miércoles, 19 de junio de 2013

Fantasmagoria



Hay dos sentimientos que, en literatura, son difíciles de provocar: el miedo y la risa. De ahí que siempre me haya llamado la atención que incluso los auténticos maestros en esas disciplinas sean designados como autores menores por parte de editores, críticos y hasta lectores cegatos. ¿Es menor el Stephen King que nos aterroriza con sus novelas? ¿Es menor el Eduardo Mendoza que nos provoca hilaridad con sus páginas? Una de las primeras enseñanzas que intento deslizar en la mente de las personas que acuden a mis talleres de escritura es que un texto es bueno cuando, deseando conseguir X, consigue X. Da igual que sea en un género o en otro. Si el autor consigue su propósito es que ha trabajado bien. Lo demás son tontunas joyceanas de meapilas.
Para comprobar cómo está el panorama del terror literario nacional me he leído el volumen Fantasmagoria, compilado por Darío Vilas y editado por el sello Tombooktu, dependiente de Nowtilus. La experiencia, desde luego, ha sido tan enriquecedora como sorprendente, porque pulsaba tantas modalidades y tantas texturas que ha sido una auténtica sorpresa ir devorando cuento tras cuento. Así, descubrí con José Luis Cantos (El columpio) las posibilidades terroríficas de un juego infantil y de una niña que ve cosas vedadas para los demás; sentí de la mano de Ignacio Cid Hermoso un feroz estremecimiento considerando la posibilidad de que un aparato de escucha para bebés reproduzca voces de fallecidos (Caramelitos de fresa); calibré los horrores infinitos que puede contener una estación de metro en la que fallecieron algunas de las personas que la construían, allá por el año 1966 (Francisco Miguel Espinosa nos lo cuenta en Chamberí); constaté gracias a Miguel Aguerralde los inauditos terrores que se pueden esconder en una guitarra azul (El recipiente); Ivan Mourin erizó mi nuca contándome un espeluznante Juego de niños; Javier Trescuadras cambió para siempre mi forma de ver los parques públicos, gracias a su magistral relato Ojos de muñeca; y  David Marugán (no quisiera alargar hasta el extremo la enumeración) me recordó mis días de servicio militar con su historia Sabe nuestros nombres, igualmente impecable.

Muchas vertientes del pánico, sin duda. Muchas técnicas narrativas. Muchas apuestas literarias diferentes en un volumen antológico que merece la pena leer. Se lo recomiendo para las noches de verano, aunque les sugiero que no lo lean en el patio: elijan mejor un sitio donde se sientan seguros. Si existe.

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