miércoles, 20 de julio de 2011

La décima sinfonía



Hace medio siglo que el chileno Pablo Neruda decidió que su libro Los versos del capitán saliera a la luz pública de forma anónima. Lo hizo así porque se trata de una recopilación de poemas de amor dedicados a Matilde Urrutia, por la cual no podía confesar abiertamente sus sentimientos, dada la situación marital de ambos. Ahora, un musicólogo español que toca el piano, es un experto en la obra de Ludwig van Beethoven y trabaja como "colaborador habitual en diferentes medios de comunicación" (así lo dice la solapa), acaba de adherirse a esa procedimiento de camuflaje y ha adoptado el seudónimo de Joseph Gelinek para publicar La décima sinfonía con el sello Plaza & Janés.
La trama nos informa de cómo el musicólogo Daniel Paniagua se ve envuelto en una rocambolesca aventura cuyos ingredientes no pueden ser más efectistas: un famoso director de orquesta (el siempre polémico Ronald Thomas), que aparece guillotinado después de que estrenase una presunta reconstrucción de la décima sinfonía de Beethoven; un millonario, Jesús Marañón, que cultiva dos vocaciones con el mismo fervor: la melomanía y el coleccionismo, que le lleva a organizar conciertos en su casa y disponer de "un auténtico museo medieval de la tortura" en el sótano de la misma (p.172); una hermosa jovencita, hija del asesinado Thomas (Sophie Luciani); una juez tan inteligente como rodeada de misterios (Rodríguez Lanchas); un investigador de la policía, que presume de tener unos estudios de Derecho que no ha conseguido, realmente, terminar (el inspector Mateos); y hasta un príncipe, Louis-Pierre-Toussaint-Baptiste Bonaparte, heredero del trono de Francia y legítimo descendiente de Napoleón.
A ese conjunto de personajes más bien previsibles y estereotipados, que se convierten en líneas de fuerza de la novela, hay que añadir otro caudal de detalles construidos con la intención de capturar la atención de los lectores: una cabeza que desaparece, un misterioso tatuaje camuflado bajo el pelo de un protagonista, una serie de claves numéricas, algunas sorpresas argumentales y, como telón de fondo, la existencia de una única copia de la desconocida décima sinfonía de Beethoven, que todos persiguen.
Como elementos menos logrados habría que señalar en primer término el abuso de terminología musical, que entorpece la lectura en no pocos tramos; en segundo lugar, ciertas incongruencias psicológicas y argumentales (como cuando Daniel Paniagua, por ejemplo, se pone a explicarle todo lo que sabe sobre la décima sinfonía de Beethoven... ¡a un vendedor de perritos calientes, en plena calle!); y en tercer lugar, la insinuada pérdida del manuscrito beethoveniano de un modo demasiado parecido al que Philip Vandenberg estipuló como conclusión para su novela El quinto evangelio. Los lectores menos escrupulosos, eso sí, podrán distraerse con estas páginas durante todo un fin de semana. Sería una pena que el mundo de la musicología perdiera al misterioso Joseph Gelinek: debe volver a ella cuanto antes.

2 comentarios:

supersalvajuan dijo...

vivan los príncipes descendientes!!!

Leandro dijo...

Sólo faltan un par de templarios para redondear la obra. Pero vamos, yo, si no hay templarios, no la leo; faltaría más