jueves, 29 de diciembre de 2011

Mi querida Eva




Escribió una vez el rumano Eugène Ionesco que si la naturaleza y la fisiología fueran razonables y actuaran con sentido común los seres humanos no tendríamos los ojos en la cara, sino en la nuca, porque nos pasamos más tiempo de nuestra vida mirando hacia atrás que hacia delante. Y esa observación (que si la hubiera realizado Aristóteles gozaría de fama universal) es perfectamente aplicable a los protagonistas de la novela Mi querida Eva, del vallisoletano Gustavo Martín Garzo.
Tres son las figuras que vertebran la narración: Eva Arrizabalaga (una doctora bilbaína que se ha especializado en trasplantes de riñón y que está casada con un alto representante del opus dei), Daniel Herrero (también médico, de mediana edad, y que se encuentra inmerso en un proceso de divorcio) y Alberto Mena (trabajador en una fábrica, y fallecido unos años atrás). Cuando la historia comienza nos hallamos en Alicante, durante la celebración de un congreso urológico, y asistimos al reencuentro de Eva y Daniel, que llevan tres décadas sin verse. Esta chispa nostálgica prenderá una hoguera de dimensiones más bien aparatosas, que resucitará la memoria de Alberto Mena, el mejor amigo de juventud de Daniel y, a la vez, el amor secreto de Eva. El autor, moviéndose hacia el pasado, nos llevará al Valladolid diminuto y provinciano de los años sesenta, donde aquel trío de adolescentes protagonizaron su particular versión de la película Jules et Jim, acompañados por un triste grupo de fracasados: Serafín Parra, alias El Centella, un ex-boxeador sin suerte que, después de trabajar como guardaespaldas para una actriz de Hollywood ingresa en una senectud derrotada y alcohólica; la madre de Daniel, que no consigue superar la muerte de su hijo mayor, víctima de un disparo accidental en su propia casa; Nacho Castro, responsable de las piscinas Samoa; o la pobre viuda de Alberto, que se resignó durante años a que su marido continuara enamorado de una imagen de su adolescencia.
A través de los ojos de Daniel (y del diálogo que establece con Eva durante la larga noche del reencuentro) vamos descubriendo los miles de matices, pliegues, lágrimas, renuncias y equívocos de unas existencias que caminaron juntas durante un verano irrepetible y que luego, por los azares del destino, se separaron. De nada sirve lamentarse por aquellas cosas que, como mercurio, arena o agua, se nos fueron de entre los dedos; pero la memoria y el corazón sí que pueden, mirando hacia atrás, recomponerse y encontrar la luz: Eva comprenderá por qué Alberto no respondió nunca a sus requerimientos amorosos; y Daniel alcanzará a comprender que "el paraíso sigue aquí, en el mundo, y sólo hay que encontrar la puerta que nos lleva hasta él" (p.197).
Estamos ante una magnífica y lánguida novela, donde la introspección (pero también la retrospección) nos permiten caminar por el alma de unos personajes densos y espléndidamente trabajados.