martes, 30 de marzo de 2010

El misterio de la Sábana Santa



Hay dos objetos relacionados con la tradición religiosa católica que se han convertido en auténticos filones para la imaginación popular: el arca de la alianza y la sábana o síndone que se conserva en Turín. De la primera se han encargado poetas que la convirtieron en metáfora, novelistas que la han utilizado para ficciones incluso buenas (la de Julia Navarro en La hermandad de la Sábana Santa se lee con placer, y la de Felipe Botaya en su obra Kronos es especialmente seductora) e incluso famosos directores de cine que la explotaron con singular visión comercial (el nombre de Steven Spielberg es paradigmático). Y de la segunda se han escrito genialidades, tonterías, simplezas, extravagancias y un número tan alto de bobadas, manipulaciones, mentiras, disparates y sandeces que el lector (y si me apuran incluso el creyente) se siente tentado de confinar el asunto en el desopilante terreno del esoterismo. (Recuerdo que mi primera lectura sobre el tema me vino desde las páginas de un libro mohoso firmado por un tal Renato Llanas de Niubó, allá por los primerísimos años 80, cuando era un adolescente).
Pierluigi Baima Bollone, que es médico, profesor de Medicina Legal en la universidad de Turín, científico reconocido y ensayista solvente (él fue quien en el año 1998 determinó que los restos de sangre de la sábana eran del grupo AB), se ha aproximado nuevamente al tema. Y el resultado es este libro que traduce una misteriosa persona cobijada bajo las siglas M.P.V. para la editorial Algaida. Son casi trescientas cincuenta páginas sólidamente encuadernadas, con un formato de bellísima factura, donde a través de once capítulos perfectamente organizados y documentados el profesor italiano nos conduce por la historia de tan singular como enigmático objeto. Primero nos explica qué es la sábana, qué imágenes tenemos de ella (imágenes no manipuladas, obviamente); luego reflexiona sobre los restos de sangre y polen que aparecen entre sus hilos; después se aproxima a otros sudarios de no menor curiosidad, como el que se conserva en Oviedo; nos relata todas las vicisitudes históricas que ha sufrido la síndone (traslados, ventas, incendios, etc); nos acerca a sus representaciones en el mundo del arte; expone las evidencias de carácter científico que sobre ella atesoramos; y desmiente algunos mitos que se le han vertido encima. Por ejemplo, nos dice que aún no ha podido determinarse si sobre la zona de los ojos hay restos identificables de monedas acuñadas durante el período de Poncio Pilatos. Es evidente que demostrar la existencia de esos rastros «confirmaría la autenticidad de la Sábana» (p.343). Además de estos interesantes datos, expuestos con una prosa limpia y de gran rigor, el Dr. Pierluigi Baima no elude pronunciarse también sobre cuestiones de gran interés que, tangencialmente, se relacionan con la Sábana Santa. Así, conocemos en estas páginas su opinión sobre la novela de Dan Brown, la película rodada por Mel Gibson, los templarios, el mundo artúrico, el santo Grial o polémicas tan ruidosas como las que se montaron alrededor de Leonardo da Vinci (al que durante un tiempo se creyó «fabricante» de la Sábana), el supuesto sepulcro del hermano de Jesús o el evangelio de Judas.
No estamos, obviamente, ante una novela, sino ante un libro divulgativo y de ensayo, donde se nos intenta trasladar la mayor cantidad de informaciones verídicas posibles (el profesor se ciñe siempre que puede a los datos científicos), pero no recuerdo haber leído en los últimos años demasiadas obras tan interesantes como ésta. Consigue atrapar al lector con la amenidad de sus párrafos, no le oculta en ningún momento sus convicciones (Pierluigi Baima Bollone cree en la autenticidad de la síndone), pero se niega a ocultar los ángulos oscuros y las manipulaciones interesadas de las que ha sido objeto. Al final, lo que tenemos en las manos es un volumen serio, convincente, loable y que nos permite conocer los entresijos de uno de los misterios más impenetrables de nuestra historia cultural. La hermosa presentación del tomo (docenas de fotografías en color, recortes de prensa, datos técnicos, etc) contribuye a que la lectura de esta obra que nos ofrece el sello Algaida no sea sólo un enriquecimiento para la inteligencia, sino también un deleite para los sentidos.

martes, 23 de marzo de 2010

Tal vez soñar




Aunque el público que puede disfrutar y aprender con los volúmenes metaliterarios es reducido, reconoceré que sobre mí ejercen una fascinación especial. Encontrar una obra donde se reflexiona, filosófica o ensayísticamente, acerca de novelas que ya he leído me depara nuevas ocasiones para el deleite, porque me descubre ángulos imprevistos de ellas, flancos vírgenes en los que no había reparado y puertas sorprendentes que yo solo no fui capaz de abrir. Y así ha ocurrido con Tal vez soñar (La filosofía en la gran literatura), un texto de José Ramón Ayllón donde se aproxima a célebres monumentos de la historia de la literatura universal, con el fin de extraer la quintaesencia de sus páginas.
De ese modo podemos descubrir que Homero edifica en Ulises al prototipo de ser humano: tenaz en sus decisiones, luchador contra la adversidad, debelador de obstáculos. Y su historia no es contada con escrupuloso detalle (“Homero es el primer periodista del mundo”, p.23). Daniel Defoe, con su novela de Robinson Crusoe, coloca al ser humano en una prehistoria artificial, donde ha de poner en juego sus habilidades para domeñar el entorno, y eso permite a Ayllón reflexionar sobre el singular papel de la inteligencia humana (“Sería un error pensar —observa Leonardo Polo— que el hombre inventa la flecha porque tiene necesidad de comer pájaros. También el gato siente esa misma necesidad y no inventa nada. El hombre inventa la flecha porque su inteligencia descubre la oportunidad que le ofrece la rama. El hambre sólo impulsa a comer, no a fabricar flechas: son dos cosas muy diferentes. Por eso no es correcto explicar al hombre desde sus necesidades. El hombre no necesita la inteligencia, simplemente la tiene”, p.24). Cervantes, a través de su loco ético don Quijote, nos comunica la idea de que “el hombre es un ser constitutivamente apasionado, y en lugar de adecuar la inteligencia a la realidad, con frecuencia la amolda a sus propios intereses” (p.31). Antoine de Saint-Exupéry codificó su propia peripecia en El principito, la historia de alguien que descubrió que todas las rosas del mundo no valen tanto como tu propia rosa, y que “el itinerario del amor dice primero ‘me gustas, después ‘te quiero’, y, por fin, ‘te amo’” (p.40). Ana Frank pasó de vivir en una madriguera infame rodeada de gente egoísta y gris, a ser detenida por las SS en agosto de 1944 y enviada a Auschwitz y luego a Bergen-Belsen, donde murió. Su vida es esencialmente interior, pero es eso lo que enriquece su mirada (“Al ser humano —animal racional y social— también se le puede llamar, con toda propiedad, animal sentimental”, p.48). George Orwell realiza en Rebelión en la granja una implacable denuncia satírica del comunismo práctico, puramente dictatorial. Así, nos dirá que estamos ante “una buena lección de historia y —desde el punto de vista literario— una obra maestra que no pierde valor cuando las circunstancias particulares que motivaron su composición se desconocen” (p.80)... Y más, mucho más. José Ramón Ayllón no duda en criticar la ambigüedad simbólica de Friedrich Nietzsche, ni tampoco vacila a la hora de emitir juicios hiperbólicos (“El señor de los anillos es la Odisea del siglo XX”, p.107) o cuando debe opinar sobre la familia, la amistad, la religión, la muerte o Dios... Por eso, y por infinidad de pequeños detalles que salpican el texto en casi todas sus páginas, ésta es una obra para discutir con ella, para charlar y debatir, para corroborar ideas o para refutarlas, para discrepar o para mostrar la mayor de las conformidades. En suma, una obra para convertir algunos de los más grandes libros de la historia literaria en objeto de reflexión constante y fértil. Un volumen sin duda memorable.

sábado, 20 de marzo de 2010

El parche de la princesa de Éboli



Es muy curioso lo que me ocurre con los libros de anécdotas históricas o literarias: me encanta leerlos. Y digo que es curioso porque le tengo una manía muy singular y muy virulenta a las antologías, a los compendios de frases célebres y a los tomos de «citas famosas». Pienso que a un lector razonablemente atento no le hace falta que otro vaya diciéndole qué frases deben llamar su atención, o qué versos son los más elogiables de un volumen. Para eso están su sensibilidad y su inteligencia. Pero los libros de anécdotas, sobre todo si están contadas con tino y con gracia, constituyen otro asunto: ahí podemos disponer de una enorme cantidad de información a la que no podríamos acceder salvo que nos leyéramos miles y miles de obras que, en principio, pueden ser ajenas a nuestro interés... salvo por ese dato esencial que nos llena de sonrisas o que nos conduce a la meditación.
María Pilar Queralt del Hierro ha publicado en la editorial Styria una obra que, con el título de El parche de la princesa de Éboli (y otras 350 anécdotas de la historia), nos traslada un interesante vademécum de curiosidades con el que nos garantiza horas de entretenimiento. Nos dice la autora del volumen, licenciada en Historia por la universidad de Barcelona, que «la anécdota es, pues, la punta del cabo del que tirar para desenredar la madeja de la historia» (p.11); y, con esa certidumbre, va rastreando y anotando. Esa labor recopilatoria nos permite a los demás lectores enterarnos, por ejemplo, de que el célebre tenor Luciano Pavarotti no sabía leer partituras musicales, aunque pueda parecernos mentira (p.193); o que el inventor Thomas Alva Edison necesitó más de un millar de pruebas erróneas para terminar inventando la bombilla eléctrica, que ahora se encuentra presente en todos los hogares del mundo occidental (p.232); o recordar la anécdota estúpida que protagonizó Camilo José Cela cuando, recién coronado con el premio Nobel, fue incapaz de olvidar por una vez su sempiterna acrimonia y, ante la pregunta de un periodista acerca de si le había sorprendido recibir ese Nobel de Literatura, espetó: «Muchísimo. Sobre todo porque esperaba que me concedieran el de Física» (p.223); o recibir con sorpresa la noticia de que Karl Marx pedía que le leyeran fragmentos de El Quijote en español, porque le encantaba la «armonía musical del castellano» (p.110). En un catálogo tan numeroso y tan variado como éste, donde se mezclan los temas filosóficos, las anécdotas galantes, las frases más dulces, los odios más enconados y las soflamas más desopilantes o mostrencas, es natural que cada lector establezca su propia selección de favoritas, pero le puedo asegurar que, busque lo que busque, encontrará abundantes ocasiones para alegrarse de haber leído este volumen lanzado por Styria, aunque algunas de las anécdotas estén repetidas (este lapsus se comete tres veces: páginas 52-72, páginas 99-114 y páginas 61-148).
Quien desee saber cómo surgió (y con qué monarca lo hizo) la palabra ‘Oviedo’ se tendrá que dar un paseo por la página 50 del libro. Para saber por qué la atribulada condesa Margarita de Provenza se comió el corazón de su amante deberá visitar la página 63. Todo el que sienta curiosidad por tener noticia de qué extravagante (y poco didáctica) escultura adorna la iglesia de Cacabelos, en León, podrá leerlo en la 70. Para conocer cuál es el origen y el significado de la palabra ‘canguro’ sólo hay que posar los ojos sobre la graciosa historia que cierra la página 80 del tomo. Para conocer la turbadora manera en que la condesa de Castiglione convenció al marqués de Gallifet sobre su excepcional hermosura corporal se debe visitar la página 144. Para saber en qué trabajó durante sus últimos años el emperador chino, Pu Yi, nada mejor que acercarse a la página 151. Para enterarse de qué sorprendente mujer sirvió como modelo a Botticelli para la Venus que surge del mar, hay que detenerse en la página 177... Y no digo más. Ni siquiera les voy a decir la página en que se comenta lo que cubría el parche de la princesa de Éboli. Ahora, los lectores son ustedes. Les toca descubrirlo por sí mismos.

miércoles, 17 de marzo de 2010

La conspiración de las lectoras



Existe una parte de la vida occidental que ha permanecido durante mucho tiempo oculta: la que han protagonizado las mujeres. No servirá como lenitivo que recordemos los nombres de Maria Slodowska (a la que muchos siguen llamando «Madame Curie», quizá para significar que no la consideran sino un apéndice de su marido), de Emilia Pardo Bazán, de Agustina de Aragón o de Juana de Arco: las mujeres de gran brillantez han sido miles, y sólo a unas pocas docenas se les ha hecho justicia a lo largo del tiempo. Ahora, los investigadores José Antonio Marina y María Teresa Rodríguez de Castro han urdido un volumen donde, bajo el título de La conspiración de las lectoras, se trata de honrar la memoria fecundadora de un grupo de mujeres que, entre 1926 y 1936, organizaron el llamado Lyceum Club, un espacio de tolerancia, cultura y reflexión, que pretendía una organización mucho más razonable de la sociedad, donde a la mujer se le reconociesen derechos sobre su propio destino y sobre su propia integridad. Marina y Rodríguez de Castro, después de analizar las trayectorias y aportaciones de estas mujeres singulares, llegan a la conclusión de que «alrededor de los años veinte alcanzó su madurez la generación tal vez más brillante de mujeres españolas de toda la historia. [...] Ellas aceleraron la hora de España. Y lo pagaron. A su triste sino hemos añadido la injusticia de la amnesia» (p.21). Para resolver ese espacio de niebla, que sabemos que las envuelve de manera indigna, nada mejor que repasar sus experiencias, sus ideas, su lucidez, sus logros y sus fracasos. Pretendieron algo tan normal (o que en estos momentos del siglo XXI nos parece tan normal) como exonerar a la mujer de su «existencia morganática» (como la definen los autores en la p.96) y quebrantar su «invisibilidad social» (tal y como añaden en la p.112): propugnaban su derecho a la educación, al voto, a tomar el control de sus propias vidas, a ser tratadas con la mayor de las justicias, a convertirse en doctoras, jueces o conferenciantes... Fue la suya una labor callada, lenta, paulatina, en la que tuvieron que sufrir escarnios y no pocas ridiculizaciones (se las consideraba poco femeninas, se las ofendía diciendo que descuidaban sus tareas domésticas y a sus propios hijos, se las señalaba como histéricas), pero cuando llegó el triunfo de la II república llegaron a rozar (sólo a rozar, porque la guerra civil estaba acechando en el horizonte) el éxito. Luego, acontecieron las fisuras, la dispersión y el exilio, aunque antes dejaron su semilla de futuro en libros, conferencias y herederos espirituales. José Antonio Marina y María Teresa Rodríguez de Castro, con meticulosidad de detectives privados, dibujan un interesante recorrido por las existencias de estas mujeres adelantadas a su tiempo, y nos perfilan el pensamiento, la vida y la obra de María de Maeztu, Victoria Kent, Clara Campoamor, Zenobia Camprubí, María Lejárraga (uno de los casos más interesantes, por causas que sería largo anotar aquí, pero que están en el universo de Internet), Constancia de la Mora (a la que todos conocían con el nombre de Connie), Elena Fortún (autora de las célebres historias de Celia, tan populares entre el mundo juvenil y adulto, y que luego doblarían su fama en el mundo de la televisión), Isabel Oyarzábal, Ernestina de Champourcin (esposa de Juan José Domenchina), Concha Méndez (esposa de Manuel Altolaguirre) o María Teresa León (pareja del gaditano Rafael Alberti). Al final, Marina y Rodríguez de Castro nos comentan que «la experiencia del Lyceum fracasó, víctima del terrible naufragio de la sociedad española. Su justo proyecto de emancipación femenina, fundado en la igualdad de derechos, en la educación y en la ética, se vio envuelto en una batalla que no era la suya. Y el fracaso de la inteligencia social española lo arrastró» (219). Si se quiere conocer la historia de una injusticia absurda y bastante anacrónica, ejecutada sobre un grupo de mujeres admirables, nada mejor que poner los ojos en este magnífico libro, tan esclarecedor como amenamente escrito.

domingo, 14 de marzo de 2010

Breve historia del leer



Un problema acecha siempre a todo autor que pretenda, como Charles Van Doren en este libro, elaborar un frontispicio de la cultura literaria de todos los tiempos: que se le señalen las obras que no están incluidas, las lagunas de las que adolece o los autores colosales que, por ignorancia o presunta miopía, se deja fuera. Pero, si nos fijamos un poco, es una crítica insensata: el profesor Van Doren, que imparte sus clases en la universidad de Connecticut (Estados Unidos) está perfectamente legitimado para urdir su propia selección de obras. Que ésta difiera más o menos del canon occidental de Harold Bloom, de las Historias de la Literatura al uso o de nuestros gustos personales no invalida su trabajo, ni muchísimo menos. Tomemos un ejemplo especialmente llamativo: a la producción literaria de su padre, Mark Van Doren, le dedica tres páginas de análisis. Las mismas que le dedica a François Rabelais, William Blake, Hegel, Thomas Mann o Copérnico. En cambio, le dedica menos extensión a sus resúmenes de Virginia Woolf, Daniel Defoe, Baudelaire, Turguéniev, Ibsen o José Saramago. ¿Por qué? Pues por una razón sencillísima: porque le parece oportuno. Así de fácil. Charles Van Doren es el autor de la obra; y, por tanto, quien estipula la extensión que dedica a cada nombre y el mérito que reconoce a este o aquel autor.
Aclarado ese punto, hay que añadir de inmediato que este grueso volumen, editado por Ariel y traducido por Cecilia Belza, Gonzalo García y Noelia Jiménez, es muy enriquecedor. Mi consejo es que quien desee sumergirse en el océano de sus páginas consulte primero el índice, vea qué obras ha leído (de cuantas el autor se detiene a comentar) y luego visite esos escolios, para comprobar de primera mano hasta qué punto está de acuerdo o no con el autor. Más tarde, se podrá adentrar en el resto de las páginas, que le aseguro que son fascinantes. Descubrirá detalles de orden histórico, literario, psicológico y hasta humorístico que lo cautivarán. Así, por ejemplo, se enterará de que Esopo posiblemente no existió (p.49); que los restos mortales de Dante Alighieri, pese a la propaganda que se hace en su ciudad natal de Florencia, están en Rávena (p.138); que al filósofo Blaise Pascal le debemos, entre otras cosas, el invento de la jeringuilla (p.217); o que Stendhal es sólo uno de los 170 seudónimos que utilizó el francés Henri Beyle para publicar sus obras (p.341). También recibirá de Van Doren algunas gotas de elegante humor, como cuando nos dice que Iván Turguéniev «estuvo enamorado la mayor parte de su vida, y siempre de la misma mujer, una hermosa y renombrada cantante francesa. Existen formas peores de pasar la vida, si uno es escritor. O eso es lo que dicen» (p.404); o cuando nos habla del cuento Las telarañas de Carlota y nos recomienda, que si nos da vergüenza abrir un volumen tan infantil «hay una solución muy sencilla: tenga un hijo y léale la historia» (p.532); o cuando, en fin, nos dice que Arthur Miller «entre otras distinciones, durante cinco años estuvo casado con Marilyn Monroe» (p.587).
De una de las obras analizadas en este volumen (no importa cuál) dice el profesor Charles Van Doren que «no debería permanecer ignorada entre el aluvión de novedades que tantos prefieren» (p.515). Ésa es una excelente frase para la reflexión. El problema de la actualidad, y en el que quizá ustedes hayan reparado más de una vez, es que los lectores nos vemos asaltados en las librerías por las novedades mediocres que nos esclafan a diario los mil poetillas, los mil cuentistillas y los mil novelistillas que anualmente nos torpedean sin misericordia con sus teóricas genialidades. Pero en las bibliotecas, con su larga paciencia rectangular, nos están esperando siempre Goethe, Schiller, Honoré de Balzac, Isak Dinesen, Jorge Luis Borges, Mark Twain o Julio Cortázar. Por eso, les recomiendo también, como implícitamente les indica Van Doren con su obra, que reserven una parte de sus ratos de lectura para estos genios contrastados y absolutos, que han aquilatado la luz del mundo desde hace siglos y que han llenado la historia de la humanidad de sabiduría, sosiego, reflexión y emociones. Me agradecerán el consejo.

jueves, 11 de marzo de 2010

Copiador de cartas



Manuel Muñoz Clares se propuso hace tiempo la tarea ciclópea de leer, seleccionar, extractar, comentar, explicar y difundir algunas cartas de su padre, el pintor lorquino Manuel Muñoz Barberán, uno de los artistas más influyentes que ha dado Murcia durante el siglo XX. Y lo hizo sabiendo que la decisión podía ser tildada en algunos sectores de polémica (conviene recordar que el artista falleció en fecha tan cercana como diciembre de 2007), porque entendía que ese muestreo de la correspondencia paterna permitiría conocer «el imaginario de su personalidad» (p.10). La justificación me parece hermosa y suficiente. Y también ha debido de parecérselo a la activa editorial Tres Fronteras, pues ha acogido el volumen hace pocos meses en su colección Estudios Críticos. Pero aunque la autoría de la obra se concede en la portada al pintor, por obra y gracia de la generosidad filial, la especie es más que discutible: las cartas cuyos fragmentos se reproducen pertenecen, en su inmensa mayoría, al grupo de las misivas recibidas por Muñoz Barberán; y los enjundiosos e iluminadores comentarios que las acompañan son obra de Manuel. Eso significa que, si nos ceñimos a una consideración sustancialmente estadística, sólo una mínima porción de las palabras y frases que contiene este volumen fueron redactadas por el artista de Lorca. Sí pertenecen a su mano las trece cartas que el pintor compuso en defensa de las bellezas monumentales e iconográficas de su tierra, y que «en su mayoría, nunca fueron publicadas», como indica el autor de la transcripción (p.220). Esta parte del tomo es singularmente llamativa para los lectores actuales, porque nos recuerda una situación muy curiosa que se originó en el verano de 1970. Manuel Muñoz Barberán había decidido aceptar la invitación que le cursara Nicolás Ortega, director del periódico Hoja del lunes, para publicar allí una serie de cartas. En ellas, el pintor lorquino había decidido expresar su profundo malestar por el estado en el que a su juicio se hallaban ciertos edificios y obras de arte de Murcia, maltratados por el avance de un progreso urbanístico mal entendido y peor ejecutado. Pero una carta que Muñoz Barberán dirigió al director del periódico (y de la que se conserva copia mecanografiada) interrumpió en seco la serie de artículos. Y es que «utilizando la ironía que siempre le caracterizó, y que en muchos casos no era bien entendida» (p.216) sometió al señor Nicolás Ortega a un auténtico bombardeo de alfilerazos, observaciones con retranca y lindezas de orden verbal que, a mi juicio, conforman una misiva antológica.
En el resto del volumen se nos trasladan también otros detalles de gran interés para que conozcamos más al artista: su amistad desde los primeros años con Antonio Sánchez Maurandi (que le sirvió para entrar en el mundo de la pintura religiosa); la gran influencia que sobre él ejerció Joaquín Espín Rael, fallecido en 1959; su aversión a que le sugirieran cómo debía pintar esta o aquella figura de sus cuadros (quienes le encargan obras no siempre se mostraban propensos a respetar su independencia estética); algunos versos que Manuel Muñoz Barberán escribió, y que le premiaron en cierto concurso patrocinado por una entidad bancaria de Cehegín; ese romance, largo y simulando lengua antigua, que el pintor lorquino escribió a principios de los años cincuenta, y que fue publicado con firma heterónima (Juan Carambel) y fechado en 1817 (puede ser leído entre las páginas 154 y 169, con sus 463 octosílabos llenos de gracejo y buena música); o, en fin, esa impresionante y extensa carta de Muñoz Barberán, fechada en abril de 1972, en la que resume para su corresponsal José Sala Just lo que pensaba de los bochornosos excesos en que incurría la Semana Santa lorquina. La lucidez, el buen sentido y el amor a su patria chica cruzan estos párrafos de punta a punta.

En síntesis, esta obra que ha publicado la editorial Tres Fronteras nos sirve para llegar más adentro en la figura egregia de Manuel Muñoz Barberán y para comprender con más exactitud el devenir de su pensamiento y de su arte. Si completásemos la lectura de este oportuno volumen con la contemplación de algunos cuadros del maestro seguramente multiplicaríamos nuestra riqueza interior.

martes, 9 de marzo de 2010

Edificio




En la historia de la literatura universal ha sido muy frecuente lo que los especialistas llaman “relatos con marco”, es decir, un conjunto de textos que, siendo argumentalmente distintos, se cobijan bajo un manto que los dota de cierta coherencia global. Ocurrió así con El Decamerón, con El conde Lucanor y con un buen número de colecciones orientales (Sendebar, Calila e Dimna, etc). Pero posteriormente ha habido experimentos narrativos que variaban y enriquecían el molde, y que nos mostraban historias que sucedían todas en un hospital, en un barco, en una ciudad (¿qué es La colmena, del gallego Camilo José Cela, sino eso mismo?)... Ahora, la escritora mexicana Ana García Bergua nos propone que nos adentremos en un edificio donde viven los personajes más variopintos: Ada, una mujer casada con Roque, pero que se ha obsesionado con el hombre que vive en el departamento 12, cuyos amores con otra mujer la tienen celosa e irritada; Aldonza, la mujer de un ingeniero, que encuentra media hora diaria para salir de la opresión de su hogar y respirar aires distintos; Julio Llamas, un hombre que se ha quedado en el paro con más de cincuenta años y que tiene que someterse a una curiosa terapia psicológica; Andrés, que vive una situación rocambolesca cuando un día llega del trabajo y encuentra su hogar lleno de gente extraña, que lo aplaude, lo felicita y luego desaparece; el escritor Álvaro Aldana, que manifiesta un anómalo comportamiento indumentario; Rubén, que decide negarse a abrir los ojos y salir de la cama, provocando una tensa situación familiar irreversible; el claustrofóbico e inquietante hogar del matrimonio Bolkonski; la sorprendente proposición que un militar retirado le hace a Adira, su mujer de la limpieza; la cara afición de don Aníbal, que colecciona coches de todo tipo y trabaja en el lugar más insospechado; y muchos más, que los lectores vamos descubriendo con delicia a lo largo de las páginas.
Como relatos predilectos de este tomo marcaré sin ninguna vacilación “Los restos del banquete” (cuya protagonista, la profesora universitaria Aída Betanzos, acepta resignadamente un destino sentimental que pone los pelos de punta a los lectores) y “Los tormentos de Aristarco” (construido sobre la figura del portero del edificio, quien se obsesiona con una de sus inquilinas más jóvenes y atractivas). Ana García Bergua es una escritora a la que, sinceramente, no conocía, pero a la que voy a seguir a partir de ahora con verdadero interés.

domingo, 7 de marzo de 2010

La risa de las mujeres muertas




Estamos en el Alcázar de Sevilla, justo cuando el reconocido concertista de guitarra Julio Pretel acaba de interpretar una escogida muestra de Joaquín Rodrigo y de Bacarisse. La atmósfera ha quedado impregnada por la suavidad de la música y por el hechizo de la belleza. Pero unos instantes después el intérprete sufre un pequeño mareo y debe retirarse al interior del edificio. Es justo ahí cuando comienza la auténtica novela: Julio Pretel escuchará la voz asustada de una mujer árabe, hermosa y joven, vestida a la usanza de siglos atrás, que parece reclamar su ayuda con angustiosos aspavientos; pero antes de que pueda entender realmente lo que le quiere decir, ésta se evaporará como por arte de magia. Cuando despierta a la mañana siguiente en el hospital, una sorpresa golpeará a Julio: las cámaras del recinto son tan claras como incontestables: no había nadie en el patio frente a él. ¿Una alucinación, entonces? ¿Un fantasma? Así parece indicárselo la parte racional de su cerebro. Y también opina lo mismo Marta Alcaraz, guía oficial de los Reales Alcázares y organizadora de actos culturales en la capital hispalense, a la que pone al corriente de la extraña y vívida ensoñación.
Pero los acontecimientos querrán orientarse de otra manera cuando uno de los personajes más importantes de la ciudad andaluza, el rico empresario don Juan Sayago de Villalta, llama a Julio y le explica que esa visión no es fruto de su fantasía, sino que corresponde a lo que él considera como una especie de bucle espacio-temporal; y que la chica que él contempló frente a sí es una princesa del siglo XI, poetisa y de existencia atribulada, que respondía al nombre de Buthayna. Además, no es Julio el primero que la ve, sino que la aparición fantasmal se ha repetido en varias ocasiones desde el siglo XIV.
A partir de ese instante José Emilio Iniesta, el autor de esta narración, irá desarrollando en paralelo dos acciones de la misma intensidad: de un lado, nos mostrará los años finales de la princesa, hija del poderoso y exquisito Al-Mótamid, que sufrirá la persecución, el miedo, la esclavitud, la pobreza y el desgarro de verse separada de los suyos; de otro, nos embarcará en el rastreo que emprende Julio Pretel, obsesionado con la imagen de la chica y deseoso de saber qué le dijo cuando lo vio en el patio del Alcázar. Este denso panorama novelesco es conducido por José Emilio Iniesta con una maestría elogiable y natural, logrando que cada piedra narrativa quede colocada en su justo sitio, en su justo momento y en su justo orden. Las descripciones de los personajes son atinadas y sobrias, sin abocarse a la prolijidad; los detalles de ambientación histórica, gastronómica o indumentaria están cuidadísimos y siempre son oportunos; y hasta las pullas dirigidas contra la nación francesa (a la que el autor murciano dedica algunos dardos impregnados en curare) se encuentran moderadas por la suavidad del humor: “El difundido tópico de la avaricia gala no es ni falsedad ni calumnia, sino una de las verdades más comprobadas de la historia de la Humanidad. Basta con ver cómo los clientes se apiñan en las terrazas de cafeterías y bistrots, ocupando un espacio mínimo, sillas estrechujas y mesas diminutas. Todo pequeño, tout petit, très petit” (p.76).
Personajes como Odette (una antigua amante de Julio), los parapsicólogos Carlos y Francisco Manuel (propietarios de la librería Kenningar y expertos en psicofonías, que poseen una extraordinaria grabación donde se escucha la voz de la espectral Buthayna); el subinspector Albero (que terminará cambiando de apellido, al descubrir a su verdadero padre) o el profesor egipcio Mustafá Alí Sharkí (que le facilita a Julio Pretel un buen número de datos históricos sobre Buthayna) se irán cruzando ante los ojos de los lectores, quienes irán observando cómo componen con sabia lentitud el tejido multicolor de la novela. Y, al modo de los collages, José Emilio Iniesta facilita también, intercalados a lo largo de la obra, fragmentos escogidos de libros y reseñas que se relacionan con el tema de la novela: análisis sobre las apariciones de seres mágicos, reflexiones psicoanalíticas, recortes de prensa, etc. Cuando se cierra el volumen se tiene la sensación de haber degustado un libro excepcional, bien pensado, bien equilibrado y bien escrito. No es una sensación que asalte con demasiados volúmenes, últimamente.

jueves, 4 de marzo de 2010

Las sirenas del alma



Descubrí a César Fernández García (Madrid, 1967) hace un par de meses, mientras leía su obra No digas que estás solo. Y lo cierto es que me maravilló. Así que cuando me enteré de que la editorial Algar había decidido publicarle una novela juvenil titulada Las sirenas del alma tuve que pensármelo más bien poco para hacerme con el libro y leerlo con fruición. ¿El veredicto? Totalmente positivo. César Fernández es un autor al que, a partir de ahora, voy a frecuentar (tanto sus obras anteriores como las que vaya sacando a partir de ahora). Tiene firmeza en el pulso narrativo, temas seductores, personajes que resulten creíbles, diálogos bien construidos y finales que no decepcionan. ¿Se puede pedir más a una obra? En Las sirenas del alma nos habla de brujería en la isla de La Gomera: Nuria, una estudiante de doctorado, ha recibido de su director de tesis el encargo de visitar la localidad de Antijana, donde varios siglos atrás vivió una célebre adoradora del diablo llamada Ibaya, que controlaba a un pequeño grupo de doce airam (seres que bebían sangre y veneraban al Señor de lo Oscuro). El estado de ánimo de la chica no es el más adecuado para investigar sucesos doctorales de ningún tipo (su novio la acaba de abandonar para irse con su mejor amiga), pero lo que va descubriendo en Antijana le irá interesando cada vez más: leyendas sobre el anillo de la bruja, del que se dice que sigue enterrado en el mismo sitio donde la quemaron; leyendas sobre un misterioso testamento que Ibaya dejó escrito en una enigmática cueva de los acantilados de la isla; leyendas sobre el letargo en el que viven los airam (que terminarán volviendo a la luz en la noche de San Juan de ese mismo año, para la que faltan apenas unos días); etc. Demasiados elementos como para permitirle vivir su investigación con el sosiego necesario y con la deseable distancia erudita. Y las cosas no mejorarán cuando empiecen a aparecer cadáveres... En suma, una obra de gran atractivo para el público juvenil y para el público adulto, que jamás nos da tregua en su intensidad narrativa. Un auténtico hallazgo.

lunes, 1 de marzo de 2010

Focus




Escribir libros pornográficos o donde la genitalidad sea algo impactante, escandaloso u omnipresente es tarea sencillísima: lo hace hasta el más infeliz de los muñidores de prosa. Pero saber cincelar un volumen donde todas las situaciones estén acariciadas por la delicadeza (sin perder sensualidad) y donde se preste tanta atención a los detalles de la ambientación como a los puramente sexuales es un don que pocos narradores atesoran. La escritora Inés Matute, bilbaína o mallorquina (¿somos del lugar donde nos nacen o del lugar que elegimos?), lo ha logrado en un tomo que, con el breve título de Focus y el brillante subtítulo de Once paisajes para Eros, publica el sello canario Baile del Sol. Ciento cuarenta y siete páginas donde el refinamiento de la mirada, la bienandanza de una escritura brillante y la sutileza de los argumentos se alían para edificar una serie de relatos de notable brío y de alta eficacia.
Encontraremos en este fichero de instintos al hombre que espía desde lejos a una niña pequeña, a la que consigue acercarse ya al final para alcanzar su propósito («Yo le busco la boca. Un beso, sólo un beso, eso es todo lo que quiero»); conoceremos a Roberto Martín, un gay de pueblo que, emigrado a Estados Unidos, acertará a encontrar a alguien muy importante para su corazón, y querrá que otra persona crucial de su pasado lo conozca (uno de los finales de cuento más bonitos que he saboreado en bastante tiempo); acompañaremos a Alicia en su melancólica existencia, poco mimada por su marido y pendiente de las locuras y mezquindades de su suegro, que la controla de forma implacable; advertiremos lo que se puede conseguir (humor y sexo explícitos) con una enorme berenjena, si está en las manos de una mujer experta y fogosa; iremos conociendo el extraño triángulo que se forma entre el fotógrafo Eric Bidaurreta, su mujer actual y una persona llamada Abby, que nutrió los ardores sexuales de su pasado, y cuya identidad no nos será mostrada hasta el final mismo de la historia; nos sumergiremos en la logradísima ambientación oriental que rodea a Namiko y Chen; sentiremos el miedo que azota a Marisa cuando comprueba que su presumido marido empieza a mirar con ojos de deseo a mujeres mucho más jóvenes y atractivas que ella; asistiremos a los anómalos pormenores del contrato que Amalio Unzeta firma a bordo de un avión, y que determinará su futuro; y caminaremos por los pasillos de un extraño hospital junto a dos mujeres que, movidas por un urgente deseo lésbico, buscan una cama en la que desfogar su pasión.
Como puede observarse, se trata de un conjunto muy variado de historias, donde los argumentos, aparentemente, no siempre están relacionados con el tema del erotismo. Pero ahí es donde entra en acción el buen oficio de Inés Matute, que sabe dar a cada vasija narrativa el modelado exacto, pintándole encima los dibujos verbales que más le convienen y colocándola después ante nuestros ojos, para que nos extasiemos con su excelso acabado. Que ningún lector espere groserías en estas líneas, que nadie se sumerja en ellas buscando ocasiones fáciles para la excitación. Inés Matute sabe (y nos lo demuestra sobradamente) que un escritor es la persona que introduce sus manos en un tema, reflexiona sobre él y lo hace suyo con el inestimable auxilio de la mirada (el más literario de los recursos). Y luego, en cada caso, introducirá los elementos que convengan, para conseguir los resultados más exquisitos. Así, la narradora de «Rojo y picante» se dejará llevar por los tópicos, las frases hechas y un lenguaje de nivel medio-bajo; en «¡Peliculera!» abundarán las referencias cinéfilas, que justifican la única distracción de su protagonista; y en «Asaltacamas» (por no agotar los ejemplos) aparecen de forma sucesiva el escritor Juan Carlos Onetti, la pintora Frida Kahlo o el filósofo Friedrich Nietzsche, entre otros, por causas que tendrá que descubrir en su momento el lector de la obra.
Once experimentos bajo los cuales late el pulso de una escritora de raza, a la que no conviene desatender a partir de ahora. Publicando a autoras así, la editorial tinerfeña Baile del Sol se coloca en el camino de la excelencia.