sábado, 17 de julio de 2010

El código de Babilonia




Se lo digo a mis alumnos en mis clases y se lo digo a ustedes con frecuencia en esta página: jamás hay que permitir que nos digan lo que tenemos que pensar de un libro. La experiencia de la lectura se parece en esto al amor: nadie nos puede obligar a que amemos a alguien, o a que dejemos de hacerlo. El corazón de una persona enamorada y la sensibilidad del lector que abre un libro son territorios que establecen sus propias leyes internas. En ese sentido, jamás le concedo el estatuto de geniales a las novelas incensadas por los críticos, ni se me ocurre desdeñar aquellas que parten con la etiqueta de ‘literatura de consumo’ o de best-sellers. De ahí que traiga a este recuadro obras de todo tipo: poemarios, libros de ensayo, novelas premiadas, novelas minoritarias, tomos de aforismos, etc. Y siempre les digo lo que pienso de ellas, con absoluta independencia y con absoluta sinceridad.
La novela de la que hoy hablo es El código de Babilonia, del alemán Uwe Schomburg, que traduce al castellano Julio Otero Alonso y publica la editorial barcelonesa ViaMagna. Seiscientas cincuenta páginas donde nos plantea el descubrimiento de unas tablillas sumerias y unos huesos misteriosos que se disputan tres fuerzas distintas: un grupo de científicos, una agrupación religiosa extremista y el Vaticano. Hay tiroteos, hay persecuciones, hay capítulos que acaban con frases de folletín, hay mucho diálogo y hay un clima de suspense que trata de mantener al lector pegado a sus páginas. Es decir, los ingredientes más o menos convencionales de las novelas que aspiran a distraer y venderse como churros, lo cual no es ni bueno ni malo. Simplemente es.
Lo que sucede es que El código de Babilonia es una novela francamente penosa. Sus escenas de persecuciones y de tiroteos son tan confusas como esquemáticas; su capacidad para capturar la atención del lector es mínima (ni siquiera recurriendo a los ‘golpes de efecto’ logra plenamente su objetivo); su final es decepcionante en grado sumo... Y muchas más cosas, que por motivos de extensión me ahorro. Así, por poner un único ejemplo, aquellas personas que se acerquen a esta novela sin tener algún tipo de formación biológica se pueden ir olvidando de entender medianamente lo que lean. Las explicaciones que se suministran aquí sobre los cromosomas, los métodos que se aplican para la datación de restos arqueológicos, etc, son tan densas que requieren unos conocimientos anteriores (y en ocasiones profundos) en el lector. Si usted carece de ellos le adelanto que no entenderá ni la mitad del libro. Se volverá loco intentando entender qué es un osteón (p.193), la telomerasa (p.283), los histones (p.359), las transfecciones experimentales (p.379), la enzima catalasa (p.420), una trisomía (p.498), las cromátidas (p.500) y un largo etcétera. Con esas lagunas terminológicas hay largas porciones del texto que se tornan insufribles.
Además, se sorprenderá al leer ciertas peculiaridades en la traducción del texto: así, cuando nos dice que un personaje «procesa» la fe judía (p.319); que otro camina por un pasillo colocando «un pie detrás de otro» (p.417), curiosa manera de avanzar... hacia atrás; que nos diga de un personaje que «su tibia derecha impactó contra un tablón» (p.343), como si llevara el hueso al aire; o que un monasterio que aparece en la sección final de la obra tiene unos elevados «muros verticales» (p.567), siento harto extraños los muros horizontales.
Vuelvo otra vez al comienzo de mi comentario: es legítimo que nos gusten los best-sellers, porque algunos de ellos están escritos con una asombrosa pericia y nos deparan muchas horas de distracción y amenidad. De hecho, quizá los amables lectores de esta sección recuerden que he elogiado más de una novela de ese estilo en este mismo recuadro. Pero lo que no resulta admisible de ninguna manera es que nos quieran vender cualquier cosa, bajo ese rótulo. La editorial ViaMagna, que ha ofrecido productos de buena calidad a sus lectores (de los que he dado cuenta en reseñas anteriores), nos ha entregado ahora un artefacto defectuoso, con muchos más fallos que aciertos. El público que paga veinte euros por una novela tiene derecho a saber este tipo de cosas.

3 comentarios:

Rafa dijo...

qué razón que tienes Ruben en la introducción a la reseña del libro!!!
Hay mucho esnobismo, y mucho peloteo en el mundo del arte.
Una vez dije que no me gustaba Gaya y por poco me matan. Con el arte hay que disfrutar, y yo disfruto más con otros pintores, porque sea murciano no voy a decir que me gusta.
Un abrazo!

supersalvajuan dijo...

Jamás, jamás...

Leandro dijo...

Suscribo lo que dices en la introducción a la reseña, letra por letra, con una salvedad: que haya templarios por medio. Si hay templarios, no hay lectura. Nada de templarios.

Por otra parte, debo decir en favor del libro que comentas que, no obstante sus, al parecer, numerosos defectos, nos ha proporcionado esta hilarante reseña. No hay mal que por bien no venga. Impagable el giro argumental, digno de la mejor novela de suspense: al principio, pensé que preparabas el terreno para los elogios. Qué bueno