miércoles, 31 de julio de 2013

El sueño del otro



Cada día se repite el proceso: adviertes que la fatiga te invade, que el sueño se aproxima y, poco a poco, te vas rindiendo al sopor. Una vez que la desconexión se ha cumplido, tu mente se involucra (y te involucra) en un juego distinto, con reglas anómalas o invisibles. A esa operación la llamamos sueño, y constituye uno de los grandes enigmas del ser humano: nos convertimos en guionistas, directores o actores de una película cuyo origen, desarrollo y final ignoramos. Por sorprendente que parezca, así es. A veces, esa película nos depara tórridas escenas de sexo con personas próximas o desconocidas; a veces, aterradoras secuencias de niebla o persecución; a veces, melancólicos instantes con seres queridos que ya no están. En el mundo de la literatura, la fértil vinculación entre los sueños y la realidad ha producido todo tipo de maravillas, desde la profecía (Crónica de una muerte anunciada) hasta el preámbulo (La metamorfosis), pasando por la reflexión filosófica (La vida es sueño).
Ahora, agitando en la coctelera varios licores asombrosos (donde no faltan ni siquiera unas gotitas de Matrix), Juan Jacinto Muñoz Rengel nos presenta en su último libro una propuesta tan arriesgada como convincente. De un lado tenemos en ella a Xavier Arteaga, un profesor de Historia de vida muy discreta; del otro tenemos a André Bodoc, un periodista televisivo de fama. No viven en la misma ciudad. No frecuentan los mismos círculos. De hecho, sería difícil detectar nexos que los vinculen, ni afectiva, ni intelectual, ni siquiera profesionalmente. Pero un laberinto onírico de incontestable y creciente vigor los acerca: cada uno sueña de noche con el otro. O por decirlo de forma más exacta: cada uno es, en sueños, el otro; y al despertar recuerdan lo que han vivido en el lado opuesto con una nitidez angustiosa. Como es natural, Xavier y André se irán obsesionando paulatinamente con esta situación, que irá ramificándose sin tregua. Un día, ambos advierten que el carácter estanco de sus vidas resulta engañoso y que pudieran estar generándose fisuras que las hace convergir y fundirse («Era como si de repente la membrana entre los dos mundos se hubiera vuelto permeable», p.255). Se entra así en la zona más complicada de la novela, que Muñoz Rengel resuelve con brillantez y dejando en el ánimo de los lectores no pocos interrogantes. ¿Cuál de los dos protagonistas es una ensoñación del otro? ¿Lo son ambos? ¿No lo es ninguno? Sabiendo que juega en un terreno peligroso (adentrarse en el cenagoso espacio de los sueños y de las fronteras entre estos y la realidad supone aceptar una apuesta que bastantes narradores han perdido de forma estrepitosa), el creador malagueño utiliza su preparación filosófica para construir un relato donde la complejidad no procede del léxico empleado, ni de la arquitectura misma del texto, sino de los vaivenes especulares o concéntricos que la obra sugiere y comporta. Como la mano que se dibuja a sí misma dibujando (Escher), los capítulos de El sueño del otro nos sumergen en un maremoto irremediable, en un carrusel vertiginoso del que se puede salir mareado, porque nos llegan a proponer reflexiones de gran fuerza sugestiva, que terminan por obligarte a pensar («Piensa en esto, ¿cómo sabemos que no existe un número limitado de mentes? Pongamos cien mil. Y que ese número limitado de mentes se encuentra distribuido entre los siete mil millones de personas de la población mundial. ¿Cómo podemos saber que no es así?», p.231).

Juan Jacinto Muñoz Rengel, ingenioso, denso, paradójico, provocador, nos lanza su reto narrativo y emerge triunfante del atolladero. Una vez más, el novelista andaluz se sale con la suya.

domingo, 28 de julio de 2013

Aquí yacen dragones



En España, por lo que sea (nuestros misterios como país son a veces insondables), toleramos a regañadientes que una persona pueda brillar en dos o más actividades distintas. Nos parece un abuso, una extralimitación, un chirrido contra nuestro sistema mental de compartimentos estancos. De ahí que nuestra primera reacción siempre sea la desconfianza, el resquemor, el gesto descreído: un prosista de calidad no pinta cuadros; un político no escribe novelas; un ingeniero de fama no puede ser un aceptable poeta; un profesor de Derecho no compone música. Los artistas múltiples o proteicos nos sacan, en sentido literal, de nuestras casillas.
Pero conviene a las personas inteligentes desprenderse cuanto antes de los ropajes del prejuicio, así que hoy traigo a esta página un libro de cuentos (el primer libro de cuentos, en realidad) del cineasta Fernando León de Aranoa. Seguro que una gran mayoría de los lectores lo conocerán por haber dirigido Princesas o Los lunes al sol, pero no sé cuántos sabrán que también ha obtenido galardones como prosista en premios de tan sólido prestigio como el Camilo José Cela o el Antonio Machado. Pues bien, hay que decirlo cuanto antes: el volumen Aquí yacen dragones (magnífico desde su prólogo) es un auténtico festín para los amantes de las letras. Con una escritura solvente, elegante y clara, Fernando León de Aranoa recopila aquí ciento trece relatos de variada extensión pero de uniforme belleza, en los cuales juega con el humor, lo fantástico, lo cotidiano y lo irónico, y obtiene resultados plausibles.
Ahora bien, ¿cómo trasladar ese centón de historias a esta reseña? ¿Cómo condensar en quinientas palabras todas sus virtudes? Elegiré algunas, que puedan erigirse en muestreo, que no resumen, del tomo: Corazones nos comenta las insospechadas (gratificantes, unas veces; inquietantes, otras) consecuencias de cobijar en el pecho, por costumbre familiar, dos corazones; en Los adioses, sumándose a la tradición de los sentimientos de alquiler, como los de las antiguas plañideras, se propugna un singular ‘comercio de despedidas’, donde conseguir a pie de tren desde un abrazo amistoso hasta el beso dulce de una desconocida; Mi Waterloo demuestra que el amor y el desamor pueden ser codificados con el vocabulario y las imágenes de una campaña militar; Caja negra nos lanza una pregunta curiosa: ¿qué palabras quedarían registradas en una ruptura amorosa si cobijáramos en nuestro interior un dispositivo para grabaciones?; Saldo es una historia doméstica, laboral y sentimental construida sobre una contabilidad de besos; El error de Arquímedes condensa, en cuatro líneas de humor, una verdad acuática que cualquier padre o madre podría suscribir; Las muertes de María nos explica que la muerte de una persona siempre constituye un poliedro de dolores para aquellos que la rodean... Pero yo llamaría la atención especialmente sobre dos apuntes de este libro: Minas (muy ilustrativa de cómo una simple inversión de planos puede revelar la monstruosidad de nuestro talante y nuestro comportamiento) y Los turistas como pueblo (una metáfora aeronáutica que conviene no perder de vista: los estabulados y maltratados ocupantes de la clase turista se rebelan contra los privilegios de los ocupantes de la clase business, y toman el control del avión).

Hablaba el cantautor Joaquín Sabina en una de sus canciones de «más de cien mentiras que valen la pena». Parece, de verdad, que se estuviera refiriendo a este libro.

domingo, 21 de julio de 2013

Olvidado rey Gudú



En el añ0 1971, Ana María Matute, tal vez la mejor escritora española del siglo XX, dio a luz su texto La torre vigía, ambientado en la Alta Edad Media y rebosante de imaginación creativa. Y la editorial Lumen, cuando nos entregó dicha obra en 1973, apuntaba en su contraportada: “En la actualidad, Ana María Matute está terminando una nueva novela: Olvidado rey Gudú”. Mucho ha llovido desde entonces, y sólo un cuarto de siglo después pudimos gozar con el magno universo literario que allí se nos prometía.
Todo en esta ciclópea producción desborda los límites previstos. En primer lugar, su desaforado tamaño (casi novecientas páginas). En segundo lugar, la fantasía inusual de su lenguaje, armado sobre un poderoso dominio de la sintaxis, que mece al lector con músicas estudiadísimas y eficaces. Y en tercer lugar (y por resumir de alguna manera), la increíble capacidad que Ana María Matute seguía poseyendo para esculpir tipos humanos, de majestuosa densidad y de un captador brío. Nada queda en Olvidado rey Gudú al azar; nada sirve como relleno. La novelista catalana, sin permitirse un segundo de respiro en su labor creadora, almacena datos, perfiles, colores, viajes, combates y fiestas; y construye de ese modo, levantándolo con la sola fuerza de su imaginación, un reino vasto, un territorio mítico donde fulgen las espadas e imperan las pasiones. Al final, los lectores, inmersos en este mundo desde las primeras páginas, se sienten cautivados para siempre, aunque el libro concluya.
Y es que Ana María Matute, seducida por las fábulas de su niñez, ha querido rendir tributo a Andersen, Grimm y Perrault, auténticos Reyes Magos de su infancia (de tantas infancias). Y para labrar ese hermoso homenaje no ha acudido a la construcción de un ensayo, ni al urdimiento de una novela farragosa, sino a la embriagada recreación de aquellas locas fantasías que la conmovieron con atinadas imágenes de amor, honor y magia. Por tanto, y guiada por estas luces, ha ido dibujando durante décadas el espacio genuino de Olar, donde brillan la odiosa conducta de Volodioso, la dulzura sin límites de Almíbar, la regencia inteligentísima de la reina Ardid, la burda soberbia del rey Gudú o los infantiles caprichos de Tontina. Todo está ahí, todo encaja como en un perfecto engranaje, y el lector lo agradece recorriendo sus páginas sin percibir fisuras en el conjunto, y deleitándose en cada párrafo.
Se ha dicho que el libro contiene equivocaciones. ¿Cómo no habría de ser así, con su ciclópea extensión? Es cierta que en la página 152 se habla de que están infringiendo bajas y que algunas veces se producen errores cronológicos, pero, ¿acaso menudencias así empañan el trabajo novelístico de Matute? No creo que pueda sostenerse en pie una teoría tan injusta y tan mezquina.

Se ha dicho también que el libro contiene un exceso de imaginación y de libertad fantasiosa. Un tonto reproche, sin duda. Es cierto que en la novela que Ana María Matute nos propone abundan las hechiceras, los trasgos y hasta las ondinas, pero no es menos verdad que de estas magias surge un universo en el que nos transforma en niños que gozan con las páginas y que se extasían con su relato. Sólo quien se haga niño y se desprenda de prejuicios culturalistas llegará a entender esta obra. Sólo quien se haga niño entrará en el reino de Gudú.

viernes, 19 de julio de 2013

Aeropuerto de Funchal



Yo tenía 20 años y estaba convencido de que quería escribir y publicar libros. En aquel momento (1986) el formato editorial que más me gustaba era Anagrama, porque no sólo editaban de forma muy hermosa sino que leían a los autores emergentes. Y aunque jamás les envié ninguna novela (supongo que porque me mostraba inseguro de que valieran la pena) sí que leí bastantes números de su catálogo. Uno de los primeros fue Alguien te observa en secreto, de Ignacio Martínez de Pisón. Y ahora, un cuarto de siglo después, descubro una antología del escritor zaragozano en la que incluyen uno de aquellos cuentos memorables. Se trata del tomo Aeropuerto de Funchal, que sale con el sello Seix Barral y que he leído con auténtico placer.
“Los nocturnos” nos traslada, de la mano de la Gran Orquesta Acapulco, hasta el itinerante universo de esos músicos que amenizan verbenas y que se pasan la mitad del tiempo en la carretera o soportando groserías de los parroquianos. Un viaje nocturno en la furgoneta servirá al narrador para contarle a uno de los nuevos cómo se enamoró de Elisa, mala vocalista a la que quiso encumbrar por todos los medios y de la que terminó distanciándose. “La hora de la muerte de los pájaros” es la historia de un amor adolescente, de gran belleza, entre primos. Nos habla de veranos de acercamiento y de septiembres de separación. Y todo ello rubricado con un colofón de languidez. “Boda en el hotel Colón” presenta a un personaje entrañable, patético, humorístico y melancólico (todo mezclado): Anselmo Soler, animador de bodas. “Siempre hay un perro al acecho” nos coloca ante un tema horrible, que produce escalofríos sólo mencionar: la muerte de los hijos. “El ramo más grande de Valladolid” tiene como protagonista a un director de cine porno blando, que se encuentra en un casting a una persona importante de su pasado...

En suma, un conjunto de historias decantadas, elegidas por el propio Ignacio Martínez de Pisón como las más logradas o significativas de su producción, que facilitan unas horas de lectura sumamente agradables. No se equivocan quienes apostaron por él desde el principio. No nos equivocamos tampoco quienes lo leemos con fidelidad desde hace casi tres décadas.

miércoles, 17 de julio de 2013

La isla y otros relatos



Francisco Javier Illán Vivas (Molina de Segura, Murcia, 1958) es novelista, poeta, cuentista, crítico literario y agitador cultural de notable envergadura, que no deja de sorprender a sus lectores con propuestas en constante mutación: lo mismo publica una novela de corte fantástico que se descuelga con un libro de versos; lo mismo reseña incansablemente libros de todos los géneros que se sumerge, como ahora ha hecho, en la composición de un volumen de cuentos de terror. Su imaginación, febril y proteica, no admite la anquilosis. Carmen Clemente, que se encarga de presentar al escritor en un breve pero muy atinado prólogo, se decanta también por subrayar esa condición versátil de su escritura, así como su tendencia a situar los espacios narrativos en lugares de la región de Murcia (por estas páginas encontramos el Mar Menor, la isla Perdiguera, Tabarca, Molina de Segura o la propia Murcia), pero igualmente podríamos referirnos a la presencia constante del insomnio como caldo narrativo, a las adjetivaciones fulgurantes que de vez en cuando nos entrega en sus líneas (“Titánica antigüedad”, “puertas caóticas”, “blasfema oscuridad”, “miedo cervuno”) o a la capacidad que muestra Illán Vivas para alterar nuestros nervios en el espacio de unas pocas frases... En La isla nos encontramos con dos parejas que se ven empujadas por una tormenta hasta un lugar que parece existir fuera del tiempo y donde descubrirán la condición cenagosa del horror; en La casa de mi madre, el pánico proviene de una enorme vivienda cerrada, donde habita una figura abominable; en El libro será un misterioso volumen de Jawaharlal el que construirá alrededor del protagonista un mundo de zozobras; en Roberto la horripilancia se esconde en un parque de atracciones que cambia con la llegada de la noche; en El secreto de Zeos descubriremos el escalofrío en el espacio exterior a la Tierra, gracias a unos misteriosos hongos... ¿Es necesario seguir? Bien claro resulta que Francisco Javier Illán Vivas es capaz de situar sus historias en los lugares más variopintos (un avión, un jardín de La Alcayna, etc) y que sabe extraer siempre de ellos el ángulo más tenebroso, más inquietante, más inesperado. Sin duda este libro es una excelente propuesta para los amantes del género.

domingo, 14 de julio de 2013

Tiempos ridículos



Creo que los tiempos modernos nos han deparado, entre otras erosiones y vacíos, el desamparo de intuirnos huérfanos. Es decir, la sospecha de que apenas existen ya figuras intelectuales de rigor, peso y solidez, que nos trasladen serenidades, juicios rigurosos e inteligentes y análisis objetivos y cívicos de los problemas que nos circundan. Miguel de Unamuno, José Ortega y Gasset o Bertrand Russell parecen ya no estar. Y no es que nuestros barcos carezcan por ello de brújulas o cartas náuticas sino que, reconozcámoslo, la luz de los faros alegra, orienta y tranquiliza. Disponer de una referencia externa que sea fiable no exonera del pensamiento propio, pero sí que lo enriquece y perfecciona. Desde hace años, fruto de una lenta decantación, he ido eligiendo, como imagino que hará todo el mundo, mis propios faros. En ellos encuentro calma, ocasiones para la reflexión y prosa excelente, que me maravillan en la lectura y en la relectura. Y si tuviera que reducirlo a aquellos que jamás me han decepcionado tendría que anotar tan sólo dos nombres: Antonio Muñoz Molina y Javier Marías.
Ahora, la editorial Alfaguara nos ofrece, reunidas en un volumen de casi cuatrocientas páginas, las noventa y seis columnas que este último publicó en el suplemento dominical de El País entre febrero de 2011 y febrero de 2013. Y me vuelvo a encontrar con la elegancia inteligente de uno de los analistas más sólidos de la realidad española. Usando la ironía, la memoria, la objetividad y, sobre todo, una prosa donde la belleza se une a la progresión implacable, Javier Marías nos habla de temas grandes y pequeños, de temas nacionales y foráneos, de personas vivas y muertas, de asuntos antiguos y modernos, de libros, del Real Madrid, de la iglesia católica, de los desmanes extrañamente impunes de los políticos, de la situación de los gays españoles, del atosigante control que se ejerce sobre nosotros desde que estamos siempre localizables en el teléfono móvil, de su admiración por el polémico consorte británico Felipe de Edimburgo y tantos otros temas más. El resultado de esa amalgama aparentemente loca (que no es sino fruto de la atención semanal a los mil temas variadísimos que la vida nos va suministrando) es un fresco impecable de la España del siglo XXI, difícil, complicada y marrullera, por citar a Enrique Santos Discépolo, en la que todos vivimos inmersos y que este libro nos ayuda a entender.

Porque de eso se trata, fundamentalmente: que una mirada exterior, si es lúcida y está bien trenzada, arroja luces sobre lo que observamos a diario sin darnos cuenta de sus detalles. Y por eso resulta tan necesario estar pendientes de lo que ese tipo de miradas capturan para sí mismas y para nosotros, en un doble ejercicio de aprendizaje y de enseñanza. Javier Marías es un espectador (en el sentido orteguiano de la palabra) que mira y anota, que saja y muestra, que reflexiona y comparte. Por eso leo sus páginas desde hace muchos años con atención, con admiración y con respeto. Y me gusta que, periódicamente, la editorial Alfaguara nos entregue sus artículos, agavillados en un tomo, para su conservación y su paladeo constante. En nuestros días y en nuestro país, pensar con independencia se está convirtiendo en una aventura insólita, que algunos practican de manera fervorosa. Javier Marías es uno de ellos.

miércoles, 10 de julio de 2013

Los 96



Estamos en el monasterio de Santa María de Poblet, en Tarragona. En concreto, el día 21 de diciembre de 2012, justo la fecha en que ciertas profecías mayas anuncian un acontecimiento cósmico de incalculable importancia. Noventa y tres figuras angélicas esperan allí la llegada de tres compañeros que andan aún rezagados y sin los cuales no pueden efectuar la ceremonia que preparan. El primero de los ausentes es Yelaiel, y se encontraba dentro del cuerpo de un hombre llamado Marcelo, compañero del mendigo Horacio; el segundo es Amael, y ha pasado los últimos tiempos dentro de Valentina, una chica que ha sufrido atrocidades sexuales por parte de una energúmenos paramilitares en las inmediaciones de Kosovo; el tercero es Menadel, que ha vivido dentro de una sanadora nepalí... De pronto, la narración de Joaquín García Box da un salto y nos retrotrae hasta el momento en que se produjo la crucifixión de Jesús de Nazaret (episodio que ocupa las páginas 207-232 y que destaca por su singular belleza descriptiva) y se nos cuenta que tres arcángeles acuden a su lado para informan al Hijo de Dios acerca de un hecho que sucederá en 2012, para el que es imprescindible su concurso.
Tras todos estos preámbulos, formidablemente minuciosos, la acción se sitúa ya en el siglo XX, girando alrededor del misterioso cataclismo que sobrevendrá en la citada fecha prevista por los mayas... ¿Qué es exactamente lo que va a ocurrir entonces? ¿El fin del mundo? ¿Un “cambio de ciclo”? Facilitar la respuesta a los lectores sería arrebatarles parte del encanto de esta obra; y jamás me permitiría esa vileza. Sí diré que se preparen para encontrarse en sus páginas con George W. Bush, presidente de los Estados Unidos; con el papa Juan Pablo II; con un misterioso texto llamado por muchos El Evangelio de Tobías; con un falso cardenal que se infiltra en el Vaticano; con varias muertes terribles; y con no pocos enigmas que se van deslizando en la lectura con calculada sagacidad. La emoción de la lectura está plenamente garantizada, pueden creerme.

Pero no quiero anticiparles nada más del libro, así que me limitaré a decir que es una interesante primera novela del autor. Una muy interesante primera novela, en realidad. Esperaremos con interés su siguiente producción, a ver qué nos depara.

domingo, 7 de julio de 2013

La tristeza de las tiendas de pelucas



De vez en cuando, rebuscando entre los libros que las mesas de novedades nos ofrecen, se encuentran sorpresas agradables. Es lo que me ha ocurrido a mí con La tristeza de las tiendas de pelucas, de Patxi Irurzun (Pamplona, 1969), una colección de relatos muy sólidos que he leído con auténtico interés. Lo primero que me llamó la atención fueron los títulos chocantes de algunos de los cuentos (“Mi padre, los libros Reno, Ned Flanders y los beats, todo en la misma frase”, “El año de la lengua azul en la ciudad del mundo al revés”, etc), pero pronto me convencí de que tales marbetes no escondían humo narrativo, ni extravagancias de jovencito rompedor que juega a epatar pero luego no ofrece nada a cambio, sino páginas de brillante contenido e impecable ejecución, donde muchos frentes temáticos eran abordados con maestría: la condición metafórica de un vehículo urbano (“El mundo es un autobús”); las realidades angustiosas que se pueden esconder bajo un disfraz aparentemente risible o patético (“El vértigo de Spiderman”); una escena de bar que podría haber rodado Luis García Berlanga (“¿Para qué vamos a perder el tiempo hablando si podemos arreglarlo a hostias?”); secuencias donde el humor, la modernidad y hasta una cierta truculencia conviven sin fricciones (“Fray Spray”); la decadencia irremediable de una antigua estrella del pop juvenil de los años 80 (“Superpop o La tristeza de las tiendas de pelucas”); el modo en que la situación actual golpea a los más jóvenes (“Trigesimoquinta crisis”); crónicas de fracasos personales que nos deparan una sorpresa última (“Peaje”); cuentos donde se coloca a Felipe de Borbón como uno de los narradores (“Espejo de príncipes”); y hasta una historia donde la inquietud o la zozobra nos pueden llevar hasta las fronteras del horror (“El censo del miedo”).

Creo que estamos ante un buen libro de relatos, donde se advierte la solvencia técnica del autor y donde se percibe que sus posibilidades literarias (apenas sobrepasa los cuarenta años) son más que interesantes. Yo, desde luego, voy a estar atento a sus producciones a partir de ahora.

martes, 2 de julio de 2013

Todo lo que era sólido



Escribió una vez Jorge Luis Borges acerca de un mapa tan avaricioso de detalles que había alcanzado dimensiones monstruosas, hasta el punto de que coincidía minuciosamente con el territorio que pretendía dibujar. Una hipérbole parecida me acecha a mí cuando intento redactar estas líneas sobre el último libro publicado por Antonio Muñoz Molina. Son tantas las notas que he tomado durante su lectura, tantos los asteriscos que he ido señalando en los márgenes del volumen, tantas las imágenes hermosas y las frases atinadísimas que he sentido el impulso de subrayar que tan sólo alineando esas palabras excedería los creces los límites de espacio que tengo impuestos en esta reseña. En síntesis (y con el peligro que todas las síntesis encierran, por su esquematismo), podríamos decir que en estas nuevas páginas del escritor andaluz nos encontramos ante una reflexión serena y lúcida sobre el estado en que se encuentra España desde que nos ha explotado entre las manos la crisis, que él analiza con lacerante diafanidad: unos políticos que se han instalado complacientemente en el poder y en los medios, convirtiendo un oficio de servicio público en un refugio profesional bien pagado y bien pensionado, en el que la mediocridad no es una traba, sino una virtud; unos banqueros que han actuado con inconsciencia (en el mejor de los casos) o mala fe (en el peor); unos periodistas que no han sabido actuar como inquisidores de la verdad, y que han sucumbido al servilismo o la ceguera voluntaria... Pero también (y Antonio Muñoz Molina elige no refugiarse en la fácil disculpa a posteriori) intelectuales y ciudadanos que, a pesar de recibir durante años un aluvión de informaciones sobre las cifras de beneficios de bancos y empresas, entelequias millonarias (olimpiadas, exposiciones universales, parques temáticos, etc), obras faraónicas sin aparente sentido y otros desmanes, jamás se preguntaron de dónde salían esas cataratas de dinero o quién se lucraba con ellas. El escritor formula en la página 149 unas interrogaciones tan sencillas como nítidas: «Cómo es que ese ruido no nos atronaba. Qué veíamos, en qué estábamos pensando». Porque lo más preocupante de ese período de impunidad, derroche y delirio radica precisamente ahí, en que ciertas situaciones no pueden prosperar si no se produce antes lo que Muñoz Molina llama «la capitulación de los civilizados» (p.166); es decir, la aceptación silente, acrítica, que permite a los innobles campar a sus anchas.
España pasó, quizá con demasiada rapidez, de ser un país pobre dominado por una dictadura a ser un país rico y derrochador, donde nadie se preocupó de instaurar una verdadera y necesaria pedagogía democrática, donde se enseñase que la tolerancia, el respeto y el esfuerzo común importaban mucho más que las intransigencias, los dispendios y las fanfarrias. Y por eso todo lo que era sólido y se tenía por inmutable (la educación, la sanidad, la justicia, el empleo, la solvencia económica) comienza a resentirse de un modo notorio. Pero Antonio Muñoz Molina, con la misma abrumadora lucidez que ha empleado para diseccionar los tumores del problema, nos advierte de la errónea tentación de dejarnos abatir: «El fatalismo de que nada podrá arreglarse es tan infundado como el optimismo de que las cosas buenas, porque parecen sólidas, vayan necesariamente a durar» (p.213). En su opinión, bastaría que todos nos aplicásemos con insobornable voluntad cívica en nuestro trabajo y que no permitiésemos a los parásitos, mendaces, cínicos y vividores ni un milímetro de margen.

En el prólogo de su obra Asklepios, el último griego, manifestaba Miguel Espinosa que para él teorizar consistía en «enjuiciar desde principios y concluir implacablemente». Con su obra Todo lo que era sólido, Antonio Muñoz Molina avanza en esa dirección y consigue un ensayo bellísimo, tonificante y necesario, que desagradará tanto a los políticos de derechas como a los de izquierdas, quienes se apresurarán a tildarlo de simplista o de demagogo. Es la señal de que acierta en sus análisis.