domingo, 20 de febrero de 2011

El predicador



Hasta ahora no había leído ninguna novela del escritor norteamericano Erskine Caldwell (nacido en Georgia en 1903 y fallecido en Arizona en 1987). Así que cuando llegó a mis manos este ejemplar de El predicador, que ha traducido la catalana Rebeca Bouvier y que, con prólogo de Jorge Ordaz, ha editado el sello Narvona, me encontraba en las condiciones que juzgo más adecuadas para efectuar una lectura: sin tener ideas preconcebidas sobre el autor. Y el experimento me ha dejado más que satisfecho.
Se nos cuenta en sus páginas cómo llega hasta Rocky Comfort un extraño personaje llamado Semon Dye, que dice ser predicador y que tiene como objetivo lograr que los habitantes de la zona abandonen el mundo del pecado, vean la luz y se aparten de las enseñanzas del Maligno. Pero, lejos de amoldarse a la imagen que usualmente atribuimos a los dignatarios del Señor, Semon Dye está adornado con una serie de elementos de lo más peculiares: mide casi dos metros, porta un arma de gran potencia («un revólver de seis cámaras y gatillo con resorte», según se nos explica en la página 38), bebe whisky con auténtica ansiedad, juega a los dados y realiza apuestas de lo más iracundas, mira con deseo a las mujeres (tanto blancas como negras), se preocupa muchísimo de que tras sus sermones los feligreses se rasquen los bolsillos y le entreguen buenas monedas como agradecimiento... Todo el mundo sospecha de él y de sus auténticas intenciones; pero ningún habitante de Rocky Comfort parece dispuesto a desenmascararlo, porque Semon Dye desprende un aura de energía que los tiene paralizados.
Para conformar en nuestra mente una imagen bastante plástica de este dudoso predicador bastará con acudir a cuatro secuencias del libro: en la primera podremos ver cómo Semon Dye se acuesta con la esclava negra Sugar y, ante el deseo de su novio Hardy de llevársela de vuelta a casa, le descerraja un tiro sin más contemplaciones porque a él no le va a estropear la diversión un simple mulato; en la segunda, el predicador le propone a Lorene, actual prostituta en Jacksonville y antigua esposa del granjero Clay Horey, que vuelva a acostarse con su exmarido a cambio de dinero... y que comparta las ganancias (ella, estupefacta, le pregunta en la página 82: «¿Eres un predicador o un chulo?»; y él, fingidamente indignado, le responde que es un hombre de Dios y que no le conviene ponerlo en duda); en la tercera, Semon tentará a Clay con una partida de dados, ostensiblemente fraudulenta, que le servirá para dejarlo sin reloj, sin coche... y sin esposa (pues le obliga a jugársela); en la cuarta, en fin, el predicador escuchará las confesiones de Dene, una quinceañera, y para exonerarla del pecado la incitará a acostarse con él, ángel salvífico. La argumentación que esgrime Semon Dye ante todos aquellos que puedan dudar de sus palabras es tan perversa como incontestable, y revela el modo secreto de su manipulación ideológica: «Si la gente no me cree, entonces sé que el demonio está dentro de ellos» (p.133).
El lector, a través de estos episodios, desarrolla una visceral repulsión ante el personaje y una crispación que va en aumento conforme avanza por sus páginas. Pero los vecinos de Rocky Comfort parecen hechizados por él y toleran sus desmanes, bajezas y venalidades con una especie de fatalismo tibio: Clay (símbolo perfecto de esta comunidad agrícola de Georgia) dejará que le toque el culo a su esposa, que se lleve su coche y que se burle de su hospitalidad, e incluso terminará diciendo que añora al predicador, una vez que éste emprende la huida.Si aceptamos la premisa —y yo siempre la he aceptado— de que una buena narración es aquella que además de estar escrita con elegancia cumple con holgura sus objetivos (provocar amor si es de amor; aterrorizar, si es de miedo; sorprender, si es policíaca; etc.), no cabe vacilación a la hora de conceder a este libro el rango de buena novela. Erskine Caldwell, capítulo a capítulo, con sus descripciones secas, sus escenas simbólicas (la grieta del capítulo 14 o la catarsis final en la iglesia) y sus diálogos enervantes, se gana nuestra admiración y nuestro respeto.

3 comentarios:

supersalvajuan dijo...

¿Predicador o chulo? Depende de la hora!!!

Leandro dijo...

Es que una cosa es predicar, y otra dar trigo. Me he saltado los párrafos en los que cuentas cosas (ya te voy pillando el truco), pero tiene una pinta estupenda. Éste cae. Por cierto, tengo algo pendiente sobre la calidad de página y la calidad global de Félix J. Palma; en cuanto haya avanzado lo suficiente, paso por ahí y te dejo mi indocumentada opinión

Pilar dijo...

Puesss, ¡he dejado de fumar! -ya no haré su ruta-, pero es de esos escritores cuyas referencias siempre son atractivas. En la cola, un día de estos.