domingo, 10 de octubre de 2010

El menor espectáculo del mundo



Fue el pensador Julián Marías, insigne por tantos motivos y olvidado en la actualidad por una gazmoñería cruel, quien acuñó hace años la fórmula «calidad de página». Con ella pretendía llamar la atención sobre esas contadas piezas literarias que, por debajo de su excelencia global, son también excelentes si se las considera fragmento a fragmento. Es decir, que la novela Don Quijote (por acercarnos a un ejemplo paradigmático) es un monumento de nuestro idioma tanto si se lo juzga en su conjunto como si se extrae una cualquiera de sus hojas y se la evalúa como material independiente. La idea, si lo pensamos de un modo reposado, es maravillosa, porque nos permite dibujar en el mundo de la literatura una frontera entre las obras buenas y las obras geniales. Serán buenas las que nos embriaguen y nos deleiten globalmente con los primores de su composición; y serán geniales las que, sajadas con el bisturí más exigente o examinadas con una lupa, continúen pareciéndonos irreprochables en la página 11 o en la 94.
Félix J. Palma es, a mi juicio, uno de los pocos creadores de nuestro país que exhiben esa calidad, en un grado quizá insuperable. Y acaba de corroborarlo en la obra El menor espectáculo del mundo, que le publica Páginas de Espuma. Allí, nos encontramos con nueve historias donde el lenguaje está cuidado con un mimo estilístico que anonada y seduce. Para decir que un hombre mira indolentemente a una mujer nos explica que la observa «con un distanciamiento frío e impune, como si se tratase de una esclava o una nevera»; para designar la gran estatura insulsa de una chica nos susurra que «poseía el depurado atractivo de las coníferas»; para definirnos los bufidos exhaustos de unos corredores, más voluntariosos que bien pertrechados para las actividades deportivas, nos hablará de «sus respiraciones ferroviarias»; en lugar de explicarnos que una mujer aparta las revistas del sofá nos dice que lo «desbroza» de ellas; para llevar a nuestra mente la imagen de una casa antigua, donde todo es añoso y desvencijado, llama nuestra atención sobre «los trapitos de encaje que cubrían cada mueble como los espumarajos de un epiléptico»; para definir la labor de un anestesista nos dirá que actúa sobre el enfermo «acunándolo dulcemente en una nana de éter»; o cuando quiere definirnos una imagen de otoño nos explica que «el viento barría las hojas secas, arrojándolas contra los paseantes como estrellas ninja». Estos pocos ejemplos (que no agotan los que pueden encontrarse en el libro) seguramente servirán como indicio del cuidado que Félix J. Palma dedica a la composición de cada página, de cada párrafo, de cada frase.
Pero que nadie se distraiga de la otra gran cualidad de estos cuentos, que los adentra en el territorio de la excelencia: son magistrales también en su estructura, en la caracterización de los personajes y en la solidez del argumento. El gaditano ha logrado un complejo equilibrio entre la forma y el contenido, entre la miniatura y la arquitectura; y eso lo coloca en un lugar de auténtico privilegio dentro de la cuentística española actual. Pero, ojo, se trata de un privilegio ganado a pulso y con méritos exclusivamente literarios. Nadie le ha regalado nada a este autor. Cada premio que ha conseguido (y son legión), cada obra que ha logrado publicar, cada traducción que se estipula para sus obras, es un acto de justicia que se circunscribe al mundo de sus renglones. La inquietud que se adueña de los lectores cuando acaban «Maullidos», la ternura que nos gana en «Un ascenso a los infiernos», la originalidad que se desprende de «Margabarismos» o el prodigioso despliegue técnico sobre el que se construye «Las siete vidas (o así) de Sebastián Mingorance» son demostraciones suficientes de que Félix J. Palma es uno de los más grandes de la literatura española actual. Pero (y quiero insistir en este punto) no porque lo diga una solapa oportunista, o porque determinado crítico se obstine en auparlo con esa etiqueta roñosa, o porque sus editores quieran grabarnos en la cabeza ese axioma, sino porque cuando usted que lee esta reseña se acerque hasta el libro estará de acuerdo con mi afirmación. Tenga la curiosidad de comprobarlo.

5 comentarios:

Félix G. Modroño dijo...

Lo suscribo a pies juntillas. Un fuerte abrazo.

Leandro dijo...

Como siempre me tomo muy en serio todo lo que dices por aquí, he buscado su página web, he leído un cuento (Las interioridades, magnífico), he comprobado por mí mismo muchas de las cosas que dices, y me he tomado la libertad de dejarle enlazada tu reseña en su blog. Una vez más, muchas gracias por esas pistas que nos das

rubencastillogallego dijo...

Félix, qué bueno verte por aquí.
Leandro, me alegra que compartamos esta afición por Félix J. Palma: es un autor prodigioso (y no te pierdas al otro Félix, que aparece arriba).

Leandro dijo...

Afición incipiente, en mi caso. Un cuento ha sido suficiente

Carlos dijo...

Hace poco he descubierto a Félix J. Palma en su novela larga: "El mapa del tiempo", y como bien dices es un virtuoso de la prosa. No cansa sus metáforas, que llegan a rozar lo poético en muchas de ellas, y que da gusto leerle.
Saludos.