domingo, 28 de septiembre de 2008

La soledad del ángel de la guarda



Se ha hablado en muchas ocasiones de la soledad del corredor de fondo, y de la soledad de los héroes; pero hay una soledad más ardua y más cenagosa, porque se tiñe casi siempre de anonimato y hasta puede verse salpicada por el desprecio ajeno: la soledad del guardaespaldas. Así lo entiende al menos Raúl Guerra Garrido, y lo plasma en una novela que lleva por título La soledad del ángel de la guarda y que ha editado el sello Alianza.
No se habla en ella, jamás, del País Vasco, pero tampoco hubiera sido preciso, dado el desarrollo y la textura de los acontecimientos que se nos cuentan. La persona que debe ser protegida es un catedrático jubilado de universidad, cuyo pensamiento y actitudes molestan grandemente a los Malos (así los califica el narrador de los hechos, que no es otro que el propio guardaespaldas). Este Viejo Profesor es nominado como don Olegario Álvarez del Río en las primeras páginas de la obra, pero pronto se transforma en don Obdulio Fernández del Campo, y luego en don Octavio Núñez del Teso, y posteriormente en don Orencio, don Olgonio, don Olivio, don Olierto, don Onofre, don Ovidio, don Orlando y don Olmio. ¿Qué importa (parece decirnos Guerra Garrido) el nombre? Importa su condición de triste diana ambulante, para quien todos procuran elaborar una ignominia: compañeros de la Facultad que lo insultan, para que nadie los crea situados en su mismo bando (p.181); manifestantes que lo motejan de fascista, por hablar de la libertad (p.140); amigos que lo saludan en recintos cerrados, pero que se niegan a hacerlo en la calle (p.200); etc.
Pero es que para el guardaespaldas tampoco son fáciles las cosas: tiene que sufrir el calvario de vivir solo (para no implicar a su novia Yoli en sus actividades); su única amiga fiel es su pistola Betty (su teoría es que el arma «es como la picha: no la saques sin motivo ni la envaines con deshonor», p.42); se ve envuelto sin desearlo en una tensa situación dentro de una herriko taberna; debe proteger al Viejo Profesor en el desalojo de un cine (por amenaza de bomba); y, al final, verá confirmados sus peores miedos, en las secuencias postreras del volumen.
Raúl Guerra Garrido (premio Nacional de las Letras 2006), cuya trayectoria ha sido tan impoluta como brillante, nos entrega con esta obra una reflexión lúcida, de gran solidez formal, llena de juegos fraseológicos que recuerdan al Roa Bastos de Yo, el Supremo, y con docenas de guiños para lectores avezados («Llamadme Ismael, dijo Pepe», p.46; «Éste es el corazón de las tinieblas», p.77; «Fuese y no hubo nada, como en la copla», p.182; etc), en la que nos estremecemos con los temores más profundos de un hombre que vive en el límite del vértigo.

1 comentario:

Gonzalo Gómez Montoro dijo...

¡Hola Rubén!

¡No sabía que tenías un blog! Me alegro de conocerlo y a partir de ahora te visitaré a menudo. No sé si conoces el mío: Aguas de ceniza.
Por cierto, comparto tu pasión por Muñoz Molina y, entre los genios españoles actuales, incluiría a Juan José Millás. ¿Has leído su (creo) desconocido libro de cuentos "Primavera de luto"? Es sencillamente ALUCINANTE.

Un abrazo fuerte para tí y otro para Marta,

Gonzalo