Terrible paradoja... He de hablar hoy de
un libro que ha escrito el ensayista francés Pierre Bayard, que ha traducido Albert
Galvany, que ha publicado el exquisito sello Anagrama y que se titula —pásmese
el lector— Cómo hablar de los libros que no se han leído. ¿De qué manera puedo
escribir y qué cosas puedo comentar para que se crea que, efectivamente, yo sí
me he leído ese volumen? Porque, de forma notoria, la editorial catalana ha
jugado a epatar: la obra original se titula, en francés, Comment parler des livres que l’on n’a pas lus? Y ese signo de
interrogación, al ser eliminado en la versión española, convierte un rótulo
perplejo y dubitativo en otra cosa bien distinta: el encabezamiento de un
manual cínico o capcioso.
Pero,
obviamente, no es ésa la intención de Pierre Bayard. Lo que él pretende
explicarnos, bajo la especie de la desfachatez, es que todos somos, en
realidad, no-lectores. Primero, porque leer veinte, cincuenta o cien libros al
año, en un mundo que produce durante ese tiempo varios millones de títulos, no
nos autoriza a definirnos como ‘lectores’. Y segundo porque, lo reconozcamos o
no, olvidamos el 90% de cada libro nada más acabarlo. De ahí que la pretensión
soberbia de ‘haber leído’ tal o cual obra no sea más que la gesticulación
infantiloide de un engreído o un pedante, que no resistiría una encuesta sobre
cien detalles de la obra una semana después de haberla cerrado. Somos —lo dice
Bayard— lectores metonímicos: sólo leemos una parte de cada obra: la que
incorporamos a nuestra memoria (e incluso esa porción de datos está sujeta a
constantes modificaciones).
En ese orden de
razonamientos hay que entender sus aparentes boutades, como la que desliza en
la página 13 («Para hablar con rigor de un libro, es deseable no haberlo leído
del todo, e incluso no haberlo abierto nunca»), en la página 26 («Quien mete
las narices en los libros se ha echado a perder para la cultura, e incluso para
la lectura») o en otros lugares de la obra.
Hablar sobre libros no
leídos deja de ser, según el intrépido análisis de Pierre Bayard, un rasgo de
incultura. Por el contrario, el ensayista francés valora esa habilidad como un
rasgo elogiable, digno adorno de personas flexibles y sinceras. No en vano se
invoca en la primera página del tomo una chilindrina del genial dandy Oscar
Wilde («Jamás leo los libros que debo criticar, para no sufrir su influencia»).
¿Qué nos propone realmente Pierre Bayard en este ensayo? ¿Un exabrupto cínico?
¿Una entronización de la desidia o el analfabetismo? En modo alguno. Sus
argumentos son tan sólidos como nuevos, y merecen ser considerados como la
avanzadilla de una sorprendente revolución cultural. Júzguela por sí mismo
quien lo dude.
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