, que tiene por estandarte el amor a la verdad, Castilla del Pino nos va revelando todos esos detalles y nos va conduciendo a lo largo de su vida, mostrándonos pormenores asombrosos de la misma (por ejemplo, que asistió a su primera autopsia cuando apenas contaba doce años, y que la soportó con entereza y buen estómago), e incluso experiencias sumamente dolorosas (como cuando refiere el fusilamiento de cierto pariente suyo, en un párrafo que es digno de recordarse: “Mi tío Miguel yacía de perfil, la cara sobre una losa de la acera, en la que dejó la silueta de su frente, nariz y mentón perfectamente dibujada de rojo. Dos días después, del Ayuntamiento se cursaron órdenes para que la losa fuera retirada ante la imposibilidad de acabar con la mancha roja que silueteaba su rostro. La piedra se le entregó a la familia, que mandó romperla a martillazos”).
Por lo que respecta a las aventuras amorosas, lo que Castilla del Pino nos cuenta oscila entre las aventuras adolescentes (siempre ingenuas) y el mundo venal de las casas de citas (tampoco muchas, ni muy frecuentes), aunque destaca por encima de todos estos episodios el hilarante idilio que mantuvo con una chica muy mona, seis años mayor que él, a la que dejó porque comprobó que la muchacha no sabía pronunciar la palabra vejiga, a pesar de que la joven estaba cursando segundo curso de Farmacia.
Pero es que, si este cúmulo de información vital nos pareciera poco, Castilla del Pino ha dibujado trazos donde podemos reconocer a distintos personajes de nuestra historia, inmortalizados al aguafuerte. Tenemos a un médico de la talla de Gregorio Marañón, comportándose como un truhán sin escrúpulos, y cuyo único objetivo en la vida es trepar y mantenerse en lo alto (aunque los procedimientos no sean demasiado ortodoxos). Tenemos a un jovencísimo Manuel Fraga Iribarne haciendo el servicio militar con más entusiasmo que buen provecho, dado que era “capaz sólo tras grandes esfuerzos de marcar correctamente el paso”. Tenemos al murciano Juan Torres Fontes, al que define como “serio pero buena persona” y con el que colaboró en el estudio. E incluso tenemos al beatífico y siempre edulcorado Juan Antonio Vallejo-Nájera, modelo de cristiano humilde, rajando con una navaja las ruedas del coche de López Ibor, tras un ejercicio de oposición que enfrentó al doctor Nájera (padre) con el citado facultativo.

En síntesis, toda una vida llena de acontecimientos, lecturas, amores, oposiciones y amistades, llena de informaciones curiosas, de anécdotas y de humor, que alcanzará continuación en un segundo volumen. Digno será sin duda de leerlo.

jueves, 22 de agosto de 2013

España en los diarios de mi vejez



Hablar de Ernesto Sabato es, para mí, hablar de un referente literario y moral, de un hombre inteligente y noble con el que me he sentido muchas veces en comunicación íntima a través de las páginas de sus novelas y ensayos. Ahora, cuando ya no está entre los mortales (él, que siempre estará entre los inmortales), leo su volumen España en los diarios de mi vejez, que edita Seix Barral. Son las reflexiones que fue escanciando durante sus últimos días, mientras viajaba por nuestro país para impartir charlas, celebrar encuentros con sus lectores y recibir los homenajes que merecía (por citar un caso único, el nombramiento de Doctor Honoris Causa por la Universidad Carlos III).
Sabato, que se sabe en los acantilados de su existencia (“Todos enfrentaremos, algún día, el mismo dolor y la misma incertidumbre ante la muerte”), constata con gozo que su actividad literaria “ayuda a la gente a vivir”, y eso le anima a continuar anotando frases y reflexiones, en múltiples territorios distintos. Aboga por las pequeñas librerías y las pequeñas editoriales; confiesa que se hizo exorcizar dos veces durante su juventud, pensando que el Mal podía encontrarse dentro de él; define magistralmente las oraciones de cualquier religión como “esa locura de creerse escuchados”; se muestra agradecido por las bondades que la vida le ha deparado, sin olvidar a quienes no han tenido la misma suerte (“La vida ha sido muy generosa conmigo, no tengo de qué quejarme; ¿y los demás?, ¿y todos los que esperaron y sufrieron sin llegar nunca al amor, al trabajo creador, a los amigos verdaderos, al sentido de la existencia?”); discrepa de los presuntos beneficios de la globalización (“¡Qué espanto! Sacrificar las hermosas diferencias por el imperio de la uniformidad”); explica que la vejez comporta cierta desgana pugilística (“A medida que se envejece uno tiene menos ganas de discutir, de dar razones. O se nos cree o no”); reconoce que siempre ha sido una persona con terribles arranques de enojo, furia y mal humor (que en las páginas de este libro resultan evidentes, cuando nos relata cómo explota por nimiedades organizativas u hoteleras); nos habla de su creciente obsesión por la muerte, muy normal si tenemos en cuenta que ya era nonagenario cuando escribía estas páginas (“Ni bien me descuido ya estoy pensando en la muerte. Ya estará cerca. Miro el cuarto a mi alrededor para ver por cuál de las puertas entrará”)...
Y, por encima de todo, medita hondamente sobre la condición de nuestro tiempo, que se le figura lleno de errores y desvíos imperdonables: primero desde un punto de vista individual (“Viejo, yo veo qué pocas de mis esperanzas se han cumplido, qué lejos está el mundo de lo que deseé, imaginé, y por el que luché”) y después desde un punto de vista histórico global (“Estamos en la fase final de una cultura y un estilo de vida que durante siglos dio a los hombres amparo y orientación. Hemos recorrido hasta el abismo las sendas del individualismo”).

Pero me quedo con una última bandera, alzada sin descanso y hasta el día final. Una bandera ética, una bandera ilusionada, una bandera que tremola aunque no haya viento. Podemos encontrarla en la página 140 del volumen y la reproduzco aquí, para quienes no tengan el libro a mano: “Vale la pena desear, es lo que les repito a los jóvenes. Siempre les hablo de la esperanza. Porque creo que hay un valor mayor que la posibilidad o imposibilidad de concreción de un deseo. Que es mantener vivo ese ideal. Independiente de los resultados. Quizá no se haya plasmado pero nos transformó a nosotros, nos hizo menos realistas, es decir, menos cínicos. Creo en la fuerza y la transformación que nos da el vivir con un ideal. Los años traen la esperanza de haber pasado a otros esa utopía, esa antorcha, de ver que si el propio deseo de algo no se cumplió, sí se cumplió la posibilidad de mantener ese fuego del deseo para que otros lo lleven adelante. Ésa es la vida”.

martes, 20 de agosto de 2013

Anima mundi



Siempre se ha dicho que con los buenos sentimientos suele elaborarse una mala literatura, pero la italiana Susanna Tamaro (Trieste, 1957) parece empeñada en demostrar, desde hace unos años, que esa máxima admite algunas excepciones. Tras La cabeza en las nubes, Para una voz sola y Donde el corazón te lleve, nos llegó la propuesta de Anima mundi, donde volvía a insistir en la indagación retrospectiva como fuente de claridad y conocimiento. Su “historia”, por el contrario, es bastante insípida: un joven llamado Walter, nacido en un hogar conflictivo, cree ver la luz del mundo por los ojos de Andrea, un exaltado seguidor de Nietzsche. Y con tal horizonte espiritual se traslada a vivir a Roma. Acabándose ya la novela, tras una complicada peripecia que no desvelaré, termina encontrando otra luz distinta para su vida gracias a sor Irene, una monja octogenaria que lo redime de sus errores. Como puede verse, es la tópica historia del hombre desgarrado, que no halla su lugar en el mundo y que termina volviendo (nuevo tópico, esta vez moralizante) al redil de los sumisos.
Quizá este final sea el gran problema ético, y hasta estético, de la novela, pues nos muestra a una excelente narradora que se está dejando llevar quizá demasiado por la moralina reconfortante. Si Vizcaíno Casas es el tópico-facha, y Vázquez-Figueroa es el tópico-aventura, y Corín Tellado es el tópico-rosa, sería una pena que Tamaro se empeñase en convertirse en el tópico-moraleja, porque supondría empobrecer sus páginas y su trayectoria.
Se podría igualmente señalar (varios los críticos lo hicieron cuando la novela salió en España, allá por 1997) que en la obra se vierten sospechosas y abundantes ideas neofascistas, por su sexismo (“Las mujeres, a causa de su fisiología, tienden a mantenerse abajo”), su clasismo (“Hay seres primitivos cuya única finalidad es llenarse la barriga y emparejarse. Por encima de este lodo están los elegidos”) o su racismo (“¿Has visto alguna vez a un negro dirigir una orquesta? Sin embargo, en las competiciones atléticas son los mejores, nadie salta y corre como ellos. ¿Qué nos lleva a pensar esto? Que están más cerca de los leones que de los filósofos”). Pero no hay tal: se trata sólo de un magnífico retrato (tal vez lo mejor del libro) de un joven extremista y megalómano, que Susanna Tamaro borda con pericia exquisita. Ella no es, en principio, la que sostiene tan radicales ideas, sino que lo hace uno de sus protagonistas. ¿O es que se tachó a Ernesto Sabato de asesino, tras publicar El túnel, o a Patrick Süskind de psicópata tras su novela El perfume? Conviene que algunos recuerden las palabras prologales que Juan Manuel de Prada colocó al frente de Las máscaras del héroe: “En este país, al punto de vista se le considera solidaridad del autor con sus personajes”. No caigamos en el ingenuo error de confundir, ya en el siglo XXI, al autor con sus criaturas.

Y una crítica insoslayable, ahora sí, a la editorial. La contraportada del tomo que estoy manejando dice que la novela se lanzó simultáneamente en doce países e idiomas. Eso está bien. Pero tal celeridad no es excusa que justifique la abrumadora cantidad de faltas de ortografía que abochornan el libro. Para citar sólo un caso (el eterno tema de la b y la v). anotaré disparates como Soplava (p.11), levantava (p.30), estava (p.246) o tubiese (p.262). Y les puedo asegurar que es un breve botón de muestra en medio de un catálogo extensísimo.

viernes, 16 de agosto de 2013

La Luz Prodigiosa



Sin duda, muchos de ustedes recordarán la película, protagonizada por Alfredo Landa y otros actores memorables. Aventuraba la hipótesis de que el poeta granadino Federico García Lorca no había muerto en el verano de 1936 después de su inicuo fusilamiento, sino que sobrevivió. Un niño que ejerce tareas de pastor escucha las detonaciones, acude al lugar donde están los cuerpos de las víctimas y comprueba que uno de ellos todavía respira. Se lo lleva al lugar donde vive, logra que un médico se acerque hasta allí y, lentamente, el fusilado se recupera. Aparentemente, ha perdido la memoria y la capacidad de habla... Pero con el paso del tiempo comenzarán las sorpresas.
Aquella narración fílmica estaba inspirada en una novela de Fernando Marías, con la que obtuvo el premio Ciudad de Barbastro en 1991; y hoy la traigo hasta esta página.
Quien se adentre en ella (y se lo aconsejo, porque es fantástica) descubrirá que las divergencias con la película son notables. En la obra de Marías, todo arranca con un periodista que tiene que cubrir un evento poético en Andalucía. Tras realizar algunas grabaciones más o menos convencionales, con las que espera cubrir el expediente, se encuentra por la noche, mientras toma unas copas, con un viejo borracho, que le termina por revelar que el poeta de Fuente Vaqueros no murió en agosto del 36, sino muchísimo tiempo después. Él en aquella época no era una persona derrotada, como lo es actualmente, sino un joven que se ganaba la vida repartiendo pan con su motocarro. Un día, mientras realizaba su ruta por los pueblecillos, descubrió los cuerpos de unas personas que acababan de ser fusiladas. Uno de los hombres había conseguido arrastrarse durante unos metros y todavía parecía respirar. Él lo subió en su vehículo, se lo llevó a casa para intentar curar sus heridas... Y comienza otra historia. En ella hay puntos de conexión con la película de Miguel Hermoso, pero también muchos elementos divergentes, que aportan a espectador y lector matices distintos.
El viejo borracho que le cuenta su historia al periodista terminará reconociendo sobre el poeta rescatado: “Sabía que lo único de alguna importancia que había hecho, lo único que justificaba mi vida, era haberlo salvado al comienzo de la guerra” (p.110). Un dictamen muy diferente del que reserva para cierto “profesor extranjero” (cuyo nombre no aduce, pero que muchos lectores podrán imaginar), que a su juicio sólo habla del poeta para magnificar su propia imagen de investigador arriesgado y roturador de caminos. Y, sobre todo, para vender la mayor cantidad de libros posibles.
Si les gustó la película, lean esta novela porque les resultará igualmente grata. Si no conocen ni una ni otra, comiencen por el texto de Fernando Marías y luego vean las imágenes de Miguel Hermoso. Me agradecerán el consejo por partida doble.

lunes, 12 de agosto de 2013

Interior azul



Lo mejor que tienen los milagros, aparte de su condición sobrenatural, es su carácter imprevisto. Como dijo el pintor James Whistler con respecto al arte: simplemente suceden. En medio del centenar de libros que suelo leer al año, es normal que aproximadamente una docena me parezcan buenos o muy buenos; pero apenas dos o tres los marco con un asterisco, para recordar que los quiero releer dentro de unos años o (me guía el optimismo) dentro de unas décadas. Son lo especial entre lo bueno, lo selecto entre lo admirable. A veces es un poemario; a veces, una novela; más raramente, un libro de aforismos o uno de ensayo. El libro de relatos Interior azul, que firma Anna R. Ximenos y que edita hermosamente Fondo de Cultura Económica, ya tiene su asterisco en la página de respeto. Y supe que se lo pondría desde la mitad del volumen. Así me pareció de acertado y hermoso.
Todas sus historias tienen como título un nombre de mujer (una poeta, una novelista, una pensadora) y se construyen con una técnica sólida y muy bien meditada: seleccionar instantes, diapositivas, ángulos privilegiados o secretos de sus personajes, para ir esculpiendo con ellos su retrato íntimo. El resultado final es un ramillete de historias donde todos los grandes y pequeños recovecos del alma resultan retratados y diseccionados con elegante prosa: el deseo entre dos mujeres, la derrota y la sumisión, la escritura como exorcismo, la búsqueda de un remedio a la enfermedad, la traición, el suicidio, el amor imposible... Mil pasillos interiores del ser humano que encuentran acomodo y análisis en estas páginas.
Anna Ajmátova se plegará a escribir un poema laudatorio sobre el inicuo José Stalin, que enviará a su hijo Lev, preso en un durísimo campo de concentración por orden del dictador; Jane, la esposa de Paul Bowles, no podrá evitar la atracción que sobre ella ejerce su sirvienta Cherifa; Marguerite Duras envejecerá dificultosamente junto al joven Yann Andrea; la poeta Anne Sexton comenzará a redactar versos por sugerencia de su psiquiatra, como mecanismo para liberarse de sus demonios; Anna vivirá inmersa en una relación más que difícil con su padre, el célebre Sigmund Freud; Karen Blixen (inmortalizada en el mundo de la literatura con el seudónimo de Isak Dinesen) quedará dibujada en cuatro viñetas memorables; Katherine Mansfield atravesará un auténtico calvario emocional y físico junto al esotérico Gurdjieff; Carson McCullers podrá conocer la enrevesada condición de algunos hombres mientras toma clases de piano con Mary Tucker; Hannah Arendt se enamorará, pese a su condición de judía, del filósofo pronazi Martin Heidegger...

Las historias que este libro contiene son, como decía, bellísimas; pero también amargas, melancólicas, reveladoras del atroz sufrimiento que todas sus protagonistas, sin excepción, tuvieron que atravesar y del que no salieron ni mucho menos indemnes. A veces, las vidas son pantanos o tienen instantes de pantano, y atravesarlas sin bajar la frente y sin dejarse derrotar es un ejercicio durísimo que no todos pueden culminar con éxito. Las mujeres que dan nombre a estos relatos son sometidas a experiencias traumáticas, a momentos terribles de prueba o de abatimiento. Unas sobrevivieron, otras no. Anna R. Ximenos, que posee una mirada inteligente y una escritura muy eficaz, convierte todas esas peripecias en prodigiosos relatos. Sin duda, uno de mis descubrimientos del año 2013.

martes, 6 de agosto de 2013

Mi vida junto a Pablo Neruda



Si el oceánico Pablo Neruda nos regaló, con carácter póstumo, muchos libros de poesía, también Matilde Urrutia, la asombrosa mujer que compartió las últimas dos décadas de su vida, nos entregó, doce años después de su muerte, un volumen acerca del más universal de los poetas del siglo XX.
En él, mezclando con sabiduría la ternura, el compromiso político, la nostalgia y la sinceridad, nos va revelando al Pablo Neruda más íntimo, a ese Neruda al que sólo ella tuvo el privilegio de conocer desde la convivencia diaria y desde el diario amor. Así, nos cuenta cómo Pablo decidió casarse con ella en la isla de Capri, utilizando a la luna como sacerdote de la ceremonia; o nos refiere con delicadeza el modo en que éste fue rellenando la monumental casa de Isla Negra con objetos y recuerdos de todo el mundo; o cómo Pablo solía llenar las paredes con frases recortadas en cartulina, diciendo Te amo, Matilde. Y también, porque el dolor es siempre el reverso de la medalla, nos comunica los instantes de angustia, los momentos de separación, y sobre todo los agónicos días que siguieron al golpe de Estado que, en 1973, acabó con la vida del presidente constitucional Salvador Allende, amigo de Pablo. “Yo no me iré de Chile, yo aquí correré mi suerte. Éste es nuestro país y éste es mi sitio”, le dijo a Matilde, cuando el gobierno mexicano les ofreció salir del país con su ayuda. Pero quizá la escena más dolorosa del libro sobreviene cuando su viuda nos relata cómo Pablo se desgarró el pijama, anegado por el llanto, cuando supo de los fusilamientos masivos en su país, justo después del golpe de Pinochet.
Matilde Urrutia manifiesta, como uno de los ejes de su obra, que no debe concederse a los asesinos y torturadores chilenos el beneficio de la indulgencia (“Lucho por borrar los peores recuerdos de esos años, pero éstos se han quedado en mi memoria como tatuados y afloran sin cesar, quizá para que no olvide. No hay que olvidar”), pero no es esto lo principal del libro, desde luego. Ella sabía bien (y así lo manifiesta en repetidas ocasiones en este tomo) que Neruda amaba sobre todo la alegría, el esplendor de la felicidad; Matilde nos cuenta muchas veces cómo Pablo convertía todo en una fiesta de los sentidos, en un carnaval de risas y de bromas, y por eso el tono general de este libro de memorias resuena con los frescos estallidos de las carcajadas comunes: carcajadas por vivir, por estar juntos, por habitar la luz; carcajadas por la felicidad y por los contratiempos, por la adversidad y por la dicha. La misma autora lo reconoce, con palabras que no conviene olvidar: “Siempre he dicho que conocí la vida perfecta y, si existe un paraíso, debe ser como esta armonía de vida que me tocó en suerte vivir”.
Todo lo que Pablo Neruda no nos dijo en su espléndido volumen de memorias Confieso que he vivido nos lo dice aquí Matilde desde el costado mismo del autor, fiel compañera de sus últimos años y fiel custodia de su posteridad. En unos tiempos envilecidos por la amnesia y salpicados por el odio, Matilde Urrutia supo ir anotando día a día sus recuerdos y el conjunto de sus reflexiones y emociones, que aquí nos transmite la imprenta con la indeleble calidad de este tomo.

Pablo (nos lo dice su viuda) “era un investigador de su país. Quería saberlo todo. Quería que su patria fuera un libro sin ningún secreto para él”. Y hoy, gracias a la fortaleza de esta mujer pequeña, gracias a la Patoja, Neruda se nos ofrece más claro y más desnudo ante nuestros ojos.

domingo, 4 de agosto de 2013

Los silencios del Atlántico



Elías Meana, el escritor salmantino afincado en Molina de Segura, vuelve a las mesas de novedades de las librerías con una novela ambientada en el mundo del mar, que le publica el sello Noray. Esta vez se trata de la obra que lleva por título Los silencios del Atlántico, una historia de espionaje y amor que demuestra una vez más su solidez como narrador y su solvencia como constructor de historias.
Estamos en el año 1943 y el capitán Emilio Ballvona recibe en su barco la visita de la teniente Esther Ryle. Ella le explica que, desdeñando la neutralidad oficial que el gobierno de Franco mantiene en la guerra, muchos capitanes de barcos bajo bandera española están ayudando (o son obligados a ayudar) a submarinos alemanes, haciéndoles llegar combustible en alta mar. La teniente, una vieja conocida del capitán Ballvona, le ruega que colabore con los aliados en una complicada operación de espionaje que tiene como objetivo detener esos suministros y, al mismo tiempo, capturar una máquina Enigma, utilizada por los nazis para codificar sus mensajes. Tras aceptar la misión, el capitán Ballvona se trasladará hasta La Habana, donde comienza realmente su tarea como espía aficionado. Allí conocerá al capitán Arnaldos, responsable del Magallanes, que está colaborando a regañadientes en el suministro de combustible a los nazis. A bordo del Magallanes, por cierto, viaja una “ilustre señora” (sic) llamada doña Carmen, según se explica en la página 122.
Durante todo el desarrollo de la novela asistiremos al doble protagonismo de los capitanes Ballvona y Arnaldos, que sustentan acciones paralelas y en cierto sentido complementarias: dos personas honestas, firmes, honradas, que luchan en el fondo por lo mismo aunque les haya tocado mantenerse en platillos diferentes de la balanza. En tiempos difíciles, las máscaras que se adoptan para sobrevivir pueden ser más quebradizas e inestables de lo que en un principio pudiera parecer. Y las personas rectas y honorables, por debajo de los disfraces, siempre se acaban entendiendo.
Elías Meana nos facilita en esta estupenda novela varios combates marítimos de inmejorable dibujo, escenas de amor, reflexiones sobre la fidelidad, el servicio a la patria, el respeto por uno mismo y una porción de escenas memorables que los lectores irán descubriendo durante el desarrollo de la obra.

Y si el lector que decida meterse en esta obra no domina ni mucho ni poco el vocabulario del mar, que no se agobie en absoluto. Aunque Elías Meana lo utiliza con profusión y siempre de una forma adecuada y exacta es posible avanzar por la novela sin que tales términos estorben a la intelección. Doy fe.