sábado, 8 de diciembre de 2012

Cuadernos (1957-1972)




Francamente, no sé por qué me llama tanto la atención la obra literaria de Emil Michel Cioran (1911-1995): no soy lector habitual de filosofía, el suicidio no figura entre mis asuntos literarios favoritos, apenas sé nada de la nación rumana, me resultan tan incongruentes la fe como el ateísmo y no me gustan los autores monotemáticos. Pero, cada vez que se anuncia un libro nuevo del pensador de Rasinari, me pongo como loco y no paro hasta dar con él y devorarlo. ¿Por qué? No sabría, sinceramente, dar una explicación, salvo la que se deriva de algo tan pueril como incontestable: me encantan los aforismos. Y Cioran, como Nietzsche, es una fuente maravillosa de ellos. Ese pensamiento en burbujas (que tanto provocaba la burla de Jorge Luis Borges cuando se lo aplicaba a Gómez de la Serna) a mí me resulta fascinante, aunque tengo claro que es peligrosísimo: se puede incurrir con cierta facilidad en el error de reducir a un pensador profundo a la condición de mercachifle que vende baratijas vistosas. A mí no me pasa ni con E.M. Cioran ni con Friedrich Nietzsche, pero es evidente que la tentación está ahí, flotando.
Este «filósofo aullador» (p.18), que se consideraba a sí mismo «un eremita en pleno París» (p.23) y que recordó siempre la frase escuchada a un loco en Berlín (Ich will meine Ruhe haben, Quiero que me dejen en paz), tenía muy claro que el núcleo central de su misión filosófica consistía en «sacar a la gente de su sueño eterno, aun sabiendo que cometo un crimen y que valdría mil veces más dejarlos perseverar en él, ya que, además, cuando despiertan, nada tengo que proponerles» (p.174). Toda la lucidez desgarrada de alguien que piensa así se concentra en este volumen, construido a partir de las libretas que el escritor iba rellenando con ideas, aforismos, proyectos y análisis en absoluto complacientes sobre sus propias obras. De ahí que los senderos que nos proponga sean tan variados, tan acres, tan llenos de vértigo; y que no se pueda recorrer de un tirón sin asfixia. A Cioran conviene aproximarse con cautela, con ironía y con la mente liberada —en la medida de lo posible— de prejuicios, porque sólo así se está facultado para llegar a entender la almendra de sus reflexiones. Liberados de la necesidad de darle la razón (o de negársela con ademanes furibundos), Emil Michel Cioran nos susurra sus ideas en frasquitos breves, esmerilados, densos. En algunos de ellos, nos explica que la más terrible maldición que aqueja al ser humano es la de no poder amar (que es «salir de la tristeza propia», p.21); que la única justificación histórica y psicológica que los hombres tienen para vivir en comunidad es «la de atormentarse, hacerse sufrir unos a otros» (p.64); que la charla con otros hombres se le antoja una simple forma de entretener el tiempo, pero jamás un modo de aprendizaje o intercambio de ideas («Como tengo la manía de leer, no siento la necesidad de aprender mediante la conversación; para mí es diversión y nada más. ¡Malditos sean los que quieren instruirme!», p.179); y que, lejos de experimentar satisfacción ante una persona que lo admira, se siente francamente incómodo en su presencia («El extraordinario malestar delante de un admirador. Sensación de estar vigilado, acechado, amenazado. En cambio, ¡qué libertad la de no ser observado por nadie!», p.226).
¿Que Cioran exagera o lleva sus frases hasta el esperpento, mediante el uso de la deformación? No seré yo quien lo niegue. Pero es que quizá en esas brutales hipérboles se esconda la verdad, que siempre es huidiza y efímera. Decía Francisco Umbral que la metáfora acaece cuando una cosa quiere ser otra... y comienza a serlo. ¿Por qué no podría ocurrir que Cioran, forzando el pensamiento, retorciendo las frases y los conceptos, esté extrayendo de ellos su auténtico zumo vital, su núcleo de revelación y de enjundia?
Sometiéndolo siempre a lecturas reflexivas (no comulgo con Emil Michel Cioran, como no comulgo con nadie), seguiré perseverando en su prosa, libro tras libro, cuaderno tras cuaderno. Y ojalá que sus inéditos no acabasen nunca. Siempre le concedo a las mentes que me parecen brillantes el fervor de la audiencia.