domingo, 29 de agosto de 2010

La ciudad perdida de Z



Imaginemos como punto de partida a un importante periodista de la ciudad de Nueva York llamado David Grann, cuya caracterización podemos dejar en sus propios labios: «No soy explorador ni aventurero. No escalo montañas ni salgo de caza. Ni siquiera me gusta ir de camping. No llego al metro setenta y tengo casi cuarenta años, con una cintura que empieza a crecer y una mata de pelo negro que cada vez es más escasa. Sufro una afección degenerativa llamada queratocono que me impide ver bien de noche. Mi sentido de la orientación es pésimo; tiendo a olvidar dónde estoy cuando viajo en metro y me paso mi parada de Brooklyn. Me gustan los periódicos, la comida precocinada, los acontecimientos deportivos (grabados con sistema TiVo) y el aire acondicionado puesto al máximo. Ante la disyuntiva diaria de subir dos tramos de escalera hasta mi apartamento o hacerlo en el ascensor, invariablemente opto por lo segundo» (página 41). Imaginemos ahora que esa persona, con la que muchos podemos sentirnos identificados, leyó una vez una información sobre el coronel Percy Harrison Fawcett y se quedó mudo de asombro. E imaginemos, por fin, que decidió investigar extensamente acerca de su figura y de su destino último. Con esos mimbres ya tenemos la base de La ciudad perdida de Z, que la editorial Plaza & Janés ha lanzado en España, con la traducción de Nuria Salinas.
Lo más probable es que muchos lectores de esta reseña no sepan quién fue este explorador, pero quizá sí les pique el gusanillo si les comento que, aparte de ser uno de los mejores conocedores de las selvas perdidas del Amazonas, estaba obsesionado con la existencia allí, en medio de la espesura, de una antiquísima ciudad a la que llamaba Z, una especie de Eldorado fabricado con mármoles y oro. Lejos de ser un pobre loco o un visionario de pacotilla, Percy Harrison Fawcett fue un hombre respetado, aclamado y premiado por las instituciones científicas más importantes del mundo... Pero cuando se adentró en la selva en 1925, acompañado por su hijo Jack y el mejor amigo de éste, Raleigh, pocos podían imaginarse que no saldría nunca más de ella. El legendario explorador que había sobrevivido al acecho de infinidad de animales desconocidos, que logró esquivar las flechas envenenadas de muchas tribus agresivas, que pudo sobrevivir durante meses comiendo larvas y raíces y que siempre, siempre, salió ileso de sus inauditas exploraciones... de golpe desapareció. Jamás se volvió a tener noticia suya. Ni siquiera se encontraron sus pertenencias o sus huesos.
En ese instante comenzó la leyenda de Percy Harrison Fawcett. Durante el siguiente medio siglo, docenas de aventureros se adentraron en la inhóspita selva amazónica (que tiene una extensión cercana a los seis millones de kilómetros cuadrados, algo así como la mitad del continente europeo) y, atraídos por el afán de encontrar los restos del explorador, hallaron la muerte. David Grann, utilizando las cartas inéditas de Percy y las más modernas técnicas de exploración, decidió en el año 2005 ponerse manos a la obra y tratar de aclarar el enigma. ¿Fue Fawcett un desquiciado que terminó perdiendo el juicio gracias a un mapa absurdo (el célebre manuscrito 512, del que Internet ofrece imágenes y explicaciones en abundancia)? ¿O quizá estaba en lo cierto, y la ciudad perdida de Z existió en realidad? ¿Cómo se explican los restos arqueológicos (vasijas, trazados de carreteras, construcciones de elevada dificultad arquitectónica, etc) que han ido descubriéndose en los últimos años, y que parecen darle la razón al explorador británico? Y si existió realmente la ciudad de Z, ¿qué civilización perdida (o aún existente) la puso en pie?La investigación de David Grann está presentada además de forma muy amena, casi de novela; y se completa con un nutrido grupo de fotografías (entre ellas la del supuesto cráneo de Fawcett, que fue descubierto en 1950), que hacen de este libro una auténtica joya para los enamorados de las aventuras, de las historias trepidantes y de los enigmas. Todo lo que se cuenta en estas páginas es verdad, pero los misterios que quedan flotando en algunas de sus páginas son tan oscuros como inquietantes. Es difícil no sentirse atrapado por esta obra, pueden ustedes creerme.

domingo, 8 de agosto de 2010

La brújula ciega




Juan Ramón Barat es un escritor que no sabe estarse quieto. Igual se afana con una novela histórica que compone versos infantiles; lo mismo revisita a algún clásico para adaptarlo a un lenguaje más actual (lo ha hecho con el latino Plauto recientemente) que se decide a escribir un ensayo; se aplica con idéntico fervor a la lectura y a la música. Su creatividad es variada y se encuentra siempre en proceso de ebullición. Hace pocos meses (marzo de 2010) le han publicado en la editorial valenciana Pre-Textos su último libro de poemas, que lleva por título La brújula ciega y que está integrado por cuatro secciones (Verdura de las eras, La edad ligera, Un no rompido sueño y La música callada), cada una de las cuales está formada a su vez por una decena de composiciones.

Y el libro es hermoso, muy hermoso. Podría decirlo con frases mucho más rimbombantes, pero quizá pecaría de fárrago, porque la esencia es la que estoy diciendo: que Juan Ramón Barat ha escrito un libro de una gran belleza delicada, donde el lenguaje construye su propia melodía y va logrando que el ánimo del lector se incorpore a su ritmo tenue, delicioso, ejemplar. Quizá se trate del gran prodigio: que los buenos autores consiguen trasladarnos un tempo especial, una cadencia invisible que organiza las líneas y nos deja renglones de música en el corazón y en el alma. Pero es que en los poemas del valenciano Juan Ramón Barat ese don se percibe no solamente en el conjunto, sino también en cada texto aislado. Así, por poner un ejemplo único, en la página 14 podemos leer el poema El fósil, en el que se nos dice que quedó «atrapado en el tiempo sosegado del ámbar» y que al comunicarse con nosotros mediante su «corazón de piedra transparente» se transforma en un «silencioso juglar» que protagoniza una «épica triste». Todos los vocablos (lo advertirá el lector) se ajustan a una exactitud lírica tan elegante como sobria.

Pero es que si avanzamos por las demás composiciones encontramos los mismos rasgos de belleza y de plenitud poética. En 1928 la contemplación de una antigua fotografía de su padre le hace meditar sobre la congelación artificial del tiempo y sobre las miradas detenidas que tal operación produce; en La cripta nos devuelve a la secular reflexión sobre la inmisericordia del tiempo, que devasta sin crueldad pero con eficacia, erosionando identidades y reduciendo a ceniza todos los prestigios, los fulgores y las vidas; en Fosa común se adentra en la lánguida lucidez de quien, poeta y sabio, es consciente de la feble inutilidad de todos los sueños humanos, condenados por decreto a la disolución y el olvido; en Diciembre se alude a la soledad cíclica (o la sensación de soledad cíclica) que se abate sobre el espíritu cuando el invierno acaece, con su reino de brumas; en Sombra de la tarde bebe de Platón para hablarnos de alguien que, mientras contempla su sombra en la acera, especula sobre una vertiginosa secuencia en flash-back, que lo vuelve sombra de sombra; y en La brújula ciega (por no agotar los comentarios) sugiere que a lo largo de la vida vamos perdiendo referencias y puntos de anclaje, y que los instrumentos con los que antaño nos guiábamos reducen su eficacia o pierden toda utilidad conforme los años se aceleran, hasta dejarnos huérfanos, desorientados o perdidos.

No constituye para mí ninguna sorpresa que los poemas de Juan Ramón Barat sean estupendos, porque he leído muchos de sus libros y jamás me ha deparado decepciones. Así que los cuarenta textos de esta nueva entrega me sirven fundamentalmente para aumentar mi admiración por él. Si los amables lectores de esta reseña no conocen mucho del quehacer poético de Barat tienen en La brújula ciega una maravillosa manera de acercarse a una voz que, probablemente, les cautivará. Decía Julián Marías, en su libro Literatura y generaciones, que «hasta los veinte años todo el mundo hace versos; después, los poetas y los indiscretos». En la solapa del libro de Pre-Textos se nos explica que Juan Ramón Barat acaba de saltar el medio siglo; y no creo que se le pueda tildar precisamente de indiscreto. Así que la conclusión está clara: poeta. Y de los buenos.