miércoles, 24 de abril de 2013

Galicia, Galicia




Para quienes hayan leído (y por tanto admiren) la obra narrativa del gallego Manuel Rivas (compuesta por títulos tan estupendos como ¿Qué me quieres, amor? o El lápiz del carpintero) aquí se nos ofrece, en la traducción de Xosé Mato, una ladera distinta de su creatividad: los artículos periodísticos. En ellos, Rivas continúa con algunos de sus temas predilectos, como las críticas a las tropelías paisajísticas que ha de soportar su tierra, o el elogio fervoroso de las vacas (nos recuerda que hay un millón de ellas en Galicia, y cita con cierta cachaza la frase donde Milan Kundera asegura que el hombre es un simple parásito de este animal).
Nos ofrece también en este libro algunas erudiciones tan simpáticas como la que indica que el futbolín fue inventado por el gallego Alexandre Finisterre, y condimenta sus párrafos con unos aforimos de alta belleza, que acercan el volumen por momentos a los territorios de la lírica o el ensayo (“Sin el esteticismo de lo simbólico, la vida es un plato insípido”; “En la buena poesía, cada palabra es una llave, pero también una cerradura”; etc). Pero sin duda lo más llamativo del libro es ese esperpento cómico que Manuel Rivas titula con gracejo y retranca En el mejor país del mundo (y que se fue publicando en el diario La Voz de Galicia durante el año 1990, por entregas), donde realiza una hilarante parodia del gobierno de Manuel Fraga. Resumir su argumento o pretender establecer un inventario de sus humoradas es uno y lo mismo, pero lo podemos ilustrar medianamente con cuatro secuencias: la celebración de una convención de tránsfugas políticos (multitudinaria, por cierto); el viaje de incógnito que realiza Fidel Castro a La Coruña, para quedarse a trabajar en un convento; la mastodóntica queimada que se organiza llenando de aguardiente el embalse de Portomarín y pegándole fuego con un lanzallamas de napalm (y quien pulsa el gatillo es el propio Manuel Fraga, que quiere ingresar por la puerta grande en el Libro Guinness de los récords); o ese instante en el que Rivas justifica que el presidente gallego consulte con una afamada meiga “en estos tiempos en que las certezas se derrumban y las ideologías ceden ante el Principio de Incertidumbre de Heisenberg” (p.52).
En suma, un libro ameno, divertido y muy bien escrito (yerrarán quienes se obstinen en considerarlo una obra secundaria en el currículum de su autor), con el que se sedimenta más todavía una de las trayectorias literarias más notables de nuestro país.

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